Imagen: johnhain. Fuente: Pixabay.
Experimentos científicos recientes están haciendo que algunos aspectos de la explicación científica del fenómeno de la conciencia se superen.
En este artículo hemos seleccionado algunos temas propios de la antropología, la biología y la evolución que, de manera especial, están muy arraigados en la cultura popular. Nuestro propósito es mostrar las nuevas evidencias científicas ante el enigma de la inteligencia simbólica que diferencia a los humanos de otros animales.
Igualmente, somos conscientes de que las actuales respuestas que ofrece la neurología clásica no satisfacen la inquietud de quien se pregunta cómo pudo surgir la conciencia en el mundo físico. Por eso terminaremos ofreciendo algunos de los retos científicos pendientes ante la desconocida naturaleza física de la conciencia.
Tarde o temprano, todo mito acerca del mundo material termina diluido por el conocimiento científico. De acuerdo con la experiencia, solo constatamos experiencias conscientes ancladas a un soporte material.
A veces, las explicaciones que damos a esto son incongruentes o están más próximas a una mitología psíquica, que la ciencia ya ha superado. Veamos algunos de estos mitos y notemos cómo su superación por la ciencia nos invita a nuevos planteamientos que retan a los cánones científicos y nos proyectan hacia lo metafísico.
Primer mito
"La inteligencia es consecuencia del volumen cerebral". En ocasiones se ha dicho que la inteligencia de los sapiens se debe a un mayor volumen cerebral, en comparación con el de otras especies.
Quizás nos hayan enseñado que la evolución ha primado el crecimiento del cerebro, y por este motivo somos más inteligentes que neandertales u otras especies más primitivas. Posiblemente, la imagen lineal estampada en tantas camisetas con una visión lineal de la evolución de las especies homínidas poco haya ayudado a comprender qué es verdaderamente la evolución.
Primeramente podríamos comenzar afirmando que el cerebro es un grandísimo consumidor de energía. Representa solo una pequeña parte de la masa corporal de un individuo humano, pero consume proporcionalmente mucha más energía. Por este motivo, no parece claro que la evolución favorezca un mayor volumen cerebral.
Sabemos que no hay correlación directa entre el tamaño del cerebro y la inteligencia. Pensemos en el cerebro de una ballena, voluminoso pero no más inteligente. Sería más conveniente hacer las comparaciones en términos relativos. En este caso, sí encontramos una proporción mayor del porcentaje en volumen del cerebro de los mamíferos sobre su volumen corporal, en comparación con otros animales. En el caso del cerebro humano, destaca especialmente la mayor proporción cerebro-cuerpo y especialmente en los lóbulos frontales.
Lo curioso es que el cerebro de los neandertales era más voluminoso que el de los sapiens. Sin embargo, no parece que los neandertales fueran más inteligentes. Es más, la evolución se ha inclinado por reducir el volumen cerebral.
Sí, nosotros hoy tenemos un cerebro más pequeño que nuestros congéneres sapiens más primitivos. Y tampoco parece que hayamos perdido inteligencia. Más bien, se ha reducido el coste energético que precisa mantener el cerebro activo.
En este artículo hemos seleccionado algunos temas propios de la antropología, la biología y la evolución que, de manera especial, están muy arraigados en la cultura popular. Nuestro propósito es mostrar las nuevas evidencias científicas ante el enigma de la inteligencia simbólica que diferencia a los humanos de otros animales.
Igualmente, somos conscientes de que las actuales respuestas que ofrece la neurología clásica no satisfacen la inquietud de quien se pregunta cómo pudo surgir la conciencia en el mundo físico. Por eso terminaremos ofreciendo algunos de los retos científicos pendientes ante la desconocida naturaleza física de la conciencia.
Tarde o temprano, todo mito acerca del mundo material termina diluido por el conocimiento científico. De acuerdo con la experiencia, solo constatamos experiencias conscientes ancladas a un soporte material.
A veces, las explicaciones que damos a esto son incongruentes o están más próximas a una mitología psíquica, que la ciencia ya ha superado. Veamos algunos de estos mitos y notemos cómo su superación por la ciencia nos invita a nuevos planteamientos que retan a los cánones científicos y nos proyectan hacia lo metafísico.
Primer mito
"La inteligencia es consecuencia del volumen cerebral". En ocasiones se ha dicho que la inteligencia de los sapiens se debe a un mayor volumen cerebral, en comparación con el de otras especies.
Quizás nos hayan enseñado que la evolución ha primado el crecimiento del cerebro, y por este motivo somos más inteligentes que neandertales u otras especies más primitivas. Posiblemente, la imagen lineal estampada en tantas camisetas con una visión lineal de la evolución de las especies homínidas poco haya ayudado a comprender qué es verdaderamente la evolución.
Primeramente podríamos comenzar afirmando que el cerebro es un grandísimo consumidor de energía. Representa solo una pequeña parte de la masa corporal de un individuo humano, pero consume proporcionalmente mucha más energía. Por este motivo, no parece claro que la evolución favorezca un mayor volumen cerebral.
Sabemos que no hay correlación directa entre el tamaño del cerebro y la inteligencia. Pensemos en el cerebro de una ballena, voluminoso pero no más inteligente. Sería más conveniente hacer las comparaciones en términos relativos. En este caso, sí encontramos una proporción mayor del porcentaje en volumen del cerebro de los mamíferos sobre su volumen corporal, en comparación con otros animales. En el caso del cerebro humano, destaca especialmente la mayor proporción cerebro-cuerpo y especialmente en los lóbulos frontales.
Lo curioso es que el cerebro de los neandertales era más voluminoso que el de los sapiens. Sin embargo, no parece que los neandertales fueran más inteligentes. Es más, la evolución se ha inclinado por reducir el volumen cerebral.
Sí, nosotros hoy tenemos un cerebro más pequeño que nuestros congéneres sapiens más primitivos. Y tampoco parece que hayamos perdido inteligencia. Más bien, se ha reducido el coste energético que precisa mantener el cerebro activo.
Segundo mito
"La conciencia humana es fruto de una genética especial". Si la inteligencia no se correlaciona con el volumen cerebral, habremos de buscar otras causas que expliquen por qué hemos desarrollado una conciencia superior.
A veces se dice que la clave de la conciencia humana ha de ser una cuestión genética. Bien poseemos más genes o bien quizás tenemos genes especiales que nos diferencian de otros animales.
En primer lugar, hay que subrayar que los estudios genéticos han concluido que apenas hay diferencia entre el genoma de un humano y el de un chimpancé. Incluso, dentro del género de los homínidos, las diferencias entre el genoma de un sapiens y el de un neandertal son aún más sutiles. ¿Será cuestión de genes?
Aproximadamente contamos con algo más de 20.000 genes. Curiosamente del mismo orden que algunos gusanos. Y no parece que los gusanos experimenten conciencia; al menos, no al estilo de los humanos. Tampoco aparecen genes especiales de una jerarquía superior que hayan hecho emerger la conciencia humana.
Ahora bien, la conciencia humana es un fenómeno sorprendente con cualidades sobresalientes. La ciencia empieza a explicar este fenómeno como un cambio cualitativo que resulta de pequeñas modificaciones. Somos el fruto de un proceso evolutivo. Contamos con todo lo que hemos heredado. Y solo una sutil diferencia ha marcado una experiencia consciente tan extraordinaria.
Parece como si una reorganización de la naturaleza que ya disfrutaban nuestros ancestros hubiera hecho emerger una realidad consciente más potente. La evolución no se ha deshecho de lo que ya existía, sino que ha favorecido que se organizara de un modo distinto con resultados cualitativamente diferentes. Entonces, ¿es cuestión de organización?
Tercer mito
"El pensamiento consciente surge de la complejidad neural". Al referirnos al modo consciente del pensamiento humano solemos convencernos de que se trata de un fenómeno que surge de la gran organización jerárquica de nuestro cerebro.
Es frecuente decir que hay más neuronas en el cerebro de una persona que estrellas en el conjunto de la galaxia. Si la razón fuera el número de elementos, ¿por qué no se manifiesta una conciencia galáctica?
Los neurólogos suelen advertirnos de que no solo hay miles de millones de neuronas en el cerebro, sino que probablemente lo más notable sea el número de conexiones sinápticas entre ellas. De contar el total de estas conexiones en un solo cerebro, quizás necesitaríamos todas las galaxias del universo observable para reunir una cantidad comparable de estrellas.
Salvando la hipótesis de que las galaxias del universo pudieran estar conectadas por materia oscura, parece que el cerebro destaca en el mundo físico por su sobresaliente conectividad. Es verdad. Pero qué ocurriría si consiguiéramos en un futuro no muy lejano crear una máquina capaz de ejecutar el mismo procesamiento de la información que un cerebro.
En el fondo la elevada conectividad neuronal permite formar grandes redes neurales que procesan la información física recibida a través de los biosensores. De imitar esta capacidad de procesamiento, ¿habríamos conseguido producir pensamiento consciente artificial?
La neurología clásica ante este enigma
La idea principal que intentamos transmitir del análisis de estos mitos es la insuficiencia del saber científico actual para explicar el fenómeno de la conciencia. Desde el punto de vista de la neurología todo el procesamiento de la información en el cerebro se basa en una célula nerviosa que puede ser activada por campos eléctricos o inhibirse del proceso.
Sabemos que una sola neurona es capaz por sí sola de procesar información. Sabemos que su estado de activación puede ser modulado por la actividad eléctrica de otras muchas neuronas de la misma red. Sabemos que la comunicación neuronal está mediada por desplazamientos de iones con carga eléctrica e intercambio químico de neurotransmisores.
Es más, sabemos que es posible formar puertas lógicas –al estilo de las puertas lógicas de los circuitos integrados de un computador– que contribuyan a formalizar la información que se procesa en el cerebro. Pero, ¿cómo emerge la conciencia en este complejo eléctrico?
"La conciencia humana es fruto de una genética especial". Si la inteligencia no se correlaciona con el volumen cerebral, habremos de buscar otras causas que expliquen por qué hemos desarrollado una conciencia superior.
A veces se dice que la clave de la conciencia humana ha de ser una cuestión genética. Bien poseemos más genes o bien quizás tenemos genes especiales que nos diferencian de otros animales.
En primer lugar, hay que subrayar que los estudios genéticos han concluido que apenas hay diferencia entre el genoma de un humano y el de un chimpancé. Incluso, dentro del género de los homínidos, las diferencias entre el genoma de un sapiens y el de un neandertal son aún más sutiles. ¿Será cuestión de genes?
Aproximadamente contamos con algo más de 20.000 genes. Curiosamente del mismo orden que algunos gusanos. Y no parece que los gusanos experimenten conciencia; al menos, no al estilo de los humanos. Tampoco aparecen genes especiales de una jerarquía superior que hayan hecho emerger la conciencia humana.
Ahora bien, la conciencia humana es un fenómeno sorprendente con cualidades sobresalientes. La ciencia empieza a explicar este fenómeno como un cambio cualitativo que resulta de pequeñas modificaciones. Somos el fruto de un proceso evolutivo. Contamos con todo lo que hemos heredado. Y solo una sutil diferencia ha marcado una experiencia consciente tan extraordinaria.
Parece como si una reorganización de la naturaleza que ya disfrutaban nuestros ancestros hubiera hecho emerger una realidad consciente más potente. La evolución no se ha deshecho de lo que ya existía, sino que ha favorecido que se organizara de un modo distinto con resultados cualitativamente diferentes. Entonces, ¿es cuestión de organización?
Tercer mito
"El pensamiento consciente surge de la complejidad neural". Al referirnos al modo consciente del pensamiento humano solemos convencernos de que se trata de un fenómeno que surge de la gran organización jerárquica de nuestro cerebro.
Es frecuente decir que hay más neuronas en el cerebro de una persona que estrellas en el conjunto de la galaxia. Si la razón fuera el número de elementos, ¿por qué no se manifiesta una conciencia galáctica?
Los neurólogos suelen advertirnos de que no solo hay miles de millones de neuronas en el cerebro, sino que probablemente lo más notable sea el número de conexiones sinápticas entre ellas. De contar el total de estas conexiones en un solo cerebro, quizás necesitaríamos todas las galaxias del universo observable para reunir una cantidad comparable de estrellas.
Salvando la hipótesis de que las galaxias del universo pudieran estar conectadas por materia oscura, parece que el cerebro destaca en el mundo físico por su sobresaliente conectividad. Es verdad. Pero qué ocurriría si consiguiéramos en un futuro no muy lejano crear una máquina capaz de ejecutar el mismo procesamiento de la información que un cerebro.
En el fondo la elevada conectividad neuronal permite formar grandes redes neurales que procesan la información física recibida a través de los biosensores. De imitar esta capacidad de procesamiento, ¿habríamos conseguido producir pensamiento consciente artificial?
La neurología clásica ante este enigma
La idea principal que intentamos transmitir del análisis de estos mitos es la insuficiencia del saber científico actual para explicar el fenómeno de la conciencia. Desde el punto de vista de la neurología todo el procesamiento de la información en el cerebro se basa en una célula nerviosa que puede ser activada por campos eléctricos o inhibirse del proceso.
Sabemos que una sola neurona es capaz por sí sola de procesar información. Sabemos que su estado de activación puede ser modulado por la actividad eléctrica de otras muchas neuronas de la misma red. Sabemos que la comunicación neuronal está mediada por desplazamientos de iones con carga eléctrica e intercambio químico de neurotransmisores.
Es más, sabemos que es posible formar puertas lógicas –al estilo de las puertas lógicas de los circuitos integrados de un computador– que contribuyan a formalizar la información que se procesa en el cerebro. Pero, ¿cómo emerge la conciencia en este complejo eléctrico?
Imagen: johnhain. Fuente: Pixabay.
Retos de la neurología moderna
No sabemos cómo se produce la conciencia. Si se trata de un fenómeno material habremos de hallar una respuesta en el campo de la ciencia moderna. Las ciencias físicas y biológicas se nos presentan como disciplinadas de marcado corte mecanicista determinista. Las leyes de la física son simétricas en el tiempo y apuntan al determinismo.
Sin embargo, la experiencia consciente diferencia entre la memoria del pasado y los proyectos del futuro. Incluso, asume la realidad de poder tomar en conciencia decisiones libres tras un proceso deliberativo. La biología carece de leyes que sobresalgan las fronteras del determinismo genético.
¿Dónde podemos centrarnos en ciencia para salvar el fenómeno de la conciencia? Destacamos dos disciplinas científicas que revolucionaron el quehacer común de las ciencias. Nos referimos a la física cuántica.
Más concretamente al problema de la medida, donde reside la clave para entender la emergencia del mundo clásico a partir de una superposición coherente de estados cuánticos. Y también a la revolución epigenética, que nos ha descubierto la posibilidad de explicar algunos fenotipos sin recurrir a alteraciones genéticas, sino a marcadores epigenéticos que regulan la expresión de unos genes y dejan silentes a otros.
Para dar cuenta del fenómeno de la conciencia la neurología clásica habría de modernizarse, más allá del desarrollo de la gran diversidad de neurotemáticas –neuromanías las llaman algunos–. En este proceso de modernización deberían estar presentes tanto los actuales planteamientos cuánticos como las recientísimas ideas de los reguladores epigenéticos.
La cuántica nos habla claramente de emergencia, nos descubre un mundo extraño de fenómenos y nos advierte que su alargada sombra se proyecta hasta el régimen macroscópico. La epigenética nos puede ofrecer interesantes pistas para entender cómo sin apenas cambios genéticos puede originarse un fenómeno tan original como la conciencia a partir de una nueva orquestación de lo que ya se había recibido evolutivamente.
Retos metafísicos
Es de esperar que la tecnología se desarrolle hasta el punto de que se construyan complejos robots con sofisticadas propiedades que permitan expresar un comportamiento complejo.
En el extremo, no es imposible que logren diseñar complejos artificiales que, para todos los efectos prácticos, se comporten como humanos. Es decir, respondan físicamente, sensitivamente, emocionalmente, psíquicamente e intelectualmente. Desde un punto de vista fenomenológico serían como seres conscientes producidos artificialmente. ¿Qué diferenciaría al humano de la máquina?
Si fenomenológicamente fueran indiferenciables, ¿tendrían dignidad humana? Seguramente esta respuesta habremos de construirla metafísicamente. Y para hacerlo con propiedad será necesario asumir el reto de estudiar la naturaleza de la conciencia, tanto científicamente como ontológicamente.
Manuel Béjar es investigador en la Cátedra CTR (Universidad Comillas) y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.
No sabemos cómo se produce la conciencia. Si se trata de un fenómeno material habremos de hallar una respuesta en el campo de la ciencia moderna. Las ciencias físicas y biológicas se nos presentan como disciplinadas de marcado corte mecanicista determinista. Las leyes de la física son simétricas en el tiempo y apuntan al determinismo.
Sin embargo, la experiencia consciente diferencia entre la memoria del pasado y los proyectos del futuro. Incluso, asume la realidad de poder tomar en conciencia decisiones libres tras un proceso deliberativo. La biología carece de leyes que sobresalgan las fronteras del determinismo genético.
¿Dónde podemos centrarnos en ciencia para salvar el fenómeno de la conciencia? Destacamos dos disciplinas científicas que revolucionaron el quehacer común de las ciencias. Nos referimos a la física cuántica.
Más concretamente al problema de la medida, donde reside la clave para entender la emergencia del mundo clásico a partir de una superposición coherente de estados cuánticos. Y también a la revolución epigenética, que nos ha descubierto la posibilidad de explicar algunos fenotipos sin recurrir a alteraciones genéticas, sino a marcadores epigenéticos que regulan la expresión de unos genes y dejan silentes a otros.
Para dar cuenta del fenómeno de la conciencia la neurología clásica habría de modernizarse, más allá del desarrollo de la gran diversidad de neurotemáticas –neuromanías las llaman algunos–. En este proceso de modernización deberían estar presentes tanto los actuales planteamientos cuánticos como las recientísimas ideas de los reguladores epigenéticos.
La cuántica nos habla claramente de emergencia, nos descubre un mundo extraño de fenómenos y nos advierte que su alargada sombra se proyecta hasta el régimen macroscópico. La epigenética nos puede ofrecer interesantes pistas para entender cómo sin apenas cambios genéticos puede originarse un fenómeno tan original como la conciencia a partir de una nueva orquestación de lo que ya se había recibido evolutivamente.
Retos metafísicos
Es de esperar que la tecnología se desarrolle hasta el punto de que se construyan complejos robots con sofisticadas propiedades que permitan expresar un comportamiento complejo.
En el extremo, no es imposible que logren diseñar complejos artificiales que, para todos los efectos prácticos, se comporten como humanos. Es decir, respondan físicamente, sensitivamente, emocionalmente, psíquicamente e intelectualmente. Desde un punto de vista fenomenológico serían como seres conscientes producidos artificialmente. ¿Qué diferenciaría al humano de la máquina?
Si fenomenológicamente fueran indiferenciables, ¿tendrían dignidad humana? Seguramente esta respuesta habremos de construirla metafísicamente. Y para hacerlo con propiedad será necesario asumir el reto de estudiar la naturaleza de la conciencia, tanto científicamente como ontológicamente.
Manuel Béjar es investigador en la Cátedra CTR (Universidad Comillas) y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.