Es muy difícil hablar sobre un libro como Por nada del mundo siguiendo el guión de las reseñas al uso. Quizás porque Antonio Méndez Rubio (Badajoz, 1967) nos está invitando a desasirnos de rituales literarios o en todo caso, señalándonos la ausencia de suelo y la imposibilidad de seguir aferrados a las tablas de una retórica que busca anclar en el poema su plenitud, su simulacro de vida.
La utilidad de la poesía está en recordarnos
que es difícil seguir siendo la misma persona,
porque nuestra casa está abierta, su puerta, sin llave, y los huéspedes invisibles salen y entran.
Czeslaw Milosz
Difícil, podríamos decir imposible- seguir siendo los mismos ¿Quién habla? Como esas nubes -nubes mías dice Antonio Méndez- que nos atraviesan a través de lo no dicho y se evaporan sin aspiración a permanencia alguna, difícil definir un sujeto poético (¿uno?) inestable, descentrado, poroso y un discurso que balbucea no como estrategia retórica (simulacro de balbuceo o precariedad) sino como honesta afasia.
Un despojamiento que no es mero recurso estético a lo arte povera sino más bien, la expresión de quien habla fallándole la voz. ¿Cómo hablar cuando ya no hay suelo bajo los pies? ¿Cómo seguir hablando, es decir empuñando la misma sintaxis – como si nada hubiera pasado? ¿Con qué aliento decir la ausencia de mundo? En un poema de la tal cual parte del libro llamado “Aliento” leemos:
En una oscuridad
mayor que cualquier palabra
quien habla
de una casa perdida
para siempre
porque sí, fallándole
la voz… ¿qué habrá oído
decir?
El poema como interfaz, término tomado de la electrónica que designa esa zona de comunicación o acción de un sistema sobre otro. El poema como mesa en la que dialogan vivos y muertos. ¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizás algo muerto que por momentos parece vivo, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. El espinazo del diablo.
En todo caso, los fantasmas son seres de frontera que se mueven en esa interfaz o territorio donde los tableros muestran su inutilidad y los mapas conocidos su fracaso. Así lo poético como “anomalía magnética”, una anomalía lingüística cargada de intensidad Lo anómalo: desviación o discrepancia de una regla o de un uso. ¿Qué significaría políticamente en un sistema en el que la muerte es la norma?
La memoria de los que ya no están entre nosotros (o sí) y las cunetas que aún murmuran, eso que se ha llamado memoria histórica. Algo bastante inquietante es que muchas veces lo que realmente une a una comunidad (o a una familia) no es la memoria compartida (siempre frágil, incompleta, evanescente), sino lo que ese pueblo o ese grupo humano ha decidido olvidar en común, el común olvido.
Lo que ha decidido invisibilizar: tornar invisible a nuestro campo de conciencia. Y que en las parasomnias y los arrabales de la vigilia vuelve a tomar cierto espesor, cuando se resquebraja ese finísimo espejo frente al que repetimos “yo, yo, yo” como un mantra. Ellos, los tachados del relato oficial, se hacen audibles para quien todavía tiene oídos para escuchar, se hacen visibles para quien, quizás, tenga el valor de mirarlos. ¿Quieres vernos? nos preguntan, apartando la tierra de sus rostros. Para que alguien al fin, los llame por su nombre.
El árbol transgeneracional que revela en nudos su memoria del daño, creciendo torcido como fidelidad a la savia interrumpida. El mismo árbol que carga con los muertos para que la savia siga circulando por la rama rota, resistiéndose a olvidar estirándose extramuros del pacto de silencio, de la amnesia convenida.
Resucitar a los tachados de la historia, los olvidados, remover la tierra de la cuneta para que los huesos resplandezcan: a más tachadura más alzan la voz, insisten en su dolor que quiere ser escuchado. No hablando por ellos, dejando que hablen. No impostando su voz.
La utilidad de la poesía está en recordarnos
que es difícil seguir siendo la misma persona,
porque nuestra casa está abierta, su puerta, sin llave, y los huéspedes invisibles salen y entran.
Czeslaw Milosz
Difícil, podríamos decir imposible- seguir siendo los mismos ¿Quién habla? Como esas nubes -nubes mías dice Antonio Méndez- que nos atraviesan a través de lo no dicho y se evaporan sin aspiración a permanencia alguna, difícil definir un sujeto poético (¿uno?) inestable, descentrado, poroso y un discurso que balbucea no como estrategia retórica (simulacro de balbuceo o precariedad) sino como honesta afasia.
Un despojamiento que no es mero recurso estético a lo arte povera sino más bien, la expresión de quien habla fallándole la voz. ¿Cómo hablar cuando ya no hay suelo bajo los pies? ¿Cómo seguir hablando, es decir empuñando la misma sintaxis – como si nada hubiera pasado? ¿Con qué aliento decir la ausencia de mundo? En un poema de la tal cual parte del libro llamado “Aliento” leemos:
En una oscuridad
mayor que cualquier palabra
quien habla
de una casa perdida
para siempre
porque sí, fallándole
la voz… ¿qué habrá oído
decir?
El poema como interfaz, término tomado de la electrónica que designa esa zona de comunicación o acción de un sistema sobre otro. El poema como mesa en la que dialogan vivos y muertos. ¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizás algo muerto que por momentos parece vivo, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. El espinazo del diablo.
En todo caso, los fantasmas son seres de frontera que se mueven en esa interfaz o territorio donde los tableros muestran su inutilidad y los mapas conocidos su fracaso. Así lo poético como “anomalía magnética”, una anomalía lingüística cargada de intensidad Lo anómalo: desviación o discrepancia de una regla o de un uso. ¿Qué significaría políticamente en un sistema en el que la muerte es la norma?
La memoria de los que ya no están entre nosotros (o sí) y las cunetas que aún murmuran, eso que se ha llamado memoria histórica. Algo bastante inquietante es que muchas veces lo que realmente une a una comunidad (o a una familia) no es la memoria compartida (siempre frágil, incompleta, evanescente), sino lo que ese pueblo o ese grupo humano ha decidido olvidar en común, el común olvido.
Lo que ha decidido invisibilizar: tornar invisible a nuestro campo de conciencia. Y que en las parasomnias y los arrabales de la vigilia vuelve a tomar cierto espesor, cuando se resquebraja ese finísimo espejo frente al que repetimos “yo, yo, yo” como un mantra. Ellos, los tachados del relato oficial, se hacen audibles para quien todavía tiene oídos para escuchar, se hacen visibles para quien, quizás, tenga el valor de mirarlos. ¿Quieres vernos? nos preguntan, apartando la tierra de sus rostros. Para que alguien al fin, los llame por su nombre.
El árbol transgeneracional que revela en nudos su memoria del daño, creciendo torcido como fidelidad a la savia interrumpida. El mismo árbol que carga con los muertos para que la savia siga circulando por la rama rota, resistiéndose a olvidar estirándose extramuros del pacto de silencio, de la amnesia convenida.
Resucitar a los tachados de la historia, los olvidados, remover la tierra de la cuneta para que los huesos resplandezcan: a más tachadura más alzan la voz, insisten en su dolor que quiere ser escuchado. No hablando por ellos, dejando que hablen. No impostando su voz.
La expresión de la resistencia
Hace algunos años titulé una nota sobre la poesía de Antonio Méndez Rubio como “Palabra en la intemperie”, ahora radicalizaría ese titular y diría “Palabra en la indigencia”. El poema no viene a ofrecernos ninguna ganancia, al contrario, nos tiende la mano para pedir sustento como esos monjes mendicantes de la India, los sannyasins. No es poema en una góndola ofreciendo una promesa de plenitud en un mundo que ha desaparecido.
El poeta mendicante como esos sannyasins que habiendo reunido suficiente fuerza interior para renunciar totalmente a lo conocido (el lenguaje también puede ser una fuente de seguridades) se desplazan de un lugar a otro, extramuros de la ciudad para mendigar su alimento. Podemos leer en el poema llamado “Dando las gracias”:
Hoy hay quienes nos pasan/ antes de caer la noche/ Por delante,/ sin mirarnos,/ echándonos monedas.
Llevar la precariedad al lugar del poema, desubicar el lenguaje y volverlo a construir en otro lugar. Ciertamente, es radical apostar por la mendicidad de la escritura en tiempos de Neuromarketing -disciplina en auge que no solo interpela desde las góndolas del supermercado global, sino también en la pirotecnia lingüística de mucha de la poesía que se mueve en circuitos efectistas y que hasta se disfrazaría de indigente para seguir pretendiendo que aquí no ha pasado nada.
¿Cómo se expresa la resistencia en la escritura poética de Antonio Méndez? Hay en “Por nada del mundo”, así como en otros libros de Antonio, un intento de romper amarras con la referencialidad, con el servilismo del significante que se rebela contra el peso del significado.
Eso que muchas de las vanguardias formularon en sus programas hace tiempo y que tiene un carácter político; es político hacer lugar en el poema a los otros, (paratextos) para que puedan ingresar a un discurso hecho comunidad, así como el lugar (iluminado, subalterno, descentrado) en el que se sitúa el enunciador. Como es un gesto resistente la demolición de la retórica que sostiene este mundo irrespirable.
Abrir espacios libertarios en tiempos de dictadura de la claridad en que el compromiso político se concibe casi exclusivamente como una cuestión temática, pero que continúa hablando como siempre y arengando como siempre desde los mismos púlpitos. Vino viejo en odres viejos. Ceguera por transparencia, los paradójicos efectos del exceso de luz que nos ciega para ver un mundo nuevo. Hemos dejado de ver por necrosis de nuestros párpados a tanta luz. Decir la falta de lugar, la falta de mundo que hace que el poema no pueda sostenerse y haga aguas.
La tiranía de la razón
Como en otros libros de Antonio Méndez, hay una rebelión contra la razón logocéntrica, un cuestionamiento de la lógica teniendo que presidir el discurso. Y encontramos un rescate de aquellos estados de conciencia marginales a la razón: parasomnias, semi-vigilias, la penumbra inquietante en la que fecunda lo no dicho aún y las posibilidades de que algo inédito encarne.
Una sección del libro lleva el nombre de “Simplicius Simplicissimus” y cuando leí ese título no me remitió a la novela barroca alemana de 1668, sino a trescientos años después, concretamente al año 1978 cuando televisión española emitió los trece capítulos de “El aventurero Simplicissimus”.
La historia de un joven huérfano, vagabundo y educado como un animal más que llega a una aldea perdido, despojado de todo y es recogido por un monje ermitaño que le da el nombre de Simplicius a causa de su sencillez y candor intelectual. Tras la muerte de su mentor, Simplicius se ve arrojado nuevamente a un mundo cruel y despiadado, un mundo de depredación.
Ni tan siquiera pedir
nada… Depositamos flores
oscuras a la entrada,
de viva voz,
descalzos. Volvemos
oliendo a humo.
Bebemos agua.
Y viene a la memoria el enigma de Gaspar Hauser y la silueta -casi fantasmal- del poeta argentino Juan Carlos Bustriazo deambulando por las afueras de Santa Rosa de la Pampa, excéntrico: alejándose del centro de lo convenido. La lengua titubeante de los que caminan por las afueras de la polis con los párpados humedecidos por las insignificantes luminarias, esas que se han apeado del firmamento, insectos-bujías visibles sólo para quienes todavía son capaces de ver con la luz de los idiotas.
Hace algunos años titulé una nota sobre la poesía de Antonio Méndez Rubio como “Palabra en la intemperie”, ahora radicalizaría ese titular y diría “Palabra en la indigencia”. El poema no viene a ofrecernos ninguna ganancia, al contrario, nos tiende la mano para pedir sustento como esos monjes mendicantes de la India, los sannyasins. No es poema en una góndola ofreciendo una promesa de plenitud en un mundo que ha desaparecido.
El poeta mendicante como esos sannyasins que habiendo reunido suficiente fuerza interior para renunciar totalmente a lo conocido (el lenguaje también puede ser una fuente de seguridades) se desplazan de un lugar a otro, extramuros de la ciudad para mendigar su alimento. Podemos leer en el poema llamado “Dando las gracias”:
Hoy hay quienes nos pasan/ antes de caer la noche/ Por delante,/ sin mirarnos,/ echándonos monedas.
Llevar la precariedad al lugar del poema, desubicar el lenguaje y volverlo a construir en otro lugar. Ciertamente, es radical apostar por la mendicidad de la escritura en tiempos de Neuromarketing -disciplina en auge que no solo interpela desde las góndolas del supermercado global, sino también en la pirotecnia lingüística de mucha de la poesía que se mueve en circuitos efectistas y que hasta se disfrazaría de indigente para seguir pretendiendo que aquí no ha pasado nada.
¿Cómo se expresa la resistencia en la escritura poética de Antonio Méndez? Hay en “Por nada del mundo”, así como en otros libros de Antonio, un intento de romper amarras con la referencialidad, con el servilismo del significante que se rebela contra el peso del significado.
Eso que muchas de las vanguardias formularon en sus programas hace tiempo y que tiene un carácter político; es político hacer lugar en el poema a los otros, (paratextos) para que puedan ingresar a un discurso hecho comunidad, así como el lugar (iluminado, subalterno, descentrado) en el que se sitúa el enunciador. Como es un gesto resistente la demolición de la retórica que sostiene este mundo irrespirable.
Abrir espacios libertarios en tiempos de dictadura de la claridad en que el compromiso político se concibe casi exclusivamente como una cuestión temática, pero que continúa hablando como siempre y arengando como siempre desde los mismos púlpitos. Vino viejo en odres viejos. Ceguera por transparencia, los paradójicos efectos del exceso de luz que nos ciega para ver un mundo nuevo. Hemos dejado de ver por necrosis de nuestros párpados a tanta luz. Decir la falta de lugar, la falta de mundo que hace que el poema no pueda sostenerse y haga aguas.
La tiranía de la razón
Como en otros libros de Antonio Méndez, hay una rebelión contra la razón logocéntrica, un cuestionamiento de la lógica teniendo que presidir el discurso. Y encontramos un rescate de aquellos estados de conciencia marginales a la razón: parasomnias, semi-vigilias, la penumbra inquietante en la que fecunda lo no dicho aún y las posibilidades de que algo inédito encarne.
Una sección del libro lleva el nombre de “Simplicius Simplicissimus” y cuando leí ese título no me remitió a la novela barroca alemana de 1668, sino a trescientos años después, concretamente al año 1978 cuando televisión española emitió los trece capítulos de “El aventurero Simplicissimus”.
La historia de un joven huérfano, vagabundo y educado como un animal más que llega a una aldea perdido, despojado de todo y es recogido por un monje ermitaño que le da el nombre de Simplicius a causa de su sencillez y candor intelectual. Tras la muerte de su mentor, Simplicius se ve arrojado nuevamente a un mundo cruel y despiadado, un mundo de depredación.
Ni tan siquiera pedir
nada… Depositamos flores
oscuras a la entrada,
de viva voz,
descalzos. Volvemos
oliendo a humo.
Bebemos agua.
Y viene a la memoria el enigma de Gaspar Hauser y la silueta -casi fantasmal- del poeta argentino Juan Carlos Bustriazo deambulando por las afueras de Santa Rosa de la Pampa, excéntrico: alejándose del centro de lo convenido. La lengua titubeante de los que caminan por las afueras de la polis con los párpados humedecidos por las insignificantes luminarias, esas que se han apeado del firmamento, insectos-bujías visibles sólo para quienes todavía son capaces de ver con la luz de los idiotas.
Fuentes y referencias:
Milosz C. The Collected Poems: 1931-1987. Penguin, 1997.
Vallejo C. Obra poética completa. Madrid: Alianza Editorial, 1999.
Toro del, G. El espinazo del diablo. Película coproducida por España- México, 2001.
Milosz C. The Collected Poems: 1931-1987. Penguin, 1997.
Vallejo C. Obra poética completa. Madrid: Alianza Editorial, 1999.
Toro del, G. El espinazo del diablo. Película coproducida por España- México, 2001.