“Bieguni” y “kairós” podrían ser las dos palabras que vertebran Los errantes (Anagrama, 2019) de Olga Tokarczuk (Sulechów, Polonia, 1962), cuya publicación en castellano ha coincidido con la concesión a su autora del premio Nobel de Literatura 2018.
Los errantes se publicó en Polonia en 2007 con el título Bieguni, una palabra difícil de traducir, ya que se refiere a una antigua secta ortodoxa rusa cuyos miembros creían que para que el mal no nos atrapara había que moverse continuamente. En polaco esta palabra guarda parecido con el verbo biegac (correr).
Quizás los traductores en las distintas lenguas podrían haber conservado el título original: Bieguni; quizás se hubiera creado un neologismo para designar un concepto que se entrecruza con el de “kairós”. En el ámbito anglosajón, Bieguni se ha traducido como Flights, mientras que Agata Orzeszek, la traductora al castellano, ha elegido Los errantes.
Para Olga Tokarczuk, lo importante son los detalles: “Hay demasiado mundo, así que es mejor concentrarse en el detalle, no en la totalidad”. Al igual que el cuerpo humano, Los errantes está compuesto por numerosas piezas de tamaño distinto y diferentes formas: fragmentos autobiográficos, relatos con dosis de humor negro, anotaciones del cuaderno de bitácora, reflexiones, mapas, hilarantes conferencias en aeropuertos sobre “Historia y fundamentos de la psicología del viaje”, así como algunas instrucciones sobre técnicas de conservación de cuerpos. Pero hay un hilo que va ensartando las piezas: es kairós, la ocasión, el lugar del tiempo.
Los errantes no es una novela lineal, podríamos considerarla como una miscelánea, o quizás como algo nuevo que aún carece de nombre, o como una irónica guía sobre nuestros viajes dentro y fuera de nuestros cuerpos.
El mundo en que vivimos tampoco es lineal, nuestras acciones son ahora simultáneas y superpuestas. Cuando se escribió Bieguni todavía no se habían comercializado los teléfonos inteligentes, que atrapan nuestra atención. La tecnología nos permite hacer varias cosas a la vez. Quizás, mientras escribo esto, reciba un mensaje o un correo electrónico, y es probable que decida leerlo en este mismo instante. Dejamos de mirar lo que nos rodea, de observar los detalles. Hemos asumido una nueva forma de realidad, pero todavía no hemos pensado lo suficiente en ello.
Aquí estoy
Los errantes comienza con algunas notas que dan fe de la existencia de la narradora, de su toma de conciencia del estar aquí, en el mundo. Recuerda los viajes veraniegos largamente planeados por sus padres: “No eran auténticos viajeros, porque se iban para volver. Y regresaban aliviados, con la sensación del deber cumplido”.
Sin embargo, es el movimiento lo que genera la energía de la narradora, que decide estudiar psicología, quizás como muchos lo hacen, no para ayudar a los demás, sino para descubrir sus propias taras ocultas:
Pero hoy sé algo a ciencia cierta: quien busque un orden, que evite la psicología. Más vale que opte por la fisiología o la teología, así tendrá al menos una base sólida, ya sea en la materia o en el espíritu; no tropezará con la psique. La psique es un objeto de estudio muy resbaladizo.
Su “tara oculta” es el “Síndrome de Desintoxicación Perseverante”, “regresar una y otra vez a ciertas ideas o, incluso, en buscarlas compulsivamente”. Sería una variante del Síndrome del Mundo Cruel. Los síntomas son la atracción por “todo lo defectuoso, imperfecto, roto. Me interesan las formas amorfas, los errores en la obra de la Creación, los callejones sin salida”.
“Mi peregrinación es siempre en pos de otro peregrino”, repite nuestra narradora, que sigue un itinerario por museos e instituciones como el Josephinum de Viena, con su colección de figuras de cera anatómicas:
Frente a aquella silenciosa multitud de modelos de cera y, agotada, me dejé llevar por un acceso de emoción. (…) ¿Quién inventó el cuerpo humano, y, por lo tanto, ostenta su eterno copyright?
Y el cuerpo habita en los fragmentos del mundo-tiempo:
El mundo se ve tan solo en fragmentos, no habrá otro. Hay instantes, migajas, configuraciones momentáneas que apenas formadas se desintegran en mil pedazos. ¿Vida? No existe tal cosa; veo únicamente líneas, superficies y poliedros y sus variaciones en el tiempo. El tiempo, a su vez, parece una herramienta sencilla para medir los pequeños cambios, una regla escolar con escala simplificada de apenas tres puntos: fue, es y será.
Los errantes se publicó en Polonia en 2007 con el título Bieguni, una palabra difícil de traducir, ya que se refiere a una antigua secta ortodoxa rusa cuyos miembros creían que para que el mal no nos atrapara había que moverse continuamente. En polaco esta palabra guarda parecido con el verbo biegac (correr).
Quizás los traductores en las distintas lenguas podrían haber conservado el título original: Bieguni; quizás se hubiera creado un neologismo para designar un concepto que se entrecruza con el de “kairós”. En el ámbito anglosajón, Bieguni se ha traducido como Flights, mientras que Agata Orzeszek, la traductora al castellano, ha elegido Los errantes.
Para Olga Tokarczuk, lo importante son los detalles: “Hay demasiado mundo, así que es mejor concentrarse en el detalle, no en la totalidad”. Al igual que el cuerpo humano, Los errantes está compuesto por numerosas piezas de tamaño distinto y diferentes formas: fragmentos autobiográficos, relatos con dosis de humor negro, anotaciones del cuaderno de bitácora, reflexiones, mapas, hilarantes conferencias en aeropuertos sobre “Historia y fundamentos de la psicología del viaje”, así como algunas instrucciones sobre técnicas de conservación de cuerpos. Pero hay un hilo que va ensartando las piezas: es kairós, la ocasión, el lugar del tiempo.
Los errantes no es una novela lineal, podríamos considerarla como una miscelánea, o quizás como algo nuevo que aún carece de nombre, o como una irónica guía sobre nuestros viajes dentro y fuera de nuestros cuerpos.
El mundo en que vivimos tampoco es lineal, nuestras acciones son ahora simultáneas y superpuestas. Cuando se escribió Bieguni todavía no se habían comercializado los teléfonos inteligentes, que atrapan nuestra atención. La tecnología nos permite hacer varias cosas a la vez. Quizás, mientras escribo esto, reciba un mensaje o un correo electrónico, y es probable que decida leerlo en este mismo instante. Dejamos de mirar lo que nos rodea, de observar los detalles. Hemos asumido una nueva forma de realidad, pero todavía no hemos pensado lo suficiente en ello.
Aquí estoy
Los errantes comienza con algunas notas que dan fe de la existencia de la narradora, de su toma de conciencia del estar aquí, en el mundo. Recuerda los viajes veraniegos largamente planeados por sus padres: “No eran auténticos viajeros, porque se iban para volver. Y regresaban aliviados, con la sensación del deber cumplido”.
Sin embargo, es el movimiento lo que genera la energía de la narradora, que decide estudiar psicología, quizás como muchos lo hacen, no para ayudar a los demás, sino para descubrir sus propias taras ocultas:
Pero hoy sé algo a ciencia cierta: quien busque un orden, que evite la psicología. Más vale que opte por la fisiología o la teología, así tendrá al menos una base sólida, ya sea en la materia o en el espíritu; no tropezará con la psique. La psique es un objeto de estudio muy resbaladizo.
Su “tara oculta” es el “Síndrome de Desintoxicación Perseverante”, “regresar una y otra vez a ciertas ideas o, incluso, en buscarlas compulsivamente”. Sería una variante del Síndrome del Mundo Cruel. Los síntomas son la atracción por “todo lo defectuoso, imperfecto, roto. Me interesan las formas amorfas, los errores en la obra de la Creación, los callejones sin salida”.
“Mi peregrinación es siempre en pos de otro peregrino”, repite nuestra narradora, que sigue un itinerario por museos e instituciones como el Josephinum de Viena, con su colección de figuras de cera anatómicas:
Frente a aquella silenciosa multitud de modelos de cera y, agotada, me dejé llevar por un acceso de emoción. (…) ¿Quién inventó el cuerpo humano, y, por lo tanto, ostenta su eterno copyright?
Y el cuerpo habita en los fragmentos del mundo-tiempo:
El mundo se ve tan solo en fragmentos, no habrá otro. Hay instantes, migajas, configuraciones momentáneas que apenas formadas se desintegran en mil pedazos. ¿Vida? No existe tal cosa; veo únicamente líneas, superficies y poliedros y sus variaciones en el tiempo. El tiempo, a su vez, parece una herramienta sencilla para medir los pequeños cambios, una regla escolar con escala simplificada de apenas tres puntos: fue, es y será.
Mapas y guías
“Cuando salgo de viaje desaparezco del mapa. Nadie sabe dónde me encuentro”, escribe Olga Tokarczuk. Es un momento de ausencia, como les ocurre a otras personas, que aparecen de pronto en la terminal de un aeropuerto o en la recepción de un hotel.
También podríamos borrar de los mapas todo lo que nos haya herido: ciudades o hasta un país entero pues “los mapas, comprensivos, lo aceptan, porque añoran esos espacios en blanco que evocan su feliz infancia”.
En cuanto a las guías de viaje “han causado un daño enorme”, porque “describir es como usar: desgasta”. La epidemia de las guías ha llegado a provocar enfermedades como el Síndrome Parisiense, que afecta a sobre todo a turistas japoneses que visitan París. Para la definición completa de este síndrome se pueda consultar Wikipedia “el proyecto cognitivo más honrado del ser humano”. Me ha resultado una guía muy útil después de leer Los errantes, pues me ha permitido viajar por lugares insospechados. Pero, como nos recuerda Olga Tokarczuk, Wikipedia nunca será una guía completa porque solo puede contener “aquello que sabemos expresar con palabras, las que existen”.
Gabinetes de Curiosidades Naturales
Los museos que visita la peregrina tuvieron su antecedente en los gabinetes de curiosidades naturales, donde los poderosos reunían “todo lo raro, cada manifestación de la aberración del mundo”. En Viena, Francisco I disecó el cadáver de un famoso cortesano de piel negra, Angelo Soliman, para exhibirlo con un taparrabos de hierba.
Joséphine Soliman, la hija, le envía varias cartas a Francisco I para que le devuelva el cuerpo de su padre y pueda darle cristiana sepultura. Le ruega también por otros seres humanos que se exhiben disecados en el Gabinete. Y en la última carta, ya indignada, se escribe: “No cabe ni brizna de duda, Majestad, de que el verdadero poder humano puede solo ejercerse sobre el cuerpo humano”.
El zar Pedro I compró la colección de especímenes anatómicos del famoso anatomista Frederik Ruysch. El zar, en su viaje por Europa, había asistido al theatrum anatomicum de Ámsterdam, donde Ruysch, de forma magistral, “con su escalpelo abría y mostraba al público los cuerpos de los condenados”.
Philip Verheyen también había asistido a este teatro. Era cojo desde joven, pues debido a una infección, tuvieron que amputarle una pierna. El cirujano, discípulo de Ruysch, conservó la pierna en “un recipiente de vidrio lleno de un bálsamo hecho de brandy de Nantes y pimienta negra”. Pero el dolor de la pierna no desaparecía, era un dolor fantasma que Verheyen intentaba atrapar estudiando cada pieza de la pierna amputada. De este modo descubrirá el Chorda Achillis, el tendón de Aquiles.
La historia de Soliman se cruza en un momento con el viaje del corazón de Chopin hasta Polonia, debidamente conservado en un tarro, que su hermana Ludwika llevó hasta la frontera oculto bajo las amplias faldas. La idea se la había inspirado Graziella, que cantó el Requiem de Mozart en el funeral de Chopin en París. La cantante cojeaba de una pierna, debido a un accidente en Viena, durante unos disturbios callejeros. La gente la emprendió con las colecciones del emperador:
Un tribuno de la plebe llamó a organizar un verdadero entierro cristiano de todos los especímenes humanos y demás momias o destruir de una vez para siempre esas pruebas de usurpación de poder sobre el cuerpo humano.
Otros viajeros transitan por las páginas de Los errantes, como el doctor Blau, obsesionado por la conservación de los cuerpos. Viaja a un congreso de plastinación de tejidos humanos. Pero antes visitará a la viuda de un experto en conservación, cuya misteriosa técnica superaba las plastinaciones del polémico Von Hagens.
Y aparecen relatos como “El libro de la infamia” o “Reformas de Atatürk” que presagian el tema de Sobre los huesos de muertos (Siruela, 2016) que, gracias a la traducción de Abel Murcia, era hasta ahora la única novela de Olga Tokarczuk publicada en castellano.
Bieguni
Ánnushka y la “bientapada” protagonizan el relato “Los errantes”; la primera es una mujer joven con un hijo y un marido enfermos. Solo puede salir un día a la semana para comprar, resolver cuestiones prácticas y llorar en la penumbra de una iglesia. En la estación de Kiev siempre encuentra a una mujer vestida con prendas superpuestas, es la “bientapada”, que gira, no para de moverse y habla sin cesar. Sus palabras don el discurso de la errante:
Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto.
Es el poder que llenará la cabeza “de pensamientos inútiles”. Los “tiranos”, los “servidores del infierno” odian a los que se rebelan, como a Jesucristo y a los nómadas: “por eso persiguen a gitanos y judíos, por eso obligan a toda persona libre a asentarse, la marcan con una dirección que es para nosotros una condena”:
Clavar el mundo mediante códigos de barras, marcar cada cosa con una etiqueta, que se sepa qué mercancía es esta y cuánto cuesta. Que esa nueva lengua extranjera sea ininteligible para el ser humano, que solo pueda ser leída por las máquinas, que durante la noche celebren estas en los grandes centros comerciales subterráneos sus ciclos de conferencias en torno a su poesía de barras.
Kairós: la ocasión, el tiempo
Kairós aparece como un misterioso personaje en la historia de Kunicki. Su mujer y su hijo desaparecen en una isla a la que habían ido de vacaciones. Sólo le queda una pequeña pista, un papel: la entrada a un museo en la que su mujer había escrito καιρóς (Kairós). Al regresar a su vida cotidiana, él continúa sintiendo “un dolor fantasma, irreal”. Quiere aclararlo todo, buscar las causas, como le sucedía a Verheyen con su dolor en la pierna amputada: “Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio”.
En el relato “Kairós”, un viejo profesor jubilado y su esposa son invitados, cada año, a un crucero por las islas griegas. A cambio, el profesor da una conferencia diaria sobre Grecia. Y un día crucial para él hablará de Kairós, uno de los dioses menores:
Actúa en la intersección de tiempo y espacio, en ese momento que se abre solo durante un breve lapso, suficiente para hacer aflorar una posibilidad única, irrepetible y verdadera. Es el punto donde la línea recta que va de ninguna parte a ninguna parte converge por un instante con el círculo.
Hacia el momento y lugar adecuados
Un autoestopista serbio que la peregrina recoge tiene la teoría de que “cuando nos movemos no hay tiempo para meditaciones (…) estériles. Por eso la gente que está de viaje lo percibe todo como nuevo y puro, virgen y –en cierto sentido– inmortal”. Para la narradora el tiempo “de todos los viajeros forma uno solo, muchos tiempos en uno, una multiplicidad”.
La peregrina llega al final del viaje. Qué más podrán ofrecernos “los sagaces plastinadores, herederos de embalsamadores, taxidermistas, anatomistas y curtidores de pieles”. Ha contemplado “las secciones transversales”, “un hombre-cuerpo cortado en rodajas”, lo que permite ver nuestro interior desde un punto de vista sorprendente.
En los aeropuertos las azafatas “bellas como los ángeles” nos esperan en la puerta de embarque: “Su sonrisa encierra, o eso nos parece, una promesa de que quizá volvamos a nacer y esta vez será en el momento y lugar adecuados”. Kairós, “más rápido que cualquier instante”, como lo describe el epigrama de Posidipo, aparece con sus pies alados: “el punto perfecto donde el tiempo y el espacio alcanzan un acuerdo”. Por eso nos movemos, “aunque sea de modo caótico”, porque quizás así aumenten “las probabilidades de dar con ese punto”.
“Cuando salgo de viaje desaparezco del mapa. Nadie sabe dónde me encuentro”, escribe Olga Tokarczuk. Es un momento de ausencia, como les ocurre a otras personas, que aparecen de pronto en la terminal de un aeropuerto o en la recepción de un hotel.
También podríamos borrar de los mapas todo lo que nos haya herido: ciudades o hasta un país entero pues “los mapas, comprensivos, lo aceptan, porque añoran esos espacios en blanco que evocan su feliz infancia”.
En cuanto a las guías de viaje “han causado un daño enorme”, porque “describir es como usar: desgasta”. La epidemia de las guías ha llegado a provocar enfermedades como el Síndrome Parisiense, que afecta a sobre todo a turistas japoneses que visitan París. Para la definición completa de este síndrome se pueda consultar Wikipedia “el proyecto cognitivo más honrado del ser humano”. Me ha resultado una guía muy útil después de leer Los errantes, pues me ha permitido viajar por lugares insospechados. Pero, como nos recuerda Olga Tokarczuk, Wikipedia nunca será una guía completa porque solo puede contener “aquello que sabemos expresar con palabras, las que existen”.
Gabinetes de Curiosidades Naturales
Los museos que visita la peregrina tuvieron su antecedente en los gabinetes de curiosidades naturales, donde los poderosos reunían “todo lo raro, cada manifestación de la aberración del mundo”. En Viena, Francisco I disecó el cadáver de un famoso cortesano de piel negra, Angelo Soliman, para exhibirlo con un taparrabos de hierba.
Joséphine Soliman, la hija, le envía varias cartas a Francisco I para que le devuelva el cuerpo de su padre y pueda darle cristiana sepultura. Le ruega también por otros seres humanos que se exhiben disecados en el Gabinete. Y en la última carta, ya indignada, se escribe: “No cabe ni brizna de duda, Majestad, de que el verdadero poder humano puede solo ejercerse sobre el cuerpo humano”.
El zar Pedro I compró la colección de especímenes anatómicos del famoso anatomista Frederik Ruysch. El zar, en su viaje por Europa, había asistido al theatrum anatomicum de Ámsterdam, donde Ruysch, de forma magistral, “con su escalpelo abría y mostraba al público los cuerpos de los condenados”.
Philip Verheyen también había asistido a este teatro. Era cojo desde joven, pues debido a una infección, tuvieron que amputarle una pierna. El cirujano, discípulo de Ruysch, conservó la pierna en “un recipiente de vidrio lleno de un bálsamo hecho de brandy de Nantes y pimienta negra”. Pero el dolor de la pierna no desaparecía, era un dolor fantasma que Verheyen intentaba atrapar estudiando cada pieza de la pierna amputada. De este modo descubrirá el Chorda Achillis, el tendón de Aquiles.
La historia de Soliman se cruza en un momento con el viaje del corazón de Chopin hasta Polonia, debidamente conservado en un tarro, que su hermana Ludwika llevó hasta la frontera oculto bajo las amplias faldas. La idea se la había inspirado Graziella, que cantó el Requiem de Mozart en el funeral de Chopin en París. La cantante cojeaba de una pierna, debido a un accidente en Viena, durante unos disturbios callejeros. La gente la emprendió con las colecciones del emperador:
Un tribuno de la plebe llamó a organizar un verdadero entierro cristiano de todos los especímenes humanos y demás momias o destruir de una vez para siempre esas pruebas de usurpación de poder sobre el cuerpo humano.
Otros viajeros transitan por las páginas de Los errantes, como el doctor Blau, obsesionado por la conservación de los cuerpos. Viaja a un congreso de plastinación de tejidos humanos. Pero antes visitará a la viuda de un experto en conservación, cuya misteriosa técnica superaba las plastinaciones del polémico Von Hagens.
Y aparecen relatos como “El libro de la infamia” o “Reformas de Atatürk” que presagian el tema de Sobre los huesos de muertos (Siruela, 2016) que, gracias a la traducción de Abel Murcia, era hasta ahora la única novela de Olga Tokarczuk publicada en castellano.
Bieguni
Ánnushka y la “bientapada” protagonizan el relato “Los errantes”; la primera es una mujer joven con un hijo y un marido enfermos. Solo puede salir un día a la semana para comprar, resolver cuestiones prácticas y llorar en la penumbra de una iglesia. En la estación de Kiev siempre encuentra a una mujer vestida con prendas superpuestas, es la “bientapada”, que gira, no para de moverse y habla sin cesar. Sus palabras don el discurso de la errante:
Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto.
Es el poder que llenará la cabeza “de pensamientos inútiles”. Los “tiranos”, los “servidores del infierno” odian a los que se rebelan, como a Jesucristo y a los nómadas: “por eso persiguen a gitanos y judíos, por eso obligan a toda persona libre a asentarse, la marcan con una dirección que es para nosotros una condena”:
Clavar el mundo mediante códigos de barras, marcar cada cosa con una etiqueta, que se sepa qué mercancía es esta y cuánto cuesta. Que esa nueva lengua extranjera sea ininteligible para el ser humano, que solo pueda ser leída por las máquinas, que durante la noche celebren estas en los grandes centros comerciales subterráneos sus ciclos de conferencias en torno a su poesía de barras.
Kairós: la ocasión, el tiempo
Kairós aparece como un misterioso personaje en la historia de Kunicki. Su mujer y su hijo desaparecen en una isla a la que habían ido de vacaciones. Sólo le queda una pequeña pista, un papel: la entrada a un museo en la que su mujer había escrito καιρóς (Kairós). Al regresar a su vida cotidiana, él continúa sintiendo “un dolor fantasma, irreal”. Quiere aclararlo todo, buscar las causas, como le sucedía a Verheyen con su dolor en la pierna amputada: “Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio”.
En el relato “Kairós”, un viejo profesor jubilado y su esposa son invitados, cada año, a un crucero por las islas griegas. A cambio, el profesor da una conferencia diaria sobre Grecia. Y un día crucial para él hablará de Kairós, uno de los dioses menores:
Actúa en la intersección de tiempo y espacio, en ese momento que se abre solo durante un breve lapso, suficiente para hacer aflorar una posibilidad única, irrepetible y verdadera. Es el punto donde la línea recta que va de ninguna parte a ninguna parte converge por un instante con el círculo.
Hacia el momento y lugar adecuados
Un autoestopista serbio que la peregrina recoge tiene la teoría de que “cuando nos movemos no hay tiempo para meditaciones (…) estériles. Por eso la gente que está de viaje lo percibe todo como nuevo y puro, virgen y –en cierto sentido– inmortal”. Para la narradora el tiempo “de todos los viajeros forma uno solo, muchos tiempos en uno, una multiplicidad”.
La peregrina llega al final del viaje. Qué más podrán ofrecernos “los sagaces plastinadores, herederos de embalsamadores, taxidermistas, anatomistas y curtidores de pieles”. Ha contemplado “las secciones transversales”, “un hombre-cuerpo cortado en rodajas”, lo que permite ver nuestro interior desde un punto de vista sorprendente.
En los aeropuertos las azafatas “bellas como los ángeles” nos esperan en la puerta de embarque: “Su sonrisa encierra, o eso nos parece, una promesa de que quizá volvamos a nacer y esta vez será en el momento y lugar adecuados”. Kairós, “más rápido que cualquier instante”, como lo describe el epigrama de Posidipo, aparece con sus pies alados: “el punto perfecto donde el tiempo y el espacio alcanzan un acuerdo”. Por eso nos movemos, “aunque sea de modo caótico”, porque quizás así aumenten “las probabilidades de dar con ese punto”.