Momento de la representación. Fuente: www.elbrujo.es
Las leyendas de San Francisco de Asís son el punto de partida de Darío Fo para redescubrir a un santo muy alejado de los dogmas tradicionales de la Iglesia Católica, el monólogo San Francisco Juglar de Dios. El Francesco de Asís que nos narra en este caso el actor Rafael Álvarez (El Brujo) es un ácrata venido al mundo en pleno Medievo que rechaza todo atisbo de materialismo e intenta rescatar el mensaje de Cristo, salvándolo de los herederos de Saulo.
Hay momentos en los que la forma en que uno escribe se ve obligada a modificarse por la fuerza del objeto a que se refiere. Cierto maestro diría que esos objetos que le hacen a uno replantearse sus registros pasan a ser sujetos, verbos y complementos, cuando su naturaleza es lo más parecido al ojo de un huracán, al epicentro de un terremoto, o a la primera nota de una hermosa partitura.
En este caso, no me cabe más remedio que replantear la forma en que escribo estas reseñas teatrales, dejar a un lado el arduo esfuerzo por encontrar la exégesis de cada espectáculo, olvidarme de enfocar mi linterna hacia las palabras no dichas, y referirme al cómo en lugar de al qué.
La presencia demoledora de Rafael Álvarez en un escenario vacío, tiene la capacidad de llenar el aire de acción y reflexión, envolviéndose de la complicidad del público con la aparente facilidad del hipnotizador que chasquea los dedos y sume al paciente en un profundo sueño.
Unos brazos que se cortan el aire sobre los blancos rizos de su cabeza, levantan en el entarimado esas torres tan altas que empezaron a caer ya en pleno Medievo.
Y en mitad de la nada, caldeada por los caprichosos focos y alguna pincelada musical, el actor/juglar construye iglesias, paisajes italianos, monasterios, ciudades, frescos del Giotto, tablas de Durero, tabernas fantásticas, conversaciones con el lobo, revelaciones divinas… y todo ello tan solo con la palabra.
La palabra calma y aparentemente frágil en este genial bululú, convierte una velada en pura magia, arrastra el alma de todo cuanto le rodea, como ese torbellino pasional que fue el Cyrano de Depardieu, o aquel deseo de expresarse contra viento y marea de Geoffrey Rush en su libérrimo Marqués de Sade (Quills).
Hay momentos en los que la forma en que uno escribe se ve obligada a modificarse por la fuerza del objeto a que se refiere. Cierto maestro diría que esos objetos que le hacen a uno replantearse sus registros pasan a ser sujetos, verbos y complementos, cuando su naturaleza es lo más parecido al ojo de un huracán, al epicentro de un terremoto, o a la primera nota de una hermosa partitura.
En este caso, no me cabe más remedio que replantear la forma en que escribo estas reseñas teatrales, dejar a un lado el arduo esfuerzo por encontrar la exégesis de cada espectáculo, olvidarme de enfocar mi linterna hacia las palabras no dichas, y referirme al cómo en lugar de al qué.
La presencia demoledora de Rafael Álvarez en un escenario vacío, tiene la capacidad de llenar el aire de acción y reflexión, envolviéndose de la complicidad del público con la aparente facilidad del hipnotizador que chasquea los dedos y sume al paciente en un profundo sueño.
Unos brazos que se cortan el aire sobre los blancos rizos de su cabeza, levantan en el entarimado esas torres tan altas que empezaron a caer ya en pleno Medievo.
Y en mitad de la nada, caldeada por los caprichosos focos y alguna pincelada musical, el actor/juglar construye iglesias, paisajes italianos, monasterios, ciudades, frescos del Giotto, tablas de Durero, tabernas fantásticas, conversaciones con el lobo, revelaciones divinas… y todo ello tan solo con la palabra.
La palabra calma y aparentemente frágil en este genial bululú, convierte una velada en pura magia, arrastra el alma de todo cuanto le rodea, como ese torbellino pasional que fue el Cyrano de Depardieu, o aquel deseo de expresarse contra viento y marea de Geoffrey Rush en su libérrimo Marqués de Sade (Quills).
Rafael Álvarez hace parecer fácil lo que es sumamente complicado, nos embauca con sus bien ensayadas salidas de texto, con sus extraordinarias divagaciones, colocadas con sabio criterio en los momentos precisos. El Brujo parece irse por las ramas cuando en realidad está sacudiendo el tronco del manzano para provocar la caída del fruto maduro.
Cuando apenas han transcurrido cinco minutos, el espectáculo desaparece y surge la poesía, la creación más consciente de sí misma, el teatro de lo absoluto. El espectador nunca sabrá distinguir entre las morcillas del soberbio actor y los textos de Darío Fo.
¿Dónde empieza el santo Juglar de Fo y el intrépido bufón de El Brujo? Esa es la pregunta sin respuesta. Esa es la verdadera magia del teatro. Y uno cree distinguir lo que es obvio, pero consiente en no separarlo del todo.
Quizá porque esa capacidad para la improvisación, en la que nada, ni el ruido de cien teléfonos, es capaz de quebrantar el aplomo del maestro de ceremonias, ha llegado a un punto en que atrapa el espíritu del espectador, sin saberse consciente de que el instante que está viviendo es irrepetible. Nunca habrá dos Brujos iguales. Antes de empezar, la función es un misterio para el propio actor. Nada volverá a ser igual por muchas veces que se quiera repetir.
Y uno sale a la calle después de haber llorado de alegría, de haberse bañado en pura lucidez durante dos brevísimas horas, consciente de que –y esto se está convirtiendo en una excepción- al menos esta noche no han menospreciado su inteligencia. Todo lo contrario: las noches del Brujo y Darío Fo son un tributo al talento de su público.
A ver si aprenden los que sólo ven en el teatro un espectáculo vacío de razón.
Cuando apenas han transcurrido cinco minutos, el espectáculo desaparece y surge la poesía, la creación más consciente de sí misma, el teatro de lo absoluto. El espectador nunca sabrá distinguir entre las morcillas del soberbio actor y los textos de Darío Fo.
¿Dónde empieza el santo Juglar de Fo y el intrépido bufón de El Brujo? Esa es la pregunta sin respuesta. Esa es la verdadera magia del teatro. Y uno cree distinguir lo que es obvio, pero consiente en no separarlo del todo.
Quizá porque esa capacidad para la improvisación, en la que nada, ni el ruido de cien teléfonos, es capaz de quebrantar el aplomo del maestro de ceremonias, ha llegado a un punto en que atrapa el espíritu del espectador, sin saberse consciente de que el instante que está viviendo es irrepetible. Nunca habrá dos Brujos iguales. Antes de empezar, la función es un misterio para el propio actor. Nada volverá a ser igual por muchas veces que se quiera repetir.
Y uno sale a la calle después de haber llorado de alegría, de haberse bañado en pura lucidez durante dos brevísimas horas, consciente de que –y esto se está convirtiendo en una excepción- al menos esta noche no han menospreciado su inteligencia. Todo lo contrario: las noches del Brujo y Darío Fo son un tributo al talento de su público.
A ver si aprenden los que sólo ven en el teatro un espectáculo vacío de razón.
Referencia:
Obra: "San Francisco Juglar de Dios", de Dario Fo. Representada por Rafael Álvarez, El Brujo.
Fecha: 23 de noviembre de 2012.
Lugar: Aula Magna de la Facultad de Ciencias de Granada.
Obra: "San Francisco Juglar de Dios", de Dario Fo. Representada por Rafael Álvarez, El Brujo.
Fecha: 23 de noviembre de 2012.
Lugar: Aula Magna de la Facultad de Ciencias de Granada.