Acusa Witold Gombrowicz en su célebre libelo titulado Contra los poetas a esa poesía relamida y esnob que ha perdido pie con el suelo firme y que se ha convertido en un ritual autocomplaciente, en una forma huera sin sentido pues, recuerda, “hasta la religión muere cuando se convierte en rito”.
En respuesta, como aludido, le escribe Czeslaw Milosz una carta que comienza así: "¡Señor Gombrowicz!" En ella, el poeta, también polaco, hace una defensa de lo que llama “la pureza del tono” con la que sucesos normales y hasta triviales pueden elevarse a la dimensión de lo duradero.
Defiende Milosz la poesía que no es fin en sí misma y que sirve de puente entre poeta y lector a partir de un interés compartido. En esta tensión de difícil equilibrio se movería la poesía moderna, unas veces vencida hacia uno de los extremos, otras vencedora de ambos.
La del madrileño Víktor Gómez (1967) en su libro Pobreza (Calambur, 2013) supone un desafío singular: el de no dejarse abrumar por esa panoplia del verbo y el artificio que el lector puede encajar como agresividad.
Pero también el de saber armarse con un fino cedazo que separe las partes sutiles de las gruesas, que desgrane lo que hay de vínculo y de interés común con nosotros, lectores, en este libro de rara intensidad, que por fortuna es mucho.
La penuria del lenguaje
Parte este libro de una situación inicial clara: la penuria de la poesía, del lenguaje y, en última instancia, del mundo. La pobreza moral del hombre en un momento de la historia en el que el protagonista aparente es el vencido, el que está abajo, inerme, injuriado, represaliado o violado en un estado de excepción que ha convertido la protesta en delito:
rabiosa la rata corre en zigzag huye de palos tiros golpes hasta que una porra una bota una piedra le impactan en el lomo la cabeza el vientre y cae para morir como una rata destruida por otras ratas uniformadas
sin denuncia ni delito ni jurisprudencia (p. 64)
Sin embargo, en la práctica, ese protagonismo puede que no sea sino otra forma de capitulación: figurar como nota a pie de página para que la historia siga su curso ajena a él.
“Aún sin nombre” es, de manera significativa, el título de la primera y más extensa parte de este libro. El adverbio temporal alude y denuncia una falta que se ha extendido en el tiempo, solicita una restitución –de la dignidad– aún por llegar. El protagonista que Víktor reivindica siquiera dándole presencia, situándolo aquí, no puede darse, hurtada su identidad, más que en el anonimato: los amarillos las naufragadas los morenos las sinoficio los indóciles las callejeras (p. 62).
Un anonimato, que como nos mostró Saramago, es espacio para la solidaridad pero también para la barbarie. Nótese de nuevo ese doble filo, la antinomia como eje vertebrador: entre pureza e impureza, artificio y candidez, apariencia y ser, dentro y fuera. La misión del poeta, observador contradictorio, parece construirse sobre un juego de ocultamiento y desvelo: oscurecer el discurso para dar mejor luz:
en la discordia de la luz y el cuerpo –viejos topos– hemos tropezado violentamente con las claridades (p. 34)
aprieto el puño abro la mano y espolvoreo luz
abro la mano cierro el puño y amaso sombra (p. 53)
En respuesta, como aludido, le escribe Czeslaw Milosz una carta que comienza así: "¡Señor Gombrowicz!" En ella, el poeta, también polaco, hace una defensa de lo que llama “la pureza del tono” con la que sucesos normales y hasta triviales pueden elevarse a la dimensión de lo duradero.
Defiende Milosz la poesía que no es fin en sí misma y que sirve de puente entre poeta y lector a partir de un interés compartido. En esta tensión de difícil equilibrio se movería la poesía moderna, unas veces vencida hacia uno de los extremos, otras vencedora de ambos.
La del madrileño Víktor Gómez (1967) en su libro Pobreza (Calambur, 2013) supone un desafío singular: el de no dejarse abrumar por esa panoplia del verbo y el artificio que el lector puede encajar como agresividad.
Pero también el de saber armarse con un fino cedazo que separe las partes sutiles de las gruesas, que desgrane lo que hay de vínculo y de interés común con nosotros, lectores, en este libro de rara intensidad, que por fortuna es mucho.
La penuria del lenguaje
Parte este libro de una situación inicial clara: la penuria de la poesía, del lenguaje y, en última instancia, del mundo. La pobreza moral del hombre en un momento de la historia en el que el protagonista aparente es el vencido, el que está abajo, inerme, injuriado, represaliado o violado en un estado de excepción que ha convertido la protesta en delito:
rabiosa la rata corre en zigzag huye de palos tiros golpes hasta que una porra una bota una piedra le impactan en el lomo la cabeza el vientre y cae para morir como una rata destruida por otras ratas uniformadas
sin denuncia ni delito ni jurisprudencia (p. 64)
Sin embargo, en la práctica, ese protagonismo puede que no sea sino otra forma de capitulación: figurar como nota a pie de página para que la historia siga su curso ajena a él.
“Aún sin nombre” es, de manera significativa, el título de la primera y más extensa parte de este libro. El adverbio temporal alude y denuncia una falta que se ha extendido en el tiempo, solicita una restitución –de la dignidad– aún por llegar. El protagonista que Víktor reivindica siquiera dándole presencia, situándolo aquí, no puede darse, hurtada su identidad, más que en el anonimato: los amarillos las naufragadas los morenos las sinoficio los indóciles las callejeras (p. 62).
Un anonimato, que como nos mostró Saramago, es espacio para la solidaridad pero también para la barbarie. Nótese de nuevo ese doble filo, la antinomia como eje vertebrador: entre pureza e impureza, artificio y candidez, apariencia y ser, dentro y fuera. La misión del poeta, observador contradictorio, parece construirse sobre un juego de ocultamiento y desvelo: oscurecer el discurso para dar mejor luz:
en la discordia de la luz y el cuerpo –viejos topos– hemos tropezado violentamente con las claridades (p. 34)
aprieto el puño abro la mano y espolvoreo luz
abro la mano cierro el puño y amaso sombra (p. 53)
La poesía tampoco está exenta
Textos herméticos, pero trabados como vasos comunicantes, nos trasladan esa indisimulada perversión de nuestros días que consiste en exhibir la indecencia a plena luz del día. Nuestra realidad social, económica y política más inmediata, su degradación a espectáculo, las contradicciones internas y la escalada salvaje de desigualdad.
Todo esto funciona como leitmotiv en unos poemas que encuentran, además, felices hallazgos, ráfagas de luminosidad.
[…] la utilidad sobrevalorada caducados los cartuchos fuma la mejor hierba sin intermediarios –desnudo sobre el pecho arcilla verde ilegible– el espasmo la invasión invisible devora lo que eres química farmacológica Caballo de Troya destruyendo tus defensas en nombre del progreso –extravío– benefactor (p. 33)
La pobreza, generalizada en todos los ámbitos de nuestra vida, no impide sin embargo el deber cívico. Al contrario, le sirve de aliento. Estar fuera es otro modo de estar dentro, y viceversa (canto dentro de un adentro, p. 69).
Fijémonos –recordando el imprescindible libro La gobernanza del miedo, de Alicia García Ruiz– en las fronteras interiores de nuestras ciudades que invisibilizan a ciertos sectores condenados a una lenta muerte social. Pensemos en la configuración del espacio urbano siguiendo el modelo de un inmenso escaparate que gestiona la desigualdad arrinconando lo que no ha de verse.
muertecito de miedo descelebra el pericote su inminente libertad tras media vida cautivo su condena empieza ahora quizá por eso hay una ley que les prohíbe morirse en el centro de la ciudad o en lugares de interés turístico –oh dolor del ver que inventaste las alcantarillas ay dolor del diálogo (p. 65)
La voz del poeta recoge este desgarro, en el que se siente incluido. Este es el lugar de la poesía en el año 2013 en España, entre smartphones, tabletas, en un tiempo de libertad vigilada, de espectacularización de nuestras vidas irreales que consumimos como simples espectadores.
No son pocas las voces que se alzan, la del poeta es una más, con sus resortes propios pero con la misma actitud: cuestionar el estado de excepción que se nos ha impuesto como una consecuencia lógica y natural. La insurrección comienza dentro del lenguaje mismo que había olvidado sus posibilidades combinatorias, su capacidad de saltarse las normas, su libertad.
y en la tesitura teselas del calígrafo zurdo hablandar la escucha y deshuchar sus monedillas cruzar en rojo los semáforos dejar que fermente lo inverosímil no pronunciar la jaula
miedo (p. 49)
Víktor Gómez nos plantea en Pobreza un collage de textos nacidos de una aguda conciencia lingüística y social, textos híbridos que hacen de la agramaticalidad, la torsión sintáctica y la apelación directa al otro el arma de resistencia adecuada para un mundo disperso y fracturado.
Su puzle no aspira a ser resuelto, sino a mostrarse, a ser; y en ese estar aquí y ahora encuentra su misión: decir, decirse y decirnos. La marginalidad de la poesía y de las letras en general, con sus convenciones estéticas más o menos habituales, también con su invisibilidad y sus propias corruptelas, como todo acto cultural que permita la libre expresión de la conciencia, contiene un latido revolucionario.
Una poesía, podríamos decir, de la utilidad, pues se levanta sobre la reivindicación de la palabra como ética necesaria; de la inmediatez, pues por sus intersticios se filtra la miseria moral de nuestro tiempo; y de la búsqueda, pues del empobrecimiento espera que surja una energía latente.
Esta marginalidad, territorio poético predilecto, puede recrearse a partir de un romanticismo donde el sujeto, replegado en círculos concéntricos, hace saltar, en ese cerrarse, chispas de formidable intensidad como Maite Dono en Sobras (El Gaviero).
También puede recrearse en un yo expansivo que aspire a una comunicación verdadera con el otro, al que llama y apela a un diálogo, a la palabra, como símbolo de esa suma que propicia la colectividad. En ambos casos, el yo soy otro aparece como solicitud y requerimiento, es decir, como un yo dependo del otro. Por tanto, la pobreza es asimismo riqueza. Por más que nos hayan enseñado justo lo contrario, las afueras son justamente el centro.
Comenzaba este texto planteando una confrontación al hacer dialogar las palabras de Gombrowicz con las de Milosz. Tras una lectura atenta, creo que los poemas de Víktor Gómez, tan alambicados como humanos, están libres de toda sospecha. No son fines, sino medios para expresar una verdad que nos concierne de manera crucial. En palabras del escritor polaco, la palabra es devuelta a su verdadera vocación: la comunión del hombre con el hombre.
El exceso poético, con querencia a dejarse llevar por terrenos ficticios o afectados, es refrenado y equilibrado aquí por una conciencia de estilo de más hondura y alcance. Un espíritu vitalista, unitario y de militancia recorre este libro y concita al lector que se acerca a sus páginas hacia un choque del que la poesía tampoco está exenta.
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
Textos herméticos, pero trabados como vasos comunicantes, nos trasladan esa indisimulada perversión de nuestros días que consiste en exhibir la indecencia a plena luz del día. Nuestra realidad social, económica y política más inmediata, su degradación a espectáculo, las contradicciones internas y la escalada salvaje de desigualdad.
Todo esto funciona como leitmotiv en unos poemas que encuentran, además, felices hallazgos, ráfagas de luminosidad.
[…] la utilidad sobrevalorada caducados los cartuchos fuma la mejor hierba sin intermediarios –desnudo sobre el pecho arcilla verde ilegible– el espasmo la invasión invisible devora lo que eres química farmacológica Caballo de Troya destruyendo tus defensas en nombre del progreso –extravío– benefactor (p. 33)
La pobreza, generalizada en todos los ámbitos de nuestra vida, no impide sin embargo el deber cívico. Al contrario, le sirve de aliento. Estar fuera es otro modo de estar dentro, y viceversa (canto dentro de un adentro, p. 69).
Fijémonos –recordando el imprescindible libro La gobernanza del miedo, de Alicia García Ruiz– en las fronteras interiores de nuestras ciudades que invisibilizan a ciertos sectores condenados a una lenta muerte social. Pensemos en la configuración del espacio urbano siguiendo el modelo de un inmenso escaparate que gestiona la desigualdad arrinconando lo que no ha de verse.
muertecito de miedo descelebra el pericote su inminente libertad tras media vida cautivo su condena empieza ahora quizá por eso hay una ley que les prohíbe morirse en el centro de la ciudad o en lugares de interés turístico –oh dolor del ver que inventaste las alcantarillas ay dolor del diálogo (p. 65)
La voz del poeta recoge este desgarro, en el que se siente incluido. Este es el lugar de la poesía en el año 2013 en España, entre smartphones, tabletas, en un tiempo de libertad vigilada, de espectacularización de nuestras vidas irreales que consumimos como simples espectadores.
No son pocas las voces que se alzan, la del poeta es una más, con sus resortes propios pero con la misma actitud: cuestionar el estado de excepción que se nos ha impuesto como una consecuencia lógica y natural. La insurrección comienza dentro del lenguaje mismo que había olvidado sus posibilidades combinatorias, su capacidad de saltarse las normas, su libertad.
y en la tesitura teselas del calígrafo zurdo hablandar la escucha y deshuchar sus monedillas cruzar en rojo los semáforos dejar que fermente lo inverosímil no pronunciar la jaula
miedo (p. 49)
Víktor Gómez nos plantea en Pobreza un collage de textos nacidos de una aguda conciencia lingüística y social, textos híbridos que hacen de la agramaticalidad, la torsión sintáctica y la apelación directa al otro el arma de resistencia adecuada para un mundo disperso y fracturado.
Su puzle no aspira a ser resuelto, sino a mostrarse, a ser; y en ese estar aquí y ahora encuentra su misión: decir, decirse y decirnos. La marginalidad de la poesía y de las letras en general, con sus convenciones estéticas más o menos habituales, también con su invisibilidad y sus propias corruptelas, como todo acto cultural que permita la libre expresión de la conciencia, contiene un latido revolucionario.
Una poesía, podríamos decir, de la utilidad, pues se levanta sobre la reivindicación de la palabra como ética necesaria; de la inmediatez, pues por sus intersticios se filtra la miseria moral de nuestro tiempo; y de la búsqueda, pues del empobrecimiento espera que surja una energía latente.
Esta marginalidad, territorio poético predilecto, puede recrearse a partir de un romanticismo donde el sujeto, replegado en círculos concéntricos, hace saltar, en ese cerrarse, chispas de formidable intensidad como Maite Dono en Sobras (El Gaviero).
También puede recrearse en un yo expansivo que aspire a una comunicación verdadera con el otro, al que llama y apela a un diálogo, a la palabra, como símbolo de esa suma que propicia la colectividad. En ambos casos, el yo soy otro aparece como solicitud y requerimiento, es decir, como un yo dependo del otro. Por tanto, la pobreza es asimismo riqueza. Por más que nos hayan enseñado justo lo contrario, las afueras son justamente el centro.
Comenzaba este texto planteando una confrontación al hacer dialogar las palabras de Gombrowicz con las de Milosz. Tras una lectura atenta, creo que los poemas de Víktor Gómez, tan alambicados como humanos, están libres de toda sospecha. No son fines, sino medios para expresar una verdad que nos concierne de manera crucial. En palabras del escritor polaco, la palabra es devuelta a su verdadera vocación: la comunión del hombre con el hombre.
El exceso poético, con querencia a dejarse llevar por terrenos ficticios o afectados, es refrenado y equilibrado aquí por una conciencia de estilo de más hondura y alcance. Un espíritu vitalista, unitario y de militancia recorre este libro y concita al lector que se acerca a sus páginas hacia un choque del que la poesía tampoco está exenta.
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.