Hace unos años, causó cierto revuelo -discreto, por supuesto, como todo en la literatura- la afirmación de Francisco Ayala sobre la muerte de la novela. Entre las gentes de letras hubo todo tipo de reacciones; unos minimizaron tal conjetura, otros la refutaron esgrimiendo las cifras de ventas y, más de uno, mostró cierta inquietud ante tan osado vaticinio.
Lo cierto es que una opinión tan radical en labios de uno de los escritores más respetables del siglo XX no dejó a nadie indiferente. Habría que puntualizar que Ayala hacía referencia a la novela como vehículo funcional orientativo. La novela es y siempre ha sido un soporte idóneo para establecer e interpretar diversas teorías morales. Eso, al menos, ha venido sucediendo hasta hace relativamente poco tiempo.
Ni que decir tiene que la reina del canon literario fue, sobre todo a lo largo del siglo XIX, un campo para contar historias que, aparentemente, nada tenían que ver con lo filosófico. Cosa, por otro lado, poco menos que quimérica, pues la visión moral y estética del autor queda siempre trenzada al argumento, aunque sea de forma oblicua.
Menos creíble fue la pretensión de que las novelas pudieran plasmar la realidad tal como es, dado que no existe ninguna realidad al margen de la interpretación de quien la vive u observa. Toda realidad es, por obvias razones, una aproximación subjetiva de nuestros sentidos. Lo real es, antes que nada, pura apariencia. No se mira con los ojos, escribía Fernando Pessoa, sino con el sentimiento. Afortunadamente, la objetividad, al igual que la inteligencia, no deja de ser una hermosa aspiración. En ocasiones, por extraño que parezca, resulta más verosímil lo aparentemente irreal que aquello que se escribe con manifiesta pretensión de objetividad.
En ese aspecto, tampoco todos los relatos breves se apartaban con suficiente holgura de los parámetros de la novela. Más de una vez habremos vivido la absurda experiencia de leer cuentos plagados de elementos accesorios. Y ello teniendo en cuenta que podríamos colmar bibliotecas enteras si nos enfrascásemos en una dialéctica sobre lo que es esencial y lo que resulta accesorio en la creación literaria.
Si se cumple -¿o tal vez se ha cumplido ya?- el vaticinio de Francisco Ayala sobre la muerte de la novela, justo sería preguntarnos qué vendrá después -si es que no ha venido ya- a ocupar el lugar de la reina comercial de las letras.
Ángel Olgoso
Como bien se demostró con Ayala, Monterroso, Borges, Maupassant, Chesterton, Gogol, y el mismo Olgoso -por citar unos cuantos del nutrido grupo- la prosa breve no ha merecido por parte de los distintos demiurgos del sistema (academias, entelequias culturales y mercado) la atención que debiera merecer. Pese a todo, ha habido y hay escritores que han consagrado toda su carrera a la prosa breve, porque, como tantas veces se ha reconocido, es en estos formatos donde, alguna que otra vez, se ha conseguido un mayor acercamiento a la perfección formal y expresiva.
Ángel Olgoso (Granada, 1961), un escritor con poderosísima voz y estilo inconfundible -ello sin esconder la herencia literaria, casi genética, de la obra de Poe, Kafka, Lautreamont, Buzzati, Schwob, Jarry, e incluso el Cunqueiro más periodístico- ha llevado su inconformismo hasta las últimas consecuencias desarrollando una larga carrera de fondo a través de la que, paradójicamente, se ha especializado en el recorrido espacial más corto. Su producción, desde Los días subterráneos (1991) hasta fecha reciente con Breviario negro (Menoscuarto, 2015) ha sido la de un infatigable resistente en pos de la coherencia, frente a los delirios de grandeza de la inmensa mayoría.
Llegado el momento de comenzar, Olgoso supo elegir correctamente entre la aspiración de hacer Literatura o -de otro lado- el empeño en salir en la foto adecuada. Pocos escritores han demostrado a lo largo de toda su trayectoria una filiación tan obstinadamente antidivista como la que ejerce este autor. Y menos aún han sido aquellos que, sin reconocer públicamente su condición de poeta, han dado tanta poesía a la prosa.
La escritura de Ángel Olgoso ha sido impregnada, sin afectación ni concesiones a la galería, por la seducción del lado oscuro de la naturaleza humana, por la difícil capacidad de representar la crueldad intrínseca de la existencia a través de lo inverosímil. Y es ahí donde el lector encuentra la oportunidad de enfrentarse al privilegio de descifrar el enigma latente, o dejarse transportar hacia esas otras vidas que se ocultan en el placer de la lectura.
En ese sentido, el escritor de Cúllar Vega se emparenta con el concepto literario de Harold Pinter, partidario del compromiso político del escritor, pero enemigo del sermón directo. Para Pinter, lo que distingue la literatura de otras ramas es precisamente la posibilidad de exponer la tesis del autor de forma indirecta, casi velada, por medio de hechos particulares que el lector puede elevar a inferencias universales. De esta manera, la experiencia de cada lector siempre será única e intransferible.
Lo cierto es que una opinión tan radical en labios de uno de los escritores más respetables del siglo XX no dejó a nadie indiferente. Habría que puntualizar que Ayala hacía referencia a la novela como vehículo funcional orientativo. La novela es y siempre ha sido un soporte idóneo para establecer e interpretar diversas teorías morales. Eso, al menos, ha venido sucediendo hasta hace relativamente poco tiempo.
Ni que decir tiene que la reina del canon literario fue, sobre todo a lo largo del siglo XIX, un campo para contar historias que, aparentemente, nada tenían que ver con lo filosófico. Cosa, por otro lado, poco menos que quimérica, pues la visión moral y estética del autor queda siempre trenzada al argumento, aunque sea de forma oblicua.
Menos creíble fue la pretensión de que las novelas pudieran plasmar la realidad tal como es, dado que no existe ninguna realidad al margen de la interpretación de quien la vive u observa. Toda realidad es, por obvias razones, una aproximación subjetiva de nuestros sentidos. Lo real es, antes que nada, pura apariencia. No se mira con los ojos, escribía Fernando Pessoa, sino con el sentimiento. Afortunadamente, la objetividad, al igual que la inteligencia, no deja de ser una hermosa aspiración. En ocasiones, por extraño que parezca, resulta más verosímil lo aparentemente irreal que aquello que se escribe con manifiesta pretensión de objetividad.
En ese aspecto, tampoco todos los relatos breves se apartaban con suficiente holgura de los parámetros de la novela. Más de una vez habremos vivido la absurda experiencia de leer cuentos plagados de elementos accesorios. Y ello teniendo en cuenta que podríamos colmar bibliotecas enteras si nos enfrascásemos en una dialéctica sobre lo que es esencial y lo que resulta accesorio en la creación literaria.
Si se cumple -¿o tal vez se ha cumplido ya?- el vaticinio de Francisco Ayala sobre la muerte de la novela, justo sería preguntarnos qué vendrá después -si es que no ha venido ya- a ocupar el lugar de la reina comercial de las letras.
Ángel Olgoso
Como bien se demostró con Ayala, Monterroso, Borges, Maupassant, Chesterton, Gogol, y el mismo Olgoso -por citar unos cuantos del nutrido grupo- la prosa breve no ha merecido por parte de los distintos demiurgos del sistema (academias, entelequias culturales y mercado) la atención que debiera merecer. Pese a todo, ha habido y hay escritores que han consagrado toda su carrera a la prosa breve, porque, como tantas veces se ha reconocido, es en estos formatos donde, alguna que otra vez, se ha conseguido un mayor acercamiento a la perfección formal y expresiva.
Ángel Olgoso (Granada, 1961), un escritor con poderosísima voz y estilo inconfundible -ello sin esconder la herencia literaria, casi genética, de la obra de Poe, Kafka, Lautreamont, Buzzati, Schwob, Jarry, e incluso el Cunqueiro más periodístico- ha llevado su inconformismo hasta las últimas consecuencias desarrollando una larga carrera de fondo a través de la que, paradójicamente, se ha especializado en el recorrido espacial más corto. Su producción, desde Los días subterráneos (1991) hasta fecha reciente con Breviario negro (Menoscuarto, 2015) ha sido la de un infatigable resistente en pos de la coherencia, frente a los delirios de grandeza de la inmensa mayoría.
Llegado el momento de comenzar, Olgoso supo elegir correctamente entre la aspiración de hacer Literatura o -de otro lado- el empeño en salir en la foto adecuada. Pocos escritores han demostrado a lo largo de toda su trayectoria una filiación tan obstinadamente antidivista como la que ejerce este autor. Y menos aún han sido aquellos que, sin reconocer públicamente su condición de poeta, han dado tanta poesía a la prosa.
La escritura de Ángel Olgoso ha sido impregnada, sin afectación ni concesiones a la galería, por la seducción del lado oscuro de la naturaleza humana, por la difícil capacidad de representar la crueldad intrínseca de la existencia a través de lo inverosímil. Y es ahí donde el lector encuentra la oportunidad de enfrentarse al privilegio de descifrar el enigma latente, o dejarse transportar hacia esas otras vidas que se ocultan en el placer de la lectura.
En ese sentido, el escritor de Cúllar Vega se emparenta con el concepto literario de Harold Pinter, partidario del compromiso político del escritor, pero enemigo del sermón directo. Para Pinter, lo que distingue la literatura de otras ramas es precisamente la posibilidad de exponer la tesis del autor de forma indirecta, casi velada, por medio de hechos particulares que el lector puede elevar a inferencias universales. De esta manera, la experiencia de cada lector siempre será única e intransferible.
Pregunta sin respuesta
En cuanto a la pregunta surgida de la hipotética (o no) muerte de la novela, tal vez podamos hallar cumplida respuesta en las transgresoras páginas de este Breviario Negro, un compendio de piezas inclasificables, donde la Literatura brilla por encima de otras intencionalidades.
Breviario Negro es, en contraposición con su título, un libro brillante, donde nuestra propia oscuridad es dibujada con eficaz lucidez. Las piezas de este complejo rompecabezas han sido ensambladas con un afán de perfección poco común, y con un mimo apreciable después de la lectura global. Todas ellas obran como habitaciones de un mismo edificio, comunicadas por un largo pasillo donde confluyen las cuarenta puertas entreabiertas.
Porque este último libro publicado por Ángel Olgoso, ya no es un ramillete de relatos breves, como hasta ahora ha sucedido con los dieciséis títulos precedentes a excepción, claro está, del libro de haikus Ukigumo, síntesis casi milimétrica de la literatura breve en estado puro. Breviario negro, es algo muy diferente a toda la anterior producción de este maestro de la precisión narrativa. En ese aspecto Olgoso ha conseguido alcanzar el viejo sueño, en el que otros tantos han fracasado, de superar las barreras entre lo épico y lo lírico, entre la poesía, la novela, el cuento, e incluso el drama. Una de esas anomalías que apenas he vuelto a presenciar desde los tiempos del mejor Julio Cortázar.
La necesidad de fragmentar la acción, una acción que trasciende más allá de la timorata estructura funcional, no obsta para alcanzar un perfil que define sin resquicios la unidad, casi compacta, del libro.
El gran saqueo
Todas las piezas parten de una circunstancia común: han sido gestadas y paridas bajo el designio de una coyuntura histórica marcada por lo que el autor ha venido en denominar El Gran Saqueo, término que Ángel Olgoso acuñó mucho antes de que, a aquella líder política de rancio abolengo, le traicionara el subconsciente y se dejara llevar -inédita circunstancia- por un violento brote de sinceridad.
Dentro de esta turbia atmósfera de mofa, befa y escarnio desde el poder hacia el modesto contribuyente, de vampirismo del amo hacia el criado, de entronización de la mentira y banalidad del mal, estos (sic) relatos enemigos del día, nacen como una débil llama que ilumina tenuemente el cieno en el que nos hallamos inmersos, desvelando la hermosura estética que palpita en el interior de toda monstruosidad. Ahora bien, no es menos cierto que, a lo largo de la lectura, vislumbraremos incontables luces entre las sombras -a modo de dinoflagelados o tal vez de luciérnagas- donde la poesía impregna de dulzura la ceniza amarga que nos han hecho tragar los gestores de todo este despropósito financiero.
En el Breviario Negro encontraremos, expuestos como en una sala del museo de los prodigios: la visión de un paisaje desplegado sobre el cuerpo de la amada; el peregrino que, entretenido por mil tribulaciones, nunca llega a alcanzar la añorada Santiago; el desdoblamiento del cosmos, que hace que los habitantes de épocas distantes entre sí se encuentren en inexplicables bucles espaciotemporales; la civilización asediada por los lobos; la perpetuación de la codicia; la victoria cotidiana de la superchería sobre la razón; la amedrentadora presencia del mítico buey que custodia las puertas de la Nada; la enigmática criatura generada en el deseo del propio autor; la voz de Chateaubriand regresando desde la tumba para defender su maltrecha memoria; la mano de Penélope tirando del hilo que va deshaciendo la prenda donde los dioses tejieron la Historia de la humanidad; el Decreto Ley que obliga a los súbditos a estar muertos; el pavoroso sometimiento del ser humano al imperio del mal; el insaciable apetito de los cadáveres; la eterna persecución de la víctima por su asesino; la conciencia del que sube a la barca de Caronte; el barbero que degüella a su silencioso cliente; el niño glotón que devora la papilla, y el plato, y la mesa, y el mundo, y el universo...
Qué es el Brevario Negro
Estas piezas, con apariencia de relato y alma de haiku, poseen la inmensa cualidad de lo breve al tiempo que acarician la eternidad del instante. Son poemas sin arrebato melodramático y cuentos sin historia. Beben de la tradición narrativa romántica desarrollando una singular personalidad en el ámbito del género fantástico. Habría que puntualizar aquí que, salvando dos juegos explícitos con Las memorias de ultratumba de Chateaubriand y la obra de Kafka, la herencia literaria del autor, casi genética, permanece tan indeleble como implícita.
La contenida pasión de este escritor desborda aquí todos los géneros como la espuma que rebasa la pinta de cerveza y burbujea bajo la nariz del honesto bebedor. La presencia de un lenguaje poético transforma lo tétrico, lo siniestro, lo macabro, en pura belleza estética, en emoción intelectual, en sensualidad descarnada.
Ahora bien, si me permito el atrevimiento de afirmar que esta es la mejor publicación de su autor -al menos hasta la fecha-, habría que establecer algunas matizaciones en cuanto a su carácter innovador, y no sólo en el estilo, sino también en lo estructural. Resultaría poco menos que un despropósito comparar el Breviario Negro con Las frutas de la luna , por cierto, una notable colección de relatos que, hasta el momento, coronaba la producción de este maestro de la narrativa breve.
Breviario Negro está más cerca de la quimera de Almanaque de asombros -espléndido referente- y de la quietud de Ukigumo, que de los Cuentos de otro mundo o Los demonios del lugar. Este (sic) semillero de delirios, este libro de oraciones fantástico e impío, este calendario de adviento con ventanitas que se abren y guardan detrás una sorpresa, oficia como una maquinaria defensiva para contrarrestar las pesadillas de una realidad hostil con otras más seductoras, medidas, variadas y hermosas narradas con la precisión de un afinado francotirador.
Imaginación y estilo se confabulan aquí para tejer una obra al margen de los parámetros tradicionales, donde Olgoso ha estirado el lenguaje hasta alcanzar una belleza expresiva sumergida en el abismo de la fantasía onírica, que rompe todos los moldes y sienta -eso espero- interesantes precedentes.
En cuanto a la muerte -o no- de la novela como soporte narrativo, dadas las circunstancias, no creo que se trate de una cuestión capital. Con novela o sin ella, la literatura seguirá existiendo mientras existan lectores y escritores que busquen un algo más en el más común de los vehículos expresivos; mientras alguien siga creyendo que con una sola vida no basta.
En cuanto a la pregunta surgida de la hipotética (o no) muerte de la novela, tal vez podamos hallar cumplida respuesta en las transgresoras páginas de este Breviario Negro, un compendio de piezas inclasificables, donde la Literatura brilla por encima de otras intencionalidades.
Breviario Negro es, en contraposición con su título, un libro brillante, donde nuestra propia oscuridad es dibujada con eficaz lucidez. Las piezas de este complejo rompecabezas han sido ensambladas con un afán de perfección poco común, y con un mimo apreciable después de la lectura global. Todas ellas obran como habitaciones de un mismo edificio, comunicadas por un largo pasillo donde confluyen las cuarenta puertas entreabiertas.
Porque este último libro publicado por Ángel Olgoso, ya no es un ramillete de relatos breves, como hasta ahora ha sucedido con los dieciséis títulos precedentes a excepción, claro está, del libro de haikus Ukigumo, síntesis casi milimétrica de la literatura breve en estado puro. Breviario negro, es algo muy diferente a toda la anterior producción de este maestro de la precisión narrativa. En ese aspecto Olgoso ha conseguido alcanzar el viejo sueño, en el que otros tantos han fracasado, de superar las barreras entre lo épico y lo lírico, entre la poesía, la novela, el cuento, e incluso el drama. Una de esas anomalías que apenas he vuelto a presenciar desde los tiempos del mejor Julio Cortázar.
La necesidad de fragmentar la acción, una acción que trasciende más allá de la timorata estructura funcional, no obsta para alcanzar un perfil que define sin resquicios la unidad, casi compacta, del libro.
El gran saqueo
Todas las piezas parten de una circunstancia común: han sido gestadas y paridas bajo el designio de una coyuntura histórica marcada por lo que el autor ha venido en denominar El Gran Saqueo, término que Ángel Olgoso acuñó mucho antes de que, a aquella líder política de rancio abolengo, le traicionara el subconsciente y se dejara llevar -inédita circunstancia- por un violento brote de sinceridad.
Dentro de esta turbia atmósfera de mofa, befa y escarnio desde el poder hacia el modesto contribuyente, de vampirismo del amo hacia el criado, de entronización de la mentira y banalidad del mal, estos (sic) relatos enemigos del día, nacen como una débil llama que ilumina tenuemente el cieno en el que nos hallamos inmersos, desvelando la hermosura estética que palpita en el interior de toda monstruosidad. Ahora bien, no es menos cierto que, a lo largo de la lectura, vislumbraremos incontables luces entre las sombras -a modo de dinoflagelados o tal vez de luciérnagas- donde la poesía impregna de dulzura la ceniza amarga que nos han hecho tragar los gestores de todo este despropósito financiero.
En el Breviario Negro encontraremos, expuestos como en una sala del museo de los prodigios: la visión de un paisaje desplegado sobre el cuerpo de la amada; el peregrino que, entretenido por mil tribulaciones, nunca llega a alcanzar la añorada Santiago; el desdoblamiento del cosmos, que hace que los habitantes de épocas distantes entre sí se encuentren en inexplicables bucles espaciotemporales; la civilización asediada por los lobos; la perpetuación de la codicia; la victoria cotidiana de la superchería sobre la razón; la amedrentadora presencia del mítico buey que custodia las puertas de la Nada; la enigmática criatura generada en el deseo del propio autor; la voz de Chateaubriand regresando desde la tumba para defender su maltrecha memoria; la mano de Penélope tirando del hilo que va deshaciendo la prenda donde los dioses tejieron la Historia de la humanidad; el Decreto Ley que obliga a los súbditos a estar muertos; el pavoroso sometimiento del ser humano al imperio del mal; el insaciable apetito de los cadáveres; la eterna persecución de la víctima por su asesino; la conciencia del que sube a la barca de Caronte; el barbero que degüella a su silencioso cliente; el niño glotón que devora la papilla, y el plato, y la mesa, y el mundo, y el universo...
Qué es el Brevario Negro
Estas piezas, con apariencia de relato y alma de haiku, poseen la inmensa cualidad de lo breve al tiempo que acarician la eternidad del instante. Son poemas sin arrebato melodramático y cuentos sin historia. Beben de la tradición narrativa romántica desarrollando una singular personalidad en el ámbito del género fantástico. Habría que puntualizar aquí que, salvando dos juegos explícitos con Las memorias de ultratumba de Chateaubriand y la obra de Kafka, la herencia literaria del autor, casi genética, permanece tan indeleble como implícita.
La contenida pasión de este escritor desborda aquí todos los géneros como la espuma que rebasa la pinta de cerveza y burbujea bajo la nariz del honesto bebedor. La presencia de un lenguaje poético transforma lo tétrico, lo siniestro, lo macabro, en pura belleza estética, en emoción intelectual, en sensualidad descarnada.
Ahora bien, si me permito el atrevimiento de afirmar que esta es la mejor publicación de su autor -al menos hasta la fecha-, habría que establecer algunas matizaciones en cuanto a su carácter innovador, y no sólo en el estilo, sino también en lo estructural. Resultaría poco menos que un despropósito comparar el Breviario Negro con Las frutas de la luna , por cierto, una notable colección de relatos que, hasta el momento, coronaba la producción de este maestro de la narrativa breve.
Breviario Negro está más cerca de la quimera de Almanaque de asombros -espléndido referente- y de la quietud de Ukigumo, que de los Cuentos de otro mundo o Los demonios del lugar. Este (sic) semillero de delirios, este libro de oraciones fantástico e impío, este calendario de adviento con ventanitas que se abren y guardan detrás una sorpresa, oficia como una maquinaria defensiva para contrarrestar las pesadillas de una realidad hostil con otras más seductoras, medidas, variadas y hermosas narradas con la precisión de un afinado francotirador.
Imaginación y estilo se confabulan aquí para tejer una obra al margen de los parámetros tradicionales, donde Olgoso ha estirado el lenguaje hasta alcanzar una belleza expresiva sumergida en el abismo de la fantasía onírica, que rompe todos los moldes y sienta -eso espero- interesantes precedentes.
En cuanto a la muerte -o no- de la novela como soporte narrativo, dadas las circunstancias, no creo que se trate de una cuestión capital. Con novela o sin ella, la literatura seguirá existiendo mientras existan lectores y escritores que busquen un algo más en el más común de los vehículos expresivos; mientras alguien siga creyendo que con una sola vida no basta.