Una de las mejores falsificaciones de la historia en “La poeta y el asesino”

La Editorial Impedimenta reedita esta interesante true crime story, escrita por el autor inglés Simon Worrall


"La poeta y el asesino" es un libro apasionante; curioso por varias razones, entre otras porque habla de un poema perdido de Emily Dickinson y de una de las falsificaciones más famosas de la historia. Publicada por Emecé en 2004, la Editorial Impedimenta reedita ahora esta obra del inglés Simon Worral, de nuevo en la traducción de Beatriz Anson. Por Carmen Anisa.




La poeta y el asesino (Editorial Impedimenta, 2019) no va a cambiar el curso de la historia de la literatura; sin embargo, es un libro apasionante, que despierta enseguida la curiosidad por varias razones. En primer lugar por la portada, en la que aparece una recreación, en formato polaroid, del famoso daguerrotipo de Emily Dickinson sobre un fondo compuesto por esos trozos de papel que ella aprovechaba para escribir sus poemas: sobres reciclados, envoltorios en donde se distinguen palabras escritas a lápiz con esa peculiar caligrafía de la poeta.
 
Como a tantos admiradores de Emily Dickinson confieso el ligero estremecimiento que me produce contemplar los manuscritos de sus poemas, y en más de una ocasión he visitado la página web donde se encuentran las reproducciones. Pero, ¿qué tiene que ver nuestra querida Emily con un asesino?
 
La curiosidad se acrecienta al leer la sinopsis de esta true crime story en la que se habla acerca de un poema perdido de Emily Dickinson, de un mormón renegado que se convierte en asesino, y de una de las falsificaciones más famosas de la historia. Con estos ingredientes pensamos que el manido tópico de que la realidad supera a la ficción suele ser, casi siempre, algo más que un lugar común. Y, para mayor gusto de los lectores, la editorial Impedimenta ha recuperado este libro que la editorial Emecé había publicado en 2004, en la misma traducción de Beatriz Anson.
 
Tres años tardó el autor inglés Simon Worral en desenmarañar la intriga que recrea en La poeta y el asesino, desde que en 1997 leyó un artículo en The New York Times sobre un poema inédito de Emily Dickinson que sería subastado por Sotheby’s. Cuatro meses después, en el mismo periódico, se encontró con un breve anuncio que decía que el poema era falso y que la institución que lo había comprado por veintiún mil dólares, lo había devuelto.
 
La institución era la Biblioteca Jones, de Amherst, Massachusetts, y el artífice de la compra había sido Daniel Lombardo, conservador de colecciones especiales de la Biblioteca. Lombardo había leído que Sotheby’s sacaría a subasta en junio de 1997 un poema inédito, escrito a lápiz “en un trozo de papel con rayas azules que medía veinte centímetros por trece”.
 
Lombardo se entusiasmó porque, aunque la Biblioteca Jones contaba con una excelente selección de manuscritos de Robert Frost, el otro gran poeta de Amherst,  la mayoría de los manuscritos de Dickinson se encontraban en instituciones más ricas. Lombardo deseaba aumentar la colección, y conseguir el poema era una oportunidad única.

Llamó a Ralph Franklin, académico de la Universidad de Yale, considerado como el más destacado experto mundial en los manuscritos de Dickinson. El poema no tenía demasiada calidad, pero Franklin no dudaba de que fuera de Emily Dickinson, por el tema y por la caligrafía de la autora, que fue cambiando a lo largo de los años. El poema era, sin duda, de 1871, y Franklin incluso había pensado incluirlo en su nueva edición de la poesía de Dickinson.
 
De modo que Lombardo, convencido, se dedicó a recaudar dinero para poder participar en la subasta: “Él no era más que un humilde bibliotecario de provincias y estaba a punto de enfrentarse a las mayores instituciones académicas y a los más ricos coleccionistas del mundo”.
 
Pero, ¿de dónde procedía el poema? La empleada de Sotheby’s que se había encargado de su venta había utilizado el truco conocido en el mundo de estas transacciones como “procedencia de hombre muerto”, es decir, contar una historia falsa para ocultar la verdad.
 
Entra entonces en escena Brent Ashworth, un abogado que coleccionaba documentos y que presidía la sección de Utah de la Sociedad Emily Dickinson. Ashworth llamó por teléfono a Lombardo para decirle que en 1985, en Salt Lake City, Mark Hofmann, un falsificador, “le había ofrecido un poema de Emily Dickinson por diez mil dólares”. Ashworth estaba casi convencido de que era el mismo poema. Y por eso, antes de que se subastara, había telefoneado a Sotheby’s, cuyo empleado insistió en que el poema estaba “verificado”.
 
A partir de aquí nos adentraremos en varias historias, como la del proceso que seguía Emily Dickinson para recopilar sus poemas: cómo escribía, cómo le fue cambiando la letra, cómo cosía y elaboraba sus cuadernos. “Desde la aparición del culto al artista como un héroe, surgido a finales del siglo XVIII con el nacimiento del Romanticismo, los manuscritos literarios han reemplazado las reliquias de los santos como poderosos objetos talismán”, nos recuerda  Simon Worral.  Y el culto a Emily Dickinson no deja de crecer.
 
Lo cierto es que Hoffman había vendido aquel poema a la Gallery of History de Las Vegas. Si algún lector siente curiosidad, puede ver el catálogo de la Gallery en su página web; resulta sorprendente la cantidad de manuscritos y firmas que están a la venta.  
 
Un poder especial
 
Todos los expertos en la materia coinciden en que Hofmann quizás sea el mejor falsificador de la historia. Con catorce años ya falsificó una moneda perfecta y fue consciente del poder que tenía. También fue dándose cuenta de que la ciudad en la que vivía, Salt Lake City, fundada en 1847 por los mormones, había sido construida sobre una ilusión.
 
Empezó a odiar todo lo relacionado con la iglesia mormona. La Iglesia SUD (Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días) es una de las religiones más ricas del mundo, con un gran crecimiento anual y con una perfecta organización. A Joseph Smith, creador de esta religión, se le había aparecido en 1823 el ángel Moroni, que le desveló dónde se hallaban enterradas unas planchas de oro en las que estaba escrito, en “egipcio reformado”, el evangelio de una religión nueva. De ahí surgiría El Libro de Mormón.
 
Hofmann, asqueado ante la manipulación de la iglesia Sud a la que pertenecía, comenzó a falsificar documentos que podrían ponerla en peligro. De ahí surgen la “Transcripción de Anthon”, “La bendición de Joseph Smith III”, o la demoledora “Carta Salamandra”, que destrozaba el mito original de la Iglesia  
 
Durante un periodo de cinco años, desde 1980, Hofmann “encontró” casi 450 documentos mormones y ganó miles de dólares vendiéndoselos a la Iglesia mormona. Paralelamente realizó perfectas falsificaciones literarias, como algunas de Mark Twain o Walt Whitman. Llegó a simular la letra de 129 figuras históricas. Y todo ello gracias a una capacidad mental que le permitía “permanecer al mismo tiempo intensamente concentrado y totalmente relajado”, hasta el punto que se convertía en la persona a la que falsificaba en esos momentos.
 
Por si no tuviera bastante Hoffman decidió falsificar el primer documento impreso en Norteamérica: “El Juramento del Ciudadano”. El trabajo era tan perfecto que consiguió engañar a los mayores expertos superando todas las pruebas realizadas con las tecnologías más modernas.
 
Hofmann se nos presenta como un maestro en crear historias falsas, en enredar a unos y a otros en una tela de araña que al final se rompió de la manera más brutal: con el asesinato de dos personas. Las armas de los crímenes fueron bombas caseras fabricadas por el propio Hoffman. Él mismo resultó herido cuando transportaba una tercera bomba en su coche. 

Una familia disfuncional
 
En uno de los capítulos Simon Worrall desmitifica el mundo ideal del Amherst de Emily Dickinson: “Pocas familias han sido tan complicadas y disfuncionales como el clan de los Dickinson”.  La sensibilidad e inteligencia de Emily la alejaban de su entorno. El padre solo se preocupaba de su trabajo y de la política, la madre era una mujer rígida y fría, que nunca supo dar ni recibir amor.
 
Sue Gilbert Dickinson, cuñada de Emily, se nos presenta como una persona “con fuertes apetitos gastronómicos y sexuales”. Bebía mucho y con las borracheras le daban tales ataques de cólera que incluso le lanzó un cuchillo a su marido. Los biógrafos hablan de una relación homosexual entre Emily y Sue, motivo por el que en las cartas que la poeta le escribió a su cuñada hay trozos cortados con tijera, o aparecen palabras tachadas. Pero no existen pruebas suficientes.
 
Por su parte Mabel Loomis Todd, la amante del hermano de Emily, quien se encargó de la primera edición de la poesía de Dickinson tras su muerte, desencuadernó los fascículos que la poeta había cosido con esmero, quizás para eliminar y destruir poemas demasiado explícitos, que podrían dañar la reputación de la familia.  Aunque todo son suposiciones. Solo podemos acercarnos a Emily Dickinson a través de su obra.
           
“That God Cannot Be Understood”
 
Con los asesinatos cometidos en enero de 1986, la mentira de Mark Hofmann se desmoronó. Acababa de cumplir treinta y un años; era un hombre felizmente casado y con hijos, y un coleccionista de primeras ediciones de libros infantiles. Había vivido por encima de sus posibilidades y creía que su poder era ilimitado. Pero sus falsificaciones nunca podrían simular el paso del tiempo y los cambios químicos que se producen.
 
George Throckmorton, un perito calígrafo, examinó casi seiscientos documentos de Hofmann, entre los que se encontraba, “That God Cannot Be Understood” el poema de Emily Dickinson.
 
Después de que se condenara a Hofmann a cadena perpetua, Throckmorton continuó analizando documentos, por encargo de coleccionistas, anticuarios y casas de subastas. Sin embargo, los documentos se seguían vendiendo como auténticos, y algunos volvían de nuevo a Throckmorton, que se negó a saber nada más del asunto. La Iglesia Sud se encargó de retirar del mercado las falsificaciones mormonas. Pero muchas falsificaciones de Hoffman están todavía en circulación.
 
Desde la cárcel Hofmann llegó a escribirle una carta a Daniel Lombardo, el humilde bibliotecario de Amherst. En ella relataba la génesis y la creación del poema de Emily Dickinson. Para él era un reto. Su poema no era de los mejores, pero sí mejor que algunos que la propia Dickinson habría considerado borradores. Hofmann encontró una conexión con la poeta: “Leí en una biografía, o bien inferí de sus poemas, que era agnóstica, y que por tanto partíamos de una misma perspectiva”.
 
Hoffman podría haber hecho una copia de algún poema de Emily Dickinson pero decidió crear uno, sentir por un instante que era la propia Emily la que escribía un poema sobre Dios, sobre la ausencia de certezas y sobre el “carpe diem”, lo único que poseemos.
 
La venta de ese poema había sido un entramado; y quien había puesto el manuscrito en circulación para ser subastado sabía perfectamente que era falso. Como escribe Simon Worral, “quizá Mark Hofmann no sea un tipo tan extraño después de todo. Quizá sea la persona que te devuelve la mirada en el espejo”.


Lunes, 4 de Noviembre 2019
Carmen Anisa
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