Poesía como cursos de agua en “Jaraíz”, de Miguel Ángel Curiel

El autor publica su último poemario, en el que se combinan dimensión mítica y narratividad lírica, con la editorial Amargord


El poeta español Miguel Ángel Curiel (Alemania, 1966) ha publicado “Jaraíz” (Amargord, 2018), un poemario en el que confluyen los “cursos de agua” que el autor iniciara en sus anteriores libros. Así esta poesía, con dimensión mítica e intención de narratividad lírica, arrastra hacia una visión de la vida certera, lúcida y acogedora. Por Baldo Ramos.




En los tiempos que corren, ya pocos lectores de poesía de este país desconocerán quién es el poeta españo nacido en Alemania Miguel Ángel Curiel (1966) y qué hace que su poesía sea inconfundible. Pero a pesar de que algunos de sus libros sean conocidos y reconocidos por premios y crítica, lo cierto es que tener una visión completa e íntegra de su larga producción poética no siempre le va a resultar sencillo a los lectores. El propio autor propicia estos espacios de sombra al dar cuenta de toda su bibliografía. Y creo intuir por qué.

Nuestro poeta publica su primer libro en 1998: Los bosques del frío. Tanto este como sus libros posteriores,  En los bosques de Yuste (1999) y Travesía (2000) resultan hoy prácticamente inencontrables, lo que decepciona en parte, porque en estas obras ya habla un poeta sorprendentemente maduro, con una voz llena de aristas, de recodos que invitan a desentrañar sus accesos, sus intrincados vericuetos.

Todos sabemos cómo nace un gran río. De un pequeño manantial de agua subterránea  surge una pequeña corriente que busca su curso hasta formar un riachuelo que busca otro mayor en el que desembocan sus aguas. Y así hasta llegar al mar.

La poesía de Miguel Ángel Curiel es un territorio atravesado por el agua. Cursos de agua que se encuentran, que se confunden, que bajan hasta su poesía para devolverla luego, hechos palabra, a su origen, a ese lugar primero del que nace todo y al que todo viene a morir. Jaraíz.

Su concepción de la poesía explica esa dificultad, de la que antes hablaba, para conocer sus primeros libros. Las primeras aguas desembocan en nuevos cursos. Así sus libros. Tiene nuestro autor por costumbre publicar un nuevo libro con textos de otros libros anteriores: reescritos, con una nueva disposición versal, con títulos diferentes… De tal modo que su obra se va ensanchando, enriqueciendo de nuevas aguas que nos impiden reconocer la procedencia de sus afluentes y los antiguos cursos por los que han llegado a confluir con sus nuevos lechos. Aguas que se buscan, que siempre acaban confluyendo en una perfecta red que el poeta teje con la maestría de un artesano de la palabra.

La aguas de la poesía de nuestro autor son aguas dulces. Pocas veces aparece el mar. Y si lo hace es siempre con sabor a muerte, con sabor a salitre manriqueño o con algún tipo de connotación negativa que pone distancia de por medio entre la palabra y el poeta: “El hombre que había visto el mar / no hablaba de lo que había visto”, dice en un poema de Travesía.

En Jaraíz (Amargord, 2018), en diferentes momentos, escribe: “Del mar / sale sal negra”, “Casi olvido el mar / él me olvida / no quiero volver a verlo / ni que me vea”, “Las desembocaduras de los ríos nos llenan de realismo. ¿Sabrás tú entregarte a la salada noche del último día?” o, de forma explícita, “El mar respira como el muerto”. 

Leer la poesía de Curiel es como descender el curso de un río que nos lleva a otro río que nos lleva a otro río. Es un viaje aparentemente de descenso, pero en realidad su poesía crece, se agranda, nos arrastra haciendo círculos. Círculos que tienen su centro, su origen. Un origen que es principio pero también final. Espacio de acogida. Jaraíz.

Para el poeta ese origen es el silencio. […] “el silencio entre poema y poema. Hay allí un álamo de mirada negra, el hijo de Leuca. El nombre de la muerte es Vitae. Desde entonces Basho me llama. Ese camino nadie lo recorre salvo el crepúsculo”, escribe en el texto que abre el libro. Jaraíz es origen pero también destino.

Efecto de irrealidad 

A lo largo de toda la obra, la presencia constante de la naturaleza puede inducirnos a pensar que su poesía es realista porque describe la naturaleza de manera aparentemente objetiva. Esa apariencia, esa distancia que hace verosímil su poesía, es uno de sus mayores hallazgos: simbolismo creíble, con raíces, reconocible.

En parte, esta sensación de realidad simbólica creíble nos la da la concepción del poemario como un continuum de textos que se entrelazan en una pretendida narración cotidiana con estructura de diario personal. De hecho el autor confiesa a menudo que escribe a diario, como el que respira, con ese hábito casi enfermizo que hacía a Juan Ramón Jiménez un poeta obsesionado con la perfección formal.

Este efecto de irrealidad tan creíble, tan próxima, tan aparentemente reconocible está trabajada en la obra de Curiel con la misma habilidad y dedicación de los autores del realismo mágico (o, como a alguno de ellos le gustaba decir, de lo real maravilloso).

Literatura en la que la dimensión mítica, sagrada, nacida de una naturaleza descrita desde la imaginación, la alucinación, la ebriedad del conocimiento del mundo, nos obliga a entrar en un espacio único con sus propias coordenadas. Acogimiento, evasión. El milagro de la gran literatura.

En relación con esta dimensión mítica de la poesía curielana, habría que entender su constante exploración de la narratividad lírica en muchas de sus obras, también en Jaraíz, que se constata en recursos como la disposición en prosa de muchos de sus textos, la intención de crear espacios míticos en los que el yo poético protagoniza desdoblamientos narrativos (acción contenida, narración acotada, microrrelato) o consiguiendo que, en la acción narrada, el yo es siempre un escenario, un espejo del mundo, evitando en todo momento lo confesional. De ahí la dimensión colectiva, universalizadora, próxima al mito, de toda su obra. Un buen ejemplo de todo ello sería el poema “Arcadia” (pág. 81):

"Solo con ver el paisaje se sabe que todos murieron.
No deja de mirar el cielo con los ojos blancos. Un lugar que no se parece a nada. Miro el mundo, no hay nadie. Solo con ver el paisaje se sabe que todos murieron. No deja de mirar el cielo con los ojos blancos. Un lugar que no se parece a nada. Miro el mundo, no hay nadie".

Estremece en todo momento el hecho de que ese yo suele estar siempre solo, solo en el mundo, pero siempre cerca, como un dios decepcionado, como un dios que siente su obra como un fracaso necesario para sobrevivir. Un dios convertido en ángel (personaje tan presente en sus poemas), degradado, expulsado del cielo, rebajado a transitar, a vagar, por una Arcadia despoblada, de ríos secos, de luz negra.

Hay en la concepción poética de Miguel Ángel Curiel una elaboración consciente y constante de isotopías, de redes de significado poético. Lugares recorridos y recurrentes en su poesía que crean un mundo visual y táctil que invita a la complicidad con el lector, a su confidencia. En todo el libro, es prácticamente imposible encontrar poemas en los que no aparezcan estas 12 palabras: luz, sol, nieve / hielo, negro/a, ojo, río, blanco, frío, agua, poema, quemar / arder, azul.

Y en los textos en los que no aparecen (por ejemplo, en los poemas de las páginas 150 o 157), se trata siempre de textos breves que distienden la red de significados simbólicos, oxigenando el conjunto, su cohesión tan bien trabada. Respiros para el poeta y para el lector.

El mundo poético de Curiel, a pesar de su dureza, de sus desolados no lugares, es un territorio hospitalario en el que nuestra mirada y nuestro tacto se reconocen. Lector sumergido, nadador de aguas templadas o caminante en medio de una nevada en el reverso negro del sol, donde el poeta se protege de la locura de la luz, de la ebriedad de la canícula. “Gencianas violetas en la nieve. Lo frío está caliente como una raíz de amor”.

Habla el autor de su poesía refiriéndose a ella como “esta escritura que se adelanta demasiado a lo que dice”. Poesía de la revelación, epifánica: poesía que abre espacios, que crea luz para iluminarlos. No es una poesía que cierra, que acota espacios, que impone una luz ensimismada o asfixiante. Es una poesía de aperturas, que invita a ser descifrada, a ser poseída desde dentro; una poesía de puertas abiertas, de bisagras forzadas, de estancias exteriores.

La poesía de Curiel queda siempre resonando tras la lectura. Reconstruyendo ángulos, iluminando aristas, zonas de sombra. Su poesía no desemboca en el mar. Su poesía es río que desemboca en un río que desemboca en otro río. Laberinto de luz negra. Cauce de corriente que nunca se estanca, que no se remansa en el sentido previsible, en la interpretación complaciente y consensuada. Corriente de agua escurridiza. Como anguila que atraviesa la experiencia del lenguaje.

Cuando avances en la lectura de Jaraíz, lector atento, sentirás cómo sus aguas te llevan, te arrastran por el río de una visión de la vida certera, lúcida, acogedora. Descenderás sus aguas como el nadador que se deja llevar, que se deja entender por la corriente.

Sumergido, la poesía de Curiel te transmitirá una verdad serena. Pero si asomas tu cabeza a la superficie, te arriesgarás a dejar de hacer pie, desorientado, exhausto, incapaz de ser cuerpo líquido en las entrañas del río que te lleva en su lectura. Porque, como ya hemos dicho, su poesía es un río que desemboca en otro río que desemboca en otro río. Aguas que descienden en espiral, que nos envuelven, que nos obligan a ser nadadores de una palabra que nos sumerge, que nos exige, que nos invita a contener la respiración para poder comprenderla.

Si haces este esfuerzo, conseguirás entrar en la poesía de uno de los poetas más originales y reconocibles de la poesía española actual. Y saciarás tu sed en ese río de aguas torrenciales y serenas, transparentes y oscuras, donde late un corazón lleno de vida. Torrencial y serena. Porque, como él mismo afirma: “No me deja morir el río”.


Martes, 4 de Diciembre 2018
Baldo Ramos
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