Un lenguaje que no se habla: "La caída hacia arriba", de Cristian Aliaga

El autor argentino indaga en este poemario, publicado en la Colección Once de la editorial Amargord, en las posibilidades de la dialéctica


“La caída hacia arriba” (Colección Once, Amargord, 2018), del poeta argentino Cristian Aliaga, es un poemario que pasa por un intersticio desconocido y desconcertante, pues utiliza un lenguaje de nadie, que nadie reconoce. Sin embargo, en su dialéctica no resuelta, el libro abre la fisura de un nuevo poder-ser. Por Antonio Méndez Rubio.




1.
Lo que ocurre con La caída hacia arriba, entre otras cosas, es todo. Todo ocurre a causa de una dialéctica entre orientaciones y sensaciones que ponen en contraste lo más alto con lo más bajo, el descenso con el ascenso, la anterioridad con la posterioridad, lo que se dice con lo que se calla. Y así sucesivamente, sin centro y sin origen, ad infinitum. Los poemas (se) suceden como partes de una serie que solamente existe como posibilidad, y esa posibilidad se da únicamente (como totalidad) en cada una de sus partes, de sus tentativas, que por un momento se viven a sí mismas como totales en su misma parcialidad o precariedad. Así, si de la lectura de La caída hacia arriba se saca algo en claro, por decir así, es seguramente que todo está en el aire, que todo está en juego en todo momento, en todo lugar.

Aunque parezca paradójico, o aunque de hecho lo sea, el primer y el último resultado de esta tentativa de decirlo todo, de ir a todo o nada, es un lenguaje que vive en (y de) su propio colapso o, como dice Cristian Aliaga en uno de estos textos, un lenguaje que no se habla, que ha perdido su potencia referencial y ordenadora del mundo, pero que ha ganado en ese preciso instante la potencia nueva de callar (y de hablar, hay que decirlo también) de otra manera, en otra clave. Claro que al pasar de una clave a otra será preciso pasar por un intersticio desconocido, desconcertante. Lo que aquí se plantea, dicho con otras palabras, es un lenguaje de nadie, que nadie reconoce, que nadie parecería necesitar, pero que precisamente por eso es o puede ser un lenguaje común, de cualquiera, radicalmente dialógico en su condición anónima, impersonal. Su apertura a la alteridad lo ha alterado, cómo no, lo ha trastornado como no podía ser de otra manera en su esfuerzo por recorrer todo un mundo también trastocado y trastornado en toda su provisionalidad. Ese carácter negativo de un lenguaje que no se habla admite a primera vista una lectura anticanónica, de resistencia a las inercias del poder (literario, cultural, político…) pero no se puede quedar ahí. Ese negarse a hablar produce sin remedio una reserva incesante de sentido en el espacio donde esperábamos que el sentido se nos ofreciera como significado trasmisible, cuantificable, manipulable. En lugar de eso, la poética de Aliaga, como han mostrado de diverso modo Celan o Blanchot, hace sitio para una disponibilidad imposible y, por esta misma razón, insaciable, inevitable. Este podría estar siendo su gesto fundador, inicial, quizá oculto en su polémica evidencia.
 
2.
Ya un poema de Lejía (1988) anticipaba la inminencia y la fecundidad del desastre: “Porque no hay nadie, canto”. Y a continuación podía entonces leerse “Este es el destino y la luz que encienda...”. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más se puede esperar? Una cosa: oír encenderse esa luz, ese destino de silencio, que ahora aquí se enuncia como silenciamiento de la palabra, como “canto del mudo”, es decir, como violencia inscrita en el hecho lingüístico como hecho del mundo, en el movimiento desesperado del poema hacia ninguna parte. Puede que ese movimiento se quede en nada, incluso en “menos que nada”. Puede ser. Pero entonces en esa negación, de nuevo, en esa dialéctica irresuelta se abre otra vez la fisura de un nuevo poder-ser. Es lógico pensar, en este punto, que ese poder-ser, si es o puede ser algo para alguien, y si en verdad viene del aprendizaje de la pérdida y de la negación, entonces es un poder a la contra: a la contra, sin ir más lejos, del poder que se reproduce en el lenguaje como lenguaje, en el mundo como mundo. Parece un juego de palabras, de acuerdo. Y lo es: lo puede ser: en la medida exacta e irreversible en que viviendo se juega con fuego. En el plano de la filosofía política hablaría Holloway de un anti-poder como práctica crítica, como recurso táctico para cambiar el mundo sin tomar el poder (ya que el poder no se deja tomar y es por eso Poder, Auctoritas, con mayúsculas debido a su sentido absoluto y no reconciliable).

Aliaga sabe reconocer que “es una guerra del lenguaje primero”, del lenguaje ante todo, del lenguaje como todo que puede y debe ser perforado, agujereado por un decir intempestivo, inesperado. Es el decir del poema, del poema caído, del poema equivocado que ha hecho lo que no debía: nada menos que asesinar a su hermano, el lenguaje común, comunicativo, instrumental. El lenguaje poético se convierte así en el lenguaje del error (de un error des-comunal) en tanto encarna la violencia de un mundo supuestamente amable, progresista, democrático. De ahí la negación, la necesidad de no hablar, o de hablar solo para decir que no-es-así: el poema caído se reconoce como poema-Caín, que solo acabando con su doble tramposamente fraterno (el lenguaje informativo, comunicativo, claro…) se libera de toda subordinación o sumisión a una Realidad supuestamente impuesta como realidad a priori. El reto libertario de esta poesía, así, radicaría en su concepción de la lectura como escritura sin fondo, del poema como caída libre.

La palabra en caída libre, desde luego, es una palabra expuesta al dolor, al daño. Y La caída hacia arriba se compone ciertamente a la manera, como ha escrito Eduardo Milán, de un “diario del dolor”. El daño, sin embargo, no se presenta como amenaza por venir, como riesgo inminente, sino que late siempre más bien como materia prima o punto de partida, como precondición para la experiencia del poema y del mundo. Es sintomático que Ariel Williams, en su lúcido ensayo introductorio a la reedición de Lejía/No es el aura de Kant (2009), haya hablado de “la vida dañada” para situar las coordenadas de una poética como la que Cristian Aliaga defiende a vida o muerte. La apelación a la “vida dañada” estaba ya en la forma de pensar esgrimida por Theodor W. Adorno en su estremecedor Minima moralia (Reflexiones desde la vida dañada) (1944-1947), que se desplegaba a su vez con un gesto negativo y al tiempo auroral: “la vida no vive”… La escritura de Aliaga comparte con la perspectiva crítica de Adorno tanto la imposibilidad de representar lo histórico como la conciencia de que la catástrofe del mundo (la conciencia como catástrofe de facto) debe atravesar la dialéctica para reencontrar lo que esta dialéctica totalizante ha dejado de lado bajo la forma de escombro, de residuo impensado o invivible. Un pasaje ilustrativo de Adorno afirmaba: “Al pensamiento no le queda otra posibilidad de comprensión que el espanto ante lo incomprensible. Así como la mirada reflexiva que encuentra el sonriente cartel de una belleza de pasta dentífrica capta en su amplia mueca el dolor de la tortura, en cada ingeniosidad, y más aún en cada representación gráfica, se le revela la sentencia de muerte del sujeto contenida en la victoria universal de la razón subjetiva”. Sería como decir: la sinrazón de la razón (subjetiva) trastorna y aniquila a un sujeto que, en medio de una modernidad catastrófica, hace de la tortura su hogar más cotidiano y más incomprensible. No es difícil ver que de este (y desde este) hogar sin techo y sin paredes habla el lenguaje sin fondo, sin habla, de Cristian Aliaga en La caída hacia arriba.

3.
Es como si, con la modernidad capitalista y colonial, silenciosamente, la tortura y el desastre se naturalizaran por efecto de una especie de holocausto de baja intensidad. La muerte no es ya tanto un tema como un lugar de vida. Eso o nada. Todo y nada. Sin condiciones. Resistir se vuelve tan imposible como inevitable, un error tan infinito como necesario. La única certidumbre, así, como apunta Aliaga, es que “la palabra acierta / solo en la caída”. Esa caída, aun siendo “un paso ínfimo” es un paso, un avance, un trayecto que quizá no consiga durar más de un día, puesto que “el plan de un día es el de los desesperados”, es decir, el de aquellos que por quienes, siguiendo a Walter Benjamin, nos es dada aún la opción de esperar, de abrir el tiempo hasta esa tensión en que el ahora se confunda con la irrupción de su negativo, de lo que había sido desechado, ocultado, invisibilizado. En esa oscuridad, en ese silencio insoportable, las palabras no hablan pero subsisten como un lugar precario, donde vivir de nuevo, o al menos sobrevivir.

En su combate a muerte por la supervivencia, la experiencia de la palabra poética alimenta y se alimenta de la experiencia del cuerpo. Por imperativo del nuevo fascismo de baja intensidad, la herida no está en la piel, a la vista, sino en lo más íntimo del lenguaje y de la subjetividad: el totalitarismo cristaliza en la historia, en fin, como punto ciego de la historia. La humillación se vuelve tan hemorrágica como sistémica. Pero aún quedan testigos, a oscuras y sin habla, pero testigos. La poesía de Cristian Aliaga es uno de ellos. Lo que se está callando es aún peor que lo que parece dispuesta a trasmitir. Lo calla porque no puede ser de otra forma cuando tiene lugar la “catástrofe en lo más remoto del cuerpo”. En este sentido, el diálogo con Temperley o con Artaud viene de lo más profundo hasta la superficie de una sintaxis que se entrecorta y se retuerce persiguiendo un horizonte que está siempre antes de cualquier sintaxis o de cualquier palabra.

El dolor del mundo es el dolor del cuerpo ambos necesitan un lenguaje que los vuelva a vincular con una exterioridad por momentos bloqueada, desaparecida. En ese conflicto podría tal vez entenderse la misión de un poema tan escalofriante como “Una ventana cerrada”: “Una ventana cerrada al mundo, / hecha de vidrios invisibles. / Hay aquí marcas de quienes / la rasgaron con sus uñas sin abrirla.” No hay exterior, o se diría inaccesible. Lo singular de ese muro es que es un muro transparente, que aspira a separar en virtud de su carácter invisible, quizá no visible de tan inmediato o interiorizado como ha quedado en el devenir globalizado de lo real. He ahí pues el poder imperial de la ceguera, cuyo margen de maniobra parece haberse evaporado (del exterior) mientras aprendía a localizarse en lo más profundo (o interior) de nuestra mirada, de nuestro lenguaje, de nuestro cuerpo. Sigue en pie entonces la insubordinación del poema: “Debajo la luz fluye y no nos damos cuenta. / Mi ceguera viene de arriba, del sol inalcanzable”. El exterior, lo que está en la superficie (y es visto en lo alto cuando se mira desde una posición de profundidad tanto como de hundimiento) proyecta sobre los ojos su haz de luz des-lumbrante, esto es, su proyección de ceguera a gran velocidad y a gran escala. Olvidamos así dónde fluye aún la luz, como si temblara de miedo, por detrás o por debajo de tanto golpe de sol, de tanto ruido. Pero ni ese olvido termina con lo que, en revancha, no se deja olvidar: la desnudez del otro, de los otros, que esperaban oírnos al fondo del pasadizo, en un rincón del sótano, con la misma intensidad con que quisiéramos oírlos y verlos. “Una ventana cerrada” termina así: “Te llamo desde el último piso de la nada / y me contestas”. Al final de toda la destrucción espera la primera (y quizá la única) respuesta. La extensión de la nada, la destrucción de todo… se vive como el punto de ignición en que lo que se derrumba es justamente el espacio total, totalitario, y entre los escombros se puede escuchar ahora la primera (y quizá la única) voz que hace de la supervivencia su mejor forma de libertad.

La dirección de la caída o del derrumbamiento sería la misma que la del levantarse, la del brotar hacia un cielo abierto. En sentido inverso, de acuerdo. Pero lo único que hay que cambiar entonces es el sentido. ¿Y qué mejor a tal fin que la palabra poética en un mundo en crisis como el nuestro?
 
4.
La tiranía del daño ha terminado por colonizar el cuerpo, y ahora tal vez solo se pueda empezar desde ahí. Atravesar la dialéctica para desbordarla supondría a lo mejor caer en la cuenta de que si, de una parte, el daño (como se ve en la tendencia soft al control social mediante la pantallización) ha terminado con el cuerpo, de otra parte, a la vez, únicamente desde el pulso inseguro del cuerpo se hace viable una reconstrucción respirable de la poiesis y del lugar de la poiesis en la polis. En este sentido, asumir el riesgo de perderlo todo, como hace Cristian Aliaga, es asumir la aventura dialéctica y dialógica de volver a empezar. No saber “todavía si el suyo volverá / a ser cuerpo que puede ser abrazado” es de hecho no saber nada, recorrer el límite de la desposesión hasta traspasarlo y volverlo, quién sabe, lugar de encuentro, de cruce. Lo que ocurre es que Aliaga no plantea esta tensión irresuelta ni en clave de esperanza ni de desesperanza, sino que esta energía emerge, se desliza y escuece sin clave. De ahí que lo que ocurre con cada poema de La caída hacia arriba no sea un acontecimiento, sino algo muy anterior y mucho peor, como señalara Artaud sobre la función de la pincelada en Van Gogh. Todo ocurre. Si esto es cierto, en suma, se confirma al menos que todo puede ocurrir, que la partida (de la que conocemos su final peripecia beckettiana) acaba de empezar. Cada palabra es un movimiento nuevo. Como la tela del cuadro, cada verso tiene aquí, diría Artaud, “la dosis suficiente de catástrofe para obligarnos a que nos orientemos”. Quizá sea mucho lo que se nos pide. Es mucho más, sin embargo, lo que se nos da. 


Martes, 8 de Enero 2019
Antonio Méndez Rubio
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