“Trenes de Europa”: una elegía de siempre y de todos

José Martínez Ros escribe un poema unitario y meditativo que busca un centro o refugio en medio del cambio permanente


En 2010 veía la luz el libro “Trenes de Europa” del poeta José Martínez Ros, editado por la Fundación José Manuel Lara. Se trata de un poema unitario de tono coloquial, meditativo, que acaba generando una mitología urbana; un país de ficción. En él, Martínez Ros busca la salvación por la palabra: una esencia, un centro, un refugio, donde lo único que permanece es el cambio. Por Antonio Mochón.




Una pila de libros a punto de caer, esta es la vida
José Martínez Ros

Dos citas preceden al libro Trenes de Europa (Fundación José Manuel Lara, Colección Vandalia, 2010) en tres partes que dicen mucho y bien sobre la piedra que José Martínez Ros ha pulido en forma de viaje, de introspección y de poesía.

Largo poema unitario de tono coloquial, meditativo y elusivo, poemas medidos no en sílabas contadas sino en golpes de autoridad emocional.

Hay que celebrar esta poesía heredera de una vasta tradición a la que se suma sin grandes aspavientos, con un leve gesto de levantar los hombros y seguir andando. Las citas: “los trenes avanzan y nosotros envejecemos”, de Pynchon; y “Ser de un mundo perfecto donde el hombre es extraño”, de Cernuda.

Es significativo que el lugar común más repetido a lo largo de este libro sea un no lugar: las estaciones, las salas de espera. Escenarios limítrofes donde se cumple el dicho heraclitano de que lo único que permanece es el cambio. Fragmentos de un mundo en descomposición para saldar cuentas con uno mismo: la memoria, la identidad, el mundo.

Jugando a la casualidad podemos unir los versos primero y último de este libro: “Soñaré con Europa / flor de nunca y de nadie”. Más allá de la referencia mitológica, Martínez Ros crea su propia mitología urbana en ese extraño lugar llamado uno mismo.

Y uno, con paradas para subir o bajarse, llega a otro que, a su vez, es la breve intersección en un juego especular más parecido a un plano de metro que al happy end de nuestra moderna mística comercial.

La peripecia, mínima, justa y, por qué no, intrascendente, se filtra por los largos poemas confesionales, armados a veces sobre una estructura reiterativa que reproduce ese fluir de la conciencia hacia atrás, como una celebración melancólica de un sueño del que hemos despertado bruscamente: “la sensación de despertar en medio / de un espacio cambiante (¿pero hacia dónde y qué?) / mientras nada sucede” (p.24).

Y durante este trayecto por un “país de ficción” -¿nosotros mismos?-, la firme constatación de una ruina motivo de análisis minucioso: “Mientras tú duermes / pienso en nuestra huida (…) pero, dime, ¿qué sientes?, / ¿odio, miedo?, dejamos muy atrás / nuestros antiguos cuerpos, los nombres caducados, / ¿desesperación, ira?, seguimos adelante / para dar coherencia a un trayecto / que no hemos elegido” (p.24).

Ese negocio que no compensa los gastos, -así definió la madre de Schopenhauer la vida-, tiene unas coordenadas difusas entre el sueño y el olvido, y en ese espacio es donde Martínez Ros despliega hábilmente su cartografía del mundo, una intimidad desdoblada en este tiempo de escisión donde la historia se rescribe obsesivamente “en busca de una esencia, de un centro, de un refugio”.

La dualidad del viaje: lo que permanece frente a lo cambiante, lo vivido frente a lo vivible, el mundo frente al yo, lo real frente a lo realizable: “… soy al mismo tiempo quien sostiene tu hombro, / tu cabeza rendida, y quien te evoca / antes de descubrirte con un libro / de Leopardi en el pecho…” (p.25).

Lo único que salva este balanceo confuso es la voz del tú, -“Y es tu voz la que salva nuestro viaje”- como la poesía es salvada por el lector, el amor por el depositario, el sufrimiento por ese hueco que queda como altar.

La búsqueda de una salvación por la palabra me parece un sentido plausible de este poemario que transcurre por estaciones de paso en el viaje que va de un hombro a otro hombro.

Una certeza nacida del vacío y del casi ruego de que no sea un sueño. Porque los sueños no tienen por qué aparecérsenos como la amenaza infantil sino como el atisbo de una trascendencia, y ahí no cabe el miedo: “Es un cuerpo, ¿por qué le tienes miedo?” (p. 29).

El miedo, también invención humana, nace cuando nos preguntamos qué camino correcto no he tomado. Miedo a la elección errónea, miedo a ser quienes somos. Como el turista de mil rostros que hojea una guía se convierte en estructura variable cuya supervivencia se basa en su esencial inestabilidad.

Ese turista que viaja sin saber lo que busca, y lo que busca es el contacto con el único destino posible, motivo de toda huida, única certeza de un mundo de variables: “el tiempo es una llama cristalina / que cruza terminales, muelles, salas de espera / sin hallar más destino que tu cuerpo” (p.33).

El esfuerzo por convencerse de que no todo ha sido en vano, la voluntad de disolución del yo y su conciencia, el anonimato de sentirse extraños que viven entre extraños, el aviso de un tiempo devorador, el lamento por la belleza perdida y la imprecación a que esto dure

Martínez Ros reelabora tópicos fácilmente reconocibles en su personal viaje de formación, a través de la irrealidad de los recuerdos, en busca de ese país inocente de Ungaretti, o más bien en la contemplación del lugar vacío. El mérito es que su voz condense todo esto y además convoque el sentir de esa mayoría unánime de otros en la que acaba por integrarse con esta elegía de siempre y de todos.


Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.


Jueves, 3 de Enero 2013
Antonio Mochón
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