Durante una hora, los asistentes que llenaban la sala del Teatro Victoria, en la castiza calle Pez de Madrid, asistimos a un espectáculo casi redondo, maravillosamente teatral, fibroso, lúcido y pleno de recovecos y sutilezas, tantas como las que ha desplegado Paloma Mejía al versionar con libertad (e inteligencia) la pieza maestra de August Strindberg.
Este gran dramaturgo renovó el teatro sueco. Fue hijo de un comerciante y su criada, una mujer aferrada a una religiosidad extrema (de esa a la que nos tienen acostumbradas las películas de Dreyer, Lars Von Triers y Bergman, conspicuos escandinavos criados en el caldo espeso del luteranismo más extremado), quizá como adarga espiritual para defenderse de los embates autoritarios del marido y padre de su hijo.
Tras una infancia desgraciada y varios tumbos profesionales, Strindberg alcanzará por fin el éxito con la literatura. Como todos sabemos, La señorita Julia será su obra teatral más importante, en la que constata su ruptura con el romanticismo e incoa el acceso a un turbio naturalismo expresionista, claro antecedente del teatro de la crueldad y del absurdo. Ya en el prólogo de la obra (utilizado en esta brillante y desnuda puesta en escena que nos ocupa), Strindberg advierte:
“He roto con la tradición de presentar a los personajes como catequistas que con preguntas estúpidas provocan la réplica brillante. [...] Para ello he hecho que las mentes trabajen de un modo irregular, tal y como ocurre en la realidad, donde en una conversación nunca se agota el tema, donde un cerebro trabaja como una rueda dentada en la que el otro se engrana a la buena de Dios. Por eso el diálogo anda sin rumbo. He proveído en las primeras escenas de abundante material que en el desarrollo se elabora, se trabaja, se repite, se amplía lo mismo que el tema de una composición musical.”
Este gran dramaturgo renovó el teatro sueco. Fue hijo de un comerciante y su criada, una mujer aferrada a una religiosidad extrema (de esa a la que nos tienen acostumbradas las películas de Dreyer, Lars Von Triers y Bergman, conspicuos escandinavos criados en el caldo espeso del luteranismo más extremado), quizá como adarga espiritual para defenderse de los embates autoritarios del marido y padre de su hijo.
Tras una infancia desgraciada y varios tumbos profesionales, Strindberg alcanzará por fin el éxito con la literatura. Como todos sabemos, La señorita Julia será su obra teatral más importante, en la que constata su ruptura con el romanticismo e incoa el acceso a un turbio naturalismo expresionista, claro antecedente del teatro de la crueldad y del absurdo. Ya en el prólogo de la obra (utilizado en esta brillante y desnuda puesta en escena que nos ocupa), Strindberg advierte:
“He roto con la tradición de presentar a los personajes como catequistas que con preguntas estúpidas provocan la réplica brillante. [...] Para ello he hecho que las mentes trabajen de un modo irregular, tal y como ocurre en la realidad, donde en una conversación nunca se agota el tema, donde un cerebro trabaja como una rueda dentada en la que el otro se engrana a la buena de Dios. Por eso el diálogo anda sin rumbo. He proveído en las primeras escenas de abundante material que en el desarrollo se elabora, se trabaja, se repite, se amplía lo mismo que el tema de una composición musical.”
Acertadas variantes
La versión que podemos aún ver en el Teatro Victoria apuntala con el vestuario, el diseño de luces y la desnudez escénica el carácter expresionista de la misma, selecciona los momentos claves de la función y se atreve, rompiendo la cuarta pared y cambiando la íntima iluminación por otra abierta, a diseccionarlos frente a un público que se siente interpelado como el último garante de las intenciones y (ambiguas) derrotas morales del texto.
Frente al clásico y tópico señor que se lleva a la criadita al catre, aquí es ella, “la señorita”, noche de san Juan, baile, alcohol y ausencia del padre por delante, quien seduce a uno de sus criados.
Las consecuencias morales, sociales, religiosas y hasta económicas de todo ello estallan ante ella, de improviso, como una mascletá postorgásmica tras el coito inducido por la pasión y el capricho.
La actuación de los tres actores es impecable, la cercanía con el público, un lujo, y las reflexiones metateatrales con que se glosa, al hilo, el devenir de la trama, una estupenda manera de provocar a un respetable que ya se siente interpelado de sobra por el tenor de la obra, su ambigüedad moral y el diseño magistral de una trama con que su atormentado autor reescribiera, se diría, esta suerte de versión luterana, amarga y finisecular de El perro del hortelano, que, por cierto, también triunfa estas semanas en la cartelera madrileña. No se pierdan ninguna de las dos.
La versión que podemos aún ver en el Teatro Victoria apuntala con el vestuario, el diseño de luces y la desnudez escénica el carácter expresionista de la misma, selecciona los momentos claves de la función y se atreve, rompiendo la cuarta pared y cambiando la íntima iluminación por otra abierta, a diseccionarlos frente a un público que se siente interpelado como el último garante de las intenciones y (ambiguas) derrotas morales del texto.
Frente al clásico y tópico señor que se lleva a la criadita al catre, aquí es ella, “la señorita”, noche de san Juan, baile, alcohol y ausencia del padre por delante, quien seduce a uno de sus criados.
Las consecuencias morales, sociales, religiosas y hasta económicas de todo ello estallan ante ella, de improviso, como una mascletá postorgásmica tras el coito inducido por la pasión y el capricho.
La actuación de los tres actores es impecable, la cercanía con el público, un lujo, y las reflexiones metateatrales con que se glosa, al hilo, el devenir de la trama, una estupenda manera de provocar a un respetable que ya se siente interpelado de sobra por el tenor de la obra, su ambigüedad moral y el diseño magistral de una trama con que su atormentado autor reescribiera, se diría, esta suerte de versión luterana, amarga y finisecular de El perro del hortelano, que, por cierto, también triunfa estas semanas en la cartelera madrileña. No se pierdan ninguna de las dos.
Referencia:
Obra: La señorita Julia.
Autor: August Strindberg.
Versión y adaptación: Paloma Mejía.
Intérpretes: Guillermo Serrano, Silvia García y Ana Batuecas.
Próximas representaciones: Teatro Victoria de Madrid. Sábados de octubre a las 21:00 horas.
Obra: La señorita Julia.
Autor: August Strindberg.
Versión y adaptación: Paloma Mejía.
Intérpretes: Guillermo Serrano, Silvia García y Ana Batuecas.
Próximas representaciones: Teatro Victoria de Madrid. Sábados de octubre a las 21:00 horas.