Pequeña teología de la lentitud, una llamada al arte

Ocho artes para dejarse desconcertar por el inefable resplandor de cada amanecer


El arte de la lentitud, del perdón, el arte de cuidar y habitar, de la compasión, de la felicidad, el arte de morir y el arte de no saber, son los componentes de la teología de la lentitud, una propuesta del pensador portugués José Tolentino Mendonça. Su anhelo: que la humanidad se deje desconcertar por el inefable esplendor de cada amanecer. Por Juan A. Martínez de la Fe.


Juan A. Martínez de la Fe
06/02/2018

Hay libros que pueden pasar desapercibidos por sus dimensiones. Craso error. Es lo que puede ocurrir con Pequeña teología de la lentitud, de, pensador portugés José Tolentino Mendonça (Fragmenta Editorial, Barcelona, 2017), una obra pequeña de tamaño y reducido número de páginas, pero un gran libro por su contenido. Con lo cual, ya se puede (y se debe) deducir que se trata de un texto redactado para no ser leído rápidamente, sino, por el contrario, como recita El Piyayo, de José Carlos Luna, Pan de flor de harina, mascarlo despasio […] así, despasito, muy remascaíto, migaja a migaja, que dure. Pues de eso se trata, de leerlo con lentitud, para que cale.
 
Quizás, lo primero que llame la atención es el propio título; introducir el concepto de Teología, por muy pequeña que sea, puede resultar equívoco. ¿Quizás la búsqueda parsimoniosa y reflexiva de Dios o de un dios? Quizás. Puede que el autor lo haya puesto ahí, apoyándose en la concepción aristotélica del término, como una división central de la filosofía. Quizás. Pero no es lo importante. En su interior, lo que nos encontramos, es una llamada al arte, a muchas maneras de concebir el arte que nos propone Mendonça. No en vano la vida puede ser considerada un arte, con sus técnicas; unas técnicas que son las propuestas del autor.
 
El arte de la lentitud
 
Lógicamente, el primer arte que nos ofrece es el de la lentitud. Y, ciertamente, es un arte el intento de demorar la vertiginosa rapidez que nos envuelve. Hoy, lo que importa son los resultados, lo que lleva a una jornada laboral que invade y sobrepasa la esfera de lo privado; y, sin embargo, este agitado ritmo no nos deja percibir lo que nos estamos perdiendo, nos impide vivir. Nos aconseja Mendonça rescatar nuestra relación con el tiempo, mediante una relajación interior.
 
Del arte de lo inacabado, nos hace ver el autor que el tiempo no se estira, que el día tiene veinticuatro horas y no cuarenta y ocho, por lo que hemos de aceptar que no podemos alcanzar todos los objetivos que nos hemos propuesto. Sus palabras: “el punto de inflexión se produce cuando contemplamos de otra forma lo inacabado, no solo como indicador o síntoma de carencia, sino como condición inexcusable del propio ser”. Nuestra vida no se basta a sí misma, sino que siempre precisa la mirada del otro, que es mirada y es otro; nuestra vida solo se resuelve individualmente a intervalos ya que solo alcanza su sentido en el acto de compartir y darse.
 
¿Qué ocurre con lo que no nos dan? El autor nos propone el arte de agradecerlo. Parte de la base de que lo esencial es que nuestra vida es un receptáculo del don, que hemos experimentado (y seguimos haciéndolo) que somos protegidos, cuidados, acogidos y amados, pues, en muchos sentidos somos la obra de los otros. Es tanto lo que recibimos que debemos de agradecer, también, lo que no se nos da. Y cita textualmente las palabras de una anónima (para el lector) informante: “El hecho de que no se me haya concedido alguna de ellas me ha obligado a descubrir en mí fuerzas insospechadas y, en cierto modo, me ha permitido ser yo”.
 
El arte del perdón
 
Es frecuente exponer nuestras heridas como si de condecoraciones se tratara, transitando por la vida con el marchamo de víctimas. El problema es que puede ocurrir que la desgracia íntima devenga en un podio endeble en el que nos blindamos. Si soy víctima es porque el otro es agresor, sin percatarnos de que también él está atravesado por el sufrimiento, su falta de amor no es deliberada; quizás, no era yo el destino de la herida abierta, sino que soy daño colateral de un magma de violencia a la deriva, listo para explotar. Todos necesitamos el perdón, pero el perdón no es un acuerdo sino un gesto unilateral que hace enmudecer la voz de la venganza.
 
Nuestra cultura, mitificadora de la eficacia y del utilitarismo ha abolido el valor de esperar. Por eso es necesario un arte, el arte de esperar. Es probable que el poderoso deseo de inmediatez, que hace onerosa cualquier espera, solo sea un disimulado reflejo defensivo, el miedo creciente de que, en un mundo acelerado (¡bendita lentitud!) no exista nada al final ni nadie que nos espere. Necesitamos decirnos y predicar que la espera no es sinónimo de pérdida de tiempo, sino que puede ser justo lo contrario, reconocer el propio tiempo, el tiempo necesario para ser; tomar tiempo para uno mismo, como lugar de maduración.
 
El arte de cuidar y habitar
 
El arte de cuidar. Dice el autor: “Nuestras sociedades son conglomerados de hijos que no saben qué hacer con sus padres, que consideran la vejez un obstáculo y un atraso, que hacen todo lo posible por ocultar la vulnerabilidad porque carecen de recursos para dialogar con ella”. Y nos ofrece una comparación con la obra de arte que ha pasado a ser un objeto mercantil, no algo valioso que cuidar.
 
El arte de habitar. En planteamiento de Heidegger, “existir como humanos corresponde fundamentalmente al habitar. ‘Yo soy’, ‘tú eres’, significa ‘ya habito’ ‘tú habitas’. El ser humano, por lo tanto, se realiza a medida que habita”. ¿Qué significa habitar para el filósofo? Habitar quiere decir proteger y cultivar. Y recurre a la Biblia, donde se cuenta que Dios, el Señor, tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara; de donde, cultivar nos remite, necesariamente, al modo en que transformamos la naturaleza con nuestra actividad. Conclusión: no solo estamos llamados a servirnos de la vida para vivir, sino, también, a cuidar de los demás seres vivos.
 
Si hay algo importante es saber si estamos o no dispuestos a amar la vida tal y como se nos presenta, es decir, el arte de contemplar la vida. Porque si no somos prudentes y generosos para mantener los ojos bien abiertos sobre el presente, en una alianza con el ahora, ¿qué ciencia podrá fundarnos el futuro?, se pregunta el autor. Vivir es simple: abandonarnos al flujo inexorable de la vida. Y concluye que condicionar el gozo por la vida a una felicidad soñada es ya renunciar a él.
 
Tasas de abandono, no solo escolar, sino de tareas, compromisos e ilusiones, son grandes. Porque nos falta el arte de la perseverancia. ¿Tiene sentido hablar de perseverancia cuando de lo que oímos hablar es de flexibilidad, movilidad, eventualidad, negociación, …? Pues sí, porque perseverar es aguantar, persistir en una orientación porque se tiene una meta a la vista y tiene que ver con las dificultades internas propias del camino o de la decisión tomada. Y, por supuesto, se trata de un combate en todo momento y en todas las etapas. Es la única vía para alcanzar el objetivo propuesto. Y es un arte.

El arte de la compasión
 
Como lo es el arte de la compasión. Vivimos momentos en los que se exacerban los miedos y los rechazos al otro. Una resistencia a la compasión, en definitiva, que es más bien una actitud de defensa frente a una vulnerabilidad con la que no sabemos lidiar. Como bien expresa José Tolentino, “en el dolor ajeno intuimos un sufrimiento que puede llegar a ser nuestro y preferimos alienarnos de cualquier manera, mediante la huida o el fingimiento”. ¿Qué significa compadecer? Sufrir el sufrimiento del otro como otro; no se trata de una simbiosis; sabemos que no podemos curar, pero sí sabemos que, tanto o más que la cura, lo que importa es estar presentes.
 
Y parecería ilógico que, en un mundo donde se nos anuncia por doquier la manera de comprar la felicidad, aparezca en esta obra un capítulo dedicado al arte de la alegría. Sin embargo, no es baladí dedicar unas páginas al tema. Porque en nuestra filosofía occidental ha existido, y persiste, un vínculo estrecho entre sabiduría y pesimismo y podemos observar cómo un espíritu torturado y reticente despierta más adhesión que todos cuantos se esfuerzan por mantener viva la alegría.
 
Y no carece de cierta lógica, ya que el pesimismo es, a menudo, la respuesta más fácil a la presión del tiempo, con lo que volvemos al arte de la lentitud. La alegría es una expresión profunda del ser: en bondad, en verdad, en belleza y constituye una expansión personalísima de sí mismo. La alegría también se aprende y, pese a tener una expresión física, conserva su naturaleza eminentemente espiritual. La alegría no nos pertenece, simplemente irrumpe y nos atraviesa cuando aceptamos construir la existencia como práctica de la hospitalidad.
 
A lo largo de la vida, perdemos muchas cosas, especialmente cuando se producen grandes cambios; la cuestión es saber cómo enfrentarnos a lo que perdemos, lo que el autor denomina el arte de ir al encuentro de lo que se pierde. Y una cosa que se nos está diluyendo es el arte de contar, de narrar, somos más lectores/receptores que narradores, con un notable desequilibrio. Y, además, transitamos del papel, de la página, a la electrónica: “Estamos inaugurando una nueva forma de organizar la experiencia humana, menos estática que la escritura, mucho más instantánea, global, accesible y atractiva”. Lo que nos lleva al riesgo de perder ese margen de tiempo para la reflexión; un consejo del autor: “la almohada es mejor consejera que la pantalla”.
 
El arte de la felicidad
 
Líneas más arriba hablábamos de comprar la felicidad. Y nos preguntamos por qué, con tantas promesas publicitarias, no somos felices, conformándonos con que la felicidad sea un bien tan deseado como escaso. Ocurre que nos negamos a aceptar que presupone un aprendizaje, un conocimiento, una actitud. Es paradójico que siendo tan crédulos respecto a la técnica y a cuanto proviene de ella, seamos agnósticos militantes en relación a las posibilidades de todo ser humano de concebirse y realizarse felizmente. Parece como si la publicidad fuese la que dialogase con nuestras necesidades últimas, de ser felices, ocupando sus profesionales el papel de los maestros espirituales que nos enseñan a pensar cómo saciar esa hambre intensa de felicidad que tenemos grabada en nuestro corazón.
 
Dice el refrán que de desagradecidos está lleno el infierno. Por eso el autor nos explica el arte de la gratitud, de sentirnos agradecidos por lo que somos y por lo que nos es dado. No en vano, más que sentir esa gratitud, nos dejamos llevar por el sentimiento de la envidia por lo que son o tienen los otros: “nos obsesiona la desmedida felicidad que imaginamos en los demás y experimentamos esa admiración enfermiza como un agravio personal y como una injusticia”. Lo opuesto a esta envidia es la gratitud, íntimamente ligada a la confianza, al bien que crece en los otros, al bien que el otro es en sí mismo, independientemente de mí y al bien que yo recibo de él. Motivos, ciertamente, no nos faltan. Solo resta pensar en el arte de agradecer.
 
Como homo desiderans nos califica José Tolentino. Y en forma interrogativa, no afirmativa como en el resto de capítulos, nos plantea ¿El arte de escuchar nuestro deseo? Porque todos tenemos un deseo profundo que no depende de ningún medio o necesidad; un deseo que no tiene nada que ver con las cotidianas estrategias consumistas, sino con “el amplio horizonte de consumar, de realizarme como persona única e irrepetible, de asumir mi rostro, mi cuerpo hecho de exterioridad e interioridad (ambas tan vitales), de mi silencio, de mi lenguaje”. Felicidad, en este sentido, no es estar saciado; se trata de una ausencia, de una insatisfacción dinámica y que me proyecta; un deseo que es insaciable, que no se sacia, sino que se intensifica porque aspira a algo que no se puede poseer: el sentido.
 
El arte de morir y de no saber
 
El arte de morir es una película, es un libro, es un planteamiento de distintas escuelas de pensamiento; y es el título de uno de los capítulos de esta obra. Decía Montaigne que morimos porque estamos vivos; la muerte es una expresión de la vida, enigmática, impenetrable, intraducible si se quiere, pero es en la vida donde hemos de comprender la muerte. Es ella, la muerte, una oportunidad para contemplar la vida con mayor profundidad. Y a su luz, aprender a estar con los otros cuando llegue la hora.
 
El arte de no saber es el último de los capítulos que el autor aborda en el presente libro. Y lo hace pensando en el futuro de la humanidad; no se alinea con los pesimistas ni con los optimistas; más bien, piensa que surgirán nuevas gramáticas para comprender e intervenir en el mundo y se pregunta: ¿qué importa todo eso?
 
Podemos errar y hemos de bendecir al futuro que se ría de nosotros por haberlo confundido todo, que nos critique por tanto que hemos producido y que tan mal hemos repartido, y bendecir ese futuro que nos inspire modos de existencia más auténticos, más atentos con el ser humano. Y concluye: “Aún anhelo algo más; que la humanidad llamada a habitar lo que para nosotros es el futuro sienta a veces que no sabe qué pensar. Es decir, que se deje desconcertar por el inefable esplendor de cada amanecer”.
 
El posible lector que tenga entre sus manos este libro de José Tolentino Mendonça encontrará pilares sobre los que fundamentar un pensamiento serio y coherente, aquí expresado con un estilo poético, cargado de profundidad. Abordarlo y leerlo con lentitud, como debe ser.



Juan A. Martínez de la Fe
Artículo leído 20544 veces



Más contenidos