El 10 de abril de 1955 (hace 60 años) fallecía en Nueva York Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). La raíz de la obra de Teilhard se podría encontrar en la espiritualidad ignaciana que trata de encontrar a Dios en todas las cosas. Pero la reconciliación de la humanidad con la naturaleza, consigo misma y con Dios pasa por una insistencia en la investigación científica.
Teilhard muestra como supo integrar en su pensamiento el carácter evolutivo del universo que han aportado las ciencias y el papel de Cristo en el universo que presenta la fe cristiana. Precisamente a partir de esta base científica descubre Teilhard el carácter convergente del mundo a través del futuro de la humanidad en el Punto Omega de la historia y de la divinidad.
En un volumen publicado en 2014, Los jesuitas y la ciencia. Una tradición en la Iglesia (Mensajero, Bilbao, 372 páginas) se dedica un capítulo especial a este geólogo, filósofo y místico. Para entender a Teilhard en su contexto es necesario responder a algunas preguntas previas: ¿por qué ha habido tanto interés por parte de la Compañía de Jesús por estar presentes en el mundo del pensamiento y las comunidades científicas? Este artículo resume algunas de las ideas expuestas en ese trabajo.
La historia de la presencia de los jesuitas en el mundo del conocimiento experimental y social es muy densa y se inicia con la fundación de los primeros colegios. Este libro se refiere a la presencia en el ancho mundo de las ciencias de la naturaleza y de las matemáticas, un aspecto del conocimiento humano especialmente mimado por los jesuitas.
361 jesuitas científicos
En el famoso Dictionary of Scientific Biography (editado por Ch. C. Gillespie en 16 volúmenes, entre 1970 y 1980) se citan a 29 jesuitas que destacaron internacionalmente en el mundo de las ciencias. Y en el libro que comentamos, hemos recopilado una larga lista de 361 nombres de jesuitas científicos desde 1540.
De ellos, 50 son matemáticos, 44 físicos, 109 astrónomos, 70 geofísicos, geólogos y meteorólogos, 4 químicos, 21 biólogos, 39 naturalistas, geógrafos y cartógrafos y 24 exploradores. “Naturalmente –apuntamos allí – esta no es más que una pequeña muestra de los numerosos jesuitas que se han dedicado a las ciencias desde la fundación de la Compañía” (Los jesuitas y la ciencia. pág. 13-14).
A la muerte de San Ignacio de Loyola en 1556, la Compañía tenía 35 colegios en diversos países de Europa y uno en la India. “De esta forma, diez años después de su fundación, la Compañía tomaba la labor de los colegios como el elemento clave de su labor apostólica. La rápida extensión de los colegios se explica por la necesidad y demanda social de la educación de la juventud, a la que la nueva orden respondió con un nuevo estilo y estructura pedagógica” (Los jesuitas y la ciencia, pág. 16).
Los jesuitas y la enseñanza de las ciencias de la naturaleza
Como apuntamos allí, “el enorme éxito de estos primeros colegios se debía en parte a una nueva orientación en la enseñanza basada en el método seguido en la Universidad de París o modus parisiensis, y unos programas adaptados a la época” (Los jesuitas y la ciencia, pág. 16). Los tres años dedicados a la filosofía se denominaban Lógica, Física y Metafísica. En la parte correspondiente a la Física (Physica, más exactamente, estudio de la naturaleza), los contenidos se correspondían a los libros de Aristóteles de filosofía de la naturaleza: Physica, De Coelo, De generatione et corruptione, De anima y Meteorologica.
Al ciclo de filosofía pertenecía también la enseñanza de las matemáticas, que comprendía, además de las matemáticas de tradición griega y árabe propiamente dichas, esto es, geometría, aritmética y álgebra, otras disciplinas aplicadas, como la Astronomía, la Agrimensura, la Óptica, la Mecánica y la Música.
Los años en los que empiezan los primeros colegios jesuitas coinciden con el inicio de la llamada revolución científica y el origen de la ciencia moderna (Copérnico, Kepler, Brahe, Galileo, Roger Bacon..). La orientación de lo que empieza a denominarse como “nueva ciencia” implicaba el recurso a la observación de la realidad y a la construcción de experimentos para confirmar las incipientes leyes naturales que se formulaban.
En los colegios de jesuitas, como los profesores de filosofía que explicaban la Física debían atenerse a la doctrina aristotélica, según estaba establecido, las nuevas ideas se irán introduciendo en la enseñanza a través de los profesores de matemáticas que tenían más libertad. Va a ser, por tanto, a través de la enseñanza de las matemáticas y de la astronomía como se abre una puerta en los colegios jesuitas a la introducción de la “nueva ciencia”.
En los 600 colegios que tuvieron los jesuitas en Europa durante los siglos XVI al XVIII, se instalaron treinta y dos observatorios que fueron los primeros en algunos países. El capítulo 4 presenta un muestrario de los matemáticos y astrónomos jesuitas en China. Allí, después de la llegada de Matteo Ricci a Pekín en 1601, y dada su impronta en la Corte Imperial, los jesuitas fueron durante siglo y medio los directores del Observatorio Imperial y se les concedió la categoría de mandarines.
Los jesuitas naturalistas, geógrafos y exploradores
También tuvieron gran importancia los jesuitas naturalistas, geógrafos y exploradores. A ellos se refiere el capítulo 5 del libro Los jesuitas y la ciencia. El hecho de la llegada de los europeos al nuevo continente americano abrió a los jesuitas un nuevo campo de misión. Y con su interés por el conocimiento y las ciencias, abrieron bibliotecas y tuvieron posibilidad de estudiar y dar a conocer en Europa las características de la geografía, la fauna, la flora y las costumbres de los habitantes de América.
Los intrépidos misioneros jesuitas, adentrándose en territorios desconocidos hasta entonces, exploraron desde el Canadá a la Patagonia. Fueron los primeros europeos en recorrer los grandes ríos del Missisippi, del Amazonas y del Orinoco. Su interés por la geografía les llevó a confeccionar los primeros mapas de América, así como de Filipinas (el andaluz Pedro Murillo Velarde), de China, la India, el Tíbet y Etiopía. Este inmenso trabajo se vio interrumpido en 1773 con la supresión de la Compañía.
La ciencia y los jesuitas tras la restauración de la Compañía de Jesús
A partir de 1825, tras la restauración de la Compañía en 1814, los jesuitas renovaron su interés por las ciencias naturales y sociales y por las matemáticas. En el campo de las ciencias de la naturaleza, los nuevos jesuitas crearon una red de setenta observatorios por todo el mundo, a lo que se dedica el capítulo 6. Con un carácter monográfico, se destacan las aportaciones desde África, Asia y América Central y del Sur al conocimiento de los ciclones tropicales (capítulo 7), al estudio de los terremotos (capítulo 8) y a la interpretación del magnetismo terrestre (capítulo 6).
Entre los jesuitas científicos destacados en estos dos siglos (a los que se dedica el capítulo 9) se recuperan los nombres de Angelo Secchi, pionero de la astrofísica; Stephen J. Perry, en geofísica y astronomía; James B. Macelwane en sismología; y Pierre Teilhard de Chardin, en geología y paleontología.
En las 133 universidades y más de 400 colegios jesuitas en todo el mundo los miembros de la Compañía de Jesús siguen hoy activos en la ciencia y en la investigación científica, como algo que no les es ajeno, y donde pueden establecer relación con los ambientes a veces alejados de la Iglesia. A esto se dedica el capítulo 9.
Teilhard muestra como supo integrar en su pensamiento el carácter evolutivo del universo que han aportado las ciencias y el papel de Cristo en el universo que presenta la fe cristiana. Precisamente a partir de esta base científica descubre Teilhard el carácter convergente del mundo a través del futuro de la humanidad en el Punto Omega de la historia y de la divinidad.
En un volumen publicado en 2014, Los jesuitas y la ciencia. Una tradición en la Iglesia (Mensajero, Bilbao, 372 páginas) se dedica un capítulo especial a este geólogo, filósofo y místico. Para entender a Teilhard en su contexto es necesario responder a algunas preguntas previas: ¿por qué ha habido tanto interés por parte de la Compañía de Jesús por estar presentes en el mundo del pensamiento y las comunidades científicas? Este artículo resume algunas de las ideas expuestas en ese trabajo.
La historia de la presencia de los jesuitas en el mundo del conocimiento experimental y social es muy densa y se inicia con la fundación de los primeros colegios. Este libro se refiere a la presencia en el ancho mundo de las ciencias de la naturaleza y de las matemáticas, un aspecto del conocimiento humano especialmente mimado por los jesuitas.
361 jesuitas científicos
En el famoso Dictionary of Scientific Biography (editado por Ch. C. Gillespie en 16 volúmenes, entre 1970 y 1980) se citan a 29 jesuitas que destacaron internacionalmente en el mundo de las ciencias. Y en el libro que comentamos, hemos recopilado una larga lista de 361 nombres de jesuitas científicos desde 1540.
De ellos, 50 son matemáticos, 44 físicos, 109 astrónomos, 70 geofísicos, geólogos y meteorólogos, 4 químicos, 21 biólogos, 39 naturalistas, geógrafos y cartógrafos y 24 exploradores. “Naturalmente –apuntamos allí – esta no es más que una pequeña muestra de los numerosos jesuitas que se han dedicado a las ciencias desde la fundación de la Compañía” (Los jesuitas y la ciencia. pág. 13-14).
A la muerte de San Ignacio de Loyola en 1556, la Compañía tenía 35 colegios en diversos países de Europa y uno en la India. “De esta forma, diez años después de su fundación, la Compañía tomaba la labor de los colegios como el elemento clave de su labor apostólica. La rápida extensión de los colegios se explica por la necesidad y demanda social de la educación de la juventud, a la que la nueva orden respondió con un nuevo estilo y estructura pedagógica” (Los jesuitas y la ciencia, pág. 16).
Los jesuitas y la enseñanza de las ciencias de la naturaleza
Como apuntamos allí, “el enorme éxito de estos primeros colegios se debía en parte a una nueva orientación en la enseñanza basada en el método seguido en la Universidad de París o modus parisiensis, y unos programas adaptados a la época” (Los jesuitas y la ciencia, pág. 16). Los tres años dedicados a la filosofía se denominaban Lógica, Física y Metafísica. En la parte correspondiente a la Física (Physica, más exactamente, estudio de la naturaleza), los contenidos se correspondían a los libros de Aristóteles de filosofía de la naturaleza: Physica, De Coelo, De generatione et corruptione, De anima y Meteorologica.
Al ciclo de filosofía pertenecía también la enseñanza de las matemáticas, que comprendía, además de las matemáticas de tradición griega y árabe propiamente dichas, esto es, geometría, aritmética y álgebra, otras disciplinas aplicadas, como la Astronomía, la Agrimensura, la Óptica, la Mecánica y la Música.
Los años en los que empiezan los primeros colegios jesuitas coinciden con el inicio de la llamada revolución científica y el origen de la ciencia moderna (Copérnico, Kepler, Brahe, Galileo, Roger Bacon..). La orientación de lo que empieza a denominarse como “nueva ciencia” implicaba el recurso a la observación de la realidad y a la construcción de experimentos para confirmar las incipientes leyes naturales que se formulaban.
En los colegios de jesuitas, como los profesores de filosofía que explicaban la Física debían atenerse a la doctrina aristotélica, según estaba establecido, las nuevas ideas se irán introduciendo en la enseñanza a través de los profesores de matemáticas que tenían más libertad. Va a ser, por tanto, a través de la enseñanza de las matemáticas y de la astronomía como se abre una puerta en los colegios jesuitas a la introducción de la “nueva ciencia”.
En los 600 colegios que tuvieron los jesuitas en Europa durante los siglos XVI al XVIII, se instalaron treinta y dos observatorios que fueron los primeros en algunos países. El capítulo 4 presenta un muestrario de los matemáticos y astrónomos jesuitas en China. Allí, después de la llegada de Matteo Ricci a Pekín en 1601, y dada su impronta en la Corte Imperial, los jesuitas fueron durante siglo y medio los directores del Observatorio Imperial y se les concedió la categoría de mandarines.
Los jesuitas naturalistas, geógrafos y exploradores
También tuvieron gran importancia los jesuitas naturalistas, geógrafos y exploradores. A ellos se refiere el capítulo 5 del libro Los jesuitas y la ciencia. El hecho de la llegada de los europeos al nuevo continente americano abrió a los jesuitas un nuevo campo de misión. Y con su interés por el conocimiento y las ciencias, abrieron bibliotecas y tuvieron posibilidad de estudiar y dar a conocer en Europa las características de la geografía, la fauna, la flora y las costumbres de los habitantes de América.
Los intrépidos misioneros jesuitas, adentrándose en territorios desconocidos hasta entonces, exploraron desde el Canadá a la Patagonia. Fueron los primeros europeos en recorrer los grandes ríos del Missisippi, del Amazonas y del Orinoco. Su interés por la geografía les llevó a confeccionar los primeros mapas de América, así como de Filipinas (el andaluz Pedro Murillo Velarde), de China, la India, el Tíbet y Etiopía. Este inmenso trabajo se vio interrumpido en 1773 con la supresión de la Compañía.
La ciencia y los jesuitas tras la restauración de la Compañía de Jesús
A partir de 1825, tras la restauración de la Compañía en 1814, los jesuitas renovaron su interés por las ciencias naturales y sociales y por las matemáticas. En el campo de las ciencias de la naturaleza, los nuevos jesuitas crearon una red de setenta observatorios por todo el mundo, a lo que se dedica el capítulo 6. Con un carácter monográfico, se destacan las aportaciones desde África, Asia y América Central y del Sur al conocimiento de los ciclones tropicales (capítulo 7), al estudio de los terremotos (capítulo 8) y a la interpretación del magnetismo terrestre (capítulo 6).
Entre los jesuitas científicos destacados en estos dos siglos (a los que se dedica el capítulo 9) se recuperan los nombres de Angelo Secchi, pionero de la astrofísica; Stephen J. Perry, en geofísica y astronomía; James B. Macelwane en sismología; y Pierre Teilhard de Chardin, en geología y paleontología.
En las 133 universidades y más de 400 colegios jesuitas en todo el mundo los miembros de la Compañía de Jesús siguen hoy activos en la ciencia y en la investigación científica, como algo que no les es ajeno, y donde pueden establecer relación con los ambientes a veces alejados de la Iglesia. A esto se dedica el capítulo 9.
Pierre Teilhard de Chardin: su formación científica
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) nació en Sarcenat, cerca de Orcine, a poca distancia al oeste de Clermont-Ferrand en el seno de una familia de la aristocracia rural francesa [1].
Estudió en el colegio de los jesuitas de Notre Dame de Mongré y en 1899 entró en el noviciado de la Compañía de Jesús en Aix-en Provence y continuó sus estudios de filosofía en la isla de Jersey, donde se habían instalado los jesuitas franceses, debido a leyes de excepción de 1901 en Francia. Durante estos estudios Teilhard empezó a interesarse por la geología.
Entre 1905 y 1908 fue profesor de física y química en el colegio jesuita de la Sagrada Familia en El Cairo, su primer contacto con el Oriente que le fascinaría más tarde y donde empezó sus trabajos de campo de geología. Los estudios de teología los hizo en Hastings, Inglaterra, donde se ordenó sacerdote en 1911 y donde continuó su interés por la geología y paleontología. Allí conoció a Charles Dawson y presenció el descubrimiento del “hombre de Piltdawn” que resultó ser una falsificación.
Más tarde, cuando Teilhard ya era famoso, se le ha querido hacer injustamente responsable del engaño.De 1912 a 1914 Teilhard estudia en París geología bajo la dirección de Marcellin Boule, director del Instituto de Paleontología Humana del Museo de Historia Natural, que le inicia en los estudios de paleontología y entra en contacto con Henri Breuil con el que continuará en estrecha relación durante toda su vida. En esos años realiza varios viajes de estudios junto con un grupo de científicos, entre ellos a las cuevas con restos y pinturas prehistóricas del sur de Francia y nordeste de España, a los Alpes, Normandía e Inglaterra.
En 1915 es movilizado como camillero y hasta 1919 vivió la experiencia de la guerra que le marcó profundamente y que él interpretó como un “bautismo en lo real”, esto es, la inmersión en la gran confrontación humana que fue la primera guerra mundial. Su dedicación y valentía en la atención en el frente a los heridos le merecieron la Cruz de Guerra (1915), la Medalla Militar (1917) y la Legión de Honor (1920).
Después de acabada la guerra regresa a París donde termina su licenciatura en ciencias naturales en 1919 y empieza su docencia de geología en el Institut Catholique que tendrá que interrumpir pronto. Al año siguiente presenta su tesis doctoral sobre los mamíferos del Eoceno inferior en Francia, que merece el premio de la Sociedad Geológica de Francia.
Teilhard en China
En 1923, invitado por el jesuita Emile Licent (1876-1952), que estaba organizando un museo de historia natural en Tianjin, Teilhard realiza su primer viaje a China, donde trabaja en la geología del norte de China y Mongolia.
A partir de este primer viaje su vida queda vinculada al trabajo geológico y paleontológico en China. Su tiempo se reparte entre China y Francia, donde continúa sus clases y su trabajo en el Museo. En 1926 empieza a trabajar en el yacimiento de fósiles de Chukutien, con los fósiles humanos del Sinanthropus (Homo erectus pekinensis).
El estudio de los fósiles humanos se convierte en su línea más importante de investigación. En 1931 participa como geólogo en el “Crucero amarillo”, viaje desde Pekín a Turkestán a través de Asia central durante nueve meses, organizado por la fábrica Citroen como demostración de sus automóviles.
Entre 1932 y 1937 trabaja en el Museo del Hombre de Pekín con frecuentes viajes a Francia. En 1835 realiza trabajos geológicos en el norte de la India en compañía de los geólogos George Barbour, Davidson Black and Helmut de Terra con los que mantuvo una estrecha amistad y en 1938 viaja a Java invitado por Gustav von Koenigswald, descubridor de los fósiles humanos en esta región.
Teilhard, un científico reconocido por la comunidad internacional
A partir de 1939, Teilhard es ya una figura reconocida en los círculos científicos de paleontología humana, realiza viajes, presenta conferencias en Francia y Estados Unidos, y lleva a cabo en colaboración con otros científicos, trabajos de campo, además de los ya mencionados en China, Cachemira y Java, también en Birmania y África del Sur, vinculando su trabajo cada vez más a los estudios sobre los orígenes del hombre. En 1947 es nombrado Oficial de la Legión de Honor y miembro correspondiente de la Académie des Sciences. Sus ideas sobre la evolución y su incidencia en la formulación de la fe cristiana empiezan a ser ampliamente discutidas en Francia.
En una época en la que todavía la teoría de la evolución era vista con reparos en los ambientes eclesiásticos, las ideas de Teilhard encontraban cada vez más sospechas y rechazos. No se le permite publicar, excepto los trabajos puramente científicos, aunque, sin embargo, sus ensayos se propagaron ampliamente en copias entre sus muchos entusiastas seguidores. Desde hacía años su presencia en Francia resultaba incomoda y se le aleja el mayor tiempo posible.
En 1948 viaja a Roma para intentar el permiso de la publicación de su obra El fenómeno humano, que no consigue, a la vez que se le niega permiso para acceder al prestigioso Collège de France. A pesar de todo su fidelidad a la Iglesia y a la Compañía se mantiene inamovible. A partir de 1952 sus estancias en Nueva York se alargan, allí sigue trabajando en temas de paleontología humana en la Wernner Gren Fundation, y es allí donde fallece súbitamente en 1955.
Evolución cósmica y fe cristiana
Como sacerdote y jesuita por un lado y como apasionado científico por otro, la mayor preocupación de Teilhard fue siempre como integrar el pensamiento cristiano dentro de la nueva cosmovisión presentada por las ciencias, y más concretamente por la geología y la paleontología, de un mundo en evolución.
Esta preocupación está ya presente en sus primeros escritos de juventud durante la guerra y continuará hasta las últimas páginas, escritas unos días antes de su muerte. Esta preocupación se apoya en las dos columnas que soportan toda su vida, su trabajo científico y su experiencia mística. Para él, la nueva visión evolutiva de la vida y del universo, que él ha asimilado a través de su dedicación apasionada a la ciencia a lo largo de sus estudios y sus trabajos de investigación, no puede menos de afectar profundamente su concepción religiosa y cristiana de la relación de Dios con el mundo.
Esta relación se había formulado en el pasado necesariamente dentro de una concepción estática del universo, y debe adaptarse ahora a la nueva imagen evolutiva que presentan las ciencias modernas. Esto implica una reformulación del pensamiento cristiano, en especial, respecto a la creación divina y al problema del mal, así como del misterio de Cristo y su relación con el mundo.
Fueron precisamente sus escritos en esta línea los que más preocuparon a las autoridades eclesiásticas, que no permitieron su publicación durante su vida. Para Teilhard no se trataba de un problema puramente teórico, sino que constituía el centro de toda su vida y el motor de su espiritualidad.
Acostumbrados a ver en él al científico, activo en sus trabajos de paleontología y geología, que le ponían en contacto con la historia de la Tierra y del hombre, o al filósofo que elaboraba una nueva síntesis cosmológica desde la ciencia, olvidamos al místico cristiano, que descubría la presencia del Cristo cósmico en las fibras de la materia y le concebía como el fin último de toda la evolución del universo [2].
El centro de esta mística lo constituye su pensamiento sobre el papel de Jesucristo en el mundo, visto dentro de la evolución del hombre y del universo, que constituye al mismo tiempo el fundamento de su visión cristiana de la evolución y el centro de su cristología.
Autonomía de la ciencia, autonomía de la espiritualidad
Teilhard separó claramente su trabajo científico de su reflexión religiosa, y de esta forma en sus más de 200 artículos científicos no se menciona para nada el problema religioso. Como científico fue un verdadero científico, reconocido por sus trabajos de geología y paleontología.
Sin embargo, para él, el trabajo científico constituía ya en sí mismo una forma de adoración y afirma que ciencia y religión forman dos caras de un mismo movimiento de conocimiento de la realidad. El encontraba en el trabajo científico una forma de alimento espiritual. “Estoy convencido”, nos dice, “de que no hay un alimento natural más poderoso para la vida religiosa que el contacto con las verdades científicas bien comprendidas” [3].
De esta forma, al mismo tiempo que su trabajo científico realiza una continua producción de su pensamiento filosófico y religioso, que culmina con la redacción de sus dos textos fundamentales: El fenómeno humano entre 1938 y 1940 y El medio divino entre 1926 y 1927.
El primero recoge su pensamiento, que podemos llamar hoy filosófico, donde nos da una visión global de toda la evolución del universo, incluida la del hombre, tomando como punto de partida los datos proporcionados por las ciencias, y encontrando su necesaria convergencia en lo que el llama el “Punto Omega” que luego identifica con Dios. Al final de la obra añade unas consideraciones sobre lo que el llama el “fenómeno cristiano”, y como debe interpretarse desde estas nuevas perspectivas.
El Medio Divino
El segundo (El Medio Divino) es un trabajo de carácter puramente religioso, en el que presenta un nuevo enfoque de temas de ascética y mística cristianas, coherentes con su visión evolutiva del mundo, en el que identifica la figura de Cristo como el verdadero Punto Omega.
La “cosmogénesis” de la evolución del universo se convierte así en una “Cristogénesis” o construcción del Cristo Total. A estas dos obras hay que añadir la larga lista de 243 ensayos de tipo religioso y filosófico, en los que fue desarrollando sus ideas respecto a la naturaleza evolutiva del universo, las potencialidades de la materia, el futuro de la humanidad y el papel de Cristo en un mundo en evolución.
La concepción de Teilhard sobre Cristo, en su visión evolutiva del universo no era solo un pensamiento teórico, sino que constituía realmente el centro de su vida misma, es decir, formaba el centro de su espiritualidad personal, su vida interior y su mística.
Las notas de sus Ejercicios Espirituales, nos permiten constatar cómo estas ideas, son también las constantes que año tras año forman el núcleo de su oración y meditación. Se conservan las notas personales, muy escuetas, que Teilhard tomaba cada año y a través de las que podemos seguir la evolución de su meditación personal [4].
En estas notas encontramos que su visión de Cristo y del mundo no es solo un pensamiento teórico para presentarlo a los demás, sino el motor y centro de toda su vida espiritual. Año tras año, sus Ejercicios se centran en las mismas ideas. El término “Cristo-Omega” aparece ya en sus notas de 1922 y se repite en todos los demás años.
En 1940 aparece el término “omegalizar” para expresar la unión del universo con el Cristo total, y al año siguiente presenta las dos perspectivas, que a partir de esa fecha se convierten en el resumen de su actividad: “universalizar a Cristo” y “Cristificar el universo”. Toda su vida la concibe Teilhard como una fidelidad al Cristo-Omega y en 1948 escribe “más que nunca es el Cristo-Omega el que ilumina y dirige mi vida” y reconoce que esta imagen de Cristo queda un poco a un lado de la “presentada por la gente de Iglesia”.
Finalmente en 1950 expresa que en su vida no debe entrar nada que no sea “Cristificable” y muestra su preocupación en los últimos días de su vida por “acabar bien, es decir, en plena confesión y en plena fe al Cosmos y al Cristo-Omega. Terminar bien, es decir, haber tenido tiempo y ocasión de formular mi mensaje esencial, la esencia de mi mensaje”. En el último día de sus últimos ejercicios en 1954 resume toda su visión con una sola palabra “Pan-Cristismo”.
La Misa sobre el Mundo
Otra fuente, para entender hasta que punto su concepción sobre el papel de Cristo en el mundo constituyó la inspiración de su vida y su trabajo, se puede encontrar en sus oraciones, que aparecen en muchos de sus escritos, generalmente al final de ellos.
Una mención especial merece su Misa sobre el mundo, compuesta por primera vez en 1918 en el frente y retocada en 1923 en el desierto de Ordos, en Mongolia. Toda esta bellísima oración, que sigue el esquema de la Misa y presenta la consagración del mundo como una extensión de la Eucaristía, está traspasada por las ideas de la presencia de Cristo en el mundo.
“Misteriosa y realmente, al contacto de la Palabra substancial, el Universo, inmensa Hostia, se convierte en Carne. Toda materia es ya encarnada, Dios mío, por vuestra Encarnación”.
Es a ese Jesús encarnado en el mundo, al que al final dirige su oración: “A vuestro Cuerpo, en toda su extensión, es decir, al Mundo convertido por vuestra potencia y por mi fe en el crisol magnífico y viviente donde todo desaparece para renacer, ... yo me entrego para en él vivir y morir, Jesús.
Para terminar confesando “Cristo glorioso, influencia secretamente difusa en el seno de la Materia y centro deslumbrador donde se unen la fibras sin número de lo múltiple... Es a ti a quien mi ser llama con un deseo tan grande como el Universo. Tu eres verdaderamente mi Señor y mi Dios” [5].
Los textos de sus oraciones muestran claramente que su cristología no era solo el resultado de una reflexión teológica, sino sobre todo el fruto de una experiencia mística, en la que la presencia y acción de Cristo llenan el universo evolutivo.
Para él ni Cristo puede concebirse separado del universo, ni el universo separado de Cristo. Teilhard vivió con pasión esta presencia y acción de Cristo en el mundo y se esforzó por comunicarla desde su trabajo científico, de todas las formas posibles, a pesar de todos los obstáculos e incomprensiones que encontró para llevarlo a cabo.
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) nació en Sarcenat, cerca de Orcine, a poca distancia al oeste de Clermont-Ferrand en el seno de una familia de la aristocracia rural francesa [1].
Estudió en el colegio de los jesuitas de Notre Dame de Mongré y en 1899 entró en el noviciado de la Compañía de Jesús en Aix-en Provence y continuó sus estudios de filosofía en la isla de Jersey, donde se habían instalado los jesuitas franceses, debido a leyes de excepción de 1901 en Francia. Durante estos estudios Teilhard empezó a interesarse por la geología.
Entre 1905 y 1908 fue profesor de física y química en el colegio jesuita de la Sagrada Familia en El Cairo, su primer contacto con el Oriente que le fascinaría más tarde y donde empezó sus trabajos de campo de geología. Los estudios de teología los hizo en Hastings, Inglaterra, donde se ordenó sacerdote en 1911 y donde continuó su interés por la geología y paleontología. Allí conoció a Charles Dawson y presenció el descubrimiento del “hombre de Piltdawn” que resultó ser una falsificación.
Más tarde, cuando Teilhard ya era famoso, se le ha querido hacer injustamente responsable del engaño.De 1912 a 1914 Teilhard estudia en París geología bajo la dirección de Marcellin Boule, director del Instituto de Paleontología Humana del Museo de Historia Natural, que le inicia en los estudios de paleontología y entra en contacto con Henri Breuil con el que continuará en estrecha relación durante toda su vida. En esos años realiza varios viajes de estudios junto con un grupo de científicos, entre ellos a las cuevas con restos y pinturas prehistóricas del sur de Francia y nordeste de España, a los Alpes, Normandía e Inglaterra.
En 1915 es movilizado como camillero y hasta 1919 vivió la experiencia de la guerra que le marcó profundamente y que él interpretó como un “bautismo en lo real”, esto es, la inmersión en la gran confrontación humana que fue la primera guerra mundial. Su dedicación y valentía en la atención en el frente a los heridos le merecieron la Cruz de Guerra (1915), la Medalla Militar (1917) y la Legión de Honor (1920).
Después de acabada la guerra regresa a París donde termina su licenciatura en ciencias naturales en 1919 y empieza su docencia de geología en el Institut Catholique que tendrá que interrumpir pronto. Al año siguiente presenta su tesis doctoral sobre los mamíferos del Eoceno inferior en Francia, que merece el premio de la Sociedad Geológica de Francia.
Teilhard en China
En 1923, invitado por el jesuita Emile Licent (1876-1952), que estaba organizando un museo de historia natural en Tianjin, Teilhard realiza su primer viaje a China, donde trabaja en la geología del norte de China y Mongolia.
A partir de este primer viaje su vida queda vinculada al trabajo geológico y paleontológico en China. Su tiempo se reparte entre China y Francia, donde continúa sus clases y su trabajo en el Museo. En 1926 empieza a trabajar en el yacimiento de fósiles de Chukutien, con los fósiles humanos del Sinanthropus (Homo erectus pekinensis).
El estudio de los fósiles humanos se convierte en su línea más importante de investigación. En 1931 participa como geólogo en el “Crucero amarillo”, viaje desde Pekín a Turkestán a través de Asia central durante nueve meses, organizado por la fábrica Citroen como demostración de sus automóviles.
Entre 1932 y 1937 trabaja en el Museo del Hombre de Pekín con frecuentes viajes a Francia. En 1835 realiza trabajos geológicos en el norte de la India en compañía de los geólogos George Barbour, Davidson Black and Helmut de Terra con los que mantuvo una estrecha amistad y en 1938 viaja a Java invitado por Gustav von Koenigswald, descubridor de los fósiles humanos en esta región.
Teilhard, un científico reconocido por la comunidad internacional
A partir de 1939, Teilhard es ya una figura reconocida en los círculos científicos de paleontología humana, realiza viajes, presenta conferencias en Francia y Estados Unidos, y lleva a cabo en colaboración con otros científicos, trabajos de campo, además de los ya mencionados en China, Cachemira y Java, también en Birmania y África del Sur, vinculando su trabajo cada vez más a los estudios sobre los orígenes del hombre. En 1947 es nombrado Oficial de la Legión de Honor y miembro correspondiente de la Académie des Sciences. Sus ideas sobre la evolución y su incidencia en la formulación de la fe cristiana empiezan a ser ampliamente discutidas en Francia.
En una época en la que todavía la teoría de la evolución era vista con reparos en los ambientes eclesiásticos, las ideas de Teilhard encontraban cada vez más sospechas y rechazos. No se le permite publicar, excepto los trabajos puramente científicos, aunque, sin embargo, sus ensayos se propagaron ampliamente en copias entre sus muchos entusiastas seguidores. Desde hacía años su presencia en Francia resultaba incomoda y se le aleja el mayor tiempo posible.
En 1948 viaja a Roma para intentar el permiso de la publicación de su obra El fenómeno humano, que no consigue, a la vez que se le niega permiso para acceder al prestigioso Collège de France. A pesar de todo su fidelidad a la Iglesia y a la Compañía se mantiene inamovible. A partir de 1952 sus estancias en Nueva York se alargan, allí sigue trabajando en temas de paleontología humana en la Wernner Gren Fundation, y es allí donde fallece súbitamente en 1955.
Evolución cósmica y fe cristiana
Como sacerdote y jesuita por un lado y como apasionado científico por otro, la mayor preocupación de Teilhard fue siempre como integrar el pensamiento cristiano dentro de la nueva cosmovisión presentada por las ciencias, y más concretamente por la geología y la paleontología, de un mundo en evolución.
Esta preocupación está ya presente en sus primeros escritos de juventud durante la guerra y continuará hasta las últimas páginas, escritas unos días antes de su muerte. Esta preocupación se apoya en las dos columnas que soportan toda su vida, su trabajo científico y su experiencia mística. Para él, la nueva visión evolutiva de la vida y del universo, que él ha asimilado a través de su dedicación apasionada a la ciencia a lo largo de sus estudios y sus trabajos de investigación, no puede menos de afectar profundamente su concepción religiosa y cristiana de la relación de Dios con el mundo.
Esta relación se había formulado en el pasado necesariamente dentro de una concepción estática del universo, y debe adaptarse ahora a la nueva imagen evolutiva que presentan las ciencias modernas. Esto implica una reformulación del pensamiento cristiano, en especial, respecto a la creación divina y al problema del mal, así como del misterio de Cristo y su relación con el mundo.
Fueron precisamente sus escritos en esta línea los que más preocuparon a las autoridades eclesiásticas, que no permitieron su publicación durante su vida. Para Teilhard no se trataba de un problema puramente teórico, sino que constituía el centro de toda su vida y el motor de su espiritualidad.
Acostumbrados a ver en él al científico, activo en sus trabajos de paleontología y geología, que le ponían en contacto con la historia de la Tierra y del hombre, o al filósofo que elaboraba una nueva síntesis cosmológica desde la ciencia, olvidamos al místico cristiano, que descubría la presencia del Cristo cósmico en las fibras de la materia y le concebía como el fin último de toda la evolución del universo [2].
El centro de esta mística lo constituye su pensamiento sobre el papel de Jesucristo en el mundo, visto dentro de la evolución del hombre y del universo, que constituye al mismo tiempo el fundamento de su visión cristiana de la evolución y el centro de su cristología.
Autonomía de la ciencia, autonomía de la espiritualidad
Teilhard separó claramente su trabajo científico de su reflexión religiosa, y de esta forma en sus más de 200 artículos científicos no se menciona para nada el problema religioso. Como científico fue un verdadero científico, reconocido por sus trabajos de geología y paleontología.
Sin embargo, para él, el trabajo científico constituía ya en sí mismo una forma de adoración y afirma que ciencia y religión forman dos caras de un mismo movimiento de conocimiento de la realidad. El encontraba en el trabajo científico una forma de alimento espiritual. “Estoy convencido”, nos dice, “de que no hay un alimento natural más poderoso para la vida religiosa que el contacto con las verdades científicas bien comprendidas” [3].
De esta forma, al mismo tiempo que su trabajo científico realiza una continua producción de su pensamiento filosófico y religioso, que culmina con la redacción de sus dos textos fundamentales: El fenómeno humano entre 1938 y 1940 y El medio divino entre 1926 y 1927.
El primero recoge su pensamiento, que podemos llamar hoy filosófico, donde nos da una visión global de toda la evolución del universo, incluida la del hombre, tomando como punto de partida los datos proporcionados por las ciencias, y encontrando su necesaria convergencia en lo que el llama el “Punto Omega” que luego identifica con Dios. Al final de la obra añade unas consideraciones sobre lo que el llama el “fenómeno cristiano”, y como debe interpretarse desde estas nuevas perspectivas.
El Medio Divino
El segundo (El Medio Divino) es un trabajo de carácter puramente religioso, en el que presenta un nuevo enfoque de temas de ascética y mística cristianas, coherentes con su visión evolutiva del mundo, en el que identifica la figura de Cristo como el verdadero Punto Omega.
La “cosmogénesis” de la evolución del universo se convierte así en una “Cristogénesis” o construcción del Cristo Total. A estas dos obras hay que añadir la larga lista de 243 ensayos de tipo religioso y filosófico, en los que fue desarrollando sus ideas respecto a la naturaleza evolutiva del universo, las potencialidades de la materia, el futuro de la humanidad y el papel de Cristo en un mundo en evolución.
La concepción de Teilhard sobre Cristo, en su visión evolutiva del universo no era solo un pensamiento teórico, sino que constituía realmente el centro de su vida misma, es decir, formaba el centro de su espiritualidad personal, su vida interior y su mística.
Las notas de sus Ejercicios Espirituales, nos permiten constatar cómo estas ideas, son también las constantes que año tras año forman el núcleo de su oración y meditación. Se conservan las notas personales, muy escuetas, que Teilhard tomaba cada año y a través de las que podemos seguir la evolución de su meditación personal [4].
En estas notas encontramos que su visión de Cristo y del mundo no es solo un pensamiento teórico para presentarlo a los demás, sino el motor y centro de toda su vida espiritual. Año tras año, sus Ejercicios se centran en las mismas ideas. El término “Cristo-Omega” aparece ya en sus notas de 1922 y se repite en todos los demás años.
En 1940 aparece el término “omegalizar” para expresar la unión del universo con el Cristo total, y al año siguiente presenta las dos perspectivas, que a partir de esa fecha se convierten en el resumen de su actividad: “universalizar a Cristo” y “Cristificar el universo”. Toda su vida la concibe Teilhard como una fidelidad al Cristo-Omega y en 1948 escribe “más que nunca es el Cristo-Omega el que ilumina y dirige mi vida” y reconoce que esta imagen de Cristo queda un poco a un lado de la “presentada por la gente de Iglesia”.
Finalmente en 1950 expresa que en su vida no debe entrar nada que no sea “Cristificable” y muestra su preocupación en los últimos días de su vida por “acabar bien, es decir, en plena confesión y en plena fe al Cosmos y al Cristo-Omega. Terminar bien, es decir, haber tenido tiempo y ocasión de formular mi mensaje esencial, la esencia de mi mensaje”. En el último día de sus últimos ejercicios en 1954 resume toda su visión con una sola palabra “Pan-Cristismo”.
La Misa sobre el Mundo
Otra fuente, para entender hasta que punto su concepción sobre el papel de Cristo en el mundo constituyó la inspiración de su vida y su trabajo, se puede encontrar en sus oraciones, que aparecen en muchos de sus escritos, generalmente al final de ellos.
Una mención especial merece su Misa sobre el mundo, compuesta por primera vez en 1918 en el frente y retocada en 1923 en el desierto de Ordos, en Mongolia. Toda esta bellísima oración, que sigue el esquema de la Misa y presenta la consagración del mundo como una extensión de la Eucaristía, está traspasada por las ideas de la presencia de Cristo en el mundo.
“Misteriosa y realmente, al contacto de la Palabra substancial, el Universo, inmensa Hostia, se convierte en Carne. Toda materia es ya encarnada, Dios mío, por vuestra Encarnación”.
Es a ese Jesús encarnado en el mundo, al que al final dirige su oración: “A vuestro Cuerpo, en toda su extensión, es decir, al Mundo convertido por vuestra potencia y por mi fe en el crisol magnífico y viviente donde todo desaparece para renacer, ... yo me entrego para en él vivir y morir, Jesús.
Para terminar confesando “Cristo glorioso, influencia secretamente difusa en el seno de la Materia y centro deslumbrador donde se unen la fibras sin número de lo múltiple... Es a ti a quien mi ser llama con un deseo tan grande como el Universo. Tu eres verdaderamente mi Señor y mi Dios” [5].
Los textos de sus oraciones muestran claramente que su cristología no era solo el resultado de una reflexión teológica, sino sobre todo el fruto de una experiencia mística, en la que la presencia y acción de Cristo llenan el universo evolutivo.
Para él ni Cristo puede concebirse separado del universo, ni el universo separado de Cristo. Teilhard vivió con pasión esta presencia y acción de Cristo en el mundo y se esforzó por comunicarla desde su trabajo científico, de todas las formas posibles, a pesar de todos los obstáculos e incomprensiones que encontró para llevarlo a cabo.
Pierre Teilhard de Chardin en 1955. Fuente: Wikipedia.
De la cosmogénesis a la Cristogénesis
Para comprender el papel de Teilhard como científico, filósofo, teólogo y místico conviene presentar aquí un corto resumen sobre su pensamiento. En sus escritos Teilhard supo integrar su pasión por la ciencia y el mundo con su espiritualidad cristocéntrica, inculcada como jesuita por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.
En uno de sus primeros escritos, fechado en 1916, ya aparecen en germen muchos de los temas que se repetirán a lo largo de su vida y que forman parte de lo que será su actitud vital. Esta se refleja en las primeras líneas de la introducción de este ensayo: “Escribo estas líneas por la exuberancia de la vida y por la necesidad de vivir, para expresar una visión apasionada de la Tierra y para buscar una solución a las dudas de mi acción; porque yo amo al Universo, sus energías, sus secretos, sus esperanzas y porque al mismo tiempo estoy entregado a Dios, el solo Origen, la sola Salida, el solo Término”.
Este amor apasionado de Teilhard a Dios y a la Tierra será una constante hasta su muerte. Como repetirá a menudo se sentía tanto un hijo del cielo como de la tierra. En la misma introducción hay ya una llamada al cristiano a reconocer este “despertar cósmico” y “descubrir el Ideal divino en la médula de los objetos más materiales y terrestres y penetrar el valor beatificante y las esperanzas eternas de la santa Evolución” [6]. La aceptación del carácter evolutivo del universo y de la vida y la necesidad de su integración en la visión religiosa y cristiana estará siempre en el centro de su pensamiento.
Los 20 ensayos, escritos durante el tiempo de la guerra (1916-1919), contienen ya la mayoría de las intuiciones fundamentales de su pensamiento sobre las que trabajará durante toda su vida.
Al mismo tiempo que su trabajo científico a lo largo de toda su vida Teilhard va realizando una continua producción de su pensamiento, que podemos llamar hoy filosófico y teológico, desarrollado a lo largo de sus escritos que ocupan trece volúmenes y su abundante correspondencia.
Entiende su pensamiento como una visión global de toda la evolución del universo, incluida la del hombre y su sentido último, tomando como punto de partida los datos proporcionados por las ciencias. Sus consideraciones terminan incidiendo en el que él llama el “fenómeno cristiano”, y como debe interpretarse desde estas nuevas perspectivas [7].
Teilhard trata de entender la naturaleza de la materia, no desde el punto de partida de sus partículas más elementales, sino desde la evidencia de la existencia de la consciencia en el hombre. Es decir, en lugar de tratar de entender la consciencia humana desde los constituyentes de la materia, es decir, desde su biología o química, como tratan de hacer hoy tantos neurobiólogos, trata de entender la materia desde el hecho de la presencia de la consciencia en el ser material que es el hombre.
Por eso pondrá por título a su obra fundamental El fenómeno humano. En efecto, si el hombre es un ser material autoconsciente, esta cualidad de la consciencia, clara y explícitamente presente en el hombre, tiene, para Teilhard, que estar de alguna manera también presente en toda la materia. Para él, una cualidad, como es la autoconsciencia, no puede aparecer como algo totalmente nuevo en el hombre, sin que en un cierto modo, aunque sea muy primitivo, no esté ya presente en los demás seres.
Esto le llevó a proponer que hay un “interior” de la materia, además de su “exterior”, cuya naturaleza y funcionamiento es el objeto de las ciencias experimentales. El interior de la materia está ligado a la complejidad, de forma que al aumentar ésta, aumenta también su grado de interioridad. La complejidad, a su vez, está relacionada con otra característica de la materia a la que llama “centricidad” y ambas a su vez están relacionadas con la consciencia.
Teilhard llama centricidad a la capacidad de la evolución de la materia de formar sistemas cada vez más complejos (formados de más elementos) y centrados es decir formando una unidad. A este doble carácter de la materia (interior y exterior) corresponden también dos tipos de energía: una energía “tangencial”, que corresponde a la energía física con la que las cosas interaccionan a su mismo nivel y otra energía “radial”, que es responsable de la convergencia de la evolución de la materia en la línea de una mayor complejidad y una mayor consciencia.
Conciencia es para Teilhard la capacidad de conocer que en el hombre se hace autorefleja o autoconsciente, es decir, el hombre conoce que conoce en el mismo acto de conocer. Estos dos tipos de energía son en realidad para él los dos componentes de una sola energía fundamental.
Teilhard llama también a la energía radial, energía espiritual, ya que para él consciencia y espiritualidad se identifican. De esta manera Teilhard supera todo dualismo materia-espíritu. Lo material y lo espiritual son para él dos dimensiones de una única realidad que abraca las dos.
Para Teilhard, por lo tanto, complejidad, centricidad, interioridad, consciencia y espiritualidad van unidas, de forma que el aumento en las primeras conlleva también un aumento en la última. Es decir, el grado de consciencia en la dimensión espiritual aumenta al tiempo que aumenta el grado de complejidad y centricidad en la dimensión material.
Esta vinculación de interioridad, complejidad, centricidad, por un lado y consciencia y espíritu por otro es fundamental en el pensamiento de Teilhard y se fundamenta en que la consciencia y el espíritu aparecen claramente en el hombre, cuyo cerebro posee la mayor complejidad material. En conclusión, la materia para Teilhard tiene, por lo tanto, un dinamismo interno que incluye la dimensión espiritual.
Con la aparición de la vida en la evolución de la Tierra se constituye la formación de una capa de nuevas características a la que Teilhard llama la “biosfera”. Una vez aparecida la vida, ésta se desarrolla hacia formas cada vez más complejas, desde los animales unicelulares a los mamíferos, y dentro de ellos a los primates, en los que el cerebro adquiere un mayor desarrollo en complejidad.
Como ya hemos dicho, a este incremento en complejidad corresponde un incremento en consciencia y, en consecuencia, en un grado mayor de espiritualidad. Los seres al evolucionar desde la materia inerte a la vida, y más tarde hacia grados cada vez mayores de consciencia, su dimensión espiritual va creciendo a medida que van creciendo a lo largo de la línea de una mayor complejidad que acaba por centrarse en el cerebro. Un paso nuevo se da con la aparición del hombre en el que la consciencia está ya claramente desarrollada.
Lo mismo que la aparición de la vida creó la biosfera, la aparición de la consciencia desarrollada en el hombre crea una nueva envoltura de la tierra, a la que él llamó la “noosfera”. La aparición de la biosfera y de la noosfera son dos casos de procesos de emergencia, que forman lo que él llama una discontinuidad en continuidad, con la aparición de la vida en el primero y de la consciencia en el segundo.
No acaba en el hombre este movimiento evolutivo de la materia hacia el espíritu, pues, a través del espíritu humano, la evolución de la materia continúa hasta su última realización en la convergencia, en un punto común convergente, que él llama el Punto Omega. La convergencia del movimiento cósmico evolutivo es un elemento esencial en el pensamiento de Teilhard. Para él una evolución que no converja no tiene sentido.
En la convergencia en el Punto Omega se realiza, por lo tanto, la perfección final de toda la evolución. Esta convergencia se realiza a través de la noosfera (la evolución humana). La materia misma que inició su movimiento evolutivo en el origen del universo no llegará a su completitud hasta que se realice su convergencia en el Punto Omega, a través de la evolución de su dimensión espiritual en el hombre.
Este último estadio de la evolución cósmica en la noosfera tiene lugar a través de lo que Teilhard llama la “colectivación humana” o la “socializacion”. El futuro de la humanidad, en realidad, puede finalmente tender bien hacia una unidad convergente o hacia una pluralidad divergente. Es decir, la humanidad progresa hacia una cierta unidad o se disgrega en una multiplicidad. La primera significa siempre un avance y la segunda un retroceso.
En el camino hacia delante de la evolución humana, para evitar el caer en la pluralidad divergente, que siempre amenaza el proceso de la evolución a nivel humano, y asegurar el movimiento convergente es necesaria una atracción por un “Centro de Atracción”, un "Alguien", que por una cierta fuerza atractiva realice la unificación final de todas las consciencias.
El punto de convergencia en el que se realiza esta unificación de la noosfera y en el que encuentra su culminación o Punto Omega, ha de ser él mismo “hiper-personal”. El carácter personal es un aspecto esencial de la conciencia y el espíritu. Este Punto Omega, personal y transcendente, no es solo un foco pasivo hacia el que tiende toda la evolución, sino un polo activo que atrae todo a su unificación consigo, y Teilhard lo identifica con Dios.
La convergencia final del universo, que, como ya se ha mencionado anteriormente, constituye un punto esencial del pensamiento de Teilhard, se realiza, por lo tanto, al nivel de la noosfera, esto es, a través de la evolución humana, por un movimiento unificador, atraído por el personal y transcendente Punto Omega.
Esta atracción, garantía de la convergencia, no niega la libertad de la noosfera ya que se realiza a través de la fuerza de un super-amor que mana del Punto Omega. Es precisamente la fuerza del amor la que mueve los elementos de la noosfera a unirse sin destruir su identidad. A esta unión libre de la convergencia de la noosfera la llama Teilhard “la gran opción”.
Para comprender el papel de Teilhard como científico, filósofo, teólogo y místico conviene presentar aquí un corto resumen sobre su pensamiento. En sus escritos Teilhard supo integrar su pasión por la ciencia y el mundo con su espiritualidad cristocéntrica, inculcada como jesuita por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.
En uno de sus primeros escritos, fechado en 1916, ya aparecen en germen muchos de los temas que se repetirán a lo largo de su vida y que forman parte de lo que será su actitud vital. Esta se refleja en las primeras líneas de la introducción de este ensayo: “Escribo estas líneas por la exuberancia de la vida y por la necesidad de vivir, para expresar una visión apasionada de la Tierra y para buscar una solución a las dudas de mi acción; porque yo amo al Universo, sus energías, sus secretos, sus esperanzas y porque al mismo tiempo estoy entregado a Dios, el solo Origen, la sola Salida, el solo Término”.
Este amor apasionado de Teilhard a Dios y a la Tierra será una constante hasta su muerte. Como repetirá a menudo se sentía tanto un hijo del cielo como de la tierra. En la misma introducción hay ya una llamada al cristiano a reconocer este “despertar cósmico” y “descubrir el Ideal divino en la médula de los objetos más materiales y terrestres y penetrar el valor beatificante y las esperanzas eternas de la santa Evolución” [6]. La aceptación del carácter evolutivo del universo y de la vida y la necesidad de su integración en la visión religiosa y cristiana estará siempre en el centro de su pensamiento.
Los 20 ensayos, escritos durante el tiempo de la guerra (1916-1919), contienen ya la mayoría de las intuiciones fundamentales de su pensamiento sobre las que trabajará durante toda su vida.
Al mismo tiempo que su trabajo científico a lo largo de toda su vida Teilhard va realizando una continua producción de su pensamiento, que podemos llamar hoy filosófico y teológico, desarrollado a lo largo de sus escritos que ocupan trece volúmenes y su abundante correspondencia.
Entiende su pensamiento como una visión global de toda la evolución del universo, incluida la del hombre y su sentido último, tomando como punto de partida los datos proporcionados por las ciencias. Sus consideraciones terminan incidiendo en el que él llama el “fenómeno cristiano”, y como debe interpretarse desde estas nuevas perspectivas [7].
Teilhard trata de entender la naturaleza de la materia, no desde el punto de partida de sus partículas más elementales, sino desde la evidencia de la existencia de la consciencia en el hombre. Es decir, en lugar de tratar de entender la consciencia humana desde los constituyentes de la materia, es decir, desde su biología o química, como tratan de hacer hoy tantos neurobiólogos, trata de entender la materia desde el hecho de la presencia de la consciencia en el ser material que es el hombre.
Por eso pondrá por título a su obra fundamental El fenómeno humano. En efecto, si el hombre es un ser material autoconsciente, esta cualidad de la consciencia, clara y explícitamente presente en el hombre, tiene, para Teilhard, que estar de alguna manera también presente en toda la materia. Para él, una cualidad, como es la autoconsciencia, no puede aparecer como algo totalmente nuevo en el hombre, sin que en un cierto modo, aunque sea muy primitivo, no esté ya presente en los demás seres.
Esto le llevó a proponer que hay un “interior” de la materia, además de su “exterior”, cuya naturaleza y funcionamiento es el objeto de las ciencias experimentales. El interior de la materia está ligado a la complejidad, de forma que al aumentar ésta, aumenta también su grado de interioridad. La complejidad, a su vez, está relacionada con otra característica de la materia a la que llama “centricidad” y ambas a su vez están relacionadas con la consciencia.
Teilhard llama centricidad a la capacidad de la evolución de la materia de formar sistemas cada vez más complejos (formados de más elementos) y centrados es decir formando una unidad. A este doble carácter de la materia (interior y exterior) corresponden también dos tipos de energía: una energía “tangencial”, que corresponde a la energía física con la que las cosas interaccionan a su mismo nivel y otra energía “radial”, que es responsable de la convergencia de la evolución de la materia en la línea de una mayor complejidad y una mayor consciencia.
Conciencia es para Teilhard la capacidad de conocer que en el hombre se hace autorefleja o autoconsciente, es decir, el hombre conoce que conoce en el mismo acto de conocer. Estos dos tipos de energía son en realidad para él los dos componentes de una sola energía fundamental.
Teilhard llama también a la energía radial, energía espiritual, ya que para él consciencia y espiritualidad se identifican. De esta manera Teilhard supera todo dualismo materia-espíritu. Lo material y lo espiritual son para él dos dimensiones de una única realidad que abraca las dos.
Para Teilhard, por lo tanto, complejidad, centricidad, interioridad, consciencia y espiritualidad van unidas, de forma que el aumento en las primeras conlleva también un aumento en la última. Es decir, el grado de consciencia en la dimensión espiritual aumenta al tiempo que aumenta el grado de complejidad y centricidad en la dimensión material.
Esta vinculación de interioridad, complejidad, centricidad, por un lado y consciencia y espíritu por otro es fundamental en el pensamiento de Teilhard y se fundamenta en que la consciencia y el espíritu aparecen claramente en el hombre, cuyo cerebro posee la mayor complejidad material. En conclusión, la materia para Teilhard tiene, por lo tanto, un dinamismo interno que incluye la dimensión espiritual.
Con la aparición de la vida en la evolución de la Tierra se constituye la formación de una capa de nuevas características a la que Teilhard llama la “biosfera”. Una vez aparecida la vida, ésta se desarrolla hacia formas cada vez más complejas, desde los animales unicelulares a los mamíferos, y dentro de ellos a los primates, en los que el cerebro adquiere un mayor desarrollo en complejidad.
Como ya hemos dicho, a este incremento en complejidad corresponde un incremento en consciencia y, en consecuencia, en un grado mayor de espiritualidad. Los seres al evolucionar desde la materia inerte a la vida, y más tarde hacia grados cada vez mayores de consciencia, su dimensión espiritual va creciendo a medida que van creciendo a lo largo de la línea de una mayor complejidad que acaba por centrarse en el cerebro. Un paso nuevo se da con la aparición del hombre en el que la consciencia está ya claramente desarrollada.
Lo mismo que la aparición de la vida creó la biosfera, la aparición de la consciencia desarrollada en el hombre crea una nueva envoltura de la tierra, a la que él llamó la “noosfera”. La aparición de la biosfera y de la noosfera son dos casos de procesos de emergencia, que forman lo que él llama una discontinuidad en continuidad, con la aparición de la vida en el primero y de la consciencia en el segundo.
No acaba en el hombre este movimiento evolutivo de la materia hacia el espíritu, pues, a través del espíritu humano, la evolución de la materia continúa hasta su última realización en la convergencia, en un punto común convergente, que él llama el Punto Omega. La convergencia del movimiento cósmico evolutivo es un elemento esencial en el pensamiento de Teilhard. Para él una evolución que no converja no tiene sentido.
En la convergencia en el Punto Omega se realiza, por lo tanto, la perfección final de toda la evolución. Esta convergencia se realiza a través de la noosfera (la evolución humana). La materia misma que inició su movimiento evolutivo en el origen del universo no llegará a su completitud hasta que se realice su convergencia en el Punto Omega, a través de la evolución de su dimensión espiritual en el hombre.
Este último estadio de la evolución cósmica en la noosfera tiene lugar a través de lo que Teilhard llama la “colectivación humana” o la “socializacion”. El futuro de la humanidad, en realidad, puede finalmente tender bien hacia una unidad convergente o hacia una pluralidad divergente. Es decir, la humanidad progresa hacia una cierta unidad o se disgrega en una multiplicidad. La primera significa siempre un avance y la segunda un retroceso.
En el camino hacia delante de la evolución humana, para evitar el caer en la pluralidad divergente, que siempre amenaza el proceso de la evolución a nivel humano, y asegurar el movimiento convergente es necesaria una atracción por un “Centro de Atracción”, un "Alguien", que por una cierta fuerza atractiva realice la unificación final de todas las consciencias.
El punto de convergencia en el que se realiza esta unificación de la noosfera y en el que encuentra su culminación o Punto Omega, ha de ser él mismo “hiper-personal”. El carácter personal es un aspecto esencial de la conciencia y el espíritu. Este Punto Omega, personal y transcendente, no es solo un foco pasivo hacia el que tiende toda la evolución, sino un polo activo que atrae todo a su unificación consigo, y Teilhard lo identifica con Dios.
La convergencia final del universo, que, como ya se ha mencionado anteriormente, constituye un punto esencial del pensamiento de Teilhard, se realiza, por lo tanto, al nivel de la noosfera, esto es, a través de la evolución humana, por un movimiento unificador, atraído por el personal y transcendente Punto Omega.
Esta atracción, garantía de la convergencia, no niega la libertad de la noosfera ya que se realiza a través de la fuerza de un super-amor que mana del Punto Omega. Es precisamente la fuerza del amor la que mueve los elementos de la noosfera a unirse sin destruir su identidad. A esta unión libre de la convergencia de la noosfera la llama Teilhard “la gran opción”.
¿Es Cristo el punto Omega?
Teilhard presenta finalmente una interpretación cristiana de toda la evolución en la que el Punto Omega, hacia el que converge toda la evolución, se identifica con la figura de Cristo. De esta forma el universo tiende en su movimiento de convergencia a nivel humano hacia una última unidad que la fe cristiana reconoce que solo se puede realizar en la unión de los hombres con Cristo.
Cristo mismo es, por lo tanto, la presencia del Punto Omega en la historia humana, que atrae hacia sí el progreso humano, y ayuda a que se realice su consumación en la unidad definitiva con él. En esta interpretación, la cosmogénesis de la evolución se convierte en lo que Teilhard llama una “Cristogénesis”, al identificar el polo de convergencia de toda la evolución con el Cristo encarnado. La unidad de los hombres, y a través de ellos de todo el universo, en Cristo constituye lo que él llama el “Cristo Total” o “Cristo Cósmico”.
El proceso por el que se desarrolla el universo se identifica con aquel por el que se forma el Cristo Total. Para Teilhard el papel de Cristo es realmente central para todo el movimiento de la evolución cósmica. Estas ideas están expresadas de forma más completa en uno de sus últimos ensayos, escrito en marzo 1955, solo un mes antes de su muerte y que se puede considerar como su testamento espiritual [8].
La espiritualidad ignaciana
Al finalizar este recorrido histórico a lo largo de 500 años, queda flotando la pregunta: ¿cómo explicar esta tradición científica única en la Iglesia católica por sus características? En el epílogo que recapitula todo lo dicho se apunta una respuesta.
La raíz de todo ello se podría encontrar en la espiritualidad ignaciana que trata de encontrar a Dios en todas las cosas. Los jesuitas –tal como formuló el papa Benedicto XVI – deben estar en las fronteras donde es más vivo el debate entre la fe y la justicia. La reconciliación de la humanidad con la naturaleza, consigo misma y con Dios pasa por una insistencia en la investigación científica.
Como formulamos en este libro: “El trabajo paciente en observatorios y laboratorios es para el jesuita tan propio como el predicar y administrar los sacramentos. La ciencia como conocimiento y como instrumento en bien de la humanidad y de la propagación de la fe cristiana ha sido a lo largo de esta larga tradición un camino por el que los jesuitas se han atrevido a caminar”.
Conclusión
La celebración de los 60 años del fallecimiento de Pierre Teilhard de Chardin nos invita a estas reflexiones para las personas no especialistas en su pensamiento.
En este breve resumen de las ideas de Teilhard nos muestra como supo integrar en su pensamiento el carácter evolutivo del universo que han aportado las ciencias y el papel de Cristo en el universo que presenta la fe cristiana.
Es precisamente a partir de esta base científica que él descubre el carácter convergente del mundo a través del futuro de la humanidad en el Punto Omega de la divinidad.
Como jesuita su fe cristiana y su espiritualidad ignaciana le llevan a encontrar una coherencia entre el camino de la ciencia y el de la fe. De esta forma, para él, el Punto Omega se concretiza en Cristo, Dios encarnado en la materia, que impulsa y realiza en sí la culminación de todo el proceso evolutivo.
Teilhard muestra finalmente cómo la visión del mundo que va descubriendo la ciencia adquiere un sentido sacramental, descubriendo un mundo, que al estar dirigido hacia Cristo, es todo él, utilizando su terminología, “diafanía” suya. Por eso al final de su vida Teilhard podía escribir en sus notas espirituales que toda su vida consistía en “cristificar” el universo y “universalizar” a Cristo [9].
Teilhard presenta finalmente una interpretación cristiana de toda la evolución en la que el Punto Omega, hacia el que converge toda la evolución, se identifica con la figura de Cristo. De esta forma el universo tiende en su movimiento de convergencia a nivel humano hacia una última unidad que la fe cristiana reconoce que solo se puede realizar en la unión de los hombres con Cristo.
Cristo mismo es, por lo tanto, la presencia del Punto Omega en la historia humana, que atrae hacia sí el progreso humano, y ayuda a que se realice su consumación en la unidad definitiva con él. En esta interpretación, la cosmogénesis de la evolución se convierte en lo que Teilhard llama una “Cristogénesis”, al identificar el polo de convergencia de toda la evolución con el Cristo encarnado. La unidad de los hombres, y a través de ellos de todo el universo, en Cristo constituye lo que él llama el “Cristo Total” o “Cristo Cósmico”.
El proceso por el que se desarrolla el universo se identifica con aquel por el que se forma el Cristo Total. Para Teilhard el papel de Cristo es realmente central para todo el movimiento de la evolución cósmica. Estas ideas están expresadas de forma más completa en uno de sus últimos ensayos, escrito en marzo 1955, solo un mes antes de su muerte y que se puede considerar como su testamento espiritual [8].
La espiritualidad ignaciana
Al finalizar este recorrido histórico a lo largo de 500 años, queda flotando la pregunta: ¿cómo explicar esta tradición científica única en la Iglesia católica por sus características? En el epílogo que recapitula todo lo dicho se apunta una respuesta.
La raíz de todo ello se podría encontrar en la espiritualidad ignaciana que trata de encontrar a Dios en todas las cosas. Los jesuitas –tal como formuló el papa Benedicto XVI – deben estar en las fronteras donde es más vivo el debate entre la fe y la justicia. La reconciliación de la humanidad con la naturaleza, consigo misma y con Dios pasa por una insistencia en la investigación científica.
Como formulamos en este libro: “El trabajo paciente en observatorios y laboratorios es para el jesuita tan propio como el predicar y administrar los sacramentos. La ciencia como conocimiento y como instrumento en bien de la humanidad y de la propagación de la fe cristiana ha sido a lo largo de esta larga tradición un camino por el que los jesuitas se han atrevido a caminar”.
Conclusión
La celebración de los 60 años del fallecimiento de Pierre Teilhard de Chardin nos invita a estas reflexiones para las personas no especialistas en su pensamiento.
En este breve resumen de las ideas de Teilhard nos muestra como supo integrar en su pensamiento el carácter evolutivo del universo que han aportado las ciencias y el papel de Cristo en el universo que presenta la fe cristiana.
Es precisamente a partir de esta base científica que él descubre el carácter convergente del mundo a través del futuro de la humanidad en el Punto Omega de la divinidad.
Como jesuita su fe cristiana y su espiritualidad ignaciana le llevan a encontrar una coherencia entre el camino de la ciencia y el de la fe. De esta forma, para él, el Punto Omega se concretiza en Cristo, Dios encarnado en la materia, que impulsa y realiza en sí la culminación de todo el proceso evolutivo.
Teilhard muestra finalmente cómo la visión del mundo que va descubriendo la ciencia adquiere un sentido sacramental, descubriendo un mundo, que al estar dirigido hacia Cristo, es todo él, utilizando su terminología, “diafanía” suya. Por eso al final de su vida Teilhard podía escribir en sus notas espirituales que toda su vida consistía en “cristificar” el universo y “universalizar” a Cristo [9].
Notas
[1] La literatura sobre Teilhard de Chardin es abundantísima, sobre su vida podemos citar: Claude Cuénot, Pierre Teilhard de Chardin. Las grandes etapas de su evolución. Madrid: Taurus (1967); Robert Speaight, Teilhard de Chardin. Biografía. Santander: Sal Terrae (1972); Ursula King, Spirit of fire. The life and vision of Teilhard de Chardin. Nueva York: Orbis Books (1998); Patrice Boudignon, Pierre Teilhard de Chardin, sa vie, son oevre, sa reflexión. Paris: Édition du Cerf (2008).
[2] Christopher F. Mooney, Teilhard de Chardin and the mystery of Christ. Nueva York : Doubleday Image Book (1968); Édith de la Héronniere, Teilhard de Chardin, une mystique de la traversée. Paris: Albin Muchel (2003) ; Gustave Martelet, Teilhard de Chardin, prophète d’un Christ toujours plus grande. Bruselas: Lessius (2005).
[3] Pierre Teilhard de Chardin, Science et Christ, Oeuvres IX, París: Éditions du Seuil (1965), 62.
[4] Pierre Teilhard de Chardin, Notes de retraites, 1919-1954. París: Édition du Seuil (2003).
[5] Pierre Teilhard de Chardin, La messe sur le monde. Le coeur de la matiere. Oeuvres XIII, París:Éditions du Seuil (1976), 141-156.
[6] Teilhard de Chardin, La vie cosmique. Écrits du temps de la guerre (1916-1919), Oeuvres XII, París: Éditions du Seuil (1976), 5.
[7] Entre la abundante literatura sobre el pensamiento de Teilhard podemos citar: Émile Rideau, La pensé du Père Teilhard de Chardin. París: Le Seuil (1965). Georges Crespy, La pensé théologique de Teilhard de Chardin. París: Éditions Universitaires (1961).
[8] Teilhard de Chardin, Le Christique. Le coeur de la matiere. Oeuvres XIII, París: Éditions du Seuil, 1976, 93-117.
[9] Notes de retraites, 343-348.
[1] La literatura sobre Teilhard de Chardin es abundantísima, sobre su vida podemos citar: Claude Cuénot, Pierre Teilhard de Chardin. Las grandes etapas de su evolución. Madrid: Taurus (1967); Robert Speaight, Teilhard de Chardin. Biografía. Santander: Sal Terrae (1972); Ursula King, Spirit of fire. The life and vision of Teilhard de Chardin. Nueva York: Orbis Books (1998); Patrice Boudignon, Pierre Teilhard de Chardin, sa vie, son oevre, sa reflexión. Paris: Édition du Cerf (2008).
[2] Christopher F. Mooney, Teilhard de Chardin and the mystery of Christ. Nueva York : Doubleday Image Book (1968); Édith de la Héronniere, Teilhard de Chardin, une mystique de la traversée. Paris: Albin Muchel (2003) ; Gustave Martelet, Teilhard de Chardin, prophète d’un Christ toujours plus grande. Bruselas: Lessius (2005).
[3] Pierre Teilhard de Chardin, Science et Christ, Oeuvres IX, París: Éditions du Seuil (1965), 62.
[4] Pierre Teilhard de Chardin, Notes de retraites, 1919-1954. París: Édition du Seuil (2003).
[5] Pierre Teilhard de Chardin, La messe sur le monde. Le coeur de la matiere. Oeuvres XIII, París:Éditions du Seuil (1976), 141-156.
[6] Teilhard de Chardin, La vie cosmique. Écrits du temps de la guerre (1916-1919), Oeuvres XII, París: Éditions du Seuil (1976), 5.
[7] Entre la abundante literatura sobre el pensamiento de Teilhard podemos citar: Émile Rideau, La pensé du Père Teilhard de Chardin. París: Le Seuil (1965). Georges Crespy, La pensé théologique de Teilhard de Chardin. París: Éditions Universitaires (1961).
[8] Teilhard de Chardin, Le Christique. Le coeur de la matiere. Oeuvres XIII, París: Éditions du Seuil, 1976, 93-117.
[9] Notes de retraites, 343-348.
Agustín Udías Vallina es Catedrático de Geofísica, miembro de la Asociación de Amigos de Teilhard de Chardin y Colaborador de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.