(…)
Un encuentro detrás de una memoria
una parcela invertida que nunca se desplaza
aunque ya nada sea reparable
aunque nada se asiente
definitivamente tras haber llegado,
aunque el tiempo en que tenemos que ser desalojados
sea el que sostiene la vida
y el centro esté aquí,
lleno de deseo y ausencia.
Rosa Lentini, "Mapas", Tuvimos, p.76.
El lector tiene que saber que esta Poesía reunida (2014-1994) (Animal Sospechoso, 2016) no es una compilación al uso. Es decir, no es un libro hecho de otros libros de poemas reunidos. Un libro de libros, un objeto de objetos, una cosa de otras cosas.
La poeta [Rosa Lentini (Barcelona, 1957) ha cogido el formato Recopilación y se ha atrevido a hacer con él algo que nuestra sociedad del espectáculo reprueba: una máscara. La máscara de la poesía. Y con ella puesta, ha salido a escena a decirle al público: la verdad de la poesía no es el poeta que publica, el poeta y su poemario debidamente reseñado, ensalzado y tal vez premiado, el poeta con su último poemario bajo el brazo, avanzando hacia el público en el retablo de las maravillas poéticas.
La verdad de la poesía es la poesía que el poeta no puede dejar de escribir y que, una vez escrita, no puede dejar de vivir como nostalgia, reproche o herida. La verdad de la poesía es que la poesía se convierte en vida para obligar al poeta a seguir escribiéndola. La máscara sirve para revelar este secreto, el secreto de la vitalidad de la poesía, sin teorizaciones, representando su verdad.
¿Por qué digo máscara? La máscara, el prosopón de los antiguos griegos, la persona de los latinos, era indispensable para poder decir la verdad de una vida. La vida del personaje. Nosotros, en cambio, hace tiempo que sucumbimos a la ficción de la autenticidad; es decir, hemos aceptado que nuestro rostro sea la máscara que nunca podremos quitarnos. Ese rostro, que ya no es nuestro rostro, nos obliga a representar en cada momento la ficción de la autenticidad de lo que sea el caso: la ficción del auténtico poeta, el auténtico filósofo, el auténtico artista.
Ese rostro falsamente auténtico obliga a ocultar todo lo que cae del lado de la pérdida. De lo que callamos, de lo que no escribimos, de lo que no supimos decir. En el caso del poeta, esa obligación se traduce en la imposibilidad de no avanzar y la prohibición de detenerse, sobre todo para mirar atrás.
El poeta que acepta llevar su rostro como más-cara, el poeta que avanza imparable, que «hace carrera» como poeta, ofrece una imagen opuesta a la que Walter Benjamin vio en el Angelus Novus de Paul Klee. No mirar atrás, no tener que contemplar la montaña de ruinas que crece sin parar a medida que nos alejamos del pasado hacia un futuro cuyo verdadero rostro es el porvenir del pasado.
Al poeta que no renuncia a la máscara, en cambio, le nacen esas manos como alas del ángel de Klee y se le ponen esos mismos ojos estrábicos, ojos y manos que saludan y reconocen la ruina, la pérdida, el olvido incesante, pero también, y gracias a ello, el sentido permanentemente renovado de lo que fue, la promesa siempre anhelada y traicionada de lo que pudo ser.
Rosa Lentini hace aquí, en este libro, lo que poquísimos poetas se atreven a hacer: ponerse la máscara de poeta, la máscara del ángel, para darnos a ver los poemas que ha escrito a lo largo de veinte años desde su ahora. Y para que nosotros, los lectores, podamos leer estos poemas como ahora los ve su autora –con la mirada del ángel de la historia–, Lentini los ha retomado y reelaborado.
Es decir, ha renunciado a la gran ficción poética, que consiste en creer que hay una sola manera o una manera óptima de escribir un poema, y que, siendo esto así, el poema, una vez escrito, es intocable, es intachable. Un objeto más entre objetos, una cosa entre las cosas.
Un encuentro detrás de una memoria
una parcela invertida que nunca se desplaza
aunque ya nada sea reparable
aunque nada se asiente
definitivamente tras haber llegado,
aunque el tiempo en que tenemos que ser desalojados
sea el que sostiene la vida
y el centro esté aquí,
lleno de deseo y ausencia.
Rosa Lentini, "Mapas", Tuvimos, p.76.
El lector tiene que saber que esta Poesía reunida (2014-1994) (Animal Sospechoso, 2016) no es una compilación al uso. Es decir, no es un libro hecho de otros libros de poemas reunidos. Un libro de libros, un objeto de objetos, una cosa de otras cosas.
La poeta [Rosa Lentini (Barcelona, 1957) ha cogido el formato Recopilación y se ha atrevido a hacer con él algo que nuestra sociedad del espectáculo reprueba: una máscara. La máscara de la poesía. Y con ella puesta, ha salido a escena a decirle al público: la verdad de la poesía no es el poeta que publica, el poeta y su poemario debidamente reseñado, ensalzado y tal vez premiado, el poeta con su último poemario bajo el brazo, avanzando hacia el público en el retablo de las maravillas poéticas.
La verdad de la poesía es la poesía que el poeta no puede dejar de escribir y que, una vez escrita, no puede dejar de vivir como nostalgia, reproche o herida. La verdad de la poesía es que la poesía se convierte en vida para obligar al poeta a seguir escribiéndola. La máscara sirve para revelar este secreto, el secreto de la vitalidad de la poesía, sin teorizaciones, representando su verdad.
¿Por qué digo máscara? La máscara, el prosopón de los antiguos griegos, la persona de los latinos, era indispensable para poder decir la verdad de una vida. La vida del personaje. Nosotros, en cambio, hace tiempo que sucumbimos a la ficción de la autenticidad; es decir, hemos aceptado que nuestro rostro sea la máscara que nunca podremos quitarnos. Ese rostro, que ya no es nuestro rostro, nos obliga a representar en cada momento la ficción de la autenticidad de lo que sea el caso: la ficción del auténtico poeta, el auténtico filósofo, el auténtico artista.
Ese rostro falsamente auténtico obliga a ocultar todo lo que cae del lado de la pérdida. De lo que callamos, de lo que no escribimos, de lo que no supimos decir. En el caso del poeta, esa obligación se traduce en la imposibilidad de no avanzar y la prohibición de detenerse, sobre todo para mirar atrás.
El poeta que acepta llevar su rostro como más-cara, el poeta que avanza imparable, que «hace carrera» como poeta, ofrece una imagen opuesta a la que Walter Benjamin vio en el Angelus Novus de Paul Klee. No mirar atrás, no tener que contemplar la montaña de ruinas que crece sin parar a medida que nos alejamos del pasado hacia un futuro cuyo verdadero rostro es el porvenir del pasado.
Al poeta que no renuncia a la máscara, en cambio, le nacen esas manos como alas del ángel de Klee y se le ponen esos mismos ojos estrábicos, ojos y manos que saludan y reconocen la ruina, la pérdida, el olvido incesante, pero también, y gracias a ello, el sentido permanentemente renovado de lo que fue, la promesa siempre anhelada y traicionada de lo que pudo ser.
Rosa Lentini hace aquí, en este libro, lo que poquísimos poetas se atreven a hacer: ponerse la máscara de poeta, la máscara del ángel, para darnos a ver los poemas que ha escrito a lo largo de veinte años desde su ahora. Y para que nosotros, los lectores, podamos leer estos poemas como ahora los ve su autora –con la mirada del ángel de la historia–, Lentini los ha retomado y reelaborado.
Es decir, ha renunciado a la gran ficción poética, que consiste en creer que hay una sola manera o una manera óptima de escribir un poema, y que, siendo esto así, el poema, una vez escrito, es intocable, es intachable. Un objeto más entre objetos, una cosa entre las cosas.
Reconocer meandros e islas
Es muy audaz, lo que Rosa Lentini hace aquí. Porque nos recuerda lo que esa gran ficción poética cumple la función de escamotear: que la poesía es un hacer que no cesa, y que la dichosa «página en blanco» de Mallarmé, todo aquel noble empeño del alto modernismo en hipostasiar el poema en trasunto de divinidad, muy poco tiene que ver con la verdad de la poesía y la realidad del oficio del poeta.
Un oficio que, como Borges le dijo una vez a Bioy, «consiste en cómo decir el poeta lo que tiene que decir». Sí, desde luego, es una definición prosaica, poco glamurosa, pero tan cierta… Y cuando es tomada al pie de la letra, como lo hace aquí Rosa, el poeta recibe ese «cómo decir lo que tiene que decir» como la libertad de reconocer en lo que dijo un día una materia indistinguible de la cambiante realidad de su propio yo. Un yo que, como decía Emmanuel Lévinas, «no es un ser que permanece idéntico a sí mismo, sino el ser cuyo existir consiste en identificarse, en reconocer su identidad a través de todo lo que le sucede. Es la identidad por excelencia, la obra original de la identificación.» Si además el poeta es audaz, hace lo que Rosa hace aquí: re-vivir sus poemas.
Es una espléndida manera de hacernos palpable, reconocible, habitable –en una palabra: amable– lo que otros poetas, Robert Frost o Wallace Stevens, enunciaron como proyecto para su propio hacer poético. Frost: «Never cut what you can untie», Nunca cortar lo que se puede desanudar. Stevens: «The imperfect is our paradise», Nuestro paraíso es lo imperfecto.
Pero Lentini no solo reelabora su poesía, también le devuelve su orden más veraz: del ahora al antes, de la palabra de hoy al poema de ayer. Los poemas de este libro desfilan, así, de lo reciente a lo antiguo, de 2014 a 1994, haciendo lo cual la poeta tacha de invalidez la principal derivada de aquella ficción de la autenticidad: que el destino de la obra poética sea avanzar, progresar, mejorar. Además, resitúa los poemarios en otra escena, otras escenas, al agruparlos por títulos, que imperceptiblemente se transmutan en epígrafes.
Así, poemas, poemarios y títulos entran en una ronda de ecos que gira y retumba en la mirada y el oído del lector. Como para hacerle aún más palpable y deseable la verdad de la poesía: «Un encuentro detrás de una memoria / una parcela invertida que nunca se desplaza…».
La poeta, al retomar de este modo su obra, dice aquí algo muy cercano al corazón de la verdad poética: que la poesía, que su poesía, ha seguido y sigue un curso cuyo trazado ella ignora, un curso que ella misma descubre a medida que avanza.
De tal modo que, cuando vuelve la vista atrás, puede reconocer, sí, sus meandros y sus islas –los poemas en prosa funeraria del Cuaderno de Egipto, la gnómica presencia tutelar de Alejandra Pizarnik, manifiesta hasta El veneno y la piedra, por ejemplo– chorreando imágenes que remiten, sí, casi todas ellas, a la pérdida –de la casa, de la familia, de los orígenes–; y sobre todo que puede reconocer que ese paisaje de islas y ríos es el que es porque lo vemos ahora, desde el ahora de la poeta, con sus ojos de ahora mismo, en buena medida transformados y, sí, rejuvenecidos por las palabras e imágenes de este momento.
Hasta los confines de la narrativa
Apenas puedo imaginar lo difícil, lo doloroso que ha debido serle retornar a algunas de esas islas, zambullirse de nuevo en este o aquel tramo del río, y hacerlo, además, sin sucumbir a la tentación de obliterar el viejo paisaje, de emborronarlo con nuevos plantíos, de cegar un meandro para construir un puente, de ampliar aquel otro tramo en canal navegable. Y mucho más si se toma en cuenta que lo hace desde un ahora que ahora, como tan apreciable es en Tuvimos, se despliega magníficamente bajo el signo de una poesía que se atreve a llegar hasta los confines de la narrativa.
Una necesidad muy pura, muy auténtica de reconocerse la voz poética de Rosa en el eco antiguo de los viejos poemas de Lentini recorre todo este libro y le insufla un vigor tal, que a quienes hemos leído algunos de aquellos viejos poemas nos parece estar asistiendo al milagro de leer por primera vez lo que un día descubrimos con embeleso. Es el regalo de la máscara, de la auténtica poesía.
Es muy audaz, lo que Rosa Lentini hace aquí. Porque nos recuerda lo que esa gran ficción poética cumple la función de escamotear: que la poesía es un hacer que no cesa, y que la dichosa «página en blanco» de Mallarmé, todo aquel noble empeño del alto modernismo en hipostasiar el poema en trasunto de divinidad, muy poco tiene que ver con la verdad de la poesía y la realidad del oficio del poeta.
Un oficio que, como Borges le dijo una vez a Bioy, «consiste en cómo decir el poeta lo que tiene que decir». Sí, desde luego, es una definición prosaica, poco glamurosa, pero tan cierta… Y cuando es tomada al pie de la letra, como lo hace aquí Rosa, el poeta recibe ese «cómo decir lo que tiene que decir» como la libertad de reconocer en lo que dijo un día una materia indistinguible de la cambiante realidad de su propio yo. Un yo que, como decía Emmanuel Lévinas, «no es un ser que permanece idéntico a sí mismo, sino el ser cuyo existir consiste en identificarse, en reconocer su identidad a través de todo lo que le sucede. Es la identidad por excelencia, la obra original de la identificación.» Si además el poeta es audaz, hace lo que Rosa hace aquí: re-vivir sus poemas.
Es una espléndida manera de hacernos palpable, reconocible, habitable –en una palabra: amable– lo que otros poetas, Robert Frost o Wallace Stevens, enunciaron como proyecto para su propio hacer poético. Frost: «Never cut what you can untie», Nunca cortar lo que se puede desanudar. Stevens: «The imperfect is our paradise», Nuestro paraíso es lo imperfecto.
Pero Lentini no solo reelabora su poesía, también le devuelve su orden más veraz: del ahora al antes, de la palabra de hoy al poema de ayer. Los poemas de este libro desfilan, así, de lo reciente a lo antiguo, de 2014 a 1994, haciendo lo cual la poeta tacha de invalidez la principal derivada de aquella ficción de la autenticidad: que el destino de la obra poética sea avanzar, progresar, mejorar. Además, resitúa los poemarios en otra escena, otras escenas, al agruparlos por títulos, que imperceptiblemente se transmutan en epígrafes.
Así, poemas, poemarios y títulos entran en una ronda de ecos que gira y retumba en la mirada y el oído del lector. Como para hacerle aún más palpable y deseable la verdad de la poesía: «Un encuentro detrás de una memoria / una parcela invertida que nunca se desplaza…».
La poeta, al retomar de este modo su obra, dice aquí algo muy cercano al corazón de la verdad poética: que la poesía, que su poesía, ha seguido y sigue un curso cuyo trazado ella ignora, un curso que ella misma descubre a medida que avanza.
De tal modo que, cuando vuelve la vista atrás, puede reconocer, sí, sus meandros y sus islas –los poemas en prosa funeraria del Cuaderno de Egipto, la gnómica presencia tutelar de Alejandra Pizarnik, manifiesta hasta El veneno y la piedra, por ejemplo– chorreando imágenes que remiten, sí, casi todas ellas, a la pérdida –de la casa, de la familia, de los orígenes–; y sobre todo que puede reconocer que ese paisaje de islas y ríos es el que es porque lo vemos ahora, desde el ahora de la poeta, con sus ojos de ahora mismo, en buena medida transformados y, sí, rejuvenecidos por las palabras e imágenes de este momento.
Hasta los confines de la narrativa
Apenas puedo imaginar lo difícil, lo doloroso que ha debido serle retornar a algunas de esas islas, zambullirse de nuevo en este o aquel tramo del río, y hacerlo, además, sin sucumbir a la tentación de obliterar el viejo paisaje, de emborronarlo con nuevos plantíos, de cegar un meandro para construir un puente, de ampliar aquel otro tramo en canal navegable. Y mucho más si se toma en cuenta que lo hace desde un ahora que ahora, como tan apreciable es en Tuvimos, se despliega magníficamente bajo el signo de una poesía que se atreve a llegar hasta los confines de la narrativa.
Una necesidad muy pura, muy auténtica de reconocerse la voz poética de Rosa en el eco antiguo de los viejos poemas de Lentini recorre todo este libro y le insufla un vigor tal, que a quienes hemos leído algunos de aquellos viejos poemas nos parece estar asistiendo al milagro de leer por primera vez lo que un día descubrimos con embeleso. Es el regalo de la máscara, de la auténtica poesía.