“Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás”. Cuando una historia comienza de este modo de inmediato nos despierta una enorme curiosidad por ese narrador en primera persona y por la mujer descrita como el mayor desastre del mundo.
Tatiana Ţîbuleac (Chisináu, Moldavia, 1978), que vive en París y trabaja como periodista, es la autora de El verano que mi madre tuvo los ojos verdes (Editorial Impedimenta, 2019), una novela que vio la luz en 2016 y que se ha convertido en un fenómeno editorial. En su publicación en España ha tenido mucho que ver la insistencia de su traductora del rumano, Marian Ochoa de Eribe, a quien debemos también las memorables traducciones de Mircea Cărtărescu.
Si a este comienzo que nos atrapa le siguen frases como: “Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano”, deducimos que vamos a leer el relato de unos personajes bastante desquiciados, escrito con un estilo cuyo lenguaje directo nos recuerda a la literatura norteamericana del siglo XX. Nuestro narrador parece una especie de Holden Caulfield europeo, en una Europa de migraciones, desarraigos y contrastes.
Mezcla de estilos muy natural
Aleksy, un chico inglés, de familia inmigrante, abandona por fin una escuela especial después de siete años: “No había cambiado nada. Mika seguía muerta, y yo todavía quería pegar a la gente”. La única que lo espera es la madre peor vestida del mundo y que para colmo lleva siempre el cabello “trenzado en forma de cola de sirena”. Por suerte el padre había salido de la escena, se había divorciado y se había vuelto a casar con una polaca.
Sin embargo, a poco de avanzar la novela, el lenguaje va adquiriendo un tono poético que en ningún momento resulta extraño, pues los estilos se mezclan de un modo tan preciso, que el lector se sumerge en la historia como en un lago en el que la profundidad del agua cambia de manera imperceptible. A lo largo de la novela se intercalan unos breves capítulos de una sola frase donde Aleksy describe con metáforas los ojos verdes de su madre. “Los ojos de mi madre eran un despropósito”, dice la primera.
Ámsterdam era el paraíso y el destino que Aleksy se había marcado para ese verano. Con lo que había ahorrado, y junto con sus amigos Jim y Kalo, fumaría droga hasta hartarse y se acostaría con todas las mujeres que pudiera. Pero la madre lo convence para que se vaya con ella a Francia, a un pueblecito del norte, a pocos kilómetros del mar.
“Mi enfermedad tenía un nombre de dieciséis letras”, escribe Aleksy. Cuando inicia su relato ha llegado casi a la misma edad que su madre tenía entonces; se ha convertido en un pintor famoso y ha visitado a muchísimos psiquiatras quienes, a pesar de todo el dinero que les ha pagado, nunca le han dado la solución a su problema. El último le ha recomendado que escriba la historia de aquel verano. Y de esta forma Tatiana Ţîbuleac recurre a una las técnicas clásicas de la novela.
Los psiquiatras tampoco se han puesto de acuerdo en cuanto al origen de la enfermedad. Algunos dicen fue la muerte de la hermana Mika; otros creen que se debió a la profunda depresión en la que cayó su madre: “Durante todos aquellos meses la mujer que me había parido no me miró una sola vez, como si yo fuera un hueco vacío. Como si yo hubiera matado a su Mika”. Mientras, el padre, alcohólico, “no se desecaba jamás”, y pegaba al hijo por cualquier motivo. La abuela, a pesar de la situación, era la única que conservaba el juicio. Aleksy pensaba que era su padre el que tenía que haber muerto: “Si la muerte tuviera en cuenta la opinión de los demás, moriría mucha más gente adecuada”:
"Mika era nuestro pegamento, nuestra araña querida que nos había atrapado a todos, como a unos insectos, en su telaraña mágica y nos retenía en ella. Mika fue el único motivo por el que nos sentimos una familia durante varios años y no nos destrozamos como los perros rabiosos que éramos".
Tatiana Ţîbuleac (Chisináu, Moldavia, 1978), que vive en París y trabaja como periodista, es la autora de El verano que mi madre tuvo los ojos verdes (Editorial Impedimenta, 2019), una novela que vio la luz en 2016 y que se ha convertido en un fenómeno editorial. En su publicación en España ha tenido mucho que ver la insistencia de su traductora del rumano, Marian Ochoa de Eribe, a quien debemos también las memorables traducciones de Mircea Cărtărescu.
Si a este comienzo que nos atrapa le siguen frases como: “Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano”, deducimos que vamos a leer el relato de unos personajes bastante desquiciados, escrito con un estilo cuyo lenguaje directo nos recuerda a la literatura norteamericana del siglo XX. Nuestro narrador parece una especie de Holden Caulfield europeo, en una Europa de migraciones, desarraigos y contrastes.
Mezcla de estilos muy natural
Aleksy, un chico inglés, de familia inmigrante, abandona por fin una escuela especial después de siete años: “No había cambiado nada. Mika seguía muerta, y yo todavía quería pegar a la gente”. La única que lo espera es la madre peor vestida del mundo y que para colmo lleva siempre el cabello “trenzado en forma de cola de sirena”. Por suerte el padre había salido de la escena, se había divorciado y se había vuelto a casar con una polaca.
Sin embargo, a poco de avanzar la novela, el lenguaje va adquiriendo un tono poético que en ningún momento resulta extraño, pues los estilos se mezclan de un modo tan preciso, que el lector se sumerge en la historia como en un lago en el que la profundidad del agua cambia de manera imperceptible. A lo largo de la novela se intercalan unos breves capítulos de una sola frase donde Aleksy describe con metáforas los ojos verdes de su madre. “Los ojos de mi madre eran un despropósito”, dice la primera.
Ámsterdam era el paraíso y el destino que Aleksy se había marcado para ese verano. Con lo que había ahorrado, y junto con sus amigos Jim y Kalo, fumaría droga hasta hartarse y se acostaría con todas las mujeres que pudiera. Pero la madre lo convence para que se vaya con ella a Francia, a un pueblecito del norte, a pocos kilómetros del mar.
“Mi enfermedad tenía un nombre de dieciséis letras”, escribe Aleksy. Cuando inicia su relato ha llegado casi a la misma edad que su madre tenía entonces; se ha convertido en un pintor famoso y ha visitado a muchísimos psiquiatras quienes, a pesar de todo el dinero que les ha pagado, nunca le han dado la solución a su problema. El último le ha recomendado que escriba la historia de aquel verano. Y de esta forma Tatiana Ţîbuleac recurre a una las técnicas clásicas de la novela.
Los psiquiatras tampoco se han puesto de acuerdo en cuanto al origen de la enfermedad. Algunos dicen fue la muerte de la hermana Mika; otros creen que se debió a la profunda depresión en la que cayó su madre: “Durante todos aquellos meses la mujer que me había parido no me miró una sola vez, como si yo fuera un hueco vacío. Como si yo hubiera matado a su Mika”. Mientras, el padre, alcohólico, “no se desecaba jamás”, y pegaba al hijo por cualquier motivo. La abuela, a pesar de la situación, era la única que conservaba el juicio. Aleksy pensaba que era su padre el que tenía que haber muerto: “Si la muerte tuviera en cuenta la opinión de los demás, moriría mucha más gente adecuada”:
"Mika era nuestro pegamento, nuestra araña querida que nos había atrapado a todos, como a unos insectos, en su telaraña mágica y nos retenía en ella. Mika fue el único motivo por el que nos sentimos una familia durante varios años y no nos destrozamos como los perros rabiosos que éramos".
Y el cielo empezó a plegarse por sí mismo
Madre e hijo emprenden el viaje cuyo destino será una casa de campo: “Era una locura, parecía que la había diseñado yo mismo”. Desayunaban palomitas y cerveza e intentaban llevar una vida normal. Sin embargo la madre experimenta algunos cambios: adelgaza, habla y viste de otra forma. Aleksy se da cuenta de que el odio hacia ella “aunque no había desaparecido del todo, se había secado y lo cubría una costra, como la costra que cubre en tres días todas las heridas de las personas y en un solo día las de los perros”.
En aquel mundo idílico, a Aleksy le sobreviene una crisis. La realidad se convierte en recuerdos del día en que sufrió su primer episodio violento y comenzó a golpear a un chico. Las consecuencias fueron la denuncia de la otra familia y el traslado de Aleksy a “un lugar adecuado” donde terminó pasando aquellos “siete años de exámenes, tratamientos”, que lo “transformaron enseguida de un niño no querido en un adolescente averiado”
Ahora se encontraba solo, sin llaves, frente a la puerta de la casa de campo, y algo estalla en él. La descripción de esa crisis se convierte en uno de los momentos magistrales de la novela. Con una precisión metafórica sentimos lo que experimenta Aleksy al golpear la puerta:
“Una banda cálida como una serpiente naranja brotó de mi mano y siguió por mis venas, creciendo e hinchándose. El primer golpe me seccionó. El dolor me cortó como a una lombriz y me dividió en dos cuerpos”.
Y a la vez nos adentramos en el mundo tal y como él lo percibe en esos instantes:
“El cielo empezó a plegarse por sí mismo, como una hoja de papel, formando millones de cuadrados vivos y perfectos. La lluvia no caía ya de arriba abajo, sino que empezó a deslizarse en sentido contrario en miles de hilos transparentes organizados en columnas brillantes y tintineantes”.
Pero cuando todo acaba su madre está con él: “Me pegué a ella como una herida a un esparadrapo”. “Los ojos de mi madre lloraban hacia dentro”, escribe en otro breve capítulo. La madre lo curó, le dio las pastillas que tenía reservadas para ella, y que a él lo hicieron feliz como nunca había sido.
Y el tiempo se cerró tras nosotros
Un domingo, la madre llevó a Aleksy hasta un sembrado de girasoles para contarle la verdad del viaje:
“Dimos el último paso y el tiempo se cerró tras nosotros como una cremallera invisible”. A pesar de la dureza, aquel era uno de los pocos recuerdos hermosos que él conservaba: los girasoles, la insistencia de su madre en que no tuviera miedo, las palabras de ella diciéndole que deseaba aquel verano “para morir viviendo hasta el final”, como un cáncer rabioso:
“Porque a lo largo de toda su vida eligió siempre mal. Pero tampoco para vivir encontraba ya un porqué ni un cómo, pues estaba agotada por la falta de amor. Por fin tengo algo mío, Aleksy, algo que me quiere solo a mí.”
Con los días aumentaban los dolores de la madre y Aleksy debía cuidar de ella, pues se estaba convirtiendo en una niña desvalida. Sin embargo, aquellos instantes fueron para Aleksy como imágenes de cuadros hermosos. Había llegado el momento de la reconciliación, del perdón, de recuperar el amor perdido: “Te he querido, Aleksy, te he querido como he podido.”
Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas
Aleksy recordará siempre a su madre por sus ojos verdes de aquel verano, del mismo color de los de la hermana muerta. La madre le hablaba de sus del joven polaco que había venido por ella a Inglaterra y que había muerto en un accidente en la obra donde trabajaba. Él era “la sombra de una felicidad que nunca pudo llegar a ser”. También le contaba a Aleksy historias que él conocía, pero las idealizaba, como si hubieran sido tiempos felices. Otras veces hablaban del futuro, o ella daba consejos de madre:
“(…) La muerte es lo más probable que va a sucederle a un individuo. De hecho, lo único que le va a suceder con toda certeza. Por eso, Aleksy, no hagas nunca las cosas a lo tonto pensando que tendrás tiempo de enderezarlas, porque no lo tendrás. El tiempo de después lo utilizarás para hacer más tonterías y para morir más deprisa”.
Cruza también las páginas de la novela el personaje de Moira, que apenas se desarrolla, pues aparece como otra sombra de una felicidad que huye tan solo con tocarla. Y queda algún cabo suelto que el tiempo solucionará; pues a pesar de que Aleksy cuenta la historia de hace 14 años, en un momento escribe: “Hace unos veinte años que no veo a Jim y Kalo”. Sin embargo, a estas alturas, ya sabemos que del narrador no podemos fiarnos del todo; y que, dada su situación, le permitimos alguna que otra incoherencia.
Tatiana Ţîbuleac ha conseguido crear una novela intensa y conmovedora a partir de una historia que podría haberse quedado en un melodrama consabido. Y todo ello gracias a un estilo que refleja, como en un espejo, nuestros más profundos miedos: la realidad de la enfermedad y la muerte, de las decisiones equivocadas, de los juegos del destino, de la ausencia de ternura y amor. Sus personajes se sienten movidos por fuerzas a las que nunca quisieron abrirles la puerta, pero que están allí. “Que no tuviera miedo”, le insistía a su hijo la madre de ojos verdes; o exclamaba en uno de esos momentos de felicidad: “¡Ay, Aleksy, qué bonita es la vida!”.
Madre e hijo emprenden el viaje cuyo destino será una casa de campo: “Era una locura, parecía que la había diseñado yo mismo”. Desayunaban palomitas y cerveza e intentaban llevar una vida normal. Sin embargo la madre experimenta algunos cambios: adelgaza, habla y viste de otra forma. Aleksy se da cuenta de que el odio hacia ella “aunque no había desaparecido del todo, se había secado y lo cubría una costra, como la costra que cubre en tres días todas las heridas de las personas y en un solo día las de los perros”.
En aquel mundo idílico, a Aleksy le sobreviene una crisis. La realidad se convierte en recuerdos del día en que sufrió su primer episodio violento y comenzó a golpear a un chico. Las consecuencias fueron la denuncia de la otra familia y el traslado de Aleksy a “un lugar adecuado” donde terminó pasando aquellos “siete años de exámenes, tratamientos”, que lo “transformaron enseguida de un niño no querido en un adolescente averiado”
Ahora se encontraba solo, sin llaves, frente a la puerta de la casa de campo, y algo estalla en él. La descripción de esa crisis se convierte en uno de los momentos magistrales de la novela. Con una precisión metafórica sentimos lo que experimenta Aleksy al golpear la puerta:
“Una banda cálida como una serpiente naranja brotó de mi mano y siguió por mis venas, creciendo e hinchándose. El primer golpe me seccionó. El dolor me cortó como a una lombriz y me dividió en dos cuerpos”.
Y a la vez nos adentramos en el mundo tal y como él lo percibe en esos instantes:
“El cielo empezó a plegarse por sí mismo, como una hoja de papel, formando millones de cuadrados vivos y perfectos. La lluvia no caía ya de arriba abajo, sino que empezó a deslizarse en sentido contrario en miles de hilos transparentes organizados en columnas brillantes y tintineantes”.
Pero cuando todo acaba su madre está con él: “Me pegué a ella como una herida a un esparadrapo”. “Los ojos de mi madre lloraban hacia dentro”, escribe en otro breve capítulo. La madre lo curó, le dio las pastillas que tenía reservadas para ella, y que a él lo hicieron feliz como nunca había sido.
Y el tiempo se cerró tras nosotros
Un domingo, la madre llevó a Aleksy hasta un sembrado de girasoles para contarle la verdad del viaje:
“Dimos el último paso y el tiempo se cerró tras nosotros como una cremallera invisible”. A pesar de la dureza, aquel era uno de los pocos recuerdos hermosos que él conservaba: los girasoles, la insistencia de su madre en que no tuviera miedo, las palabras de ella diciéndole que deseaba aquel verano “para morir viviendo hasta el final”, como un cáncer rabioso:
“Porque a lo largo de toda su vida eligió siempre mal. Pero tampoco para vivir encontraba ya un porqué ni un cómo, pues estaba agotada por la falta de amor. Por fin tengo algo mío, Aleksy, algo que me quiere solo a mí.”
Con los días aumentaban los dolores de la madre y Aleksy debía cuidar de ella, pues se estaba convirtiendo en una niña desvalida. Sin embargo, aquellos instantes fueron para Aleksy como imágenes de cuadros hermosos. Había llegado el momento de la reconciliación, del perdón, de recuperar el amor perdido: “Te he querido, Aleksy, te he querido como he podido.”
Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas
Aleksy recordará siempre a su madre por sus ojos verdes de aquel verano, del mismo color de los de la hermana muerta. La madre le hablaba de sus del joven polaco que había venido por ella a Inglaterra y que había muerto en un accidente en la obra donde trabajaba. Él era “la sombra de una felicidad que nunca pudo llegar a ser”. También le contaba a Aleksy historias que él conocía, pero las idealizaba, como si hubieran sido tiempos felices. Otras veces hablaban del futuro, o ella daba consejos de madre:
“(…) La muerte es lo más probable que va a sucederle a un individuo. De hecho, lo único que le va a suceder con toda certeza. Por eso, Aleksy, no hagas nunca las cosas a lo tonto pensando que tendrás tiempo de enderezarlas, porque no lo tendrás. El tiempo de después lo utilizarás para hacer más tonterías y para morir más deprisa”.
Cruza también las páginas de la novela el personaje de Moira, que apenas se desarrolla, pues aparece como otra sombra de una felicidad que huye tan solo con tocarla. Y queda algún cabo suelto que el tiempo solucionará; pues a pesar de que Aleksy cuenta la historia de hace 14 años, en un momento escribe: “Hace unos veinte años que no veo a Jim y Kalo”. Sin embargo, a estas alturas, ya sabemos que del narrador no podemos fiarnos del todo; y que, dada su situación, le permitimos alguna que otra incoherencia.
Tatiana Ţîbuleac ha conseguido crear una novela intensa y conmovedora a partir de una historia que podría haberse quedado en un melodrama consabido. Y todo ello gracias a un estilo que refleja, como en un espejo, nuestros más profundos miedos: la realidad de la enfermedad y la muerte, de las decisiones equivocadas, de los juegos del destino, de la ausencia de ternura y amor. Sus personajes se sienten movidos por fuerzas a las que nunca quisieron abrirles la puerta, pero que están allí. “Que no tuviera miedo”, le insistía a su hijo la madre de ojos verdes; o exclamaba en uno de esos momentos de felicidad: “¡Ay, Aleksy, qué bonita es la vida!”.