Pasar del materialismo a la re-evolución es posible

Lo que en realidad está hoy en juego es poner fin al bloqueo que sufre la humanidad, metida en un callejón sin salida a múltiples niveles


Hoy en día domina, entre las élites intelectuales y capas sociales europeas amplias, el llamado materialismo filosófico. Pero, ¿qué es el materialismo en realidad? ¿A qué puede deberse su histórico prestigio? Y¿qué relación tiene con la situación actual de nuestras sociedades? Por José Luis San Miguel de Pablos.


José Luis San Miguel de Pablos
18/09/2012

Simulación computacional de las señales de un partícula en una colisión del LHC, en la que se produjo el bosón de Higgs. Fuente: CERN.
Habrá lectores que piensen que está perfectamente claro lo que es el materialismo: no otra cosa que la convicción de que la materia es el sustrato último de “todo”, y que ella y sus combinaciones múltiples pueden explicarlo “todo”, entendiendo por “todo” la totalidad de los fenómenos. La materia sería, por tanto, la realidad última y primaria.

Esto es también lo que vienen a decir los manuales. Pero ya sabemos que la materia atómica no es el sustrato último, y esto los materialistas también lo saben. ¿Entonces…?

No es un problema demasiado importante. La física nos enseña que la materia atómica y molecular no es la realidad última, pero sí pueden serlo las partículas elementales, los electrones y los quarks. Esta sería, pues, la materia auténtica y es a ella a la que podría referirse una concepción materialista actualizada. Las partículas subatómicas, elementos materiales cuasi puntuales y “simples”, serían por tanto los auténticos átomos de Demócrito, puestos en evidencia por los megaaceleradores, como el ginebrino del CERN.

Ciertamente el término “partícula” está de moda, sin que apunte ninguna alternativa terminológica frente a la insistencia mediática en que los físicos están embarcados en la tarea de detectar determinadas partículas. El bosón de Higgs (“la partícula de Dios”), sin ir más lejos… ¿Son consecuentes los físicos de altas energías al permitir, o incluso incentivar, la identificación del objetivo de sus investigaciones con “la búsqueda de partículas”?

Cabe alimentar dudas al respecto, porque ¿acaso andan buscando corpúsculos, las bolitas duras de Demócrito y Rutherford …? ¿No habíamos quedado en que las entidades cuánticas son onda-y-partícula? ¿Por qué es tan poco mencionada la faceta ondulatoria, el “aspecto campo” de lo que se investiga? Aunque es verdad que algo sí se ha hablado de ello al tratar del bosón de Higgs: se ha dicho que se trata de un campo universal que muy difícilmente puede ser observado en su “aspecto partícula”, y que es el causante de que exista la propiedad másica de la materia en general.

Se está obligado a concluir que esta materia no es la de Demócrito, ni tampoco la que creían conocer bien los teóricos históricos del materialismo. Esta materia, si es que se la puede llamar así, no es precisamente lo más adecuado para fundamentar una filosofía materialista, y es por ello que no son pocos los epistemólogos plenamente racionalistas que abogan por sustituir el término “materialismo” por “fisicalismo”, ya que así pueden pasar a primer plano otras entidades que la ciencia actual reconoce como más básicas que la materia, como la energía, el campo y el espacio-tiempo.

No obstante, el materialismo filosófico sigue ahí y concita todavía importantes apoyos. A primera vista parece inexplicable, pero la explicación puede haberla encontrado, entre otros, Georges Gusdorf, autor de la entrada “Matérialisme” de la Enciclopedia Universalis, quien afirma que lo que sobrevive es un materialismo sin materia.

Materialismo sin materia

¿Cómo puede ser? Quizás porque el verdadero eje del materialismo actual no es la fundamentalidad de la materia (que implicaría centramiento en una realidad positiva), sino la negación de otra fundamentalidad, la de la consciencia.

Un poco de historia puede venir bien. En el Occidente antiguo, Demócrito afirmaba que el alma y el pensamiento estaban, como todo lo demás, formados por la combinación de unos átomos que eran objetos simples, en los que no había nada que guardase la menor relación con la interioridad de los humanos. Lo que es menos conocido es que en la India existió asimismo una escuela materialista: la de los charvakas (siglo VI a.C.) para quienes la materia, ciega y eterna, lo es todo, sin que sea preciso concebir nada aparte de ella. Es curiosamente con estas concepciones materialistas primitivas con las que más entronca el materialismo radicalizado de los siglos XIX al XXI.

Porque el materialismo filosófico no ha sido siempre exactamente así… No cabe duda que el autor de la Monadología, Leibniz, era atomista, ya que dice al comienzo de su opúsculo: (1) “La Mónada de que vamos a hablar no es sino una sustancia simple que entra a formar los compuestos; simple quiere decir sin partes.” (3) ”Las tales Mónadas son los verdaderos Átomos de la Naturaleza, y en una palabra, los Elementos de las cosas.” Pero en el parágrafe 17 encontramos la siguiente disquisición:

Forzoso es, por lo demás, confesar que la Percepción, y lo que de ella depende, es inexplicable por razones mecánicas, es decir, por las solas figuras y movimientos. Si se finge una máquina cuya estructura la haga pensar, sentir…, tener Percepción, podremos concebirla aumentada y conservando las mismas proporciones, de suerte que se pueda entrar en ella como en un molino. Supuesta tal máquina, no hallaremos, si la visitamos por dentro, más que piezas empujándose unas a otras, pero nunca nada que explique la Percepción. Así pues, habrá que buscar esa explicación en la sustancia simple y no en lo compuesto o máquina.

Este problema, el mismo que David Chalmers, investigador actual de la consciencia, denomina el problema fuerte (de la existencia de la consciencia), fue captado, pues, con toda claridad por Leibniz. En realidad, Descartes -el padre del mecanicismo moderno- también lo había percibido, al darse cuenta, por vía intuitiva y no analítica, de la heterogeneidad radical, ontológica, entre “la materia” (res extensa) y “el alma o espíritu” que él identificaba con “el pensamiento” (res cogitans). Y es por ello que consideró necesario asumir, radicalizándola, la “solución” dualista.

La sensibilidad filosófica, o lo que es lo mismo, la clase de inteligencia que permite reconocer lo verdaderamente esencial, tan presente en los pensadores de la Ilustración, que se llamaban a sí mismos “filósofos”, hizo que, al decir de Gusdorf:

i[La filosofía materialista del siglo XVIII recoge -con La Mettrie, por ejemplo- algunos aspectos del cartesianismo, pero rechaza el dualismo como inútil e incomprensible. (…) Los físicos y biólogos de dicho siglo conciben la realidad bajo la forma de un conglomerado de partículas elementales, de “átomos de vida”… Pero sin ser por ello materialistas en el sentido del siglo XX. (…) Los diversos materialismos [del siglo de las Luces] son en realidad filosofías de la naturaleza. Para ellos, la materia se presenta bajo la forma de gránulos de vida que están dotados ya de irritabilidad y sensibilidad, si es que no, incluso, de pensamiento]i (1). (“Matérialisme” en Encyclopædia Universalis, Corpus, 14).

Materialismo y conciencia

Este tipo de concepciones conecta más bien con lo que Laín Entralgo llama “materismo” (¿Qué es el hombre?, 1999). Con dicho término, Laín quiere distinguir claramente del materialismo la visión de la materia de los filósofos renacentistas próximos a la tradición alquímica, como Paracelso. Un representante reciente del materismo es, sin el menor género de duda, Teilhard (2), cuyo precursor en este aspecto fue Bergson.

¿Pero qué pasó en el siglo XIX? Los ciclos de la Historia, que no son sólo políticos sino también culturales, propiciaron, antes de mediar la centuria, un tremendo bandazo que llevó del Idealismo/Romanticismo -cuyo pilar fundamental era la interioridad, la experiencia vivida- a un Positivismo tan exteriorista que llegaba a no reconocer, casi, la interioridad…, que la perdía literalmente de vista. Es el célebre cambio epistemológico experimentado por Marx y tan celebrado por la intelectualidad de los sesenta-setenta, por el que el filósofo transicionó de una concepción dialéctica integral, hegeliana, con el Espíritu en el centro, a un materialismo dialéctico que implicaba, en el aspecto antropológico, una visión muy empobrecida de la interioridad del ser humano. Sobre esto habrá que volver.

A partir de entonces podemos distinguir dos etapas: una primera, en la segunda mitad del XIX y principios del XX, en que la pervivencia de la imagen clásica de la materia servía de coartada para intentar disolver el problema de la consciencia, que pasaba a ser considerado crecientemente como un “falso problema” por los epifenomenismos en ascenso, al tiempo que los nuevos programas revolucionarios se focalizaban exclusivamente sobre el nivel sociológico, con olvido de la imprescindible -y complementaria- transformación interior de los individuos (líderes e ideólogos incluidos); y una segunda etapa, a partir del segundo cuarto del siglo XX, en que la mutación científica de la imagen de la materia era ignorada primero, y contorneada después por un materialismo que seguía necesitando contar con una materia lo suficientemente “dura” y totalmente ajena, por supuesto, a la consciencia.

Finalmente, quedó claro que para el materialismo el gran estorbo era… la consciencia misma. Voy a tratar de justificar esta afirmación, y el primer camino que seguiré es de índole socioeconómica.

La materia clásica -y la simplificación corpuscularista de la cuántica- es el dominio perfecto de lo cuantitativo, y cuantitativo quiere decir contable. Pero lo contable no es sólo lo que permite la medición, el control exacto y el conocimiento riguroso, científico; es también lo que permite cuantificar económicamente. De lo que se desprende que la materia clásica y el materialismo proporcionan el marco óptimo del economicismo y el mercantilismo.

En cambio, la consciencia, lo experiencial, no sirve para eso. Porque su ámbito es el de lo cualitativo que, de hecho, funda (ya que sin experiencia subjetiva no habría ni cualidades ni valores), y lo cualitativo-experiencial no puede ser objeto de exacta contabilidad. Por otra parte, el valor supremo real de todo ser vivo es su felicidad, el ser feliz, no el tener más, pseudovalor este que remite a materia cuantificable.

Es fácil ver que el materialismo metafísico y el materialismo práctico están inextricablemente ligados.

Hay también un argumento epistemológico que poner sobre la mesa. El positivismo, faceta epistémica del materialismo, proyecta la mirada sobre “lo que hay” haciendo abstracción del ojo que mira. El “haber” y el “no haber” son en sí, absolutamente, con olvido de la perspectiva fenoménica, que reclama sin posible escapatoria un sujeto consciente. Al positivismo, el sujeto le estorba; y con él, la consciencia.

Y está luego, pero no al final, la ética. Si la materia -ciega, aconsciente- lo es todo, y la subjetividad -con sus correlatos de sufrimiento y goce vividos- es mero epifenómeno o incluso una simple ilusión (pero ¿de quién? ¡jamás me cansaré de preguntarlo!), entonces las restricciones éticas (al mercadeo, al consumo, a la investigación…) se disuelven como espuma, faltas de referente ontológico. De una concepción semejante hay, ciertamente, quien saca beneficio. Y en el lado opuesto, las primeras víctimas son los animales, devueltos a su estatus cartesiano de autómatas. A continuación les toca a los humanos.

El “enigma cuántico” contradice el materialismo

Sin que pocos de sus partidarios se enterasen entonces, el materialismo metafísico recibió un golpe terrible hace ocho o nueve décadas, cuando los pioneros de la física cuántica desvelaron los rasgos paradójicos de los fundamentos más íntimos de la materia. “Partícula u onda, dependiendo del modo de observar”, “colapso observacional de realidades previamente no definidas”, “energía (pero ¿qué es exactamente?) igual a materia”, “vacío no equivalente a nada y sí lleno de energía”, “realismo no local”… son algunos de los postulados de un universo que habría provocado la incredulidad y el rechazo de un Demócrito y un Engels, por citar a dos ilustres teóricos del materialismo.

En esta misma sección publiqué hace unos meses un comentario de El enigma cuántico, de Rosenblum y Kuttner. Los dos autores se refieren al habitual tratamiento semiclandestino del problema de fondo, ineludible según ellos, que supone el encuentro, en la física cuántica, con la consciencia, como co-protagonista de numerosos fenómenos de ese nivel de la realidad. Dichos fenómenos no lo son sólo en sentido kantiano, que ya implica de todos modos un sujeto, sino que suponen una suerte de “participación” de éste que, según no pocos físicos, pasa de observador a participante.

Sin avalar a lo ¿Y tú que sabes? la lectura más extrema del “ser es ser percibido” de Berkeley, la cuántica justifica una concepción de la realidad basada en la idea de las dos orillas: un “algo” real que está ahí pero que en sí es inaccesible (la realidad velada de Bernard D’Espagnat) y que no se revela, no llega a ser plenamente, hasta que no interviene “la otra orilla”, nosotros, la(s) consciencia(s) observante(s).

Pero la concepción del mundo que restituye su función co-creadora al sujeto no se ciñe únicamente al ámbito de la física cuántica. Como numerosos filósofos han hecho ver en los últimos cien años, sin unos ojos que miran y, al hacerlo, ponen rostro a lo que ven, no hay propiamente “mundo”. “Sin nadie que la capte y la interprete -decía William James- la realidad natural no es más que una gran confusión zumbante”.

La abstracción radical del sujeto y de su presupuesto, la consciencia, ha dejado de ser un postulado en física. En una física que, poco a poco, se orienta a ser de nuevo “ciencia de la naturaleza total”, de la cual forma parte, misteriosamente, la interioridad de los vivientes.

El materialismo como antimística

A lo largo de las últimas décadas ha ido creciendo un enfoque trans- o incluso a-religioso de la mística. Es bien conocido que las experiencias de los místicos no entienden de dogmas, por lo que en los contextos religiosos fideístas las personas místicas siempre han estado bajo sospecha.

En las religiones interioristas -básicamente las extremoorientales- en cambio, en las que hay creencias pero no dogmas propiamente dichos, el papel reservado a la mística es mayor. Es un hecho, por otra parte, que hoy se tiende a separar cada vez más el misticismo de la “religión”, y a adscribirlo a la “espiritualidad” (3).

¿Qué rasgos definen las experiencias místicas? Se trata de un territorio difícil de acotar, cuya desmitificación y naturalización es, por otra parte, cada vez más urgente. De todos modos, algo puede decirse:

-- Se accede a un estado de lucidez inmediata, que no es consecuencia de proceso deductivo o analítico alguno, y que permite darse cuenta de la no identidad de la consciencia en sí con el yo psicológico ni con ninguno de sus contenidos concretos o de sus estados pasajeros.

-- Se tiene evidencia de que la consciencia es un “marco” ajeno al transcurrir temporal.

-- Se tiene evidencia de la absoluteidad del fondo último del propio ser, así como de la imposibilidad de que la escisión y multiplicidad de ese fondo sea real. “Consciencia oceánica” y “fusión con lo Absoluto” son vivencias recurrentes, también en místicos laicos, como Arthur Koestler.

-- Se tiene evidencia de que lo que llamamos “amor” dimana de la unidad última del Ser.

Obviamente la pertenencia de algunos místicos a sistemas confesionales hace que, en mayor o menor medida, revistan la exposición de sus experiencias con la iconografía o la simbología de sus religiones. Pero, aun así, se aprecia siempre un desbordamiento y una convergencia más allá de las creencias (4).

Interesa observar la actitud de los filósofos -y, en general, de los intelectuales- que se consideran materialistas, ante el misticismo. Es extremadamente negativa. Abundan las acusaciones de “irracionalismo”, afirmaciones del tipo de que los místicos y sus experiencias bordean la patología, y ante todo un gran menosprecio. Se sigue, además, confundiendo misticismo con religión. Pero entre los que prefieren la etiqueta de “ateo” a la de “materialista” se encuentran matices. Es el caso de Compte-Sponville que, en L’esprit de l’athéisme (“El alma del ateísmo”, Paidós), plantea que no creer en Dios no significa carecer de vida espiritual, y que no faltan los ateos -entre ellos, él mismo- que sienten necesidad, no de “creer” sino de una espiritualidad.

Está también, no lo olvidemos, el sector no teísta, o abiertamente ateo, del budismo.

El ateísmo y el materialismo son, pues, dos cosas distintas, y dicha diferencia guarda, además, algún paralelismo con la existente entre religión y espiritualidad. “Ateísmo” se refiere a “Dios”, y “materialismo” a la ontología básica y sus rasgos definitorios. Se diría que el materialismo nos concierne a todos muy directamente, al tener que ver con lo que “somos”, mientras que el ateísmo interpela ante todo a las personas religiosas, a los creyentes, al negar el referente fundamental de las religiones teístas.

Por eso, me atrevería a decir que los ateos militantes son sobre todo antirreligiosos, mientras que quienes se definen como defensores de la filosofía materialista son antiespirituales. Por supuesto que unos y otros convergen con gran frecuencia, pero eso no quiere decir que sean la misma cosa. En este artículo no se trata del ateísmo y los ateos, sino del materialismo y los materialistas. Reales, no sólo teóricos.

Concentración del movimiento 15M en mayo de 2011 en Madrid. Fuente: Wikimedia Commons.
Materialismo y sociedad

Para todos está claro que la subida en flecha del materialismo y del ateísmo a partir del siglo XIX se explica, en buena medida, por la ganancia de prestigio de la ciencia, pareja al desprestigio creciente de la religión entre las élites culturales y el proletariado de los países occidentales.

Por lo que se refiere en concreto al materialismo metafísico, hay que sumar a esto la fijación decimonónica de una imagen muy democritiana de la materia, y el descrédito del vitalismo que había impregnado tanto las especulaciones dieciochescas como, más aun, la Naturphilosophie, el cual era reemplazado por una química orgánica que empezaba a alcanzar logros espectaculares, como la síntesis de la urea por Wöhler en 1828.

Fue en este contexto en el que se acuñó la célebre frase “el cerebro segrega el pensamiento como el hígado segrega la bilis”. Y la revolución industrial hizo el resto… Ejércitos de obreros-hormigas haciendo marchar complejos gigantescos de extracción (minería) y producción cada vez más mecanizados. Poco importaba ahí la interioridad, como reflejó Chaplin unas décadas después, en su obra maestra cinematográfica “Tiempos modernos”.

La asunción de la filosofía materialista por la principal ideología del movimiento obrero, el marxismo, queda así contextualizada. Otro motivo fue la confrontación con una religión institucional que se decantaba por los poderes establecidos y cuyo espiritualismo era dualista y transmundano. Pues la oposición al transmundanismo de casi todas las religiones -no sólo las del Libro (5)- fue otra razón de peso. Ya que centrarse en esta vida para luchar de forma decidida por remover los obstáculos que dificultan la posibilidad de ser feliz en ella, es una condición previa, y si la(s) religion(es) se opone(n) a ese centramiento porque “luego viene otra cosa que es lo que de verdad importa”, se puede entender la calificación de la religión por Marx de “opio del pueblo”.

Sin embargo, el precio que las corrientes opuestas a la explotación del hombre por el hombre han tenido que pagar por apostar a nivel filosófico por el materialismo ha sido, y es, muy alto. Cabe, en realidad, preguntarse si una concepción del mundo materialista es coherente con el combate por la dignidad y la felicidad de los seres humanos. Cierto que el adjetivo “dialéctico” matiza, debilitándolo en cierto modo, el “materialismo” sustantivo, puesto que la dialéctica -cuya intuición primera la resume el Yin-Yang taoísta- viene a coincidir con el principio de omni-interrelación dinámica generativa, tan valorado por las concepciones sistémica y compleja, y se opone al materialismo vulgar, mecanicista. Pero, por un lado, Lenin recondujo el materialismo dialéctico hacia el materialismo vulgar, con su aventurada afirmación de que “no hay diferencia entre fenómeno y objeto-en-sí” (Materialismo y empiriocriticismo) y, por otro, la oficialización del materialismo en el “socialismo real” mostró que cualquier metafísica, al convertirse en doctrina de estado, se transforma fatalmente en “religión” en el peor de los sentidos.

En todo caso, la pregunta esbozada unas líneas más arriba es pertinente. ¿El mejor marco espiritual para impulsar la liberación de la humanidad de las trabas alienantes que la hacen infeliz es una filosofía materialista? Como eficaz seguro contra cualquier transmundanismo que impida vivir el aquí-y-ahora en plenitud, muchos han creído que sí. Carpe diem es una máxima excelente, pero ¿es realmente imprescindible ser materialista y adherirse al gnosticismo de la nada (6) para vivir hic et nunc con plena entrega y consecuencia? La respuesta es no.

Cada instante de vida es inmensamente -quizá infinitamente- valioso, y da igual que haya o deje de haber algo “después”, puesto que cada tramo es también meta, y al revés, toda meta es sólo el final de un tramo. El camino -como saben los peregrinos lúcidos de Santiago de Compostela- es igual de importante que el objetivo, que por lo demás marca el inicio de nuevas singladuras. Este entendimiento del vivir, propugnado típicamente por las “nuevas” espiritualidades de raíces antiguas, rompe tanto con la veneración del “muero porque no muero” -que sólo se justifica a nivel literario- como con la idea de que solamente el materialismo permite un total centramiento en el vivir-aquí.

Pero vamos al meollo de la cuestión. Es el ser humano, sintiente y pensante, el que busca su plenitud y, como condición importante, la recuperación de su libertad, la quiebra de las servidumbres impuestas, de las desigualdades injustas, el fin de la pobreza extrema y de la degradación de sus condiciones de vida, así político-económicas como medioambientales.

Ahora bien, sólo una concepción del mundo que reconozca la centralidad de la esencia viva y consciente del sujeto puede servir de auténtico apoyo al combate ineludible. Porque unos entes que carecen de vida interior no se pueden liberar ¡puesto que nada hay entonces que liberar! Y por lo demás, la experiencia histórica ha hecho ver ya, reiteradamente, que las cadenas que es preciso romper no están únicamente “fuera”, en la superestructura económico-política, sino también “dentro”, en la individualidad misma, de suerte que la liberación tiene que ser psicoespiritual igualmente, o si no, la cosa no funciona. Y viceversa, porque el individualismo salvacionista tampoco sirve: la Humanidad, más aun, la vida de la Tierra, es una.

Abrir espacios en un callejón sin salida

Cuando, a mediados de 2011, el fenómeno conocido internacionalmente como la Spanish Revolution y en España como el Movimiento 15M llenó las plazas, no pocos, fuera y también dentro de aquella ebullición inesperada, se sorprendieron al ver constituirse en su seno grupos y comisiones “de espiritualidad”, y convocarse en momentos puntuales actos públicos meditativos, todo bajo la gran foto del Mahatma Gandhi que presidía el chiringuito de la Puerta del Sol.

Una propuesta corrió asimismo, y de hecho se baraja todavía, aunque no guste a los izquierdistas más ortodoxos: ¿y si en vez de insistir sobre el término revolución (7), cuyo historial contiene demasiadas sombras, se empezara a potenciar el de RE-EVOLUCIÓN? Porque lo que en realidad está hoy en juego es poner fin al bloqueo que sufre la humanidad, metida en un callejón sin salida a múltiples niveles.

Ahora bien, si algo está meridianamente claro es que este callejón sin salida tiene mucho, muchísimo, que ver con el materialismo. Me refiero ahora al materialismo práctico, a ese Mammón (¡qué cómica a la par que ajustada coincidencia entre la terminología evangélica y el vocabulario popular madrileño!) cuya incompatibilidad con el Espíritu afirma Jesús de forma taxativa.

No sólo está el aumento vertiginoso de las desigualdades materiales, está también el expolio brutal del planeta, sin que se salven las regiones clave para la supervivencia de la Humanidad, como la Amazonia o el Ártico, mientras los animales superiores son considerados simplemente “cosas”, y su sufrimiento -no sólo físico, también psíquico- se ignora por completo. Volviendo al hombre, está -por ejemplo…- el bombardeo economicista obsesivo de los medios, anterior a la crisis actual (¡cuyas causas no son precisamente espirituales!) que sólo lo ha incrementado. ¿Y qué decir de la “homologación” acorde al mercado, de los planes de estudio, en los que se reducen al mínimo las humanidades y se apunta a la filosofía como primera víctima propiciatoria?

Pero, como ya hemos visto, pretender que el materialismo práctico y el teórico o metafísico no guardan relación, es insostenible. La filosofía natural del economicismo capitalista es el materialismo, verdad es que… antes que dicho sistema y el tipo de vida que impone -sobre todo en su actual versión ultra- conduzcan a la extinción de cualquier clase de filosofía. En cambio, la asunción del materialismo metafísico por las corrientes históricas anticapitalistas fue (que no nos engañen las apariencias) un hecho contingente, comprensible, sí, pero incoherente en el fondo, que contribuye, además, a explicar las derivas indeseables, los fracasos y los estancamientos que son de todos conocidos.

Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde hace un siglo. Se suele decir que la humanidad ha avanzado enormemente en el aspecto tecnológico y nada en el ético (o en sabiduría). Yo soy un poco más optimista. Creo que algo vamos aprendiendo y progresando, y que hay más gente que piensa de lo que se suele admitir. Soy de la opinión de que, como se leía hace unos meses sobre una tosca pancarta de la Puerta del Sol de Madrid (el viento del Espíritu sopla donde quiere), LA RE-EVOLUCIÓN ES POSIBLE.

Ese viento se lleva a las religiones neolíticas. Pero no sólo. También al materialismo.

Parece que se trata de abrir espacio.


José Luis San Miguel de Pablos es profesor en la UPComillas, doctor en Filosofía, licenciado en Geología y colaborador de la Cátedra CTR.

Notas

(1) Es la idea que expone, por ejemplo, Diderot en el Coloquio entre D’Alambert y Diderot (1769).

(2) Véase especialmente El corazón de la materia (trad.: Sal Terrae). Ver también el excelente comentario (de cuatro autores) a dicho libro publicado en esta misma sección el 19 de mayo de 2010: “Un ensayo básico actualiza la filosofía de Teilhard”.

(3) El tema de la mística ocupa un lugar cada vez más relevante en el debate en curso sobre religion(es) y espiritualidad, lo que me parece lógico. En esta misma sección se puede ver: “La mística del siglo XXI…”, de María Dolores Prieto (28-05-2012), y también “La New Age ha buscado su conexión con la ciencia”, del autor (30-06-2008).

(4) Un desbordamiento que, precisamente, hace a los místicos problemáticos para los guardianes de la ortodoxia en diferentes tradiciones.

(5) Pues otra forma de transmundanismo pernicioso es la interpretación justificadora de las desigualdades e injusticias “inevitables” y de las castas, que el hinduismo tradicionalista hace de las doctrinas de la reencarnación y el karma.

(6) Hace tiempo que utilizo para mí esta expresión, para referirme a la creencia, sostenida por la inmensa mayoría de los materialistas como si fuese una certeza absoluta, de que “más allá de la muerte no hay nada”. La verdad es que acerca de eso nadie sabe nada, ni desde la fe (que se convendrá en que no es “saber”) ni desde la ciencia.

(7) Recordemos la etimología de “revolución”: dar la vuelta, como… ¡la célebre tortilla! Re-evolución significaría “volver a evolucionar”.



José Luis San Miguel de Pablos
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