¿Qué buscamos en un buen relato corto? Es un lugar común responder a esta pregunta utilizando la metáfora de Hemingway: el buen relato corto es como un iceberg, solo queda visible una pequeña parte; lo demás, la esencia, permanece oculta, pero sabemos que está ahí.
Para conseguir este efecto, el escritor debe dominar la técnica y buscar la complicidad de los lectores. Nos sentimos atraídos por los relatos cortos pues nos convierten en lectores activos, participamos en la creación de un sentido que subyace bajo la aparente literalidad.
El lenguaje debe estar al servicio de este acto de comunicación. Huimos de los excesos lingüísticos, de las frases estupendas, y buscamos la simplicidad, la depuración del estilo hasta llegar al límite, hasta tensar la cuerda. Ni una palabra de más, ni una descripción que sobre.
Pues bien, estos dos rasgos se cumplen con creces en los relatos que componen el libro Los nuevos pobladores (Ediciones Traspiés, 2014). Su autora, la narradora y poeta Pilar Fraile Amador, conoce los secretos de saber ocultar y de elegir los detalles, camina con soltura en la delgada línea fronteriza que separa el relato corto y la poesía.
El relato breve –este género tan nuevo en la larga historia de la literatura– ha oscilado, desde su nacimiento, entre una corriente realista y otra fantástica. Pero la realidad, lo cotidiano, siempre guarda un misterio, y los relatos fantásticos parten, a menudo, de la cotidianidad.
Un autor como Kafka –cuya narrativa breve, para algunos, es el punto de partida del relato “fantástico” en el siglo XX–, escribía a Milena Jesenská acerca de Chejov –el prototipo del autor “realista”–: “Me gusta mucho Chejov, a veces locamente”. Chejov se limita a describir situaciones, a generar una atmósfera en las que se ven envueltos sus personajes, cuyos sentimientos se nos desvelan a través de sus gestos, movimientos y palabras.
Para conseguir este efecto, el escritor debe dominar la técnica y buscar la complicidad de los lectores. Nos sentimos atraídos por los relatos cortos pues nos convierten en lectores activos, participamos en la creación de un sentido que subyace bajo la aparente literalidad.
El lenguaje debe estar al servicio de este acto de comunicación. Huimos de los excesos lingüísticos, de las frases estupendas, y buscamos la simplicidad, la depuración del estilo hasta llegar al límite, hasta tensar la cuerda. Ni una palabra de más, ni una descripción que sobre.
Pues bien, estos dos rasgos se cumplen con creces en los relatos que componen el libro Los nuevos pobladores (Ediciones Traspiés, 2014). Su autora, la narradora y poeta Pilar Fraile Amador, conoce los secretos de saber ocultar y de elegir los detalles, camina con soltura en la delgada línea fronteriza que separa el relato corto y la poesía.
El relato breve –este género tan nuevo en la larga historia de la literatura– ha oscilado, desde su nacimiento, entre una corriente realista y otra fantástica. Pero la realidad, lo cotidiano, siempre guarda un misterio, y los relatos fantásticos parten, a menudo, de la cotidianidad.
Un autor como Kafka –cuya narrativa breve, para algunos, es el punto de partida del relato “fantástico” en el siglo XX–, escribía a Milena Jesenská acerca de Chejov –el prototipo del autor “realista”–: “Me gusta mucho Chejov, a veces locamente”. Chejov se limita a describir situaciones, a generar una atmósfera en las que se ven envueltos sus personajes, cuyos sentimientos se nos desvelan a través de sus gestos, movimientos y palabras.
Amenazas, rutina y sentido
Los relatos de Pilar Fraile Amador transcurren entre lo cotidiano y lo fantástico, y ambos elementos se dan la mano para crear escenas inquietantes, intrigas que nos mantienen en suspenso y nos despiertan el deseo de saber qué sucede al final.
Los personajes que protagonizan los relatos de Los nuevos pobladores parecen encerrados en su soledad, en sus acciones rutinarias, que en ocasiones se convierten en el único sentido de su existencia.
Viven bajo una amenaza, o a veces son ellos mismos la amenaza, porque el peligro no viene siempre de fuera, está también en nuestro interior, en nuestros propios fantasmas. Son personajes que habitan, en su mayoría, en los suburbios, vidas que transcurren entre polígonos industriales, trabajos aburridos, autobuses y comida precocinada.
Es difícil que en una colección de relatos todos mantengan la misma intensidad. En relatos como “Razones”, “Fin del mundo” o “Normal”, son el lenguaje y la técnica los que adquieren protagonismo. Se pueden narrar historias comunes o efectistas, pero el estilo es lo que las convierte en buena literatura.
En “La Isla”, Pilar Fraile construye el personaje de Berta, una joven que se entusiasma en un centro comercial y que permanece fría ante un terrible suceso. Berta es un misterio, al igual que lo que haya podido suceder en su familia. Y todo bajo la apariencia de una normalidad creada con pequeños detalles de la vida, con objetos que nos traen recuerdos, como ese pequeño buda que colgaba en el salpicadero del coche familiar.
La soledad llevará a la protagonista de “Compañeros” a buscar en un robot a la pareja ideal, la compañía perfecta. Relatos como “Dudas”, “Educación” y “Fe” acaban convirtiéndose en metáforas de la forma de vida a la que nos sometemos.
No olvidaremos al protagonista de “Educación”, que va perdiendo partes de su cuerpo con absoluta naturalidad mientras “sus rutinas” siguen “como de costumbre”: “La oficina los días laborables, una carrera por el parque el sábado por la mañana”, porque esas son las enseñanzas: “Nunca ceder ante los contratiempos, la acción todo lo resuelve”.
Pero es en el corredor de “Fe” donde se dibuja a ese ser humano que nunca se detiene, aquel cuyo sentido de la vida es una carrera en solitario; por eso se niega a escuchar las palabras del otro corredor derrotado y exhausto al que acaba de adelantar:
–Déjalo –volvió a decir el hombre, con la voz casi ensordecida–. Mírame, no sigas adelante sin mirarme.
Los relatos de Pilar Fraile Amador transcurren entre lo cotidiano y lo fantástico, y ambos elementos se dan la mano para crear escenas inquietantes, intrigas que nos mantienen en suspenso y nos despiertan el deseo de saber qué sucede al final.
Los personajes que protagonizan los relatos de Los nuevos pobladores parecen encerrados en su soledad, en sus acciones rutinarias, que en ocasiones se convierten en el único sentido de su existencia.
Viven bajo una amenaza, o a veces son ellos mismos la amenaza, porque el peligro no viene siempre de fuera, está también en nuestro interior, en nuestros propios fantasmas. Son personajes que habitan, en su mayoría, en los suburbios, vidas que transcurren entre polígonos industriales, trabajos aburridos, autobuses y comida precocinada.
Es difícil que en una colección de relatos todos mantengan la misma intensidad. En relatos como “Razones”, “Fin del mundo” o “Normal”, son el lenguaje y la técnica los que adquieren protagonismo. Se pueden narrar historias comunes o efectistas, pero el estilo es lo que las convierte en buena literatura.
En “La Isla”, Pilar Fraile construye el personaje de Berta, una joven que se entusiasma en un centro comercial y que permanece fría ante un terrible suceso. Berta es un misterio, al igual que lo que haya podido suceder en su familia. Y todo bajo la apariencia de una normalidad creada con pequeños detalles de la vida, con objetos que nos traen recuerdos, como ese pequeño buda que colgaba en el salpicadero del coche familiar.
La soledad llevará a la protagonista de “Compañeros” a buscar en un robot a la pareja ideal, la compañía perfecta. Relatos como “Dudas”, “Educación” y “Fe” acaban convirtiéndose en metáforas de la forma de vida a la que nos sometemos.
No olvidaremos al protagonista de “Educación”, que va perdiendo partes de su cuerpo con absoluta naturalidad mientras “sus rutinas” siguen “como de costumbre”: “La oficina los días laborables, una carrera por el parque el sábado por la mañana”, porque esas son las enseñanzas: “Nunca ceder ante los contratiempos, la acción todo lo resuelve”.
Pero es en el corredor de “Fe” donde se dibuja a ese ser humano que nunca se detiene, aquel cuyo sentido de la vida es una carrera en solitario; por eso se niega a escuchar las palabras del otro corredor derrotado y exhausto al que acaba de adelantar:
–Déjalo –volvió a decir el hombre, con la voz casi ensordecida–. Mírame, no sigas adelante sin mirarme.