Wattebled o el rastro de las cosas (Fracaso Books, 2020), de Paco Gómez (Madrid, 1971), no es sólo un libro de y sobre fotografía: es un objeto bello, exquisitamente diseñado, con una cualidad al tacto y al olfato que lo convierten en totémico; y eso le hace no tener una funcionalidad definida. Es un curioso artefacto: narración fragmentaria y ensamblaje de imágenes y texto; pero también investigación detectivesca; cápsula del tiempo donde hasta las guardas colaboran; un documento sobre los usos sociales y personales de la fotografía; el relato de un viaje tanto espacial como temporal que, por el mismo hecho de escribirse, se ofrece como modelo para que los lectores busquen y realicen viajes similares; la descripción de un árbol genealógico ajeno, ya talado, que, al ser injertado en el presente del autor, reverdece hasta el punto de que el libro supone una invitación para sus lectores a añadir ese pasado familiar al propio. Lo que todas esas posibilidades que el libro explora tienen en común es esto: son una invocación contra el olvido.
Este libro nace de intentar desmantelar la paradoja de las fotografías familiares: las fotos que se toman para que los momentos perduren, y que sin embargo terminan por presentar personajes desconocidos para las siguientes generaciones de esa misma familia. Paco Gómez ya ha encontrado antes material fotográfico añejo considerado por familiares o conocidos de las personas que aparecían en las imágenes como basura o baratijas sin valor; su labor de investigación sobre aquel material le llevó a escribir Los Modlin (2013). A finales del año 2019 encontró placas fotográficas de vidrio a la venta en el Rastro de Madrid, y, como fotógrafo profesional, reconoció en esas fotos cierto gusto, aunque en ningún momento del libro afirmará que se trata de obras de arte.
Son fotografías de aficionado, de un tiempo (las décadas de los 20 y 30 del siglo pasado) en que el interés por la fotografía requería conocimientos especializados y dominio técnico. Pero los temas que aparecen son los de las fotos familiares: jornadas de vacaciones, excursiones campestres, días de playa, fotos de las hijas de la familia. El autor principal de esas fotos es Joseph Wattebled, escrito en las cajas que contienen las placas y en un sobre postal enviado a una dirección cercana a Calais. Ésa será la pista que le permitirá a Paco Gómez iniciar su investigación: intentar conocer quién era ese fotógrafo, y visitar los lugares de Francia que aparecen en las fotografías, enclaves desconocidos para el autor al inicio de su investigación. Muy pronto, tras los primeros capítulos en que se nos describe el hallazgo, el libro se torna la crónica de ese viaje.
El rastro que sigue este libro lleno de dudas, expresadas, sopesadas, es el de las fotos en sí. Gómez es fiel a su vocación de fotógrafo, y es el deseo de situar esas fotografías en los lugares en que se tomaron, el de realizar versiones de fotos con una cámara antigua, con un trapo negro cubriéndole la cabeza al hacerlas, el estímulo que empuja al autor. Las fotografías, como sinécdoques, lo relacionarán, y a los lectores con él, con la vida de la persona que las tomó hace un siglo. Incluso en esas fotos, formales, en las que las personas que aparecen – familiares y amigos del matrimonio Wattebled – muestran ante la cámara su condición de personajes del teatro social conscientes de serlo, a pesar de esa ficción irremediable de la fotografía familiar, de la exhibición de estatus y satisfacción, algo más allá, o más acá, de eso se adivina y nos apela en esas fotos.
Paco Gómez escribe este libro para intentar precisar qué ese je ne sais quoi que ha despertado su interés y curiosidad por el autor de esas fotos. Pero las fotos no se abandonarán para ofrecer una narración más completa de la familia Wattbled: son los rastros o restos fotográficos, con sus huecos, yuxtaposiciones e inconsistencias, los que hacen que el libro sea de fotografía: Gómez se mantiene en los límites que establecen las fotos adquiridas en Madrid, de ahí que el principal procedimiento en su investigación sea la visita a los parajes y localizaciones de las fotografías de los Wattebled. A esas fotos se sumarán las que toma en su viaje, siempre con relación, siquiera tangencial, con las de Joseph Wattebled.
Este libro nace de intentar desmantelar la paradoja de las fotografías familiares: las fotos que se toman para que los momentos perduren, y que sin embargo terminan por presentar personajes desconocidos para las siguientes generaciones de esa misma familia. Paco Gómez ya ha encontrado antes material fotográfico añejo considerado por familiares o conocidos de las personas que aparecían en las imágenes como basura o baratijas sin valor; su labor de investigación sobre aquel material le llevó a escribir Los Modlin (2013). A finales del año 2019 encontró placas fotográficas de vidrio a la venta en el Rastro de Madrid, y, como fotógrafo profesional, reconoció en esas fotos cierto gusto, aunque en ningún momento del libro afirmará que se trata de obras de arte.
Son fotografías de aficionado, de un tiempo (las décadas de los 20 y 30 del siglo pasado) en que el interés por la fotografía requería conocimientos especializados y dominio técnico. Pero los temas que aparecen son los de las fotos familiares: jornadas de vacaciones, excursiones campestres, días de playa, fotos de las hijas de la familia. El autor principal de esas fotos es Joseph Wattebled, escrito en las cajas que contienen las placas y en un sobre postal enviado a una dirección cercana a Calais. Ésa será la pista que le permitirá a Paco Gómez iniciar su investigación: intentar conocer quién era ese fotógrafo, y visitar los lugares de Francia que aparecen en las fotografías, enclaves desconocidos para el autor al inicio de su investigación. Muy pronto, tras los primeros capítulos en que se nos describe el hallazgo, el libro se torna la crónica de ese viaje.
El rastro que sigue este libro lleno de dudas, expresadas, sopesadas, es el de las fotos en sí. Gómez es fiel a su vocación de fotógrafo, y es el deseo de situar esas fotografías en los lugares en que se tomaron, el de realizar versiones de fotos con una cámara antigua, con un trapo negro cubriéndole la cabeza al hacerlas, el estímulo que empuja al autor. Las fotografías, como sinécdoques, lo relacionarán, y a los lectores con él, con la vida de la persona que las tomó hace un siglo. Incluso en esas fotos, formales, en las que las personas que aparecen – familiares y amigos del matrimonio Wattebled – muestran ante la cámara su condición de personajes del teatro social conscientes de serlo, a pesar de esa ficción irremediable de la fotografía familiar, de la exhibición de estatus y satisfacción, algo más allá, o más acá, de eso se adivina y nos apela en esas fotos.
Paco Gómez escribe este libro para intentar precisar qué ese je ne sais quoi que ha despertado su interés y curiosidad por el autor de esas fotos. Pero las fotos no se abandonarán para ofrecer una narración más completa de la familia Wattbled: son los rastros o restos fotográficos, con sus huecos, yuxtaposiciones e inconsistencias, los que hacen que el libro sea de fotografía: Gómez se mantiene en los límites que establecen las fotos adquiridas en Madrid, de ahí que el principal procedimiento en su investigación sea la visita a los parajes y localizaciones de las fotografías de los Wattebled. A esas fotos se sumarán las que toma en su viaje, siempre con relación, siquiera tangencial, con las de Joseph Wattebled.
Narración directa
Aunque el libro es sobre fotografía, y los hitos que lo conforman y estructuran son las fotografías adquiridas en el Rastro, Paco Gómez rehúsa el empleo de términos excesivamente técnicos cuando las describe o en sus referencias al revelado y a las cámaras de la época.
Al igual que su forma de limpiar las placas fotográficas de vidrio (con un simple producto de limpieza comprado en una tienda de productos baratos), su manera de narrar es directa, expeditiva, su vocabulario limitado por su insistencia en dirigirse a un lector que comparta su marco generacional (así, se refiere al impermeable amarillo típico de marinos pescadores como el del “Capitán Pescanova”, referencia publicitaria que dificultará la comprensión al lector milenial): el estilo es, pues, de bloguero, en el que la familiaridad se da por sentada, y en el que cierta reminiscencia de la carta personal se preserva.
La oración con la que se inicia el libro ilustra ese estilo: “Los que me conocéis sabéis que siempre he tenido una tendencia enfermiza a entusiasmarme por cualquier chorrada”. Es fácil detectar aquí un buscado bathos que intenta ofrecer una apariencia resuelta a un proyecto que, como varias personas con las que el autor se entrevista en su viaje por Francia – una periodista, familiares lejanos de los Wattebled –dejan claro con su sorpresa, no es fácil de entender ni en sus motivaciones ni en su provecho.
Ese estilo informal del libro es resultado de un cierto pudor por parte de Paco Gómez: es una manera de presentar algo, precisamente porque se considera importante, sin añadirle afectación, de forma que esa importancia se evidencie en el material fotográfico y en la visita a los mismos lugares que contienen, no en el texto que los presenta. Es, por tanto, una manera de otorgar la primacía a las fotos mismas. Pero la historia fragmentada que el rastro de las fotos le permite realizar recibe un tratamiento literario cuidado, precisamente porque colabora en la preservación de esa fragmentación.
Las personas que vemos en las fotografías no nos son explicadas, no se nos satura con datos biográficos sobre ellos. Como personajes de Patrick Modiano, con cuyas novelas este proyecto tiene mucho en común – también sus novelas constituyen una maniobra, aparentemente distanciada, de exploración de un tiempo ido –, las personas de las fotografías permanecen siempre entrevistas, sin que el texto de Gómez nos lleve a creer que las llegamos a conocer por completo. Antes al contrario: su pudor se convierte en parte consustancial de su estilo; y la manifestación de ese pudor, su acendrada presencia en la composición del texto, alcanza su extremo – el silencio – cuando, ante la tumba familiar de los Wattebled, observa, adosada a la lápida, la fotografía de Annie, la hija que murió con quince años; comentando unos versos de Alfred de Musset grabados en la lápida en memoria de la niña – “Y fuiste llamada a Dios / desde tu cuna” – , dice Gómez:
Tenía fotografiada esa cuna de la que hablaba el poema. También sus sillita para comer, el tacataca, sus muñecas, el orinal, la primera bicicleta, la cartera del cole, la casa del árbol, su pala de playa y el pupitre en el que hacían los deberes. Es complicado explicar lo que se siente al tener esos recuerdos de una desconocida que murió tan joven, hace tanto tiempo, y que nadie recuerda. Es difícil, y por eso renuncio a intentarlo.
Súbita inclusión en el pasado
Ese pudor no excluye que, en su escritura, Paco Gómez busque momentos en los que el presente de su viaje por Francia y el pasado de las fotografías se confundan y amalgamen. Esto lo logra brillantemente al recomponer la escena de la toma de una fotografía, narrando lo que pudo ocurrir antes de la fijación de la imagen de las personas que en ella aparecen.
Su escritura sigue manteniéndose respetuosa, sin adentrarse en las mentes e intenciones de los personajes, pero proyecta esa escena en el presente, de forma que Gómez comparte espacio y tiempo, con ruptura de la cuarta pared, con los que toman la foto y las niñas que posan para ella en una playa norteña. La brillantez de esa composición de lugar no acaba en su descripción: el texto termina justo al final de una página impar; al pasar la página nos encontramos con la foto de las dos hijas de los Wattebled, en la página izquierda, y, en la de la derecha, la loma de la playa donde se hizo esa foto en una imagen actual.
El efecto que experimenta el lector es el de súbita inclusión en ese mismo espacio-tiempo mixto de pasado y presente al que el texto previo nos ha conducido, y que las imágenes de las dos niñas y del montículo de la playa tan eficazmente refuerzan. Esto demuestra que el libro está diseñado como artefacto que no sólo incluye texto y fotografías, sino que busca – y consigue – una simbiosis narrativa entre ellos: el efecto descrito no se daría sin esa relación, si el texto meramente describiera la fotografía, o si la imagen fuese sólo ilustración del texto.
Hay un momento en la narración en que ese pudor se desvanece, y Paco Gómez inquiere y exige respuestas, incluso con zarandeos, a un personaje que aparece en una foto de Wattebled. Ese personaje no es una persona, sino un poste de teléfono que ha conseguido mantenerse útil y así sobrevivir a los cambios de todo un siglo. Gómez se dirige a él en un ficticio diálogo, y el poste le atiende y le responde, hasta que decide no hablar más. Esta escena, de modo indirecto, subraya la presencia de la personificación o prosopopeya en todo el libro. Esa figura retórica consiste, como recoge el DRAE, en la “atribución, a las cosas inanimadas o abstractas, de acciones y cualidades propias de los seres humanos”; y esto se ejemplifica en el diálogo con el viejo y vanidoso poste de teléfono que Gómez inventa.
Pero también rige la relación del autor con las fotografías – cosas inanimadas – que ha encontrado en el Rastro; su interés en ellas, el hecho de que sean su guía en un viaje que le llevará a cruzar toda Francia, es posible porque Gómez establece a su vez un ficticio diálogo con esas imágenes y las personas que las habitan por el hecho de dirigirles su interés: por apelarlas y, con ese gesto, conferirles capacidad de respuesta. Una respuesta que sólo puede venir en este caso – otra acepción de la prosopopeya –como voz de ultratumba. “Toda fotografía es un memento mori”, dice Susan Sontag, y por ello el encuentro con las fotos antiguas de Wattebled las ha convertido para Paco Gómez en lápidas, en estelas funerarias que le apelan directamente con la fuerza ilocutiva de un “Siste viator”: le piden la atención y la memoria que no reciben en el olvido en que se hallan. El “Detente, viajero” que esas imágenes le demandan tiene el paradójico efecto de incitar a Gómez al viaje que su libro narra.
En el libro Wattebled o el rastro de las cosas el viaje termina ante las tumbas de los personajes retratados en las fotos, esas lápidas reducidas que han sido, desde su hallazgo, las placas fotográficas de Joseph Wattebled para Paco Gómez. Este, Paco Gómez, queda establecido también como un personaje entre los demás del libro, como resultado de su atención hacia las fotos de unos desconocidos: no otra es, según Paul de Man, “la amenaza latente que mora en la prosopopeya, a saber, que al hacer que los muertos hablen, la estructura simétrica implica, por la misma moneda, que los vivos se queden mudos y helados en su propia muerte”. Por eso, porque ha ingresado en el mundo de los difuntos a los que atiende, no le es posible explicarlos, y sus propias experiencias pasadas, como su primer contacto con la fotografía, se añaden a ese espacio memorístico que su investigación ha abierto, refractario a la comprensión y a la conclusión. Un proyecto que, en el lector conmovido, encuentra su perduración.
Aunque el libro es sobre fotografía, y los hitos que lo conforman y estructuran son las fotografías adquiridas en el Rastro, Paco Gómez rehúsa el empleo de términos excesivamente técnicos cuando las describe o en sus referencias al revelado y a las cámaras de la época.
Al igual que su forma de limpiar las placas fotográficas de vidrio (con un simple producto de limpieza comprado en una tienda de productos baratos), su manera de narrar es directa, expeditiva, su vocabulario limitado por su insistencia en dirigirse a un lector que comparta su marco generacional (así, se refiere al impermeable amarillo típico de marinos pescadores como el del “Capitán Pescanova”, referencia publicitaria que dificultará la comprensión al lector milenial): el estilo es, pues, de bloguero, en el que la familiaridad se da por sentada, y en el que cierta reminiscencia de la carta personal se preserva.
La oración con la que se inicia el libro ilustra ese estilo: “Los que me conocéis sabéis que siempre he tenido una tendencia enfermiza a entusiasmarme por cualquier chorrada”. Es fácil detectar aquí un buscado bathos que intenta ofrecer una apariencia resuelta a un proyecto que, como varias personas con las que el autor se entrevista en su viaje por Francia – una periodista, familiares lejanos de los Wattebled –dejan claro con su sorpresa, no es fácil de entender ni en sus motivaciones ni en su provecho.
Ese estilo informal del libro es resultado de un cierto pudor por parte de Paco Gómez: es una manera de presentar algo, precisamente porque se considera importante, sin añadirle afectación, de forma que esa importancia se evidencie en el material fotográfico y en la visita a los mismos lugares que contienen, no en el texto que los presenta. Es, por tanto, una manera de otorgar la primacía a las fotos mismas. Pero la historia fragmentada que el rastro de las fotos le permite realizar recibe un tratamiento literario cuidado, precisamente porque colabora en la preservación de esa fragmentación.
Las personas que vemos en las fotografías no nos son explicadas, no se nos satura con datos biográficos sobre ellos. Como personajes de Patrick Modiano, con cuyas novelas este proyecto tiene mucho en común – también sus novelas constituyen una maniobra, aparentemente distanciada, de exploración de un tiempo ido –, las personas de las fotografías permanecen siempre entrevistas, sin que el texto de Gómez nos lleve a creer que las llegamos a conocer por completo. Antes al contrario: su pudor se convierte en parte consustancial de su estilo; y la manifestación de ese pudor, su acendrada presencia en la composición del texto, alcanza su extremo – el silencio – cuando, ante la tumba familiar de los Wattebled, observa, adosada a la lápida, la fotografía de Annie, la hija que murió con quince años; comentando unos versos de Alfred de Musset grabados en la lápida en memoria de la niña – “Y fuiste llamada a Dios / desde tu cuna” – , dice Gómez:
Tenía fotografiada esa cuna de la que hablaba el poema. También sus sillita para comer, el tacataca, sus muñecas, el orinal, la primera bicicleta, la cartera del cole, la casa del árbol, su pala de playa y el pupitre en el que hacían los deberes. Es complicado explicar lo que se siente al tener esos recuerdos de una desconocida que murió tan joven, hace tanto tiempo, y que nadie recuerda. Es difícil, y por eso renuncio a intentarlo.
Súbita inclusión en el pasado
Ese pudor no excluye que, en su escritura, Paco Gómez busque momentos en los que el presente de su viaje por Francia y el pasado de las fotografías se confundan y amalgamen. Esto lo logra brillantemente al recomponer la escena de la toma de una fotografía, narrando lo que pudo ocurrir antes de la fijación de la imagen de las personas que en ella aparecen.
Su escritura sigue manteniéndose respetuosa, sin adentrarse en las mentes e intenciones de los personajes, pero proyecta esa escena en el presente, de forma que Gómez comparte espacio y tiempo, con ruptura de la cuarta pared, con los que toman la foto y las niñas que posan para ella en una playa norteña. La brillantez de esa composición de lugar no acaba en su descripción: el texto termina justo al final de una página impar; al pasar la página nos encontramos con la foto de las dos hijas de los Wattebled, en la página izquierda, y, en la de la derecha, la loma de la playa donde se hizo esa foto en una imagen actual.
El efecto que experimenta el lector es el de súbita inclusión en ese mismo espacio-tiempo mixto de pasado y presente al que el texto previo nos ha conducido, y que las imágenes de las dos niñas y del montículo de la playa tan eficazmente refuerzan. Esto demuestra que el libro está diseñado como artefacto que no sólo incluye texto y fotografías, sino que busca – y consigue – una simbiosis narrativa entre ellos: el efecto descrito no se daría sin esa relación, si el texto meramente describiera la fotografía, o si la imagen fuese sólo ilustración del texto.
Hay un momento en la narración en que ese pudor se desvanece, y Paco Gómez inquiere y exige respuestas, incluso con zarandeos, a un personaje que aparece en una foto de Wattebled. Ese personaje no es una persona, sino un poste de teléfono que ha conseguido mantenerse útil y así sobrevivir a los cambios de todo un siglo. Gómez se dirige a él en un ficticio diálogo, y el poste le atiende y le responde, hasta que decide no hablar más. Esta escena, de modo indirecto, subraya la presencia de la personificación o prosopopeya en todo el libro. Esa figura retórica consiste, como recoge el DRAE, en la “atribución, a las cosas inanimadas o abstractas, de acciones y cualidades propias de los seres humanos”; y esto se ejemplifica en el diálogo con el viejo y vanidoso poste de teléfono que Gómez inventa.
Pero también rige la relación del autor con las fotografías – cosas inanimadas – que ha encontrado en el Rastro; su interés en ellas, el hecho de que sean su guía en un viaje que le llevará a cruzar toda Francia, es posible porque Gómez establece a su vez un ficticio diálogo con esas imágenes y las personas que las habitan por el hecho de dirigirles su interés: por apelarlas y, con ese gesto, conferirles capacidad de respuesta. Una respuesta que sólo puede venir en este caso – otra acepción de la prosopopeya –como voz de ultratumba. “Toda fotografía es un memento mori”, dice Susan Sontag, y por ello el encuentro con las fotos antiguas de Wattebled las ha convertido para Paco Gómez en lápidas, en estelas funerarias que le apelan directamente con la fuerza ilocutiva de un “Siste viator”: le piden la atención y la memoria que no reciben en el olvido en que se hallan. El “Detente, viajero” que esas imágenes le demandan tiene el paradójico efecto de incitar a Gómez al viaje que su libro narra.
En el libro Wattebled o el rastro de las cosas el viaje termina ante las tumbas de los personajes retratados en las fotos, esas lápidas reducidas que han sido, desde su hallazgo, las placas fotográficas de Joseph Wattebled para Paco Gómez. Este, Paco Gómez, queda establecido también como un personaje entre los demás del libro, como resultado de su atención hacia las fotos de unos desconocidos: no otra es, según Paul de Man, “la amenaza latente que mora en la prosopopeya, a saber, que al hacer que los muertos hablen, la estructura simétrica implica, por la misma moneda, que los vivos se queden mudos y helados en su propia muerte”. Por eso, porque ha ingresado en el mundo de los difuntos a los que atiende, no le es posible explicarlos, y sus propias experiencias pasadas, como su primer contacto con la fotografía, se añaden a ese espacio memorístico que su investigación ha abierto, refractario a la comprensión y a la conclusión. Un proyecto que, en el lector conmovido, encuentra su perduración.