Cádiz ES fundamento.
Los hechos son conocidos. Las Cortes de Cádiz reconocieron por primera vez en la historia de España la libertad de imprenta mediante el decreto de 10 de noviembre de 1810. Los liberales basaron la defensa del decreto de libertad de imprenta en cuatro grandes argumentos: se trata de un derecho del ciudadano, constituye un vehículo esencial para la ilustración del pueblo, es una garantía para atajar el mal gobierno y, por último, resulta necesaria en las circunstancias del momento. Estas ideas, propuestas por Flórez Estrada, se hallan de forma ordenada en un famoso discurso pronunciado por Muñoz Torrero el 21 de octubre y fueron desarrolladas, siempre en el mismo sentido, por los diputados que intervinieron en favor del decreto. Argüelles formuló la idea, luego muy repetida, de que debido a la censura de la imprenta «se estancaron los conocimientos, enmudecieron los sabios y caímos en la tiranía».
Los hechos son conocidos. Las Cortes de Cádiz reconocieron por primera vez en la historia de España la libertad de imprenta mediante el decreto de 10 de noviembre de 1810. Los liberales basaron la defensa del decreto de libertad de imprenta en cuatro grandes argumentos: se trata de un derecho del ciudadano, constituye un vehículo esencial para la ilustración del pueblo, es una garantía para atajar el mal gobierno y, por último, resulta necesaria en las circunstancias del momento. Estas ideas, propuestas por Flórez Estrada, se hallan de forma ordenada en un famoso discurso pronunciado por Muñoz Torrero el 21 de octubre y fueron desarrolladas, siempre en el mismo sentido, por los diputados que intervinieron en favor del decreto. Argüelles formuló la idea, luego muy repetida, de que debido a la censura de la imprenta «se estancaron los conocimientos, enmudecieron los sabios y caímos en la tiranía».
En la práctica, varios periódicos llevaron a efecto esa libertad desde las primeras sesiones parlamentarias: el Semanario Patriótico, El Conciso y El Observador informaron con apreciable amplitud y precisión de las actividades de las Cortes dando de esta manera un vuelco al periodismo español: si hasta ahora la prensa periódica había sido fundamentalmente literaria, en estos momentos se convertía en primordialmente política.
Esa decisión de las Cortes, sin embargo, no fue producto de la voluntad de un grupo de diputados sino, fundamentalmente, una exigencia de las condiciones históricas del momento. La prensa política quedó definida en la revolución inglesa del siglo XVIII cuando todos los partidos y facciones enfrentadas recurrieron a periodistas como el frente de choque de sus posiciones. Paine, Wilkes, “Junius”, Cave, mezclan su actividad política con la del periodismo y marcan las características que hoy son de manual para la prensa política en la misma forma en que lo hicieron los reunidos en Cádiz para delimitar los derechos y deberes de una nueva nación (España) con una doctrina que en pocos años dio lugar no a una sola nación sino a una pléyade de naciones libres en toda América guiadas normativamente por los mismos principios. No ha existido en el siglo XIX y primera mitad del XX ningún político que no haya creado su propio periódico para la implantación de sus proyectos. No es posible entender la acción política de Jefferson o Washington, de Cánovas o Disraeli, de Zapata, Lenin o Mussolini sin utilizar sus respectivos periódicos.
Estas funciones eran entonces claras y fáciles de comprender. Un diario político cumplía básicamente tres objetivos y misiones. Por una parte era el portavoz oficial de una corriente política. Por otra parte eran los diarios políticos el banderín de enganche y herramienta básica de promoción y propaganda del partido y las oficinas de los periódicos el lugar concreto donde los interesados podían encontrar acceso a la afiliación, explicación de sus dudas, recepción de sus aportaciones e ideas. Y en tercer lugar, la sede de la periódicos políticos eran el centro de agitación y organización de las huestes partidarias, el lugar donde, cuando fue necesario, se cuidaron, almacenaron y prepararon las armas para la revolución. Todo el siglo XIX y XX están llenos de ejemplos al respecto. La revolución inglesa se mueve entre la “licensing act” de finales del XVII a la “libel act” de 1792 en un siglo que ellos mismos definieron como “the century of the strugles for the freedom of the press” y a lo largo de ese siglo establecieron el modelo de referencia de la prensa política liberal. En Norteamerica y en torno a Franklin y los padres fundadores la situación fue una copia y desde las sedes de los periódicos salieron los patriotas disfrazados de indios que dieron el asalto a los barcos ingleses (“tea party”) e iniciaron la guerra de independencia. En Francia lo mismo hicieron Robespierre con su “Carta a mis electores”, Marat definiendo el quehacer de los jacobinos en su “L´Amie du Peuple”, Hebert con los “sans-culotte” en su “Le Père Duchesne” y sobre todo Napoleón desarrollando un sistema piramidal de prensa controlada desde el poder (agencia estatal, diarios oficiales, policía política) que marcará el intervencionismo como regla en ese definido modelo liberal. Entre la fórmula inglesa de “ley del libelo” y la jacobino-napoleónica de intervencionismo legal se movieron los liberales de Cádiz.
Porque la libertad de prensa o de expresión o de imprenta es la bandera de las libertades liberales. Pero como tal tiene dos caras. Una expansiva, libertaria, que soporta el pensamiento libre, el derecho a imprimir, el asociacionismo, el expresarse libremente, la libertad de distribución, de empresa y de venta. La otra intervencionista (napoleónica), de censura, limitaciones indirectas (impuestos sobre el papel, la tinta, la distribución) o directas (leyes protectoras del libelo, de la infancia, contra la anarquía), de seguimiento y control, policía política y hasta de terror. Sobre esas dos alternativas ha avanzado el Estado Liberal en los últimos 200 años, marcada formalmente por principios fundadores (1810 en España), por leyes de normalización en la década de 1880 y por intervalos importantes de dictadura y abusos a lo largo sobre todo del siglo XX. Sobre esa dicotomía se han construido los Estados y las Naciones occidentales hasta hoy.
Cádiz ES Símbolo.
Doscientos años se cumplen de la primera ley básica liberal en español, firmada en Cádiz y celebrada en medio mundo, desde Sicilia y Nápoles a California y Santiago de Chile. Cádiz es, basta visitarlo, el mausoleo y memoria de todo un ideario de hombres libres a ambos lados del Atlántico y del Mediterráneo. Es un símbolo y la más pura representación del liberalismo, de la independencia y de la libertad, el corazón y motor simbólico de una era que termina, de una forma de entender y realizar la libertad perteneciente a una cultura que hoy tiende a ser minoritaria, la cultura de los hombres de letras, la cultura del pensar con la lectura y la escritura. Cádiz es sobradamente reconocida como símbolo del liberalismo.
La más llamativa cualidad, referida a los padres constitucionalistas en concreto y al modelo de periodismo liberal en su conjunto es la de grandeza. Eran personajes, auténticos padres fundadores, que se movían en torno a enormes ilusiones: una sociedad nueva, libre, de iguales, sujeta por ello a leyes claras y justas, de gentes activas, productivas, educadas y letradas. El poder era un instrumento necesario para tales fines. No para enriquecerse ni para implantar otra religión. Eran todas cosas que se contaban en los periódicos y que cualquiera que supiera leer o que escuchase podía entender. Eran hombres grandes que proponían proyectos e ideas de ilusión y calidad. El temple de los padres fundadores, de los constitucionalistas de Cádiz se manifestaba en la calidad de sus actitudes vitales. La calidad aplicada a todo, al comportamiento, a la expresión, a la cultura como actitud, a la nobleza. La calidad es hacer las cosas bien en un marco de moral aristocrática, como la de los padres fundadores, que piensa y proyecta en el bien común, en el medio plazo, en la libertad como el más preciado de los dones del hombre, en Cádiz de 1812 como modelo y referencia.
De Cádiz queda Poco.
El lenguaje de los periódicos de hoy no es inteligible para un ciudadano de cultura media como era el periodismo liberal. Un periódico propone cada día titulares imposibles, desarrolla sus textos llenos de palabras extranjeras, de siglas, de jerga y argot para especialistas –en economía, en tecnología, en deporte…-, está lleno de abreviaturas, de alusiones, de indicaciones que se parecen más a un lenguaje de señales ferroviarias o de tráfico que a un lenguaje común. Citas y referencias sin notas explicativas, sin el mínimo esfuerzo para estar fuera de la “parroquia” de los iniciados, del intercambio entre especialistas. Los periodistas de mayor peso, los “líderes de opinión” y editorialistas aspiran no a ser entendidos por la mayoría de sus lectores sino a ingresar en el círculo de los herméticos, de aquellos que “están” en el saber, que se intercambian mensajes de secta que solo entienden los que están capacitados para leer entre líneas. Así, el “mejor” periodismo es un símbolo de poder para quienes lo ejercen más que un producto o instrumento de utilidad para quienes lo leen o siguen: no importa hacerse entender sino estar.
Los temas que los periódicos atienden y trabajan llevan implícitos dos factores de intratabilidad. Uno es la distancia de la vida normal, el otro es la técnica y fórmulas de presentación y desarrollo. Los periódicos que se definen de información hablan de asuntos y negocios de enormes magnitudes: bancos que se hunden, conflictos lejanos y complejos pero que pueden afectar la calefacción de cada uno (Rusia contra Ucrania, por ejemplo), exploraciones petrolíferas que pasan de sociedades privadas a estados o viceversa, líneas aéreas enormes que se hunden, reflotan o nacionalizan, noticias todas cuyo secreto no es desvelado. Además estos “enormes” temas se presentan y perfilan con técnicas de espectáculo, entre el catastrofismo y el optimismo, entre la filantropía y la ferocidad, entre avisos de peligro inminente e inevitable y promesas de milagros salvíficos, entre noticias más o menos reales y mucha imaginación y leyendas. Los automóviles matan tres veces mas que la llamada “violencia de género” pero los automóviles no dan o no pueden dar miedo mientras que los maridos o “compañeros” si. El “medioambiente” es una nueva religión que tiene problemas con otra entendida como “desarrollo sostenible” y ambas sirven para amenazar o para entusiasmar. La ciencia sin límite es una panacea milagrosa que puede acabar en pocos años con cualquier enfermedad o puede conducirnos a la más implacable tiranía. El catastrofismo y el optimismo de la información de masas guian la agenda diaria de los individuos.
Otro elemento en que los actuales periódicos y medios han perdido las referencias del gran modelo liberal está en la propuesta moral, de actitud y comportamiento, de relación entre acciones y consecuencias legales, éticas y sociales. La moral que los medios hoy proponen es tan amoral que produce sorpresa. Se presentan con todo tipo de justificaciones tipos que llevan sociedades a la bancarrota, huyen con el dinero, falsifican, roban y engañan sin piedad en la política o en los negocios, matan en nombre de la religión o del nacionalismo y continúan viviendo en palacios, cuentan con una justicia favorable y privilegiada, apenas son condenados a unos pocos años en situaciones especiales. Ni se habla de nociones tan eternas como el honor, el respeto por el propio deber y misión, la obligación de dimitir cuando uno se equivoca, de pagar legalmente o con dinero propio cuando uno comete ilegalidad o daña intereses colectivos
De Cádiz, el FONDO.
Porque las actuales Democracias Mediáticas y Postparlamentarias sólo podrán consolidarse si se mantienen como columnas fundamentales de la misma los grandes conceptos del liberalismo. Por eso es necesario integrar en nuestro mundo de hoy los principios y las esencias, el FONDO de los grandes gigantes del liberalismo.
Escribió Alec Minc (La Borrachera Democrática ) que este siglo XXI será el siglo de Tocqueville como el pasado lo fue de Marx. Y es que Tocqueville intuyó muy bien cómo la libertad individual no es gratuita. La libertad conlleva importantes exigencias en responsabilidad individual al igual que la soberanía participada implica conflictos, confrontación de intereses y opiniones y el establecimiento de reglas de juego. Tuvo claro que era condición humana el que libertad no era sinónimo de bondad y mucho menos de bondad colectiva y que la opinión pública podía ser orientada y organizada a favor de intereses inconfesables y contrarios al bien social. Sus seguidores, Lippmann sobre todo en su “Public Opinion” y a principios del siglo XX cuando el sufragismo llevaba en directo hacia el voto universal, insistieron en la incapacidad del hombre masa para entender y pensar el bien colectivo, para ver más allá de su propia nariz y de sus cutres intereses y, peor aún, para dejarse arrastrar hacia el efectismo y la farándula y considerar como asuntos públicos dominantes fenómenos de feria. Tocqueville ponía el dedo en la llaga al presentar a los medios como la segunda gran fuerza social, poco por detrás del sistema de partidos: tomados individualmente, afirmaba, no son gran poder, pero colectivamente los medios tienen suficiente fuerza para corromper el sistema de sufragio.
Naturalmente Tocqueville no tuvo tiempo de soñar lo que sería la televisión y las imágenes donde los medios están en condiciones óptimas para llevar la democracia hacia el funambulismo, para corromper el funcionamiento de la representatividad política y del sufragio arrastrándolo hacia el más nauseabundo de los espectáculos y para falsear en consecuencia todos los grandes valores de libertad conquistados durante siglos. Es casi seguro por ello que esas libertades están en evidente peligro, que en un marco de libertades formales reconocidas (de pensamiento, de opinión, de expresión, de voto, de manifestación) y de derechos individuales y sociales consolidados e irrenunciables (a la seguridad, a la educación, a la salud, al honor incluso), la práctica lleve a lo contrario, a la tiranía de la opinión manejada, del voto mareado, de la manifestación folclórica, al predomino del libelo sobre el honor, de los instintos humanamente más destructivos sobre la excelencia, de la zafiedad sobre la belleza, del “ternero de tres patas” y fenómeno de feria sobre todo.
Está claro que estamos hablando del problema dominante y sin resolver de las democracias occidentales, la clarificación sobre dónde están los organismos de decisión y poder en la actual democracia, que bajo esa misma confusión se define como “postparlamentaria”, mediática y hasta “postliberal”. Desde la otra cara de la moneda el mismo problema se centra en el derecho de los individuos a saber quién manda y donde está el centro del poder, el derecho a conocer si eligen o no a los poderes reales, el derecho a estar informados con precisión y sin engaños antes de elegir a quienes les representan, el derecho individual a no ser mareados y manejados por agentes de opinión y por medios de comunicación con técnicas y capacidades asombrosas para crear y organizar las decisiones, el consumo, los votos, la vida pública y la vida política.
Nuestra realidad debiera estar hambrienta de los conceptos políticos básicos del liberalismo y de su evolución de significado desde su expansión en España en los inicios de la Edad contemporánea a la actualidad. Se trata de interiorizar aquellos términos básicos que, conceptualizados en torno a 1810, están hoy casi olvidados en medio de nuestro vocabulario político básico. Aunque esten insertos en el corazón primigenio de Occidente: John Milton introduce su Areopagítica, el catecismo de la doctrina liberal, propuesto al Parlamento de Londres en 1644 como un manifiesto a favor de la libertad de expresión, con una deliciosas líneas de Eurípides: “Hay verdadera libertad cuando los hombres nacen libres // Y quien tiene algo que decir puede hacerlo con libertad, // Cuando quien puede y quiere propone sus propias ideas // Y quien no puede ni quiere, puede permanecer en paz. // ¿Puede haber algo más justo en un Estado que esto?”.
Esa decisión de las Cortes, sin embargo, no fue producto de la voluntad de un grupo de diputados sino, fundamentalmente, una exigencia de las condiciones históricas del momento. La prensa política quedó definida en la revolución inglesa del siglo XVIII cuando todos los partidos y facciones enfrentadas recurrieron a periodistas como el frente de choque de sus posiciones. Paine, Wilkes, “Junius”, Cave, mezclan su actividad política con la del periodismo y marcan las características que hoy son de manual para la prensa política en la misma forma en que lo hicieron los reunidos en Cádiz para delimitar los derechos y deberes de una nueva nación (España) con una doctrina que en pocos años dio lugar no a una sola nación sino a una pléyade de naciones libres en toda América guiadas normativamente por los mismos principios. No ha existido en el siglo XIX y primera mitad del XX ningún político que no haya creado su propio periódico para la implantación de sus proyectos. No es posible entender la acción política de Jefferson o Washington, de Cánovas o Disraeli, de Zapata, Lenin o Mussolini sin utilizar sus respectivos periódicos.
Estas funciones eran entonces claras y fáciles de comprender. Un diario político cumplía básicamente tres objetivos y misiones. Por una parte era el portavoz oficial de una corriente política. Por otra parte eran los diarios políticos el banderín de enganche y herramienta básica de promoción y propaganda del partido y las oficinas de los periódicos el lugar concreto donde los interesados podían encontrar acceso a la afiliación, explicación de sus dudas, recepción de sus aportaciones e ideas. Y en tercer lugar, la sede de la periódicos políticos eran el centro de agitación y organización de las huestes partidarias, el lugar donde, cuando fue necesario, se cuidaron, almacenaron y prepararon las armas para la revolución. Todo el siglo XIX y XX están llenos de ejemplos al respecto. La revolución inglesa se mueve entre la “licensing act” de finales del XVII a la “libel act” de 1792 en un siglo que ellos mismos definieron como “the century of the strugles for the freedom of the press” y a lo largo de ese siglo establecieron el modelo de referencia de la prensa política liberal. En Norteamerica y en torno a Franklin y los padres fundadores la situación fue una copia y desde las sedes de los periódicos salieron los patriotas disfrazados de indios que dieron el asalto a los barcos ingleses (“tea party”) e iniciaron la guerra de independencia. En Francia lo mismo hicieron Robespierre con su “Carta a mis electores”, Marat definiendo el quehacer de los jacobinos en su “L´Amie du Peuple”, Hebert con los “sans-culotte” en su “Le Père Duchesne” y sobre todo Napoleón desarrollando un sistema piramidal de prensa controlada desde el poder (agencia estatal, diarios oficiales, policía política) que marcará el intervencionismo como regla en ese definido modelo liberal. Entre la fórmula inglesa de “ley del libelo” y la jacobino-napoleónica de intervencionismo legal se movieron los liberales de Cádiz.
Porque la libertad de prensa o de expresión o de imprenta es la bandera de las libertades liberales. Pero como tal tiene dos caras. Una expansiva, libertaria, que soporta el pensamiento libre, el derecho a imprimir, el asociacionismo, el expresarse libremente, la libertad de distribución, de empresa y de venta. La otra intervencionista (napoleónica), de censura, limitaciones indirectas (impuestos sobre el papel, la tinta, la distribución) o directas (leyes protectoras del libelo, de la infancia, contra la anarquía), de seguimiento y control, policía política y hasta de terror. Sobre esas dos alternativas ha avanzado el Estado Liberal en los últimos 200 años, marcada formalmente por principios fundadores (1810 en España), por leyes de normalización en la década de 1880 y por intervalos importantes de dictadura y abusos a lo largo sobre todo del siglo XX. Sobre esa dicotomía se han construido los Estados y las Naciones occidentales hasta hoy.
Cádiz ES Símbolo.
Doscientos años se cumplen de la primera ley básica liberal en español, firmada en Cádiz y celebrada en medio mundo, desde Sicilia y Nápoles a California y Santiago de Chile. Cádiz es, basta visitarlo, el mausoleo y memoria de todo un ideario de hombres libres a ambos lados del Atlántico y del Mediterráneo. Es un símbolo y la más pura representación del liberalismo, de la independencia y de la libertad, el corazón y motor simbólico de una era que termina, de una forma de entender y realizar la libertad perteneciente a una cultura que hoy tiende a ser minoritaria, la cultura de los hombres de letras, la cultura del pensar con la lectura y la escritura. Cádiz es sobradamente reconocida como símbolo del liberalismo.
La más llamativa cualidad, referida a los padres constitucionalistas en concreto y al modelo de periodismo liberal en su conjunto es la de grandeza. Eran personajes, auténticos padres fundadores, que se movían en torno a enormes ilusiones: una sociedad nueva, libre, de iguales, sujeta por ello a leyes claras y justas, de gentes activas, productivas, educadas y letradas. El poder era un instrumento necesario para tales fines. No para enriquecerse ni para implantar otra religión. Eran todas cosas que se contaban en los periódicos y que cualquiera que supiera leer o que escuchase podía entender. Eran hombres grandes que proponían proyectos e ideas de ilusión y calidad. El temple de los padres fundadores, de los constitucionalistas de Cádiz se manifestaba en la calidad de sus actitudes vitales. La calidad aplicada a todo, al comportamiento, a la expresión, a la cultura como actitud, a la nobleza. La calidad es hacer las cosas bien en un marco de moral aristocrática, como la de los padres fundadores, que piensa y proyecta en el bien común, en el medio plazo, en la libertad como el más preciado de los dones del hombre, en Cádiz de 1812 como modelo y referencia.
De Cádiz queda Poco.
El lenguaje de los periódicos de hoy no es inteligible para un ciudadano de cultura media como era el periodismo liberal. Un periódico propone cada día titulares imposibles, desarrolla sus textos llenos de palabras extranjeras, de siglas, de jerga y argot para especialistas –en economía, en tecnología, en deporte…-, está lleno de abreviaturas, de alusiones, de indicaciones que se parecen más a un lenguaje de señales ferroviarias o de tráfico que a un lenguaje común. Citas y referencias sin notas explicativas, sin el mínimo esfuerzo para estar fuera de la “parroquia” de los iniciados, del intercambio entre especialistas. Los periodistas de mayor peso, los “líderes de opinión” y editorialistas aspiran no a ser entendidos por la mayoría de sus lectores sino a ingresar en el círculo de los herméticos, de aquellos que “están” en el saber, que se intercambian mensajes de secta que solo entienden los que están capacitados para leer entre líneas. Así, el “mejor” periodismo es un símbolo de poder para quienes lo ejercen más que un producto o instrumento de utilidad para quienes lo leen o siguen: no importa hacerse entender sino estar.
Los temas que los periódicos atienden y trabajan llevan implícitos dos factores de intratabilidad. Uno es la distancia de la vida normal, el otro es la técnica y fórmulas de presentación y desarrollo. Los periódicos que se definen de información hablan de asuntos y negocios de enormes magnitudes: bancos que se hunden, conflictos lejanos y complejos pero que pueden afectar la calefacción de cada uno (Rusia contra Ucrania, por ejemplo), exploraciones petrolíferas que pasan de sociedades privadas a estados o viceversa, líneas aéreas enormes que se hunden, reflotan o nacionalizan, noticias todas cuyo secreto no es desvelado. Además estos “enormes” temas se presentan y perfilan con técnicas de espectáculo, entre el catastrofismo y el optimismo, entre la filantropía y la ferocidad, entre avisos de peligro inminente e inevitable y promesas de milagros salvíficos, entre noticias más o menos reales y mucha imaginación y leyendas. Los automóviles matan tres veces mas que la llamada “violencia de género” pero los automóviles no dan o no pueden dar miedo mientras que los maridos o “compañeros” si. El “medioambiente” es una nueva religión que tiene problemas con otra entendida como “desarrollo sostenible” y ambas sirven para amenazar o para entusiasmar. La ciencia sin límite es una panacea milagrosa que puede acabar en pocos años con cualquier enfermedad o puede conducirnos a la más implacable tiranía. El catastrofismo y el optimismo de la información de masas guian la agenda diaria de los individuos.
Otro elemento en que los actuales periódicos y medios han perdido las referencias del gran modelo liberal está en la propuesta moral, de actitud y comportamiento, de relación entre acciones y consecuencias legales, éticas y sociales. La moral que los medios hoy proponen es tan amoral que produce sorpresa. Se presentan con todo tipo de justificaciones tipos que llevan sociedades a la bancarrota, huyen con el dinero, falsifican, roban y engañan sin piedad en la política o en los negocios, matan en nombre de la religión o del nacionalismo y continúan viviendo en palacios, cuentan con una justicia favorable y privilegiada, apenas son condenados a unos pocos años en situaciones especiales. Ni se habla de nociones tan eternas como el honor, el respeto por el propio deber y misión, la obligación de dimitir cuando uno se equivoca, de pagar legalmente o con dinero propio cuando uno comete ilegalidad o daña intereses colectivos
De Cádiz, el FONDO.
Porque las actuales Democracias Mediáticas y Postparlamentarias sólo podrán consolidarse si se mantienen como columnas fundamentales de la misma los grandes conceptos del liberalismo. Por eso es necesario integrar en nuestro mundo de hoy los principios y las esencias, el FONDO de los grandes gigantes del liberalismo.
Escribió Alec Minc (La Borrachera Democrática ) que este siglo XXI será el siglo de Tocqueville como el pasado lo fue de Marx. Y es que Tocqueville intuyó muy bien cómo la libertad individual no es gratuita. La libertad conlleva importantes exigencias en responsabilidad individual al igual que la soberanía participada implica conflictos, confrontación de intereses y opiniones y el establecimiento de reglas de juego. Tuvo claro que era condición humana el que libertad no era sinónimo de bondad y mucho menos de bondad colectiva y que la opinión pública podía ser orientada y organizada a favor de intereses inconfesables y contrarios al bien social. Sus seguidores, Lippmann sobre todo en su “Public Opinion” y a principios del siglo XX cuando el sufragismo llevaba en directo hacia el voto universal, insistieron en la incapacidad del hombre masa para entender y pensar el bien colectivo, para ver más allá de su propia nariz y de sus cutres intereses y, peor aún, para dejarse arrastrar hacia el efectismo y la farándula y considerar como asuntos públicos dominantes fenómenos de feria. Tocqueville ponía el dedo en la llaga al presentar a los medios como la segunda gran fuerza social, poco por detrás del sistema de partidos: tomados individualmente, afirmaba, no son gran poder, pero colectivamente los medios tienen suficiente fuerza para corromper el sistema de sufragio.
Naturalmente Tocqueville no tuvo tiempo de soñar lo que sería la televisión y las imágenes donde los medios están en condiciones óptimas para llevar la democracia hacia el funambulismo, para corromper el funcionamiento de la representatividad política y del sufragio arrastrándolo hacia el más nauseabundo de los espectáculos y para falsear en consecuencia todos los grandes valores de libertad conquistados durante siglos. Es casi seguro por ello que esas libertades están en evidente peligro, que en un marco de libertades formales reconocidas (de pensamiento, de opinión, de expresión, de voto, de manifestación) y de derechos individuales y sociales consolidados e irrenunciables (a la seguridad, a la educación, a la salud, al honor incluso), la práctica lleve a lo contrario, a la tiranía de la opinión manejada, del voto mareado, de la manifestación folclórica, al predomino del libelo sobre el honor, de los instintos humanamente más destructivos sobre la excelencia, de la zafiedad sobre la belleza, del “ternero de tres patas” y fenómeno de feria sobre todo.
Está claro que estamos hablando del problema dominante y sin resolver de las democracias occidentales, la clarificación sobre dónde están los organismos de decisión y poder en la actual democracia, que bajo esa misma confusión se define como “postparlamentaria”, mediática y hasta “postliberal”. Desde la otra cara de la moneda el mismo problema se centra en el derecho de los individuos a saber quién manda y donde está el centro del poder, el derecho a conocer si eligen o no a los poderes reales, el derecho a estar informados con precisión y sin engaños antes de elegir a quienes les representan, el derecho individual a no ser mareados y manejados por agentes de opinión y por medios de comunicación con técnicas y capacidades asombrosas para crear y organizar las decisiones, el consumo, los votos, la vida pública y la vida política.
Nuestra realidad debiera estar hambrienta de los conceptos políticos básicos del liberalismo y de su evolución de significado desde su expansión en España en los inicios de la Edad contemporánea a la actualidad. Se trata de interiorizar aquellos términos básicos que, conceptualizados en torno a 1810, están hoy casi olvidados en medio de nuestro vocabulario político básico. Aunque esten insertos en el corazón primigenio de Occidente: John Milton introduce su Areopagítica, el catecismo de la doctrina liberal, propuesto al Parlamento de Londres en 1644 como un manifiesto a favor de la libertad de expresión, con una deliciosas líneas de Eurípides: “Hay verdadera libertad cuando los hombres nacen libres // Y quien tiene algo que decir puede hacerlo con libertad, // Cuando quien puede y quiere propone sus propias ideas // Y quien no puede ni quiere, puede permanecer en paz. // ¿Puede haber algo más justo en un Estado que esto?”.