Mi buen amigo el filósofo catalán Josep Maria Esquirol i Calaf, el filósofo más prometedor y sugestivo que tenemos, expone la estrecha relación entre ética y mirada articulándolas con un concepto, el de respeto, de gran juego ético, incluso a la vieja usanza. Pero no sólo eso, porque el respeto moral al otro y lo otro en la práctica es primordialmente respeto ontológico a lo real en el pensar; o en el mirar. El respeto implica una mirada atenta, algo más que la pura recepción de los impulsos eléctricos o la activación de pautas cognitivas. La mirada atenta implica una relación ética, porque mirar comporta un perjuicio o un beneficio para lo que observamos.
Primero, hay que aprender a mirar, sin más, porque no hay nada más ofensivo que ni siquiera ver a los otros, relegarlos a la inexistencia. (Ésa es la gran ofensa ética a lo real, inherente a la mirada a las imágenes y no a las cosas). Después, hay que aprender a mirar con atención y respeto, cómo y dónde. Porque la mirada tiene muchos pliegues; a veces se trata de no acercarla demasiado o de saber, incluso, apartarla a tiempo. Hay que aprender de alguien que sepa, como sucede en la magnífica película de Akira Kurosawa, Dersu Urzala, que cita el libro.
Esta capacidad de aprender a mirar la devasta una sociedad tecnocientífica altamente voyeurística, que ha desarrollado conductas enfermizas de lo visual. El allanamiento cuantitativo de la realidad lleva a un solipsismo contemporáneo, en el que todo es visible porque todo importa lo mismo, poco, nada. La ética del respeto tiene esa capacidad de bumerán, en la que si no se respeta a nadie tampoco se respeta uno mismo. La capacidad y disponibilidad de métodos y utensilios para ver y transmitir todo han eliminado la privacidad, la intimidad personal. Con ellas han desaparecido de nuestro campo visual lo oculto, misterioso, lo cósmico, a lo que accedía, embebecida en ello, esa fragilidad reservada de la mirada personal: uno mismo y su ánimo.
1. Un fundamentalista del ateísmo poco respetuoso.
Esta introducción me sirve para preparar el terreno y responder al segundo apartado del primer capítulo del libro de Dawkins que titula “El respeto inmerecido” refiriéndose, naturalmente, a la religión. A ese respecto, Dawkins cita un discurso improvisado de Douglas Adams (Para quien desconozca a este personaje, diré que Douglas Noël Adams , inglés, nació el 11 de marzo de 1952, se traslado a Cambridge a los cinco años y falleció en California 11 de mayo del 2001 de un infarto. También conocido como Bop Ad o Bob por su firma ilegible, o por sus iniciales DNA, fue un escritor y guionista radiofónico, famoso principalmente por su serie “Guía del Autoestopista Galáctico”) en el que se critica el respeto a la religión y se cita elogiosamente, no podía ser de otro modo, al propio Dawkins.
Al final del apartado anterior y para preservarse de las críticas que podrían lloverle desde el ámbito de la física, Dawkins se apresura a deslindar de las otras formas de religión la que él denomina einsteiniana, no sin dejar de pedir a la ciencia física que se abstenga de utilizar la palabra Dios siquiera en sentido metafórico y escribe una frase lapidaria, terrible y arrogante (adjetivos, si señor, pero la frase es como para no adjetivarla; me traicionaría a mi mismo si no lo hiciese).
Ésta reza: “El Dios metafórico o panteísta de los físicos está a años luz del intervencionista, hacedor de milagros, lector de mentes, castigador de pecados y respondedor de plegarias Dios de la Biblia, de los sacerdotes, de los mulás y rabinos y del lenguaje ordinario. Confundir deliberadamente esos dos dioses es, en mi opinión, un acto de alta traición intelectual” (Dawkins, R., “El espejismo de Dios”, Espasa, Madrid, 2007, Pág., 28).
Veamos, por traición se entiende la violación de la fidelidad o lealtad que se debe
a algo o alguien y, por alta traición, se entiende la cometida contra la soberanía, la seguridad o la independencia del Estado. O Dawkins desconoce el significado de las palabras o, como según creo, aquí muestra su verdadera faz: la de un fundamentalista radical de una secta, no me atrevería a llamarla religión, neodarwiniana, lejos, pero que muy lejos, de la Evolución del gran Charles Darwin.
El hereje no era el pobre Jay Gould, a quienes Dennett u Vd. mismo maltrataron y persiguieron hasta el ensañamiento, no según el modelo “dioclecianesco” o “torquemadesco” demasiado burdo y evidente, sino que lo acusaron de desviacionismo con el más depurado estilo vishinskiano y no lo enviaron a Siberia porque no pudieron.
A ese respecto, lea Sr. Dawkins el libro de Ana Larina, Lo que no puedo olvidar, que suena a copla española trágica, porque trágica fue su vida y aún más el proceso y asesinato de su marido, Nikolái Bujarin, mandamás del PCUS, acusado por el monstruo Stalin y su rottweiler el fiscal Vishinski, de alta traición, intelectual además, por su formulación de la Nueva Política Económica en la U.R.S.S, que tan sólo pretendía introducir algo de humanismo en el terrible leninismo y su criminal interpretación staliniana.
El resto del apartado está constituido por una colección de ejemplos negativos sobre la incidencia de las religiones en la sociedad con especial incidencia en las relaciones difíciles entre cristianos, judíos y musulmanes, el trato de la Iglesia Católica hacia los homosexuales para finalizar protestando abiertamente contra la “patente de corso” que, según él, poseen las religiones en casi todos las países. Ejemplos conocidos como la crisis balcánica, atribuida íntegramente por Dawkins a la religión; el fundamentalismo musulmán y el caso del periódico danés “Jyllands-Posten”, viñetas sobre Mahoma incluidas.
2. La necesidad ética del respeto y la responsabilidad.
Frente a Dawkins y su injusta afirmación de que a la religión se le profesa un respeto inmerecido, nosotros afirmamos con Heidegger y Jonas, dos de los más grandes filósofos continentales del siglo XX, la necesidad de una ética del respeto y la responsabilidad con carácter general.
El respeto como la honestidad y la responsabilidad son valores fundamentales para hacer posibles las relaciones de convivencia y comunicación eficaz entre las personas ya que son condición indispensable para que se establezca una verdadera confianza en el seno de las comunidades sociales.
La falta de respeto a nuestras instituciones surge de la laxitud en la que ha caído la cultura moderna por el excesivo énfasis que hemos puesto a la libertad y los derechos de los individuos con el olvido de la responsabilidad y el deber como contra parte complementaria. Esta actitud ha traído como consecuencia una mala interpretación de lo que significa la dignidad de la persona y su responsabilidad social. Me refiero a una interpretación muy generalizada de que nuestro individualismo es “sagrado”, que al sentirnos dueños de nuestra propia manera muy personal de interpretar al mundo, podemos criticar a quien sea, juzgar y ridiculizar a la persona que represente cualquier autoridad.
Los estudiantes no respetan las clases que imparten sus maestros y nosotros, pretendidamente adultos, ejercemos nuestra profesión con prepotencia en función de nuestros privilegios, de la misma manera que nos sentimos con el derecho de no respetar normas, ni políticas, ya que las normas y las políticas fueron hechas en base a una autonomía de la conciencia.
La idea de la democracia con fundamento en nuestra soberanía nos hace olvidar el peligro de la anarquía. De hecho una mala interpretación de la ética autónoma de Kant podría llevarnos a las siguientes conclusiones: como entendemos que de acuerdo a su “autonomía” las normas se fundamentan únicamente en nuestra subjetividad, pues esta misma subjetividad nos da “derecho”de cambiarlas o de interpretarlas a nuestra propia conveniencia e interés personal, de tal manera que la ética se convierte en un instrumento más de “la voluntad de poder”.
Pero, es aquí en donde se relaciona la dignidad con el respeto a sí mismo. De acuerdo con la interpretación que hace Heidegger de la ética de Kant; “respeto significa responsabilidad hacia uno mismo y esto a la vez significa ser libre” (Véase Heidegger, Martín, “Los problemas fundamentales de la fenomenología”, Trotta, Madrid, 2000: 169). De acuerdo con Heidegger para Kant, el sentimiento moral es el respeto. En el respeto debe hacerse patente la conciencia moral de sí mismo, la persona moral que es la auténtica personalidad del hombre: esto es también la honestidad, con uno mismo y con los demás.
En efecto, sin el respeto a nuestra conciencia moral carecemos de dignidad y por lo tanto de un auténtico amor hacia nosotros mismos, ya que es en el ámbito de la moral en donde realmente nos distinguimos de los animales, pues al guiarnos por la ley moral tomamos conciencia de nuestra propia autonomía existencial: “Así, al someterme a mi mismo ante la ley moral, me enaltezco a mí mismo como libre, como un ser que se determina así mismo, y me descubre en mi dignidad” (Véase Heidegger, Martín, “Los problemas fundamentales de la fenomenología”, Trotta, Madrid, 2000: 174).
Sin embargo Hans Jonas, discípulo de Heidegger, considera que: “no basta el respeto a la ley moral si éste no viene acompañado del sentimiento por la responsabilidad que vincula este sujeto a este objeto y nos hará actuar por su causa” (Jonas, Hans, “El principio de responsabilidad”, Herder, Barcelona, 1995: 160).
En efecto la responsabilidad está en el poder que yo tengo de causar un daño, o un beneficio de todo aquello que se halla en el campo de mi acción. La palabra responsabilidad significa que yo puedo responder por mis acciones y solamente se entiende en el sentido de interpretar la libertad como poder respetar o no respetar aquello que es valioso.
Es decir, está en mi valoración con respecto del objeto el respetar o no respetarlo, por ello es importante agregar el amor a los valores de los que se es responsable:
A esa especie de responsabilidad y de sentimiento de responsabilidad, y no a la responsabilidad formal y vacía de todo agente por su acto, es la que nos referimos cuando hablamos de la ética, hoy necesaria, de responsabilidad orientada al futuro (Jonas, Hans, “El principio de responsabilidad”, Herder, Barcelona, 1995: 164). Si mi sentido de responsabilidad se fundamenta más en el cumplimiento del deber por temor al castigo, entonces mi responsabilidad no sería un verdadero compromiso.
El verdadero compromiso es siempre moral y por lo tanto voluntario porque esta en función de mi aprecio y respeto de aquello de lo que soy responsable. Por ello la irresponsabilidad emana de la poca conciencia de aquello de lo que se es responsable por no considerarlo verdaderamente valioso. Lo contrario de la responsabilidad es la irresponsabilidad: yo no respondo por lo que hago porque no lo considero valioso (aquí se excluye ser irresponsable porque no se tiene capacidad para serlo).
Jonas nos da un ejemplo de lo que significa actuar irresponsablemente: El jugador que se juega su fortuna en el casino actúa con ligereza ; y si la fortuna no es suya sino de otro, actúa de manera criminal; pero si es padre de familia, entonces actúa irresponsablemente aun en el caso de que su fortuna sea indiscutiblemente suya, y esto con independencia de que gane o pierda.” (Jonas, Hans, “El principio de responsabilidad”, Herder, Barcelona, 1995:165).
El ejemplo es claro y nos dice que: el ejercicio del poder sin la observancia del deber constituye una ruptura de esa relación de fidelidad que es la responsabilidad. Pero, esta irresponsabilidad del padre de familia se debe a la falta de respeto hacia el bienestar de sus seres queridos. Al poner en peligro su patrimonio que es la condición de supervivencia de sus hijos, demuestra el poco cuidado e interés que siente por ellos, rompiendo con ello la confianza que es la base de la vinculación espiritual familiar que es el amor.
3. Abordar en serio la cuestión del respeto.
Una vez realizada una pequeña y sencilla justificación de la necesidad ética del respeto y la responsabilidad, términos que en nuestro sistema de pensamiento, se hallan indisolublemente unidos, es hora ya de que abordemos en serio la cuestión del respeto, porque Mr. Dawkins, según nuestro modesto criterio, Vd. no ha profundizado mucho en este concepto.
Lo comprendemos, es un ilustre zoólogo. Pero como ahora se dedica al ensayo, o eso pretende al menos, filosófico-teológico con notable éxito de ventas, poca responsabilidad y con la intención explícita de hacer proselitismo ateístico utilizando la ciencia como excusa, se le puede responder allí donde más le duele. Y si es serio deberá molestarle, al menos, que se le diga que del término respeto sabe Vd. Poco. Y por eso, sobre todo por los muchos lectores de buena voluntad que pueda seducir con su actitud proselitista, vamos a puntualizar algunas cuestiones sobre el respeto.
Para ello he decidido apoyarme e inspirarme en algunos artículos y en la metodología con la que el filósofo francés, otro continental Mr. Dawkins, Henri Hude, nacido en 1954, profesor de Filosofía en Khâgne (París), que ha renovado el estudio del pensamiento de Bergson, con la edición científica de los “Cours” del famoso filósofo. Pero sus dos últimas obras –“Filosofía de la prosperidad” y “Crecimiento y libertad”– se han dedicado a asuntos económicos y sociales.
Su pensamiento se sitúa, por una parte, en la órbita liberal, como lo refleja su pertenencia al comité de redacción de la revista Commentaire, fundada por Raymond Aron; por otra, se preocupa fortalecer el papel de los cuerpos intermedios entre el Estado y el mercado, en primer lugar la familia. Aí procedemos a establecer los siguientes puntos.
3.1. El respeto en la antigüedad clásica.
En la Antigüedad, el tema predominante en la idea de respeto no es el del respeto a la persona como tal, sino más el respeto hacia el orden. El término latino respicere significa mirar hacia atrás. Uno se vuelve al pasar un personaje importante, del mismo modo con que solemos prestar atención a los hechos importantes y a los valores capaces de inspirar la acción. La palabra observantia, observancia, considera la idea del respeto de las leyes (observare leges). Tanto respectus como observantia corresponden al término respeto. Evocan la actitud de atención y disposición a la obediencia efectiva, cuyo objeto es el poder constituido o la norma jurídica y el mandato jerárquico que de ella emana.
En la antigua lengua griega, los términos aidòs, aidesthai cumplen en cierto modo las mismas funciones, pero con interesantes matices. En realidad, la voz latina tiene como connotación los motivos de la disposición habitual a obedecer a la autoridad o la ley. El romano, positivo y conservador, obedece sin estado de ánimo, en calidad de amigo del orden. El griego, ciudadano más disciplinado y crítico, tiene una obediencia más dolorosa.
Su idioma pone dos sentimientos en primer plano en el término aidòs, el temor y la vergüenza, a través de los cuales percibe la autoridad y la ley. La autoridad es aquello que puede provocarnos vergüenza si no le rendimos suficiente veneración. Obedecer es evitar tener que ruborizarse. Respetar a los ancianos es ponerse a cubierto de su reprobación. El griego nos permite discernir aquello que en el respeto no es sino temor y vergüenza de los demás.
La primera dimensión del respeto –y casi la única existente en la Antigüedad- es por lo tanto la aceptación teórica y práctica del orden y sus necesidades. Es un reconocimiento de los poderes y las leyes así como una disposición habitual a obedecerlos de buen grado, rindiendo incluso al poder cierto tributo de estimación, deferencia y honor.
3.2. El respeto humano.
Siendo el respeto un valor para seres libres, la sociedad de los hombres respetuosos no podría limitarse a la agrupación de temperamentos autoritarios rodeados de un conjunto de naturalezas temerosas. Si el respeto es puramente miedo, no es respetable. Como escribe Malebranche en se célebre “Tratado de moral”, los espíritus animales surgen en el cerebro en presencia del poder y el animal social se acuesta en señal de sumisión. No es más que un instinto social, generalmente útil y a veces perjudicial. No se puede juzgar la falta de respeto sin discernimiento.
La falta de respeto no apareció en el mundo en el siglo XVIII. La siguiente es una cita de Tertuliano que demuestra su antigüedad y que he tenido por un momento la tentación de aplicar al Sr. Dawkins; no se la aplico, pero citarla…vaya si la cito: “Muchas cosas merecen tomarse a broma y considerarse humorísticamente por temor de darles importancia al combatirlas seriamente. Nada es más adecuado para la tontería que el ridículo y el derecho de reír pertenece con toda propiedad a la razón” (Véase, Pascal, B., “Provinciales”, Undécima carta, Pléyade, p. 782).
Con la noción de respeto humano, que encontramos en la moral cristiana, estas perspectivas adquieren profundidad. El respeto humano, que sería preferible llamar respeto servil, es una carencia de libertad intelectual, moral y religiosa. Es una cobardía que impide al hombre vivir de acuerdo con su conciencia y lo somete al poder o a la opinión. En la medida que se restrinja un rechazo del respeto humano, será adecuado considerar la falta de respeto. En el fondo, siempre se trata de respetar sin respeto humano.
3.3. El respeto como solidaridad.
Se halla en Santo Tomás de Aquino una interesante serie de ideas en torno a esta cuestión. El aquinata comienza considerando la petición de respeto del orden, emitida por el espíritu conservador. Sin embargo, la define tan acertadamente que el respeto, valor de conservación, se transforma prácticamente en valor de progreso. En primer lugar, según él, el respeto virtuoso no es incondicional. El respeto de un poder (observantia) es una virtud unida a la justicia (Véase Suma teológica, llallae, Q. 102-103-104).
Para él, el respeto implica algo más que la observantia propiamente dicha; se trata al mismo tiempo de reconocer la autoridad, honrarla, obedecerla y estar ligado a la misma por la gratitud. El respeto sólo es virtuoso si es justo y únicamente lo es en relación con las decisiones morales y legales de un poder legítimo. Santo Tomás no va más allá de lo que admitiría todo buen jurista de la Antigüedad. En segundo lugar, sin embargo, llega a una concepción original, que casi podríamos considerar “personalista”, del respeto de la autoridad. No habla de respeto de la ley como tal, refiriéndose escasamente al respeto de la misma como expresión de poder del superior.
Con finura, habla más bien del respeto de la persona del superior revestido del poder legítimo. Se respeta al superior respetando su ley. Lo respetamos porque es superior, pero en su condición de persona. En el respeto a la autoridad, el motivo es la autoridad y el objeto es la persona investida de la misma. Un hombre libre y respetuoso no tiene la religión de la autoridad. El respeto es una de las formas de la solidaridad social, mediante la cual debemos vincularnos cordialmente con las personas a cargo del bien común.
Así, el respeto de la autoridad puede dejar de visualizarse ante todo en una dialéctica de oposición a la libertad irrespetuosa. Es la solidaridad lo que limita la libertad, del mismo modo como debe limitar la autoridad. El despotismo del jefe orgulloso y brutal destruye este respeto solidario y lo reemplaza por el servilismo del respeto humano, dejando únicamente lugar para el atropello, la huida o la rebelión.
3.4. Los hombres y las leyes.
El respeto solidario armoniza con la máxima de acuerdo con la cual la libertad no consiste en obedecer a los hombres sino a las leyes. En realidad, es independiente de la naturaleza del régimen político. Si la Constitución es democrática, el poder humano supremo reside en el pueblo como cuerpo y la concepción del respeto solidario significa que en primer lugar respetamos al pueblo, luego su autoridad y por último únicamente la ley en cuanto ha sido planteada por el poder del pueblo. Por lo demás, uno se respeta a sí mismo como miembro del soberano y como persona revestida de la dignidad cívica.
3.5. Respeto, religión y sociedad.
En el cristianismo, el respeto a los padres se fundamenta no sólo en la proximidad o en el cariño, sino en el respeto a Dios, que puede llamarse religión en el sentido estricto en el cual nos referimos a un “hombre religioso”. Desde este punto de vista, la religión es la virtud en la cual echan raíces todas las demás formas de respeto. Durkheim veía en la sociedad misma la realidad que trasciende al individuo y es objeto de la religión; pero al concebir en definitiva la sociedad como una especie de Uno y Todo inmanente en relación con sus miembros, como un alma en un cuerpo, reducía el sentimiento religioso a la conciencia social únicamente, elevando esta última a una especie de religiosidad.
La idea que nos formamos de lo Absoluto no es siempre la misma, pero el respeto básico siempre se detiene en la frontera del misterio primordial, y todo respeto que no se reduzca al miedo enfrenta al poder respetado como manifestación de la primera Potencia, como quiera se la represente. Tal vez esto también es válido para el individualismo exacerbado. Descansa en la idea de acuerdo con la cual el individuo es Único o sería puramente una ola, pero agitada por el flujo de la Naturaleza infinita. El hombre es siempre religioso por naturaleza, pero existen religiones seculares y aún no hemos terminado de hacer su recuento.
3.6. Respeto y democracia.
La democratización política y social reforzó o prolongó el paso del honor al respeto. Iba siendo paulatinamente perceptible la ley de democratización que rige la historia de los pueblos en desarrollo. Todo hombre, al convertirse o tender a convertirse el ciudadano, es decir, en co-soberano temporal, llegaba a ser el objeto primordial del respeto de la autoridad. La democratización política, cuyo efecto consiste en atribuir el poder soberano a la asamblea del pueblo y conferir a todo miembro de la sociedad la autoridad propia del ciudadano, tendría por respuesta lógica una democratización del respeto, actitud de deferencia hacia la autoridad. De este modo se produciría una disminución del grado de respeto a los diversos poderes públicos, concebidos en lo sucesivo como subordinados a un poder soberano colectivo del cual formarían parte todos los ciudadanos.
Esta disminución del respeto no es ilegítima en democracia, pero suele ser excesiva. Aristóteles afirma con razón que la sociedad existe por naturaleza y por consiguiente también la autoridad, sin la cual no hay posibilidad alguna de sociedad. Por consiguiente, Rousseau no se equivoca por su parte al decir que una sociedad humana compuesta de seres libres no se concibe sin un pacto social de equidad, asegurando a cada miembro el respeto de su libertad y los derechos objetivos de la persona humana.
En la medida que la sociedad es libre y justa, lo que existe por naturaleza también debe existir por libertad. Por este motivo, la autoridad pública tiene indudablemente derecho a un respeto de tipo particular, complejo y sutil, siendo el poder a la vez natural y consentido, superior y controlado, independiente y dependiente del ciudadano. Hay aquí toda una sabiduría práctica que precisar y profundizar, necesaria para una democracia madura, alejada de los simplismos pasionales del autoritarismo y la rebelión.
3.7. ¿Crisis de respeto?
En la era democrática resuena el lamento “ya no hay respeto”… Podemos responder diciendo que un debilitamiento de las viejas formas de respeto en la sociedad democrática no significa una caída del respeto en general. Ya no se respetan los poderes políticos no democráticos y todas las relaciones sociales están teñidas de esta nueva vinculación con el poder civil.
Sin embargo, desde otro punto de vista, existe demasiado respeto en democracia. El poder democrático, abucheado tan pronto como deja de hacer lo que desearían las personas o los oradores, es prodigiosamente respetado cuando expresa una opinión mayoritaria, por discutible que sea. Se confunde el respeto moral de la persona que tiene una opinión absurda con el respeto intelectual de una tesis absurda.
Yo sé muy bien que la opinión responde que no existen opiniones absurdas y todo puede ser verdadero si se encuentra quien lo apoye. Así, la opinión se convierte en verdad, la democracia en pópulo papismo y el ciudadano en veleta. En cuanto a la libertad sin razón y a la razón sin idea de la verdad, son un pez en la arena. El respeto democrático incluye así la capacidad de faltar al respeto ante la tiranía intelectual de las mayorías o minorías.
Junto al respeto humano de tipo conservador, dispuesto a todo tipo de reverencias ante los poderes, existe el respeto humano de tipo progresista, incapaz de oponerse a los procesos de corrupción que constituyen la patología propia de los regímenes democráticos.
3.8. El respeto en la democracia moderada.
Los ciudadanos de las democracias son impulsados a rechazar cualquier forma de autoridad no democrática en toda comunidad. Si fueran escuchados, la democracia llegaría a ser con pleno derecho el régimen de las familias, las iglesias, las escuelas, las empresas, etc.; pero de este modo desaparecería la libertad de propiedad, iniciativa y empresa, por ejemplo, si todo fundador de una empresa debiera encontrarse por pleno derecho desposeído de su autoridad por la asamblea general de sus asalariados. Si todo debiera democratizarse en sentido estricto, todo sería público.
No existiría lo privado y estaríamos en pleno totalitarismo. Por este motivo, es justo y necesario que las comunidades (sociales, económicas, educativas, culturales o religiosas) del seno de la comunidad política puedan no constituirse democráticamente. En ellas hay un deber implícito de justicia y respeto hacia sus miembros. Si no viven esta justicia interior, existirá una gran tentación de introducirla mediante el mecanismo político del control democrático. Con esta universalización injustificada del principio democrático, el espíritu democrático adquiriría un carácter totalitario pasando a ser lo opuesto de sí mismo.
De este modo, las instituciones económicas, sociales o culturales no democráticas, pero supuestamente equitativas, se ubican en el marco de una sociedad política democrática. Por consiguiente, es deseable que puedan funcionar asegurando a sus miembros, acostumbrados a ser co-soberanos en el orden político, cierta “unidad de conciencia social”. Con todo, el desarrollo de costumbres democráticas mediante consulta, representación, diálogo o colegios, no deberá incidir en aquello que en las comunidades sociales, económicas o culturales pueda o deba tener un carácter no democrático en sus instituciones si se desea al mismo tiempo procurar el bien común en particular de esas comunidades y preservar el espíritu general de la democracia.
Por lo tanto, el respeto democrático no es un bloque homogéneo o una exigencia universal e incondicional de soberanía. Ese democratismo tiene el riesgo de ser puramente lo contrario del autoritarismo. Son los viejos sujetos impregnándose del humor de los déspotas y creyéndose como ellos con derecho a todo. Hay diversos tipos de autoridades y reglas en una sociedad democrática, algunas de carácter público y otras privadas, y el respeto debe modularse en cada circunstancia en función de los requerimientos de la razón y la justicia. El respeto democrático auténtico es un todo complejo y articulado, un organismo diferenciado y sutil, con tensiones fecundas.
3.9. Kant y el respeto. La obra de Kant contribuyó a la difusión de la idea de respeto de la persona humana (Véase “Crítica de la razón práctica”. 1ª Parte, Libro Primero, Cap. III, “De los móviles de la razón pura práctica”, Alianza, Madrid, 2000) Sin embargo, inicialmente el sentimiento kantiano de respeto (Achtung) no está dirigido principalmente hacia los demás, sino hacia la ley. Es la ley moral que contemplamos en nosotros mismos, como un hecho puro que nos llena de admiración, nos exalta y nos humilla al mismo tiempo. El respeto kantiano es inseparable de la idea de obligación moral (Nothigung) impuesta por la ley moral al individuo, sujeto de la ley. Aún cuando este respeto sea puramente moral, es un sentimiento que conserva una conexión esencial con la idea de legislación y poder legislativo.
Kant desarrollaba el respeto de la ley en forma de respeto de la humanidad. En todo caso, para él no se trata de respetar en primer lugar lo que en términos comunes llamaríamos la humanidad real o –en su lenguaje- la humanidad empírica, con sus libertades, derechos, etc. Para Kant, el respeto de la humanidad real no es sino una consecuencia. La humanidad que debe respetarse no es para él en primer lugar el conjunto de personas humanas concretas, sino más bien el fondo misterioso e inalcanzable de todo espíritu individual.
Trasformando la expresión de San Agustín, podríamos hacer decir a Kan: Humanitas intimior intimo meo, Humanidad más íntima para mí mismo que yo mismo. Así, para Kant lo inmediatamente respetable no es la libertad personal y relativa del individuo concreto, sino una libertad noumenal absoluta, principio de la ley moral y fin último de la acción moral, una Libertad absoluta e incognoscible mediante la razón teórica, una Libertad que nadie puede saber si es o no personal. En suma, en Kant observamos una tendencia a la autodivinización de la humanidad, entendida “en su más alta determinación”. Para Kant, al igual que para Santo Tomás, el respeto fundamental es un sentimiento religioso, pero dirigido hacia un Absoluto que es o tiende a ser el Hombre. El respeto del Hombre tiende a ser el equivalente secularizado del respeto de Dios.
3.10. Dos humanismos para una cultura.
Me parece que en el tema del respeto nos encontramos en el punto preciso de fricción entre las dos principales corrientes espirituales de nuestra cultura, el humanismo cristiano y el humanismo antropocéntrico. Están ligadas por la misma inspiración humanista, por el mismo deseo de cultivar, liberar y salvar la naturaleza humana, por la misma aspiración a la divinización y a la libertad infinita; pero ambas corrientes son inevitablemente divergentes.
Para los humanistas antropocéntricos, Dios es la humanidad y el hombre se diviniza a sí mismo tomando conciencia de su ser o procurando crearse. Los cristianos verán en esta concepción la forma indudablemente más noble, pero también más esencial del orgullo. Entre tanto, una vez disociado de todo panteísmo, el tema del respeto del hombre-Dios no deja de encontrar profundas resonancias en quienes creen que Dios se hace hombre en Jesucristo.
De ahí surge en nuestra cultura la mezcla de dos formas de respeto de la persona humana; por una parte, el respeto de la Persona humana, es decir, la Humanidad, entendida como una especie de principio divino inmanente en la humanidad misma; por otra parte, el respeto cristiano de las personas humanas en razón de su dignidad de criaturas y del hecho de asumir Dios la naturaleza humana en la encarnación.
Así, en nuestra cultura, el respeto del hombre es una noción ambigua. Probablemente, la noción de derecho humano participa también de esta ambigüedad. Ciertamente, si el hombre no es Dios, no podemos atribuirle el tipo de respeto propiamente debido sólo al Primer Principio; pero es lícito preguntarse si es posible respetar por mucho tiempo al hombre cuando únicamente lo respetamos a él.
Bien, como el Sr. Dawkins ha renunciado, con enorme ligereza por cierto, a considerar las religiones orientales en su obra no lo haremos nosotros, al menos no lo haremos nosotros por el momento; luego, inevitablemente si, claro. Pues bien, situémonos en el plano cristiano, ese que tanto molesta al eminente zoólogo que intentamos refutar. Vera Vd., cristianismo y respeto tienen una larga tradición de entendimiento y compenetración. Ciertamente, la Ilustración tiñe la noción de respeto considerando la libertad humana un absoluto intocable y una ley para toda libertad. El espíritu cristiano matiza esta misma noción presentando la idea de la persona humana, con la cual existe la obligación de ser justo. Sin embargo, la noción de respeto no parece ser central en el cristianismo, porque la noción de ley tampoco es central en el mismo.
Existe, por ejemplo, una ley que prohíbe matar: “No matarás”. Su objeto es delimitado, preciso, prohíbe todo homicidio de un inocente. ¿Pero cuál sería el mandamiento positivo correspondiente a la prohibición? Sería indudablemente “Vivifica” o “Da la vida”. ¿Qué vida debo dar? ¿A quién debo darla? Pensamos aquí en las palabras de Cristo: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante”. Así, existe una clara simetría entre el campo indefinidamente abierto del don de uno mismo y la enumeración exhaustiva de un conjunto de categorías de actos impuestos o prohibidos.
Si quisiéramos multiplicar los preceptos, correríamos siempre el riesgo de atentar contra la libertad de la generosidad esencial propia del don de uno mismo. Empleando los términos de Bergson que se hallan en su obra “Las dos fuentes de la moral y la religión”, no se trata de presión, sino de llamado. La relación con el mal está regida fundamentalmente por la prohibición, pero la relación con el bien no está fundamentalmente regida por la obligación.
Y si la obligación fuera sustituida por la presión moral o el chantaje afectivo, caeríamos más allá de la libertad jurídica inherente en la obligación. Al ser predominante el punto de vista del amor, el respeto de la prohibición es puramente una subestructura subyacente que da solidez al conjunto, pero en la cual deja de estar en juego lo esencial de la vida interior, moral y espiritual. La relación con el bien es libre, absolutamente libre, constituye un llamado al amor infinito y universal, que abre un horizonte de generosidad pura, de gracia y gratuidad
3.11. El respeto como Eros
El respeto de la prohibición se presupone en el amor y en ese sentido está incluido en el mismo. ¿Podemos pretender amar a una persona y perjudicarla, mentirle, etc.? Sin embargo, el respeto intrínseco en un amor predominante no es tanto un respeto de la prohibición como de la persona cuyo bien objetivo protege la prohibición. Así como en un nivel más alto el respeto de la ley se convertía en respeto de la persona y las asambleas revestidas de poder legislativo, aquí el respeto de la ley se convierte en respeto de las personas cuyos derechos la ley reconoce o establece. Cuando el respeto de la ley prohibitiva ha pasado a segundo plano, continúa apareciendo en primer plano a través de su metamorfosis, que es el respeto de la persona.
El respeto teme, teme herir. Ve la vulnerabilidad del amigo, del amado. Es un misterio del hombre en su profundidad, vinculado con su capacidad de sufrir. El respeto no se contenta con temer. Teme no compadecerse. También procura comprender en los demás lo que los hace sufrir. Ese respeto, permítame que se lo diga Mr. Dawkins, Vd. Lo desconoce por completo.
El respeto se asemeja en parte al temor y en parte al amor. El amor aleja al miedo, pero siempre alberga cierto temor. Si tememos cometer una falta por temor a la reacción de la víctima o la autoridad, el miedo es servil. Si tememos cometer una falta por amor a quienes podríamos perjudicar, ese temor (si está libre de la enfermedad del escrúpulo) es una modalidad del amor y es libre. Ese temor es razonable, porque mientras el hombre reside aquí abajo y esté dotado de una libertad flexible, existe la posibilidad de desconfiar de uno mismo y temer herir a las personas amadas.
Así, los teólogos han elaborado la doctrina del temor filial de Dios. Si el amor a Dios alberga un temor de herirlo con nuestras faltas –dicen ellos- ese temor se llama temor filial de Dios. Apliquemos esta idea a nuestro tema. Si el amor a Dios sigue albergando un temor filial, es comprensible que en el amor al prójimo exista un temor de herirlo con nuestras faltas o nuestras palabras orgullosas y “absolutizantes”, permítaseme la palabra, cargadas de intención destructora de aquello que es natural consuelo para muchos. Este temor, si se tiene, podría llamarse temor fraternal. Este temor fraternal es el respeto, el que no posee Dawkins, un hobbessiano para el que el hombre tan sólo es un lobo para el propio hombre.
Si queremos separar completamente el respeto del orden, del temor, es preciso ver una formas de denominar la caridad. Ahí culmina el respeto, volviendo a sus orígenes etimológicos. El respeto mira. Y ahí empalmamos la reflexión de Hude con la de Esquirol. Es el don de la mirada, su forma de posarse sobre los demás y responder con el don de uno mismo a la llamada silenciosa que todo rostro dirige a la conciencia. El respeto es entonces la dimensión contemplativa de la caridad, cuando el hombre es contemplado en el Uno.