Dos citas abren Diluvio (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2018), de Miguel Veyrat (Valencia, 1938): la de Nikos Gkatsos dice la herida del lenguaje, la palabra escrita por el rayo; la de Nietzsche habla del engaño de la “razón” y nos advierte: “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”. Y este poemario, herido por el rayo, es un decir más allá de la “gramática”, un perderse en “el cantil de la razón”; aceptación de lo que, bordeando el silencio, violentando la sintaxis y ajeno a las trampas de Razón o Gramática instituidas como único discurso posible, se hace palabra, revelación de sentido, canto. Indagación, preguntas sin respuesta. Poesía.
Desde dónde la palabra del poema, cual es su lugar, el espacio que puebla y permanece, cómo es su decir, desde dónde habla. Ajena al poder, excluida de la ciudad ideal desde la condena platónica, aferrada a lo concreto, incapaz de renunciar por una abstracción a la hermosa y terrible fragilidad del mundo, los seres y las cosas, - por ello tan diferente a la filosofía, como nos dijo María Zambrano, hija del exilio, mujer en la noche del siglo buscando el claro del bosque, merodeando en pos de la palabra que descienda como rayo, iluminación o consuelo.
Palabra sin más saber que su propio decir balbuceante lo cual no es sabiduría sino más bien la duda permanente de todo saber instituido, de todo discurso cerrado; poetas endiosados y mentecatos, como los describe Platón en el Ión, en los que no se encuentra inteligencia alguna, olvidados de las leyes de la ciudad y por ello expulsados de ella y de la razón que la fundamenta- en la que se funda y justifica el poder.
Lo que Heidegger, hablando de Hölderlin -en fecha y lugar nada inocente, Roma, 1936- enunció así: “Hacer poesía: esta tarea de entre todas la más inocente” y “Se dio al hombre, el más peligroso de los bienes: el lenguaje para que dé testimonio de lo que él es” (1) -y hasta la locura lo encarnó Hölderlin cuando fuera Scardanelli, lejos de toda palabra, intentado escuchar las notas imposibles de un piano sin cuerdas.
Escuchando el “murmullo” del mundo, tal vez el “lamento o suspiro” de su origen o final; palabra nacida de la oscuridad gramatical, frágil como la nubes, como el vuelo, el lance de amor de quien sabe que “lo nuestro es caer caer caer/siempre arriba más aún” y dar, “horadando las nubes” (Miguel Veyrat), “a la caza alcance” (Juan de Yepes).
Decir tan efímero y permanente como el de aquel “cuyo nombre fue escrito en el agua” y, reparo ahora, al leer una de las luminosas “notas prescindibles” con que Veyrat cierra su libro, en que el epitafio de Keats es, transcurridos los siglos, respuesta a las palabras de Sócrates en el Fedro cuando habla de la escritura y dice que “no se tomará en serio el escribirlas en el agua”, Emilio Lledó, en la nota que acompaña a la edición que utilizo señala que : “la escritura en el agua, era también expresión de la obra inútil y sin sentido. Escribir queda, pues, como un pasatiempo. El tiempo de la escritura, lejos ya del tiempo de la vida” (2).
Keats escribió su nombre en el agua y esta obra inútil, propia de un endiosado mentecato, permanece porque el tiempo de la poesía- su permanencia como escritura- es el tiempo de la vida. Palabra escrita en las nubes o en el agua, murmullo de lo apenas audible, pero siempre, como nos recuerda Veyrat, “lugar de testimonio” pues la poesía es “una herida sin respuesta”.
Desde dónde la palabra del poema, cual es su lugar, el espacio que puebla y permanece, cómo es su decir, desde dónde habla. Ajena al poder, excluida de la ciudad ideal desde la condena platónica, aferrada a lo concreto, incapaz de renunciar por una abstracción a la hermosa y terrible fragilidad del mundo, los seres y las cosas, - por ello tan diferente a la filosofía, como nos dijo María Zambrano, hija del exilio, mujer en la noche del siglo buscando el claro del bosque, merodeando en pos de la palabra que descienda como rayo, iluminación o consuelo.
Palabra sin más saber que su propio decir balbuceante lo cual no es sabiduría sino más bien la duda permanente de todo saber instituido, de todo discurso cerrado; poetas endiosados y mentecatos, como los describe Platón en el Ión, en los que no se encuentra inteligencia alguna, olvidados de las leyes de la ciudad y por ello expulsados de ella y de la razón que la fundamenta- en la que se funda y justifica el poder.
Lo que Heidegger, hablando de Hölderlin -en fecha y lugar nada inocente, Roma, 1936- enunció así: “Hacer poesía: esta tarea de entre todas la más inocente” y “Se dio al hombre, el más peligroso de los bienes: el lenguaje para que dé testimonio de lo que él es” (1) -y hasta la locura lo encarnó Hölderlin cuando fuera Scardanelli, lejos de toda palabra, intentado escuchar las notas imposibles de un piano sin cuerdas.
Escuchando el “murmullo” del mundo, tal vez el “lamento o suspiro” de su origen o final; palabra nacida de la oscuridad gramatical, frágil como la nubes, como el vuelo, el lance de amor de quien sabe que “lo nuestro es caer caer caer/siempre arriba más aún” y dar, “horadando las nubes” (Miguel Veyrat), “a la caza alcance” (Juan de Yepes).
Decir tan efímero y permanente como el de aquel “cuyo nombre fue escrito en el agua” y, reparo ahora, al leer una de las luminosas “notas prescindibles” con que Veyrat cierra su libro, en que el epitafio de Keats es, transcurridos los siglos, respuesta a las palabras de Sócrates en el Fedro cuando habla de la escritura y dice que “no se tomará en serio el escribirlas en el agua”, Emilio Lledó, en la nota que acompaña a la edición que utilizo señala que : “la escritura en el agua, era también expresión de la obra inútil y sin sentido. Escribir queda, pues, como un pasatiempo. El tiempo de la escritura, lejos ya del tiempo de la vida” (2).
Keats escribió su nombre en el agua y esta obra inútil, propia de un endiosado mentecato, permanece porque el tiempo de la poesía- su permanencia como escritura- es el tiempo de la vida. Palabra escrita en las nubes o en el agua, murmullo de lo apenas audible, pero siempre, como nos recuerda Veyrat, “lugar de testimonio” pues la poesía es “una herida sin respuesta”.
Antes del orden gramatical
Hay, en este Diluvio -que remite a extinción o final- un “espíritu auroral” que Wittgenstein, tan citado en este libro, relacionaba con “el carácter ceremonial” (3) propio del ser humano. Aurora- como otra forma de presencia de Nietzsche- y crepúsculo; pues lo auroral, que nos caracteriza como humanos, no es incompatible con ese aire de adiós sin nostalgia de los últimos libros de Veyrat.
En este, aún más que en los anteriores, el adiós que nos recita el poeta está muy cerca de la plenitud juanramoniana, eternidad conquistada, “…lo que iba a decir Juan Ramón (…) que morirse es volver a ser (…) orijen en fin al fin”(p.123). Adiós transido de mundo, habitado por las innumerables vidas vividas, por las palabras y los siglos confundidos, el incesante diálogo, las repetidas preguntas.
Poesía, no filosofía, ni metafísica; analogía, des-velamiento, un estar en el mito; no explicarlo, ni siquiera describirlo. Hacerlo presente y desde allí decir el lenguaje del poema. “En nuestro lenguaje está depositada toda una mitología” dice el último Wittgenstein, no tan diferente de lo escrito en el Tractatus: “Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, en lo místico” (4). Mostrar lo inexpresable. O, como dice Veyrat en una de sus notas a propósito de Mallarmé: “la restitución a la poesía de su lenguaje previo al orden gramatical”.
La unidad del poemario, su pretensión de totalidad abierta- pues aquí nada se clausura- se manifiesta en sus diez secciones, en los títulos de las mismas, pero también en cada una de las citas y en las notas “prescindibles” que son como pistas, señales, indicaciones de un atajo o conveniente desvío, o como encuentros en el camino con quienes, durante un trecho, nos acompañan en el viaje.
En estas notas, y en las citas, se despliega la erudición del poeta, es decir ese “conocimiento profundo adquirido mediante el estudio de textos y fuentes” o, en una de las acepciones de la RAE esa “lectura varia, docta y bien aprovechada” y, sobre todo, lo que hay es una “alcabala de deudas”. Deudas que se hacen memoria emocionada en la enumeración del poema ¿Tendría sentido cantar sin sentido? (p. 133): Paul Celan, Juan Ramón, Luis de Góngora, Rimbaud, César Vallejo, Chantal Maillard, Josef Brodsky, Antonio Machado… El poeta “recita sus adioses”, estas voces le han acompañado y le acompañan como las que comparecen en las notas: George Steiner, Wittgenstein, María Zambrano, Maurice Blanchot, T.S. Eliot, Emanuel Lévinas, Edmond Jabés…Voces que resuenan en este libro, que dialogan con cada uno de sus versos y que, al menos en mi interior, son afinidad y deuda compartida.
En el mito. Allí donde cielo y cuerpo se confunden. Así las dos citas que abren la hermosa sección inicial del libro. “Del cielo cae o del párpado desborda una idéntica lágrima” y “En el Juicio final sólo se pesarán las lágrimas”; la sección primera- O una lágrima se diría responde a Paul Claudel. Y el dolor del mundo, el atroz peso de la historia, lo indecible de otra manera- lo que exige romper la lengua heredada, fuga de muerte, reja del lenguaje, lo que Paul Celan nos enseña- es respuesta a ese Juicio final en el que Cioran nos dice que “sólo se pesarán las lágrimas”.
De las diez secciones en que se divide el libro- y la elección del número es tan consciente como cada verso, cada palabra, cada cita- la cuarta, Vagando en la perplejidad, casi en el centro del poemario, es la que acomete de una manera más explícita la reflexión sobre el lenguaje y sus límites: “Lengua mía por qué te opones a mi pensamiento// Cuánta metafísica para formar/ el menor de los adjetivos” (p. 62).
Y la siguiente, la quinta y que por ello ocupa el centro del poemario continúa esta reflexión ampliada al debate/contraposición entre filosofía y poesía, cómo decir, o callar, aquello que no podemos pensar: “Y cómo soldar conocimiento y escritura” pues “de nada sirvió reprimir la poesía libre, lírica y salvaje en tu mendaz república” se increpa a ese “coach de tiranos” que fue Platón (p. 72)- como un rayo, fulmina la ironía en este y otros versos del libro.
“Poesía libre y salvaje belleza sin ley alguna madre de toda sabiduría” (p.71) más cerca de niños felices como pájaros sueltos, “de una tonadilla callejera” Y quizá lo único cierto, lo que pueda soldar conocimiento y escritura, sea la conciencia de su dolorosa insuficiencia: “Conocer será una herida sin respuesta”. Un arrojarse o ascender al abismo “sin escala lógica alguna” y entonces “decidirme a cantar como único modo de acercarme a la realidad” (p.75). A partir de aquí, en esta sección y en las siguientes “llueven átomos ardidos” y la palabra se rompe, se fracciona, se hace mónada, astilla, disloca la sintaxis, la sílaba-unidad mínima sin significado- se rebela y reclama sentido.
Y tras ello la voz del poeta se sitúa En el corazón del desastre; como si hubiéramos ido de Paul Claudel, abierto siempre a la esperanza, que de alguna manera ampara las primeras secciones del libro, al Juicio final “del que hablaba la cita inicial de Cioran y que hizo palabra rota, para siempre herida por la reja de lenguaje Paul Celan- ajeno a toda esperanza, ahogado por el hedor del siglo, ángel caído desde el Pont Mirabeau al silencio definitivo. Y esta sección es toda ella homenaje, a Paul Celan, a la herida abierta del siglo que nada, ni la infamia del filósofo que calló ni la lengua rota del poeta que la esperó en vano- pues la palabra no fue dicha- nada pudo cerrar.
Estamos en el desastre -lluvia de estrellas- y, sin embargo, es posible liberar una estrella, como si Celan y todos los hijos de la estrella, los estrellados en la ceniza de los campos, tuvieran al fin su tumba en las nubes, como si cayera, ahora como consuelo, esa “idéntica lágrima” desde cielo o párpado de la que hablaba Paul Claudel, como si esa armonía o silencio de nubes del inicio del poemario llegaran a esta “estrella sin nombre”, a “este diluvio del corazón del desastre”.
El agua de la duda
Porque este libro es “lugar de testimonio”, ninguna mística enmascara la historia, aquí habita “todo el dolor del mundo” lo sagrado no es ocultación, aquí se dice la palabra, se tira de hilos antiguos para ver el cenagal (Chantal Maillard), se asume el riesgo del salto mortal; desde la perplejidad se canta el asombro del mundo- la aurora- y también sus sombras; la plenitud y la herida. Recoger los restos del diluvio del lenguaje, el hacha de plata del alba, el rayo hecho palabra o mudez: “Pero el rayo nunca se fragmenta/ no entiende de atajos” (p.109). Y la herida en la lengua, “voz de nadie” “torso de la noche”.
Y, al fin, última sección del libro, Poetas sobre las nubes, la “llaga creadora del lenguaje”, la ascensión, esa caída y ese vuelo, ese lance de amor y la conciencia –hecha carne y palabra- de que no es posible plenitud o un decir que no sea impostura, sin hacer nuestro el dolor del mundo: “Y no habrá ya diluvio verdadero si no asciende coagulado todo el dolor humano que evapora el relato de la historia” (p.129).
Y si el poemario anterior de Miguel Veyrat, El hacha de plata, terminaba en diálogo con Hölderlin; qué otro final pudiera esperarse para este Diluvio: la lágrima, las rotas cuerdas del piano del no-cuerdo Scardanelli. El poeta, que amaba como ninguno la luz de Grecia y su cegadora belleza, tan al borde siempre del abismo que terminó precipitado en él. “Como Hölderlin al final del cantil de su razón”, nos dice Veyrat, “quedará/ lo innominado en cuyo nombre callamos”.
Y así, si Nietzsche abría con una cita el libro, la memoria de Hölderlin lo cierra. Y se hermana el silencio de ambos, heridos en la boca por el rayo, de tanta claridad vueltos a la sombra. Tarea nuestra es reconocerlos, ser capaces de escuchar el murmullo del mundo, sentir la llaga creadora del lenguaje. Abandonar certezas, ir “en busca de palabras con que pensar cuando ya no baste lo sobradamente conocido” (p.84) y, como en el rio de Heráclito, aceptar el consejo de Wittgenstein: “He de sumergirme siempre, una y otra vez, en el agua de la duda”(5).
En el agua de la poesía, es decir de la vida, de la duda, nos sumerge en sus últimos libros Miguel Veyrat. Poemarios como este tan testamentarios y tan aurorales, tan verdaderos, mito y transfiguración, rodeo de los sagrado y su perpetuo círculo, misterio de la palabra, regreso al origen, espera del diluvio, frágil, indestructible belleza; pero siempre lugar de testimonio porque “para eso se nos dio el más peligroso de los bienes: el lenguaje”.
Hay, en este Diluvio -que remite a extinción o final- un “espíritu auroral” que Wittgenstein, tan citado en este libro, relacionaba con “el carácter ceremonial” (3) propio del ser humano. Aurora- como otra forma de presencia de Nietzsche- y crepúsculo; pues lo auroral, que nos caracteriza como humanos, no es incompatible con ese aire de adiós sin nostalgia de los últimos libros de Veyrat.
En este, aún más que en los anteriores, el adiós que nos recita el poeta está muy cerca de la plenitud juanramoniana, eternidad conquistada, “…lo que iba a decir Juan Ramón (…) que morirse es volver a ser (…) orijen en fin al fin”(p.123). Adiós transido de mundo, habitado por las innumerables vidas vividas, por las palabras y los siglos confundidos, el incesante diálogo, las repetidas preguntas.
Poesía, no filosofía, ni metafísica; analogía, des-velamiento, un estar en el mito; no explicarlo, ni siquiera describirlo. Hacerlo presente y desde allí decir el lenguaje del poema. “En nuestro lenguaje está depositada toda una mitología” dice el último Wittgenstein, no tan diferente de lo escrito en el Tractatus: “Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, en lo místico” (4). Mostrar lo inexpresable. O, como dice Veyrat en una de sus notas a propósito de Mallarmé: “la restitución a la poesía de su lenguaje previo al orden gramatical”.
La unidad del poemario, su pretensión de totalidad abierta- pues aquí nada se clausura- se manifiesta en sus diez secciones, en los títulos de las mismas, pero también en cada una de las citas y en las notas “prescindibles” que son como pistas, señales, indicaciones de un atajo o conveniente desvío, o como encuentros en el camino con quienes, durante un trecho, nos acompañan en el viaje.
En estas notas, y en las citas, se despliega la erudición del poeta, es decir ese “conocimiento profundo adquirido mediante el estudio de textos y fuentes” o, en una de las acepciones de la RAE esa “lectura varia, docta y bien aprovechada” y, sobre todo, lo que hay es una “alcabala de deudas”. Deudas que se hacen memoria emocionada en la enumeración del poema ¿Tendría sentido cantar sin sentido? (p. 133): Paul Celan, Juan Ramón, Luis de Góngora, Rimbaud, César Vallejo, Chantal Maillard, Josef Brodsky, Antonio Machado… El poeta “recita sus adioses”, estas voces le han acompañado y le acompañan como las que comparecen en las notas: George Steiner, Wittgenstein, María Zambrano, Maurice Blanchot, T.S. Eliot, Emanuel Lévinas, Edmond Jabés…Voces que resuenan en este libro, que dialogan con cada uno de sus versos y que, al menos en mi interior, son afinidad y deuda compartida.
En el mito. Allí donde cielo y cuerpo se confunden. Así las dos citas que abren la hermosa sección inicial del libro. “Del cielo cae o del párpado desborda una idéntica lágrima” y “En el Juicio final sólo se pesarán las lágrimas”; la sección primera- O una lágrima se diría responde a Paul Claudel. Y el dolor del mundo, el atroz peso de la historia, lo indecible de otra manera- lo que exige romper la lengua heredada, fuga de muerte, reja del lenguaje, lo que Paul Celan nos enseña- es respuesta a ese Juicio final en el que Cioran nos dice que “sólo se pesarán las lágrimas”.
De las diez secciones en que se divide el libro- y la elección del número es tan consciente como cada verso, cada palabra, cada cita- la cuarta, Vagando en la perplejidad, casi en el centro del poemario, es la que acomete de una manera más explícita la reflexión sobre el lenguaje y sus límites: “Lengua mía por qué te opones a mi pensamiento// Cuánta metafísica para formar/ el menor de los adjetivos” (p. 62).
Y la siguiente, la quinta y que por ello ocupa el centro del poemario continúa esta reflexión ampliada al debate/contraposición entre filosofía y poesía, cómo decir, o callar, aquello que no podemos pensar: “Y cómo soldar conocimiento y escritura” pues “de nada sirvió reprimir la poesía libre, lírica y salvaje en tu mendaz república” se increpa a ese “coach de tiranos” que fue Platón (p. 72)- como un rayo, fulmina la ironía en este y otros versos del libro.
“Poesía libre y salvaje belleza sin ley alguna madre de toda sabiduría” (p.71) más cerca de niños felices como pájaros sueltos, “de una tonadilla callejera” Y quizá lo único cierto, lo que pueda soldar conocimiento y escritura, sea la conciencia de su dolorosa insuficiencia: “Conocer será una herida sin respuesta”. Un arrojarse o ascender al abismo “sin escala lógica alguna” y entonces “decidirme a cantar como único modo de acercarme a la realidad” (p.75). A partir de aquí, en esta sección y en las siguientes “llueven átomos ardidos” y la palabra se rompe, se fracciona, se hace mónada, astilla, disloca la sintaxis, la sílaba-unidad mínima sin significado- se rebela y reclama sentido.
Y tras ello la voz del poeta se sitúa En el corazón del desastre; como si hubiéramos ido de Paul Claudel, abierto siempre a la esperanza, que de alguna manera ampara las primeras secciones del libro, al Juicio final “del que hablaba la cita inicial de Cioran y que hizo palabra rota, para siempre herida por la reja de lenguaje Paul Celan- ajeno a toda esperanza, ahogado por el hedor del siglo, ángel caído desde el Pont Mirabeau al silencio definitivo. Y esta sección es toda ella homenaje, a Paul Celan, a la herida abierta del siglo que nada, ni la infamia del filósofo que calló ni la lengua rota del poeta que la esperó en vano- pues la palabra no fue dicha- nada pudo cerrar.
Estamos en el desastre -lluvia de estrellas- y, sin embargo, es posible liberar una estrella, como si Celan y todos los hijos de la estrella, los estrellados en la ceniza de los campos, tuvieran al fin su tumba en las nubes, como si cayera, ahora como consuelo, esa “idéntica lágrima” desde cielo o párpado de la que hablaba Paul Claudel, como si esa armonía o silencio de nubes del inicio del poemario llegaran a esta “estrella sin nombre”, a “este diluvio del corazón del desastre”.
El agua de la duda
Porque este libro es “lugar de testimonio”, ninguna mística enmascara la historia, aquí habita “todo el dolor del mundo” lo sagrado no es ocultación, aquí se dice la palabra, se tira de hilos antiguos para ver el cenagal (Chantal Maillard), se asume el riesgo del salto mortal; desde la perplejidad se canta el asombro del mundo- la aurora- y también sus sombras; la plenitud y la herida. Recoger los restos del diluvio del lenguaje, el hacha de plata del alba, el rayo hecho palabra o mudez: “Pero el rayo nunca se fragmenta/ no entiende de atajos” (p.109). Y la herida en la lengua, “voz de nadie” “torso de la noche”.
Y, al fin, última sección del libro, Poetas sobre las nubes, la “llaga creadora del lenguaje”, la ascensión, esa caída y ese vuelo, ese lance de amor y la conciencia –hecha carne y palabra- de que no es posible plenitud o un decir que no sea impostura, sin hacer nuestro el dolor del mundo: “Y no habrá ya diluvio verdadero si no asciende coagulado todo el dolor humano que evapora el relato de la historia” (p.129).
Y si el poemario anterior de Miguel Veyrat, El hacha de plata, terminaba en diálogo con Hölderlin; qué otro final pudiera esperarse para este Diluvio: la lágrima, las rotas cuerdas del piano del no-cuerdo Scardanelli. El poeta, que amaba como ninguno la luz de Grecia y su cegadora belleza, tan al borde siempre del abismo que terminó precipitado en él. “Como Hölderlin al final del cantil de su razón”, nos dice Veyrat, “quedará/ lo innominado en cuyo nombre callamos”.
Y así, si Nietzsche abría con una cita el libro, la memoria de Hölderlin lo cierra. Y se hermana el silencio de ambos, heridos en la boca por el rayo, de tanta claridad vueltos a la sombra. Tarea nuestra es reconocerlos, ser capaces de escuchar el murmullo del mundo, sentir la llaga creadora del lenguaje. Abandonar certezas, ir “en busca de palabras con que pensar cuando ya no baste lo sobradamente conocido” (p.84) y, como en el rio de Heráclito, aceptar el consejo de Wittgenstein: “He de sumergirme siempre, una y otra vez, en el agua de la duda”(5).
En el agua de la poesía, es decir de la vida, de la duda, nos sumerge en sus últimos libros Miguel Veyrat. Poemarios como este tan testamentarios y tan aurorales, tan verdaderos, mito y transfiguración, rodeo de los sagrado y su perpetuo círculo, misterio de la palabra, regreso al origen, espera del diluvio, frágil, indestructible belleza; pero siempre lugar de testimonio porque “para eso se nos dio el más peligroso de los bienes: el lenguaje”.
Notas:
(1) Martin Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, Anthropos, 1989, p.21.
(2) Platón, Diálogos, Gredos, Madrid, 2010, p.837 y la nota 12 de Diluvio, p. 143.
(1) Martin Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, Anthropos, 1989, p.21.
(2) Platón, Diálogos, Gredos, Madrid, 2010, p.837 y la nota 12 de Diluvio, p. 143.
(3) En Observaciones a La Rama Dorada de Frazer, Tecnos, Madrid, 1992, p.62.
(4) Wittgenstein, op. cit, p.69 y Tractatus, 6.522
(4) Wittgenstein, op. cit, p.69 y Tractatus, 6.522
(5) Wittgenstein, edc, cit, p. 49.