Momento de la representación. Imagen cedida por Teatro Alhambra de Granada.
Muy en la línea del universo kafkiano que tantos émulos literarios ha generado, el dramaturgo francés José Pliya comienza en su última obra (Nous étions assis sur le rivage du monde) a tejer un texto sustentado en la constante del quiero y no puedo, o mejor aún, en el yo quiero y tú no me dejas, aplicando una imaginativa vuelta de tuerca mediante la posibilidad de invertir los papeles.
Me explico, el tema del racismo y la xenofobia -ambos, a su vez, hijos bastardos del obsoleto nacionalismo- suele tener siempre los mismos sujetos activos y las mismas víctimas. La propuesta es, en este caso, justamente inversa; a saber: cómo reaccionaría el espectador ante la posibilidad de que una persona de raza blanca y "cultura" occidental sea rechazada por un individuo de raza negra.
La idea inicial no es buena ni mala. Digamos que, para que esa idea adquiera un desarrollo eficaz, faltaría lo esencial. Y lo esencial no sería otra cosa que una presentación en forma dialéctica, donde ambas partes se obstinan en sus posiciones y ninguna cede a las pretensiones del otro. Ninguna de las partes es capaz de expresar alegaciones razonables para convencer al contrario. El conflicto se plantea y la lucha entre el deseo y la realidad parece no tener salida.
Este sería el planteamiento: Una mujer blanca llega a una playa. Un hombre negro, que afirma ser el propietario de la arena que se extiende junto a la orilla, pretende expulsarla de ese lugar. A partir de este momento, el texto empieza a tener interesantes expectativas para el desarrollo dramático y prometedoras posibilidades en cuanto a las diferentes lecturas desde lo particular hacia lo universal.
Ahora bien, el problema es que el autor no ha querido o no ha sabido explotar esa veta dialéctica por medio de una lúcida exposición a base de tesis y antítesis. El traje que ha hilvanado José Pliya venía diseñado con patrones demasiado complejos -al menos en sus manos- y el producto final adolece de faltas de ajustes con el modelo. La chaqueta viene grande, las mangas aprietan y los perniles quedan cojos.
Me explico, el tema del racismo y la xenofobia -ambos, a su vez, hijos bastardos del obsoleto nacionalismo- suele tener siempre los mismos sujetos activos y las mismas víctimas. La propuesta es, en este caso, justamente inversa; a saber: cómo reaccionaría el espectador ante la posibilidad de que una persona de raza blanca y "cultura" occidental sea rechazada por un individuo de raza negra.
La idea inicial no es buena ni mala. Digamos que, para que esa idea adquiera un desarrollo eficaz, faltaría lo esencial. Y lo esencial no sería otra cosa que una presentación en forma dialéctica, donde ambas partes se obstinan en sus posiciones y ninguna cede a las pretensiones del otro. Ninguna de las partes es capaz de expresar alegaciones razonables para convencer al contrario. El conflicto se plantea y la lucha entre el deseo y la realidad parece no tener salida.
Este sería el planteamiento: Una mujer blanca llega a una playa. Un hombre negro, que afirma ser el propietario de la arena que se extiende junto a la orilla, pretende expulsarla de ese lugar. A partir de este momento, el texto empieza a tener interesantes expectativas para el desarrollo dramático y prometedoras posibilidades en cuanto a las diferentes lecturas desde lo particular hacia lo universal.
Ahora bien, el problema es que el autor no ha querido o no ha sabido explotar esa veta dialéctica por medio de una lúcida exposición a base de tesis y antítesis. El traje que ha hilvanado José Pliya venía diseñado con patrones demasiado complejos -al menos en sus manos- y el producto final adolece de faltas de ajustes con el modelo. La chaqueta viene grande, las mangas aprietan y los perniles quedan cojos.
Dicho de otra manera, la intención del texto era atractiva, la forma y la técnica elegidas estaban en el buen camino, pero el conjunto en sí no funciona a la hora de la verdad. La hora de la verdad es, obviamente, el momento de la escenificación.
Después de un comienzo prometedor, e incluso intrigante, gravitado sobre dos polos entre los que se plantea el duelo dialéctico, el autor introduce otros dos personajes secundarios que, sencillamente, no vienen a cuento.
Dichos personajes parecen entrar en escena para alargar inútilmente la duración de la obra, sin aportar nada nuevo al conjunto, sin servir de puente entre la introducción y el desenlace. Este alocado interludio tiene más apariencia de un entremés que de un acto, de manera que, al no aportar más que un simple juego actoral, se revela prescindible en el conjunto de la pieza.
Pero el hecho de que los dos secundarios practiquen el ansiado mutis ya no significa que el mal camino iniciado se acabe por enderezar. Las esperadas revelaciones que han de llegar al final se hacen esperar más de lo razonable, sobre todo porque el autor no aporta nada interesante, nada que no sea obvio, que sorprenda mínimamente al empachado respetable.
En ese aspecto, Pliya acaba por caer en la trampa que su propia ingenuidad le ha tendido. Por más que el punto final exponga un sentimiento a medio camino entre el pesimismo y el realismo, todo lo que antecede no escapa de un catálogo de buenas intenciones que van quedando desdibujadas, en su mayor parte, por falta de un desarrollo de mayor calado filosófico.
Nous étions assis sur le rivage du monde, fue concebida a partir de un concepto dialéctico que podría haber rayado en la excelencia, pero que terminó por evidenciar las carencias de su autor. No todas las buenas intenciones acaban culminando con buenos resultados.
Después de un comienzo prometedor, e incluso intrigante, gravitado sobre dos polos entre los que se plantea el duelo dialéctico, el autor introduce otros dos personajes secundarios que, sencillamente, no vienen a cuento.
Dichos personajes parecen entrar en escena para alargar inútilmente la duración de la obra, sin aportar nada nuevo al conjunto, sin servir de puente entre la introducción y el desenlace. Este alocado interludio tiene más apariencia de un entremés que de un acto, de manera que, al no aportar más que un simple juego actoral, se revela prescindible en el conjunto de la pieza.
Pero el hecho de que los dos secundarios practiquen el ansiado mutis ya no significa que el mal camino iniciado se acabe por enderezar. Las esperadas revelaciones que han de llegar al final se hacen esperar más de lo razonable, sobre todo porque el autor no aporta nada interesante, nada que no sea obvio, que sorprenda mínimamente al empachado respetable.
En ese aspecto, Pliya acaba por caer en la trampa que su propia ingenuidad le ha tendido. Por más que el punto final exponga un sentimiento a medio camino entre el pesimismo y el realismo, todo lo que antecede no escapa de un catálogo de buenas intenciones que van quedando desdibujadas, en su mayor parte, por falta de un desarrollo de mayor calado filosófico.
Nous étions assis sur le rivage du monde, fue concebida a partir de un concepto dialéctico que podría haber rayado en la excelencia, pero que terminó por evidenciar las carencias de su autor. No todas las buenas intenciones acaban culminando con buenos resultados.
Referencias:
Obra: Nous étions assis sur le rivage du monde (Sentados en la orilla del mundo).
Autor dramático: José Pliya.
Dirección: Sylvie Nys.
Actores: Maika Barroso, Manuel Monteagudo, Amparo Marín y Armando Balboa.
Representaciones en 2013: 10 de abril Teatro Circo de Albacete; 26 y 27 de abril Teatro Alhambra de Granada.
Obra: Nous étions assis sur le rivage du monde (Sentados en la orilla del mundo).
Autor dramático: José Pliya.
Dirección: Sylvie Nys.
Actores: Maika Barroso, Manuel Monteagudo, Amparo Marín y Armando Balboa.
Representaciones en 2013: 10 de abril Teatro Circo de Albacete; 26 y 27 de abril Teatro Alhambra de Granada.