En nuestro medio intelectual se toma en serio la propia mitología cultural pero no otros mitos o mitologías como la japonesa, la maya o la vasca. En la imagen, una de las hijas del rey dragón que vive en el fondo del mar. Utagawa Kuniyoshi (1797–1861). Fuente: Wikipedia.
Llamar a algo mito no supone que se le niegue
un fondo de realidad, todo lo contrario. Nada es
mito si no lleva dentro la médula de una experiencia
humana real. Cuando esto falta no se llama “mito”,
se llama “tontería”. Es una pena y una vergüenza
que sea menester hacer estas observaciones y poner
estas reservas, que deberían ser innecesarias para
personas medianamente cultas, pero no sé qué
hay en el aire intelectual de España hoy que parece
que en él están suspendidas una ignorancia y una
insipidez demente verdaderamente penosas, que
obligan a tomar estas precauciones grotescas.
(J.Ortega Gasset, Una interpretación de la historia universal, XI)
Abrimos con esas palabras de Ortega y Gasset nuestra incursión en la mitología cultural porque a nuestro entender siguen en plena vigencia en nuestras latitudes, en las que el mito significa o todo (nada menos que un mito) o nada (meramente un mito) pero nunca lo que es: todo y nada, lo sagrado procedente empero de una sacralización humana, lo divino en cuanto divinizado, el mito en suma en tanto mitificación. Pues en nuestra definición aforística, el mito es el cuento que cuenta lo que cuenta, es decir, lo que importa (lo valioso).
A continuación presentamos las mitologías culturales que configuran nuestras religaciones simbólicas más significativas. Se trata de ofrecer las figuras o figuraciones de lo sagrado en sus diversos arquetipos y personificaciones: exponemos pues los avatares fundamentales de Dios y lo divino [1].
Presentación general
El hombre existe no directamente en la naturaleza,como los animales, sino en el contexto de un universo mitológico, un conjunto de tradiciones y creencias nacidas de sus vivencias a través de una herencia psicológica común. (N.Frye, Poderosas palabras).
Resulta prácticamente equivalente concebir al hombre como un animal mitopoético, cultural o simbólico, ya que en todos los casos se pone de manifiesto el fundamental carácter proyectivo o concreador del hombre, el cual se define frente al animal por su capacidad metafórica o transformativa de lo real dado en visiones, articulaciones de sentido o concepciones del mundo. La clave simbólica de toda cultura está en el sistema de creencias subyacentes, que funge como ideario o ideología compartida en cuyo entramado se instalan las ideas, conceptos y reflexiones críticas.
Desde esta perspectiva el mundo del hombre ofrece una realidad no meramente dada o bruta (animalesca) sino una realidad cosmovisional o idealizada, una realidad transida de idealidad. Puede entonces hablarse de la realidad (humana) como un género cuasi literario, ya que se encuentra interpretada simbólicamente por el hombre y, en consecuencia, mediada antropomórficamente; como afirma C.Castoriadis:
La cultura es el ámbito del imaginario en sentido estricto, el ámbito poiético, aquello que en una sociedad va más allá de lo meramente instrumental [2].
A partir de aquí cabe entender la cultura como una mitología, la cual se define como una interpretación simbólica del mundo. Esta interpretación simbólica de lo real es concebida por Dumezil como una interpretación dramática que se corresponde con el ideario o ideología de una sociedad, mientras que Lévi-Strauss la entiende como una interpretación paradójica o transpositiva de esa sociedad.
Desde nuestra postura la interpretación que la mitología realiza sería una implicación simbólica de la realidad psicosocial, por cuanto funciona a modo de sutura de sus escisiones o contradicciones en un lenguaje dialéctico, coimplicativo o remediador. En efecto, toda mitología cultural trata de sanar o salvar la realidad de su sinsentido, dotándola de un sentido a través de una articulación simbólica, es decir, antropomórfica. Por ello toda mitología cultural tiene un cariz soteriológico o salvacionista, redentor o religioso por cuanto el simbolismo funciona como transustanciador de la realidad en idealidad [3].
Hablamos pues de mitologías culturales o, si se prefiere, de las mitologías que subyacen a las diferentes culturas, incluída la nuestra. Porque también eminentemente nuestra cultura presuntuosamente democrática ofrece una mitología basada en la divinización del dinero como verdad abstracta(capitalismo), atravesado por el sentido de libertad que conlleva nuestro liberalismo; su ritual más característico estaría rerpesentado hoy por el fútbol, síntesis del libre juego individual y del poder transindividual del dinero [4].
En lo que sigue vamos a plantear esquemáticamente las mitologías culturales más características de nuestro mundo enucleadas en torno a los arquetipos correspectivos del Origen, la Madre, el Padre, el Hijo, el Hermano y el Cómplice. Se trata pues de las grandes mitologías oriental, matriarcal, patriarcal, filial, fratriarcal y posmoderna que circunscriben nuestras culturas; en el Epílogo abordamos una reflexión sobre la interpretación de lo divino. Este es nuestro esquema a seguir a continuación:
0. Protomitología oriental: lo Indefinido.
1. El mito matriarcal: la Diosa Madre.
2. Mitología patriarcal: el Dios Padre.
3. Mitología filial: el Hijo-Héroe.
4. Mitohistoria fratriarcal: la Hermandad cristiana.
5. Mitología posmoderna: el Cómplice.
Conclusión general: la razón simbólica.
Epílogo: La interpretación de Dios.
0. Protomitología oriental: lo Indefinido
El nirvana es. (Visuddhi Magga, 16).
Presentamos el arcaico pensamiento oriental como el punto cero( no necesariamente cronológico sino lógico) de toda mitología o concepción simbólica del mundo, ya que se trata realmente del Origen (sin origen) de todo pensamiento en la nada o el vacío, lo indiferenciado o indefinido, en una palabra el cero (el cual no es propiamente un número en Occidente pero sí en Oriente, hasta el punto de que en la filosofía china es el número de origen o la cifra fundamental, mientras que para el pensar occidental ese número capital es el uno).
En este sentido el Budismo es la protomitología más radical, por cuanto declara como ser auténtico el no-ser o nirvana (anihilación): aquí se inscribe la no-acción (wu wei), el vacío (sunyata), la liberación (moksa), la indiferencia y el silencio(om). Ello conlleva una actitud existencial pasiva y en general quietista, aunque el zenbudismo japonés sea ya más activo [5].
La arcaicidad del budismo no encuentra obstáculo en que la figura del Buda pertenezca al siglo VI a.C., ya que en el Príncipe Sidharta confluyen anteriores tradiciones hinduístas y prehinduístas (preindoarias). Otro tanto debe decirse del Taoísmo recopilado por Laotsé (Laozi) en el Tao-te-king en el mismo siglo VI a.C. También en el Taoísmo chino el vacío se superpone a lo lleno como la nada al ser, de modo que el tao (dao) es un centro vacío o vaciado, deletéreo o virtual, por el que transitan los contrarios (el polo masculino o yang y el polo femenino o yin).
Este centro vacío del tao recuerda el centro vaciado en la mitología japonesa, ocupado por el dios-luna Tsukuyomi, cuya ocupación consiste precisamente en no hacer nada. Da la impresión al observador occidental de que las promomitologías orientales han descubierto el interior de lo real vaciado del exterior fenomenológico, pero ese interior no es el interior humano o personal sino prehumano o prepersonal, o sea, el interior oscuro de la Naturaleza transpersonal: su nombre es el Innonbrable. Por eso en el hinduísmo de Sankara (s.VIII) el interior humano o atman se confunde con el interior inhumano o transpersonal: el Brahman impersonal o neutro(neutralizado y neutralizador) [6].
Ello posibilita conectar la cosmovisión oriental especialmente del tao chino con la cosmovisión melanesia del mana. Si el tao describe el interior vacío o vaciado de la naturaleza, cohabitada por las fuerzas opuestas del yin-yang, el mana describe la energía difusa de carácter místico que cual fuerza sobrenatural e impersonal recorre todas las cosas y personas a modo de numen o noúmeno sagrado. Podríamos decir que el mana es el relleno energético del tao, el vacío pleno o centro potencial/potenciante de signo numinoso [7]. El siguiente paso mitológico está en personificar este interior de la naturaleza en una figura ya explícitamente antropomorfa, cuya denominación de origen es la Diosa Madre.
un fondo de realidad, todo lo contrario. Nada es
mito si no lleva dentro la médula de una experiencia
humana real. Cuando esto falta no se llama “mito”,
se llama “tontería”. Es una pena y una vergüenza
que sea menester hacer estas observaciones y poner
estas reservas, que deberían ser innecesarias para
personas medianamente cultas, pero no sé qué
hay en el aire intelectual de España hoy que parece
que en él están suspendidas una ignorancia y una
insipidez demente verdaderamente penosas, que
obligan a tomar estas precauciones grotescas.
(J.Ortega Gasset, Una interpretación de la historia universal, XI)
Abrimos con esas palabras de Ortega y Gasset nuestra incursión en la mitología cultural porque a nuestro entender siguen en plena vigencia en nuestras latitudes, en las que el mito significa o todo (nada menos que un mito) o nada (meramente un mito) pero nunca lo que es: todo y nada, lo sagrado procedente empero de una sacralización humana, lo divino en cuanto divinizado, el mito en suma en tanto mitificación. Pues en nuestra definición aforística, el mito es el cuento que cuenta lo que cuenta, es decir, lo que importa (lo valioso).
A continuación presentamos las mitologías culturales que configuran nuestras religaciones simbólicas más significativas. Se trata de ofrecer las figuras o figuraciones de lo sagrado en sus diversos arquetipos y personificaciones: exponemos pues los avatares fundamentales de Dios y lo divino [1].
Presentación general
El hombre existe no directamente en la naturaleza,como los animales, sino en el contexto de un universo mitológico, un conjunto de tradiciones y creencias nacidas de sus vivencias a través de una herencia psicológica común. (N.Frye, Poderosas palabras).
Resulta prácticamente equivalente concebir al hombre como un animal mitopoético, cultural o simbólico, ya que en todos los casos se pone de manifiesto el fundamental carácter proyectivo o concreador del hombre, el cual se define frente al animal por su capacidad metafórica o transformativa de lo real dado en visiones, articulaciones de sentido o concepciones del mundo. La clave simbólica de toda cultura está en el sistema de creencias subyacentes, que funge como ideario o ideología compartida en cuyo entramado se instalan las ideas, conceptos y reflexiones críticas.
Desde esta perspectiva el mundo del hombre ofrece una realidad no meramente dada o bruta (animalesca) sino una realidad cosmovisional o idealizada, una realidad transida de idealidad. Puede entonces hablarse de la realidad (humana) como un género cuasi literario, ya que se encuentra interpretada simbólicamente por el hombre y, en consecuencia, mediada antropomórficamente; como afirma C.Castoriadis:
La cultura es el ámbito del imaginario en sentido estricto, el ámbito poiético, aquello que en una sociedad va más allá de lo meramente instrumental [2].
A partir de aquí cabe entender la cultura como una mitología, la cual se define como una interpretación simbólica del mundo. Esta interpretación simbólica de lo real es concebida por Dumezil como una interpretación dramática que se corresponde con el ideario o ideología de una sociedad, mientras que Lévi-Strauss la entiende como una interpretación paradójica o transpositiva de esa sociedad.
Desde nuestra postura la interpretación que la mitología realiza sería una implicación simbólica de la realidad psicosocial, por cuanto funciona a modo de sutura de sus escisiones o contradicciones en un lenguaje dialéctico, coimplicativo o remediador. En efecto, toda mitología cultural trata de sanar o salvar la realidad de su sinsentido, dotándola de un sentido a través de una articulación simbólica, es decir, antropomórfica. Por ello toda mitología cultural tiene un cariz soteriológico o salvacionista, redentor o religioso por cuanto el simbolismo funciona como transustanciador de la realidad en idealidad [3].
Hablamos pues de mitologías culturales o, si se prefiere, de las mitologías que subyacen a las diferentes culturas, incluída la nuestra. Porque también eminentemente nuestra cultura presuntuosamente democrática ofrece una mitología basada en la divinización del dinero como verdad abstracta(capitalismo), atravesado por el sentido de libertad que conlleva nuestro liberalismo; su ritual más característico estaría rerpesentado hoy por el fútbol, síntesis del libre juego individual y del poder transindividual del dinero [4].
En lo que sigue vamos a plantear esquemáticamente las mitologías culturales más características de nuestro mundo enucleadas en torno a los arquetipos correspectivos del Origen, la Madre, el Padre, el Hijo, el Hermano y el Cómplice. Se trata pues de las grandes mitologías oriental, matriarcal, patriarcal, filial, fratriarcal y posmoderna que circunscriben nuestras culturas; en el Epílogo abordamos una reflexión sobre la interpretación de lo divino. Este es nuestro esquema a seguir a continuación:
0. Protomitología oriental: lo Indefinido.
1. El mito matriarcal: la Diosa Madre.
2. Mitología patriarcal: el Dios Padre.
3. Mitología filial: el Hijo-Héroe.
4. Mitohistoria fratriarcal: la Hermandad cristiana.
5. Mitología posmoderna: el Cómplice.
Conclusión general: la razón simbólica.
Epílogo: La interpretación de Dios.
0. Protomitología oriental: lo Indefinido
El nirvana es. (Visuddhi Magga, 16).
Presentamos el arcaico pensamiento oriental como el punto cero( no necesariamente cronológico sino lógico) de toda mitología o concepción simbólica del mundo, ya que se trata realmente del Origen (sin origen) de todo pensamiento en la nada o el vacío, lo indiferenciado o indefinido, en una palabra el cero (el cual no es propiamente un número en Occidente pero sí en Oriente, hasta el punto de que en la filosofía china es el número de origen o la cifra fundamental, mientras que para el pensar occidental ese número capital es el uno).
En este sentido el Budismo es la protomitología más radical, por cuanto declara como ser auténtico el no-ser o nirvana (anihilación): aquí se inscribe la no-acción (wu wei), el vacío (sunyata), la liberación (moksa), la indiferencia y el silencio(om). Ello conlleva una actitud existencial pasiva y en general quietista, aunque el zenbudismo japonés sea ya más activo [5].
La arcaicidad del budismo no encuentra obstáculo en que la figura del Buda pertenezca al siglo VI a.C., ya que en el Príncipe Sidharta confluyen anteriores tradiciones hinduístas y prehinduístas (preindoarias). Otro tanto debe decirse del Taoísmo recopilado por Laotsé (Laozi) en el Tao-te-king en el mismo siglo VI a.C. También en el Taoísmo chino el vacío se superpone a lo lleno como la nada al ser, de modo que el tao (dao) es un centro vacío o vaciado, deletéreo o virtual, por el que transitan los contrarios (el polo masculino o yang y el polo femenino o yin).
Este centro vacío del tao recuerda el centro vaciado en la mitología japonesa, ocupado por el dios-luna Tsukuyomi, cuya ocupación consiste precisamente en no hacer nada. Da la impresión al observador occidental de que las promomitologías orientales han descubierto el interior de lo real vaciado del exterior fenomenológico, pero ese interior no es el interior humano o personal sino prehumano o prepersonal, o sea, el interior oscuro de la Naturaleza transpersonal: su nombre es el Innonbrable. Por eso en el hinduísmo de Sankara (s.VIII) el interior humano o atman se confunde con el interior inhumano o transpersonal: el Brahman impersonal o neutro(neutralizado y neutralizador) [6].
Ello posibilita conectar la cosmovisión oriental especialmente del tao chino con la cosmovisión melanesia del mana. Si el tao describe el interior vacío o vaciado de la naturaleza, cohabitada por las fuerzas opuestas del yin-yang, el mana describe la energía difusa de carácter místico que cual fuerza sobrenatural e impersonal recorre todas las cosas y personas a modo de numen o noúmeno sagrado. Podríamos decir que el mana es el relleno energético del tao, el vacío pleno o centro potencial/potenciante de signo numinoso [7]. El siguiente paso mitológico está en personificar este interior de la naturaleza en una figura ya explícitamente antropomorfa, cuya denominación de origen es la Diosa Madre.
1. El mito matriarcal: la Diosa Madre
Andrea Lur: Señora Tierra (Tradición vasca).
Si la cosmovisión típica oriental se sitúa ahistóricamente, el mito matriarcal típico se sitúa prehistóricamente: en aquel tiempo primero o primigenio que remite a la cueva o caverna paleolítica y al posterior laberinto neolítico. El mito matriarcal representa en efecto el origen originado, la personificación de la Naturaleza como Madre bajo la advocación de la Gran Diosa o Magna Mater, así pues la mitificación de la physis o natura naturans (naturaleza naturante) antropomórficamente como mujer.
Por eso algunos autores han destacado la cercanía lingüística entre mito y madre (mythos-mythe y meter-mutter), aunque esa cercanía entre el mito de origen y la madre originaria pasa por la conjunción real entre la madre (mater) y la materia o tierra (véase al respecto nuestro lema procedente del Baztán y recogido por R.Mª Azkue). La naturaleza vacía e impersonal de la protomitología oriental se rellena y personifica en/por la Diosa Madre, cuyo cuerpo es la tierra entera y cuyos miembros son cosas y personas.
Ello configura una cosmovisión holista o panteística de signo animista, porque la Diosa Madre funge cual Alma viviente del universo: Psyjé o Anima mundi. Por eso su morada específica es el interior de la tierra y sus grutas, cuevas, cavernas, oquedades y laberintos, vacíos así cohabitados. La pasividad propia de la actitud orientalizante se torna activa, revirtiendo el fatalismo del fatum (lo fatal o fatídico) en destinacionismo o destino. Un destino ya no sólo fatal, mortífero o negativo (regresivo) sino regresivo-progresivo, por cuanto la diosa madre simboliza la muerte y la vida, o sea, la metamorfosis y el proceso del devenir. Esto es claramente un paso de lo indefinido (la nada) a lo finito y diferenciado siquiera holísticamente. Del cero inicial/iniciático se yergue la Diosa Madre como el Uno/Todo, es decir, como la Una/Toda o totalidad de lo real en su ser omnipariente [8].
Hoy conocemos ya bien las figuraciones paleolíticas de las llamadas Venus de la fertilidad/fecundidad, así como las posteriores figuras femeninas neolíticas de la Magna Mater, gracias a las investigaciones de J.J.Bachofen, J.Campbell, M.Gimbutas, E.Neumann, B.Malinowski. Se trata de culturas orales, cuyo punto de partida es el pasado mítico del origen matricial/matriarcal del mundo.
Cabe concitar aquí la cultura cretense en el Egeo o bien la tradición Trobriand en Oceanía o también la mitología vasca entre nosotros. En todos estos panteones y similares la divinidad es una diosa madre personificadora de la naturaleza, junto a la cual comparece un hijo-esposo (paredro) sea en forma antropomórfica de joven dios sea en forma animalesca de toro o carnero sea como símbolo fálico de expresión vegetal o animal. En Creta la diosa está simbolizada e.g. por la paloma, mientras que el hijo amante lo está e.g. por el toro [9].
Lo característico de este hijo amante(paredro) de la Diosa Madre es que obtiene una significación antiheroica, ya que está al servicio fecundador de la Madre Natura, muriendo tras su acto de fertilización y renaciendo para volver a fecundarla. Dioniso es el dios paredro más famoso en su función de hijo-amante de la Diosa Madre(Demeter), tal y como aparece en la religiosidad cretense interpretada por K.Kerényi. Por eso no es un dios celeste o sideral sino subterráneo y oscuro, cuya figura trágica es celebrada en la tragedia griega como dios toro o chivo (fecundador) y dios del vino y las mujeres (inspirador y fertilizador): un dios patético hijo natural de Zeus y de la princesa Semele que se contrapone al dios lógico Apolo, el auténtico hijo olímpico de Zeus y de la titanesa divina Leto o Letona [10].
2. Mitología patriarcal: el Dios Padre.
Dieus Pater: El Padre Dios. (Mitología indoeuropea).
En el llamado proceso de patriarcalización se pasa de la divinización de la madre natura como diosa madre a la divinización del cielo diurno como Dios Padre. Ello conlleva un correspondiente proceso de racionalización o abstracción, consistente en sonsacar al hombre de su coapertenencia cerrada a la tierra para elevarlo a la visión abierta del cielo luminoso: aquí se engarza la emergencia de cierta autoafirmación del individuo frente al pasado matriarcal ahora abierto al futuro patriarcal, siquiera se pase de la absorción del individuo en la naturaleza a su subsunción en el Estado.
El paso de la tierra al cielo y de la naturaleza matricial a la razón patriarcal es el traspaso desde la inmanente mater-materia hasta el espíritu trascendente, así pues el tránsito de la religión telúrica y lunar a la religión solar. Este depasamiento está bien narrado en el Enuma Elish (s.XII a.C.), el mito babilónico de la creación que enarra el vencimiento del monstruo marino matriarcal(Tiamat) por parte del dios patriarcal Marduk.
Conocemos bien este paso o tránsito porque se sitúa ya en la protohistoria y en objetivación escrituraria. A partir del 2.000 a.C. dos culturas significativas proyectan un panteón patriarcal, es decir, un panteón con una divinidad masculina al frente: la cultura indoeuroea, con un Dios Padre celeste al frente del Estado(Zeus, Júpiter) y la cultura hebrea con su divinidad patriarcal al frente del pueblo de Dios (El, Yahvé).
En ambos casos esta divinidad patriarcal se corresponde al poder del paterfamilias en sus respectivas sociedades, asi como a la concomitante devaluación del papel femenino. Algo parecido hay que reseñar del islamismo, cuyo Dios(Alah) resulta aún más trascendente y monoteístico, total o absoluto (y absolutista en el fundamentalismo literal o integrista) [11].
Los representantes de esta concepción patriarcal del mundo son, por una parte, Abraham y Moisés y, por otra, Platón o Aristóteles: aquellos son los Patriarcas judíos, estos son los filósofos patriarcales clásicos. Cierto, las diferencias entre el Dios hebreo (Yahvé) y el Dios heleno (Zeus) son obvias, ya que el primero es más ético y el segundo más titánico, pero como mostrará su encuentro y posterior evolución cabe una síntesis entre el Dios-que-es (Exodo,3,14) y el Dios-Ser (Aristóteles), cuyo precipado común en Tomás de Aquino es el Dios como el Ser sustantivo o absoluto (Ipsum Esse), así pues el Dios como el Ser abstracto (Ipsum Esse Abstractum).
En definitiva, es prácticamente la misma visión del Dios oficial occidental de signo greco-judaico por parte de Hegel cuando lo redefine como Espíritu puro que ha trascendido la naturaleza y la materia haciéndose trasparente o traslúcida Razón (Begriff, Selbsbewusstsein, Autoconsciencia). Superando su extrañamiento sensual en la mater-materia, el Dios-Espíritu trasciende la necesidad natural en nombre de la libertad racional: este Dios occidental es el arquetipo de la Razón abstracta que encuentra su máxima proyección según el propio Hegel en el Estado a modo de Individuo Colectivo u Hombre autoconsciente [12].
Y bien, nadie ignora que esta racionalización es un ascenso de consciencia aunque a costas de la religación con la madre natura y la urdimbre telúrica, en el nombre del Padre y su Razón de ser. El complejo de Edipo parece instalarse en la psique patriarcal, puesto que Edipo es la figura clásica que ha de renunciar violentamente a su incestuosidad con la madre (ley natural) para poder cumplir con la ley civil del padre de carácter exogámico. Nos confrontamos a un proceso de abstracción bien representado por el águila celeste que, en el escudo azteca mexicano, somete a la serpiente símbolo de las fuerzas telúricas, el inconsciente y la cultura preazteca, reconvertida así en serpiente emplumada, elevada o espiritualizada, es decir, superada. Como lo expresa G.Steiner:
El complejo de Edipo es biológico y lingüístico: nuestra herencia del lenguaje es la figura del padre, la prepotente figura del habla que amenaza con devorar la autonomía, novedad e inmediatez para con nosotros mismos (el idiolecto), por las que se esfuerzan nuestros sentimientos, pensamientos y necesidades [13].
3. Mitología filial: el Hijo-Héroe.
En el nombre del Hijo. (Liturgia cristiana).
El proceso de patriarcalización encuentra su límite en la figura del hijo como arquetipo de la mitología filial.Tenemos por una parte los anteriormente denominados hijos-paredros o amantes de la Diosa Madre que, como Dioniso, Adonis, Atis o Tammuz, mueren y resucitan de acuerdo al ciclo de la naturaleza y su devenir periódico.
En estos casos nos las habemos con el Hijo sometido a la Madre Natura, a cuyo servicio de fertilidad/fecundidad se halla. Un tal Hijo de la Diosa Madre es propiamente un antihéroe (un héroe matriarcal), ya que sucumbe al predominio de las fuerzas matriarcal-femeninas expresamente significadas en el caso de Dioniso por su cortejo de Ménades sacrificadoras del dios bajo formas animales, así como en el caso de Atis o Tammuz por la Madre Natura castradora y regeneradora anualmente.
Si Dioniso representa el Hijo antiheroico de la Diosa Madre, los grandes Héroes clásicos –Perseo, Heracles-Hércules, Teseo- representan bien al Hijo heroico del Gran Padre cuyo espíritu patriarcal afirman activamente frente a la pasividad matriarcal-dionisiana. En realidad, ya los propios Dioses patriarcales clásicos con Zeus a la cabeza autoafirman su masculinidad belicosa rebelándose contras sus propios padres y suplantántodolos, como Cronos con Urano y Zeus con Cronos. Ahora bien, a diferencia de la generación paterna de Cronos-Zeus, sus Hijos son héroes patriarcales que han internalizado las viriles virtudes de sus progenitores, alzándose fundamentalmente contra la Diosa Madre asociada simbólicamente a monstruos telúricos y dragones acuáticos de cariz femenino(así la Gorgona Medusa, la Hidra o el ambiguo Minotauro cretense) [14].
Junto a estos matadores de monstruos, dragones y serpientes coexiste la figura del Hijo heroico del Dios Padre en versión racionalizada: tal es Apolo, el contrapunto luminoso del oscuro Dioniso como ya viera Nietzsche, el dios de la forma, la formalidad y la formosidad opuesta dialécticamente al caos, la materia prima, lo indiferenciado y lo indefinido. Por ello Apolo es el dios de la filosofía griega basada en el límite, la definición y las formas estáticas frente al dinamismo de lo potencial y al abismo de lo irracional asociados clásicamente a la Diosa Madre y a la mater-materia.
Debemos concitar en este apartado al confucianismo, esa religiosidad política fundada por Confucio(s.VI a.C.) y basada en una ética del perfeccionamiento humano. En ella destaca soberanamente la piedad filial como fidelidad no sólo al padre sino a sus representaciones: la familia, la patria y el deber moral para con el/lo superior.También podríamos ubicar en este apartado la figura del dios germánico Balder, el hijo del dios patriarcal Odín (perteneciente a los dioses Ases) que sin embargo integra la sabiduría pacífica de las divinidades Vanes matriarcales: se trata del Cristo germánico que muere y retorna para fundar una nueva filiación simbólica de carácter benévolo [15].
Cabría finalmente afiliar en este contexto al propio cristianismo calificado por S.Freud como la religión del Hijo, en el sentido de que en el Nuevo Testamento el Hijo de Dios (Cristo) suplantaría a éste desmontando su autoridad patriarcal antiguotestamentaria. Ahora bien, el Cristo Jesús del Evangelio si bien se presenta como el Hijo del Padre en el Espíritu Santo (Trinidad), ni sucumbe a la Madre Natura sino para resucitar, ni se subleva políticamente contra el Padre ni tampoco se le somete confucianamente.
En el cristianismo encontramos una nueva mitología filial-fratriarcal, en la que el Hijo es fundamentalmente el Hijo-Hermano, proyectando ahora la cosmovisión de la Hermandad universal. Esta Hermandad humana está prefigurada por el dios mediador Hermes, el dios del lenguaje hermenéutico, así como por el semidios Orfeo. Orfeo es apolíneo (toca la lira) y dionisiano (es despedazado por la Ménades), héroe retroprogresivo que visita los ínferos en busca de Euridice y cuya ausencia se compensa con el amor de los muchachos (homoerótica), auténtico sublimador cultural y hermanador de los contrarios [16].
Andrea Lur: Señora Tierra (Tradición vasca).
Si la cosmovisión típica oriental se sitúa ahistóricamente, el mito matriarcal típico se sitúa prehistóricamente: en aquel tiempo primero o primigenio que remite a la cueva o caverna paleolítica y al posterior laberinto neolítico. El mito matriarcal representa en efecto el origen originado, la personificación de la Naturaleza como Madre bajo la advocación de la Gran Diosa o Magna Mater, así pues la mitificación de la physis o natura naturans (naturaleza naturante) antropomórficamente como mujer.
Por eso algunos autores han destacado la cercanía lingüística entre mito y madre (mythos-mythe y meter-mutter), aunque esa cercanía entre el mito de origen y la madre originaria pasa por la conjunción real entre la madre (mater) y la materia o tierra (véase al respecto nuestro lema procedente del Baztán y recogido por R.Mª Azkue). La naturaleza vacía e impersonal de la protomitología oriental se rellena y personifica en/por la Diosa Madre, cuyo cuerpo es la tierra entera y cuyos miembros son cosas y personas.
Ello configura una cosmovisión holista o panteística de signo animista, porque la Diosa Madre funge cual Alma viviente del universo: Psyjé o Anima mundi. Por eso su morada específica es el interior de la tierra y sus grutas, cuevas, cavernas, oquedades y laberintos, vacíos así cohabitados. La pasividad propia de la actitud orientalizante se torna activa, revirtiendo el fatalismo del fatum (lo fatal o fatídico) en destinacionismo o destino. Un destino ya no sólo fatal, mortífero o negativo (regresivo) sino regresivo-progresivo, por cuanto la diosa madre simboliza la muerte y la vida, o sea, la metamorfosis y el proceso del devenir. Esto es claramente un paso de lo indefinido (la nada) a lo finito y diferenciado siquiera holísticamente. Del cero inicial/iniciático se yergue la Diosa Madre como el Uno/Todo, es decir, como la Una/Toda o totalidad de lo real en su ser omnipariente [8].
Hoy conocemos ya bien las figuraciones paleolíticas de las llamadas Venus de la fertilidad/fecundidad, así como las posteriores figuras femeninas neolíticas de la Magna Mater, gracias a las investigaciones de J.J.Bachofen, J.Campbell, M.Gimbutas, E.Neumann, B.Malinowski. Se trata de culturas orales, cuyo punto de partida es el pasado mítico del origen matricial/matriarcal del mundo.
Cabe concitar aquí la cultura cretense en el Egeo o bien la tradición Trobriand en Oceanía o también la mitología vasca entre nosotros. En todos estos panteones y similares la divinidad es una diosa madre personificadora de la naturaleza, junto a la cual comparece un hijo-esposo (paredro) sea en forma antropomórfica de joven dios sea en forma animalesca de toro o carnero sea como símbolo fálico de expresión vegetal o animal. En Creta la diosa está simbolizada e.g. por la paloma, mientras que el hijo amante lo está e.g. por el toro [9].
Lo característico de este hijo amante(paredro) de la Diosa Madre es que obtiene una significación antiheroica, ya que está al servicio fecundador de la Madre Natura, muriendo tras su acto de fertilización y renaciendo para volver a fecundarla. Dioniso es el dios paredro más famoso en su función de hijo-amante de la Diosa Madre(Demeter), tal y como aparece en la religiosidad cretense interpretada por K.Kerényi. Por eso no es un dios celeste o sideral sino subterráneo y oscuro, cuya figura trágica es celebrada en la tragedia griega como dios toro o chivo (fecundador) y dios del vino y las mujeres (inspirador y fertilizador): un dios patético hijo natural de Zeus y de la princesa Semele que se contrapone al dios lógico Apolo, el auténtico hijo olímpico de Zeus y de la titanesa divina Leto o Letona [10].
2. Mitología patriarcal: el Dios Padre.
Dieus Pater: El Padre Dios. (Mitología indoeuropea).
En el llamado proceso de patriarcalización se pasa de la divinización de la madre natura como diosa madre a la divinización del cielo diurno como Dios Padre. Ello conlleva un correspondiente proceso de racionalización o abstracción, consistente en sonsacar al hombre de su coapertenencia cerrada a la tierra para elevarlo a la visión abierta del cielo luminoso: aquí se engarza la emergencia de cierta autoafirmación del individuo frente al pasado matriarcal ahora abierto al futuro patriarcal, siquiera se pase de la absorción del individuo en la naturaleza a su subsunción en el Estado.
El paso de la tierra al cielo y de la naturaleza matricial a la razón patriarcal es el traspaso desde la inmanente mater-materia hasta el espíritu trascendente, así pues el tránsito de la religión telúrica y lunar a la religión solar. Este depasamiento está bien narrado en el Enuma Elish (s.XII a.C.), el mito babilónico de la creación que enarra el vencimiento del monstruo marino matriarcal(Tiamat) por parte del dios patriarcal Marduk.
Conocemos bien este paso o tránsito porque se sitúa ya en la protohistoria y en objetivación escrituraria. A partir del 2.000 a.C. dos culturas significativas proyectan un panteón patriarcal, es decir, un panteón con una divinidad masculina al frente: la cultura indoeuroea, con un Dios Padre celeste al frente del Estado(Zeus, Júpiter) y la cultura hebrea con su divinidad patriarcal al frente del pueblo de Dios (El, Yahvé).
En ambos casos esta divinidad patriarcal se corresponde al poder del paterfamilias en sus respectivas sociedades, asi como a la concomitante devaluación del papel femenino. Algo parecido hay que reseñar del islamismo, cuyo Dios(Alah) resulta aún más trascendente y monoteístico, total o absoluto (y absolutista en el fundamentalismo literal o integrista) [11].
Los representantes de esta concepción patriarcal del mundo son, por una parte, Abraham y Moisés y, por otra, Platón o Aristóteles: aquellos son los Patriarcas judíos, estos son los filósofos patriarcales clásicos. Cierto, las diferencias entre el Dios hebreo (Yahvé) y el Dios heleno (Zeus) son obvias, ya que el primero es más ético y el segundo más titánico, pero como mostrará su encuentro y posterior evolución cabe una síntesis entre el Dios-que-es (Exodo,3,14) y el Dios-Ser (Aristóteles), cuyo precipado común en Tomás de Aquino es el Dios como el Ser sustantivo o absoluto (Ipsum Esse), así pues el Dios como el Ser abstracto (Ipsum Esse Abstractum).
En definitiva, es prácticamente la misma visión del Dios oficial occidental de signo greco-judaico por parte de Hegel cuando lo redefine como Espíritu puro que ha trascendido la naturaleza y la materia haciéndose trasparente o traslúcida Razón (Begriff, Selbsbewusstsein, Autoconsciencia). Superando su extrañamiento sensual en la mater-materia, el Dios-Espíritu trasciende la necesidad natural en nombre de la libertad racional: este Dios occidental es el arquetipo de la Razón abstracta que encuentra su máxima proyección según el propio Hegel en el Estado a modo de Individuo Colectivo u Hombre autoconsciente [12].
Y bien, nadie ignora que esta racionalización es un ascenso de consciencia aunque a costas de la religación con la madre natura y la urdimbre telúrica, en el nombre del Padre y su Razón de ser. El complejo de Edipo parece instalarse en la psique patriarcal, puesto que Edipo es la figura clásica que ha de renunciar violentamente a su incestuosidad con la madre (ley natural) para poder cumplir con la ley civil del padre de carácter exogámico. Nos confrontamos a un proceso de abstracción bien representado por el águila celeste que, en el escudo azteca mexicano, somete a la serpiente símbolo de las fuerzas telúricas, el inconsciente y la cultura preazteca, reconvertida así en serpiente emplumada, elevada o espiritualizada, es decir, superada. Como lo expresa G.Steiner:
El complejo de Edipo es biológico y lingüístico: nuestra herencia del lenguaje es la figura del padre, la prepotente figura del habla que amenaza con devorar la autonomía, novedad e inmediatez para con nosotros mismos (el idiolecto), por las que se esfuerzan nuestros sentimientos, pensamientos y necesidades [13].
3. Mitología filial: el Hijo-Héroe.
En el nombre del Hijo. (Liturgia cristiana).
El proceso de patriarcalización encuentra su límite en la figura del hijo como arquetipo de la mitología filial.Tenemos por una parte los anteriormente denominados hijos-paredros o amantes de la Diosa Madre que, como Dioniso, Adonis, Atis o Tammuz, mueren y resucitan de acuerdo al ciclo de la naturaleza y su devenir periódico.
En estos casos nos las habemos con el Hijo sometido a la Madre Natura, a cuyo servicio de fertilidad/fecundidad se halla. Un tal Hijo de la Diosa Madre es propiamente un antihéroe (un héroe matriarcal), ya que sucumbe al predominio de las fuerzas matriarcal-femeninas expresamente significadas en el caso de Dioniso por su cortejo de Ménades sacrificadoras del dios bajo formas animales, así como en el caso de Atis o Tammuz por la Madre Natura castradora y regeneradora anualmente.
Si Dioniso representa el Hijo antiheroico de la Diosa Madre, los grandes Héroes clásicos –Perseo, Heracles-Hércules, Teseo- representan bien al Hijo heroico del Gran Padre cuyo espíritu patriarcal afirman activamente frente a la pasividad matriarcal-dionisiana. En realidad, ya los propios Dioses patriarcales clásicos con Zeus a la cabeza autoafirman su masculinidad belicosa rebelándose contras sus propios padres y suplantántodolos, como Cronos con Urano y Zeus con Cronos. Ahora bien, a diferencia de la generación paterna de Cronos-Zeus, sus Hijos son héroes patriarcales que han internalizado las viriles virtudes de sus progenitores, alzándose fundamentalmente contra la Diosa Madre asociada simbólicamente a monstruos telúricos y dragones acuáticos de cariz femenino(así la Gorgona Medusa, la Hidra o el ambiguo Minotauro cretense) [14].
Junto a estos matadores de monstruos, dragones y serpientes coexiste la figura del Hijo heroico del Dios Padre en versión racionalizada: tal es Apolo, el contrapunto luminoso del oscuro Dioniso como ya viera Nietzsche, el dios de la forma, la formalidad y la formosidad opuesta dialécticamente al caos, la materia prima, lo indiferenciado y lo indefinido. Por ello Apolo es el dios de la filosofía griega basada en el límite, la definición y las formas estáticas frente al dinamismo de lo potencial y al abismo de lo irracional asociados clásicamente a la Diosa Madre y a la mater-materia.
Debemos concitar en este apartado al confucianismo, esa religiosidad política fundada por Confucio(s.VI a.C.) y basada en una ética del perfeccionamiento humano. En ella destaca soberanamente la piedad filial como fidelidad no sólo al padre sino a sus representaciones: la familia, la patria y el deber moral para con el/lo superior.También podríamos ubicar en este apartado la figura del dios germánico Balder, el hijo del dios patriarcal Odín (perteneciente a los dioses Ases) que sin embargo integra la sabiduría pacífica de las divinidades Vanes matriarcales: se trata del Cristo germánico que muere y retorna para fundar una nueva filiación simbólica de carácter benévolo [15].
Cabría finalmente afiliar en este contexto al propio cristianismo calificado por S.Freud como la religión del Hijo, en el sentido de que en el Nuevo Testamento el Hijo de Dios (Cristo) suplantaría a éste desmontando su autoridad patriarcal antiguotestamentaria. Ahora bien, el Cristo Jesús del Evangelio si bien se presenta como el Hijo del Padre en el Espíritu Santo (Trinidad), ni sucumbe a la Madre Natura sino para resucitar, ni se subleva políticamente contra el Padre ni tampoco se le somete confucianamente.
En el cristianismo encontramos una nueva mitología filial-fratriarcal, en la que el Hijo es fundamentalmente el Hijo-Hermano, proyectando ahora la cosmovisión de la Hermandad universal. Esta Hermandad humana está prefigurada por el dios mediador Hermes, el dios del lenguaje hermenéutico, así como por el semidios Orfeo. Orfeo es apolíneo (toca la lira) y dionisiano (es despedazado por la Ménades), héroe retroprogresivo que visita los ínferos en busca de Euridice y cuya ausencia se compensa con el amor de los muchachos (homoerótica), auténtico sublimador cultural y hermanador de los contrarios [16].
Jesús con el disco solar, fresco del Juicio Universal (1320), de Pietro Cavallini.
4. Mitohistoria fratriarcal: la Hermandad cristiana
Quien no ama a su hermano a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve. (I Juan 4,20).
El Hijo en su relación vertical con la Madre o el Padre es el arquetipo de la mitología filial; el Hijo en su relación con los otros (hijos) es el arquetipo de la mitología fratriarcal, en la que predomina no la dependencia sino la autonomía de la Hermandad en sentido intersubjetivo o interpersonal. Pues bien, la mitología fratriarcal encuentra en el cristianismo su máximo exponente simbólico, por cuanto Jesús el Cristo es el Hijo del Padre que revierte la relación vertical en horizontalidad fraterna de acuerdo con su dictum: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”(Juan 14,9).
La clave de bóveda del cristianismo radica en la Encarnación de Dios en el Hombre y, en consecuencia, de lo divino en lo humano: en donde Jesucristo comparece como el Mediador entre lo patriarcal-celeste (en cuanto es Hijo del Padre) y lo matriarcal-terrestre (en cuanto Hijo de madre humana) y, por lo tanto, como la mediación entre el futuro y el pasado, el logos y el mythos en diálogo. Por eso hablamos de mitohistoria cristiana, ya que el cristianismo realiza la síntesis del mito prelógico y del logos racional, de modo que puede comentar N.Frye que en el Evangelio de Juan se identifica el logos y el mythos, así pues la razón y el corazón.
He aquí que la mitohistoria cristiana afirma pasado mítico y futuro lógico en el presente simbólico de su mediación dialógica, abriendo así una nueva perspectiva mediadora o dialéctica cuyo precipitado antropológico es la Hermandad. El reino de Dios anunciado por Cristo ya no está en el pasado mítico(in illo tempore) ni en el futuro lógico sino en el Presente interior o anímico: “El reino de Dios ya está entre vosotros” (Lucas 17,20).Esto abre un radical horizonte hermenéutico cuya clave interpretativa no está ya en la naturaleza sacralizada ni en la razón divinizada sino en el cultivo del alma: un humanismo radical que desplaza tanto al naturalismo impersonalista como al racioespiritualismo transpersonal basado en el otro generalizado, afirmando ahora un personalismo cuya divisa es el otro implicado bajo la simbólica del amor fraterno(agape, charitas) [17].
Si lo característico del mito matriarcal es la isomoiría (la igualdad mítica ante el común destino natural), la peculiaridad del logos filial estriba en la isonomía (igualdad política ante la misma ley civil). Pues bien lo propio del cristianismo estaría en la isofilía o amor fraterno igualitario. La parcialidad de Madre, Padre e Hijo ceden a la Hermandad universal, según la cual ya no hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, como afirma San Pablo en su Epístola a los Gálatas 3,26-28. Ahora esta Hermandad universal abre la percepción a una democratización de la vida frente al destino (matriarcal) y a la razón (patriarcal) en el nombre del Confrater. Francisco de Asís será la figura más interesante religiosamente de esta interpretación del Cristo como Hermano que cohermana todas las creaturas.
Obvio, la mitohistoria secular del cristianismo no siempre responde a semejante proyecto antropológico, sino que recae sea en el mito matriarcal-naturalista ( así en el catolicismo ritual) sea en la mitología patriarcal (así en el racionalismo protestante).Mientras que el Cristo católico se aproxima simbólicamente al Hijo sacrificial de la Diosa Madre, el Cristo protestante se acerca al Hijo heroico del Dios Padre( así en el filiacionismo calvinista estudiado por M.Weber). En el intermedio emerge en ocasiones el Gran Hermano Inquisidor, es decir, la Santa Hermandad o Inquisición como el reverso demoníaco del Fratello, Frater Minor oHermano Menor frranciscano... En fin, toda una fenomenología de figuras históricas que, sin embargo, no empecen el radical carácter revolucionario de la auténtica fraternidad cristiana. Esta última obtiene su fundamento humanista del logion de Jesús a sus discípulos: Ya no os llamo siervos sino amigos(Juan 15, 15).
5. Mitología posmoderna: el Cómplice
El pensamiento mitológico no puede ser
reemplazado porque forma el marco y
el contexto de todo pensamiento.
(N.Frye, El gran código).
A partir de la última sentencia concitada del Cristo sobre la superación de la servidumbre cabe encontrar en el principio de la filía, amicitia o amistad un nuevo nombre para la relación interhumana que sobrepase las dependencias familiares de la Madre, el Padre, el Hijo y aún el Hermano. La amistad, en efecto, es ya electiva y sus vínculos son intersubjetivos y no carnales, interpersonales y no familiares, simbólicos y no literales, abiertos y no cerrados, libres y no necesarios, existenciales más que vitales, humanos más que animales o divinos. Y en esta dirección amical se mueve precisamente la posmodernidad abanderada por J.Derrida en su obra “Políticas de la amistad”.Pero en este contexto tampoco debemos ser ingenuos cantando un himno acrítico a la amistad en general, ya que el amiguismo traducido como oligarquía es la sombra que ensombrece la positivia figura del amigo [18].
A pesar de todo es posible recuperar la filía, amicitia o amistad como relación de complicidad en un mundo común del que todos somos cómplices por cuanto estamos implicados en él. La posmodernidad reaparece entonces como una mitología de la complicidad, en la que el nuevo arquetipo sería el Héroe antiheroico: aquel que dice sí a pesar del no, el que afirma a pesar de la negación, quien ama a pesar de todo. Esto significa a nuestro entender realizar una síntesis del amor pagano (natural o sensual) y del amor cristiano (sobrenatural o cultural, sublimatorio), validando como principio posmoderno la idea del amor como principio de ilusión. Ilusión decimos, ya que el amor –arquetipo de la divinidad cristiano-pagana- es una real proyección positiva y no negativa, así pues una proyección mitológica o creencia salvadora o redentora. En efecto, amar es creer en la bondad (in)cierta del mundo, así pues ser conscientes de que el sinsentido está cauterizado por un sentido (in)cierto pero implícito o implicado en la creación. Amor dice por lo tanto concreación del mundo, proyección aferente, razón afectiva representada por el alma como entelequia y el corazón como latencia:
Eros crea la identidad que subyace a las identidades imaginativas
de la metáfora en poesía, el contrapunto en música, la composición
en pintura, la proporción en escultura y arquitectura [19].
Creer en el amor es pues creer en un Dios implicado, que es la divinidad-cómplice de la posmodernidad tal y como la entendemos. El Dios posmoderno es un Dios metafórico y simbólico, cuasi-ser o ser transversal y oblicuo, Dios transeúnte y transitivo, transicional y transaccional, definible como coímplice de los contrarios. Estos contrarios son, por una parte, el racionalismo ilustrado que desemboca en la democracia liberal y, por otra parte, el contrapunto romántico que desemboca en el comunitarismo: el primero está consignificado por el protestantismo, el segundo por el catolicismo. Logos y mythos vuelven por sus fueros en plena posmodernidad, cuya conciencia lúcida debe proyectar una mito-logía en la que se afirme la apertura globalizadora o universal y el contrapunto simbólico-romántico de lo diferencial.
Lo que aquí se preconiza como posmodernidad es pues un ecumenismo basado en la interculturalidad y formado por un pluralismo dialéctico de los opuestos compuestos.Con ello resituamos el Alma –Anima mundi- como categoría medial entre el Espíritu racional y la Materia natural: el Alma como ámbito abierto de la plena potencia pero del poder vacío, como diría Castoriadis, así pues el Alma como ámbito democrático de la reunión de los contrarios y de la lógica de la implicación.
Conclusión general: la razón simbólica.
Lo múltiple es uno
y en lo múltiple hay unos.
(C.Castoriadis,Figuras de lo pensable).
En su importante obra mitoliteraria, el humanista N.Frye ha distinguido dos grandes configuraciones enucleadas en tormo al “mito de la libertad” y al “mito de la incumbencia” respectivamente. Desde nuestra perspectiva, el mito de la libertad expresa la proyección pagana o secular de la razón bajo la denominación de democracia liberal, horizonte actualmente inustituible de la ética civil. Su contrapunto estaría expresado por el mito de la incumbencia, es decir, por el contrapeso del ethos religioso, la identidad cultural o el carácter comunitario.
De este modo, la razón o verdad abstracta es complementada por la mitosimbólica del sentido y la solidaridad concreta. Aquí inscribimos la razón simbólica o razón afectiva como figuración mediadora del logos(griego) y del mito(cristiano), así pues de la razón y el corazón. En todo caso, no es posible un monismo que preconice un único principio, puesto que la realidad viviente está constituida por la dialéctica simbólica de al menos dos principios en coimplicidad, tal y como sucede en el sistema menos malo de la democracia, fundada en la confraternidad o hermanamiento de la libertad general y la igualdad personal [20].
Podemos trasladar la cuestión de un planteamiento filosófico a otro literario. En su novela “La muerte de Tadzio”, que continúa “La muerte en Venecia” del Nobel T.Mann, su novel autor Luis G.Martin recoge la decadente idea del relato manniano sobre que la belleza resulta una injusticia ejemplar, pero radicalizándola hasta convertirla en símbolo de lo terrible, irracional y demoníaco. Mientras el atormentado protagonista del relato germano (Gustav von Aschenbach) no logra articular palabra ni por tanto apalabrar su afección erótica, el salaz protagonista de la astracanada hispana (Tadeusz Andresen) deprecia/desprecia las palabras y suplanta el verbo o actitud por el acto libidinal desublimado o desimbolizado.
Ni uno ni otro logran así remediar su trauma homoerótico a través del diálogo socrático y de la sublimación platónica tal y como se ofrecen en el Simposio platónico-socrático. En la brutal narración española el amor revierte en odio como la vida en muerte, precisamente porque la belleza exenta de bondad adquiere un cariz diabólico o disolutor: en donde el mal de vivir proviene del vivir mal o malvivir, es decir, de un tipo de vida que busca la verdad sin el sentido, la geometría sin el afecto, el sexo sin amor.
Se trata de la belleza desalmada que, rasurada de todo espíritu simbólico, se celebra literalmente en su absolutez nuda o desnuda. Pero la belleza no es absoluta sino relacional o personal, y no es literal o cósica sino simbólica o anímica. Por eso la bestial narración de Luis G. Martin quizás intenta aportar una soterrada intención catártica o purificatoria frente a los amores indiscriminados y a la belleza sin bondad: la cual aporta al mero estar bueno precisamente el serlo [21].
Si la versión platónico-cristiana del amor ha adolecido de espiritualismo, la versión pagana del amor ha adolecido de materialismo. Por eso buscamos lo que necesitamos, un amor cristiano-pagano que reconcilie espíritu y materia en la mediación del alma como razón afectiva. El auténtico amor es en efecto a la vez sagrado y profano, divino y terrible, venerable y pudendo. Resulta curioso al respecto cómo el término griego de “aidoion” significa conjuntamente lo venerable o fascinante y lo tremendo o pudendo, así pues lo más sagrado o divino (tótem) y lo más profano y sucio (tabú); dicho en cristiano, lo santo y el sexo en unidad: coimplicidad simbólica de los contrarios.
El exquisito poeta José L. Hidalgo ha expresado bien esta ambivalencia crucial del amor como algo perteneciente al humus humano y a la vez trashumano y trashumante:
(Algo en mí que no es mío se levanta).
Hay algo que no empieza ni acaba, pero tiembla.
Que cuando cese todo y se derrumbe el cuerpo
será más que un recuerdo de vagas cosas idas,
un poco de misterio quemándose en un verso.
Yo soy más que la tierra sobre la que transcurro,
es ella quien transcurre y pasa sin saberlo;
hay un divino fondo sin nubes ni fronteras,
una profunda entraña, un imposible fuego.
Sólo el amor en pie cada mañana espero,
porque los días pasan y sin amor destruyen.
Entregarme o morir. Porque el amor es vida
y la vida es amor para seguir viviendo.
Amarte o destruirme, oh corazón sin límites,
la soledad ya es eso: no haberte conocido.
Nazco cada mañana de tu secreta sombra,
de tu secreta sombra donde agonizo y muero.
(Vivir es una herida por donde Dios se escapa).
Sólo el tiempo que pasa es sólo el mismo
que pasa para ti y es quien nos une
con el brazo invisible, inexpresable
de este Dios en que todos transcurrimos [22].
Quien no ama a su hermano a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve. (I Juan 4,20).
El Hijo en su relación vertical con la Madre o el Padre es el arquetipo de la mitología filial; el Hijo en su relación con los otros (hijos) es el arquetipo de la mitología fratriarcal, en la que predomina no la dependencia sino la autonomía de la Hermandad en sentido intersubjetivo o interpersonal. Pues bien, la mitología fratriarcal encuentra en el cristianismo su máximo exponente simbólico, por cuanto Jesús el Cristo es el Hijo del Padre que revierte la relación vertical en horizontalidad fraterna de acuerdo con su dictum: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”(Juan 14,9).
La clave de bóveda del cristianismo radica en la Encarnación de Dios en el Hombre y, en consecuencia, de lo divino en lo humano: en donde Jesucristo comparece como el Mediador entre lo patriarcal-celeste (en cuanto es Hijo del Padre) y lo matriarcal-terrestre (en cuanto Hijo de madre humana) y, por lo tanto, como la mediación entre el futuro y el pasado, el logos y el mythos en diálogo. Por eso hablamos de mitohistoria cristiana, ya que el cristianismo realiza la síntesis del mito prelógico y del logos racional, de modo que puede comentar N.Frye que en el Evangelio de Juan se identifica el logos y el mythos, así pues la razón y el corazón.
He aquí que la mitohistoria cristiana afirma pasado mítico y futuro lógico en el presente simbólico de su mediación dialógica, abriendo así una nueva perspectiva mediadora o dialéctica cuyo precipitado antropológico es la Hermandad. El reino de Dios anunciado por Cristo ya no está en el pasado mítico(in illo tempore) ni en el futuro lógico sino en el Presente interior o anímico: “El reino de Dios ya está entre vosotros” (Lucas 17,20).Esto abre un radical horizonte hermenéutico cuya clave interpretativa no está ya en la naturaleza sacralizada ni en la razón divinizada sino en el cultivo del alma: un humanismo radical que desplaza tanto al naturalismo impersonalista como al racioespiritualismo transpersonal basado en el otro generalizado, afirmando ahora un personalismo cuya divisa es el otro implicado bajo la simbólica del amor fraterno(agape, charitas) [17].
Si lo característico del mito matriarcal es la isomoiría (la igualdad mítica ante el común destino natural), la peculiaridad del logos filial estriba en la isonomía (igualdad política ante la misma ley civil). Pues bien lo propio del cristianismo estaría en la isofilía o amor fraterno igualitario. La parcialidad de Madre, Padre e Hijo ceden a la Hermandad universal, según la cual ya no hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, como afirma San Pablo en su Epístola a los Gálatas 3,26-28. Ahora esta Hermandad universal abre la percepción a una democratización de la vida frente al destino (matriarcal) y a la razón (patriarcal) en el nombre del Confrater. Francisco de Asís será la figura más interesante religiosamente de esta interpretación del Cristo como Hermano que cohermana todas las creaturas.
Obvio, la mitohistoria secular del cristianismo no siempre responde a semejante proyecto antropológico, sino que recae sea en el mito matriarcal-naturalista ( así en el catolicismo ritual) sea en la mitología patriarcal (así en el racionalismo protestante).Mientras que el Cristo católico se aproxima simbólicamente al Hijo sacrificial de la Diosa Madre, el Cristo protestante se acerca al Hijo heroico del Dios Padre( así en el filiacionismo calvinista estudiado por M.Weber). En el intermedio emerge en ocasiones el Gran Hermano Inquisidor, es decir, la Santa Hermandad o Inquisición como el reverso demoníaco del Fratello, Frater Minor oHermano Menor frranciscano... En fin, toda una fenomenología de figuras históricas que, sin embargo, no empecen el radical carácter revolucionario de la auténtica fraternidad cristiana. Esta última obtiene su fundamento humanista del logion de Jesús a sus discípulos: Ya no os llamo siervos sino amigos(Juan 15, 15).
5. Mitología posmoderna: el Cómplice
El pensamiento mitológico no puede ser
reemplazado porque forma el marco y
el contexto de todo pensamiento.
(N.Frye, El gran código).
A partir de la última sentencia concitada del Cristo sobre la superación de la servidumbre cabe encontrar en el principio de la filía, amicitia o amistad un nuevo nombre para la relación interhumana que sobrepase las dependencias familiares de la Madre, el Padre, el Hijo y aún el Hermano. La amistad, en efecto, es ya electiva y sus vínculos son intersubjetivos y no carnales, interpersonales y no familiares, simbólicos y no literales, abiertos y no cerrados, libres y no necesarios, existenciales más que vitales, humanos más que animales o divinos. Y en esta dirección amical se mueve precisamente la posmodernidad abanderada por J.Derrida en su obra “Políticas de la amistad”.Pero en este contexto tampoco debemos ser ingenuos cantando un himno acrítico a la amistad en general, ya que el amiguismo traducido como oligarquía es la sombra que ensombrece la positivia figura del amigo [18].
A pesar de todo es posible recuperar la filía, amicitia o amistad como relación de complicidad en un mundo común del que todos somos cómplices por cuanto estamos implicados en él. La posmodernidad reaparece entonces como una mitología de la complicidad, en la que el nuevo arquetipo sería el Héroe antiheroico: aquel que dice sí a pesar del no, el que afirma a pesar de la negación, quien ama a pesar de todo. Esto significa a nuestro entender realizar una síntesis del amor pagano (natural o sensual) y del amor cristiano (sobrenatural o cultural, sublimatorio), validando como principio posmoderno la idea del amor como principio de ilusión. Ilusión decimos, ya que el amor –arquetipo de la divinidad cristiano-pagana- es una real proyección positiva y no negativa, así pues una proyección mitológica o creencia salvadora o redentora. En efecto, amar es creer en la bondad (in)cierta del mundo, así pues ser conscientes de que el sinsentido está cauterizado por un sentido (in)cierto pero implícito o implicado en la creación. Amor dice por lo tanto concreación del mundo, proyección aferente, razón afectiva representada por el alma como entelequia y el corazón como latencia:
Eros crea la identidad que subyace a las identidades imaginativas
de la metáfora en poesía, el contrapunto en música, la composición
en pintura, la proporción en escultura y arquitectura [19].
Creer en el amor es pues creer en un Dios implicado, que es la divinidad-cómplice de la posmodernidad tal y como la entendemos. El Dios posmoderno es un Dios metafórico y simbólico, cuasi-ser o ser transversal y oblicuo, Dios transeúnte y transitivo, transicional y transaccional, definible como coímplice de los contrarios. Estos contrarios son, por una parte, el racionalismo ilustrado que desemboca en la democracia liberal y, por otra parte, el contrapunto romántico que desemboca en el comunitarismo: el primero está consignificado por el protestantismo, el segundo por el catolicismo. Logos y mythos vuelven por sus fueros en plena posmodernidad, cuya conciencia lúcida debe proyectar una mito-logía en la que se afirme la apertura globalizadora o universal y el contrapunto simbólico-romántico de lo diferencial.
Lo que aquí se preconiza como posmodernidad es pues un ecumenismo basado en la interculturalidad y formado por un pluralismo dialéctico de los opuestos compuestos.Con ello resituamos el Alma –Anima mundi- como categoría medial entre el Espíritu racional y la Materia natural: el Alma como ámbito abierto de la plena potencia pero del poder vacío, como diría Castoriadis, así pues el Alma como ámbito democrático de la reunión de los contrarios y de la lógica de la implicación.
Conclusión general: la razón simbólica.
Lo múltiple es uno
y en lo múltiple hay unos.
(C.Castoriadis,Figuras de lo pensable).
En su importante obra mitoliteraria, el humanista N.Frye ha distinguido dos grandes configuraciones enucleadas en tormo al “mito de la libertad” y al “mito de la incumbencia” respectivamente. Desde nuestra perspectiva, el mito de la libertad expresa la proyección pagana o secular de la razón bajo la denominación de democracia liberal, horizonte actualmente inustituible de la ética civil. Su contrapunto estaría expresado por el mito de la incumbencia, es decir, por el contrapeso del ethos religioso, la identidad cultural o el carácter comunitario.
De este modo, la razón o verdad abstracta es complementada por la mitosimbólica del sentido y la solidaridad concreta. Aquí inscribimos la razón simbólica o razón afectiva como figuración mediadora del logos(griego) y del mito(cristiano), así pues de la razón y el corazón. En todo caso, no es posible un monismo que preconice un único principio, puesto que la realidad viviente está constituida por la dialéctica simbólica de al menos dos principios en coimplicidad, tal y como sucede en el sistema menos malo de la democracia, fundada en la confraternidad o hermanamiento de la libertad general y la igualdad personal [20].
Podemos trasladar la cuestión de un planteamiento filosófico a otro literario. En su novela “La muerte de Tadzio”, que continúa “La muerte en Venecia” del Nobel T.Mann, su novel autor Luis G.Martin recoge la decadente idea del relato manniano sobre que la belleza resulta una injusticia ejemplar, pero radicalizándola hasta convertirla en símbolo de lo terrible, irracional y demoníaco. Mientras el atormentado protagonista del relato germano (Gustav von Aschenbach) no logra articular palabra ni por tanto apalabrar su afección erótica, el salaz protagonista de la astracanada hispana (Tadeusz Andresen) deprecia/desprecia las palabras y suplanta el verbo o actitud por el acto libidinal desublimado o desimbolizado.
Ni uno ni otro logran así remediar su trauma homoerótico a través del diálogo socrático y de la sublimación platónica tal y como se ofrecen en el Simposio platónico-socrático. En la brutal narración española el amor revierte en odio como la vida en muerte, precisamente porque la belleza exenta de bondad adquiere un cariz diabólico o disolutor: en donde el mal de vivir proviene del vivir mal o malvivir, es decir, de un tipo de vida que busca la verdad sin el sentido, la geometría sin el afecto, el sexo sin amor.
Se trata de la belleza desalmada que, rasurada de todo espíritu simbólico, se celebra literalmente en su absolutez nuda o desnuda. Pero la belleza no es absoluta sino relacional o personal, y no es literal o cósica sino simbólica o anímica. Por eso la bestial narración de Luis G. Martin quizás intenta aportar una soterrada intención catártica o purificatoria frente a los amores indiscriminados y a la belleza sin bondad: la cual aporta al mero estar bueno precisamente el serlo [21].
Si la versión platónico-cristiana del amor ha adolecido de espiritualismo, la versión pagana del amor ha adolecido de materialismo. Por eso buscamos lo que necesitamos, un amor cristiano-pagano que reconcilie espíritu y materia en la mediación del alma como razón afectiva. El auténtico amor es en efecto a la vez sagrado y profano, divino y terrible, venerable y pudendo. Resulta curioso al respecto cómo el término griego de “aidoion” significa conjuntamente lo venerable o fascinante y lo tremendo o pudendo, así pues lo más sagrado o divino (tótem) y lo más profano y sucio (tabú); dicho en cristiano, lo santo y el sexo en unidad: coimplicidad simbólica de los contrarios.
El exquisito poeta José L. Hidalgo ha expresado bien esta ambivalencia crucial del amor como algo perteneciente al humus humano y a la vez trashumano y trashumante:
(Algo en mí que no es mío se levanta).
Hay algo que no empieza ni acaba, pero tiembla.
Que cuando cese todo y se derrumbe el cuerpo
será más que un recuerdo de vagas cosas idas,
un poco de misterio quemándose en un verso.
Yo soy más que la tierra sobre la que transcurro,
es ella quien transcurre y pasa sin saberlo;
hay un divino fondo sin nubes ni fronteras,
una profunda entraña, un imposible fuego.
Sólo el amor en pie cada mañana espero,
porque los días pasan y sin amor destruyen.
Entregarme o morir. Porque el amor es vida
y la vida es amor para seguir viviendo.
Amarte o destruirme, oh corazón sin límites,
la soledad ya es eso: no haberte conocido.
Nazco cada mañana de tu secreta sombra,
de tu secreta sombra donde agonizo y muero.
(Vivir es una herida por donde Dios se escapa).
Sólo el tiempo que pasa es sólo el mismo
que pasa para ti y es quien nos une
con el brazo invisible, inexpresable
de este Dios en que todos transcurrimos [22].
Gea, por Anselm Feuerbach (1875). Fresco del techo de la Academia de Bellas Artes de Viena. Fuente: Wikipedia.
Epílogo: La interpretación de Dios
Que Dios es sólo el ansia de quererle.
(J.L.Hidalgo, Ansia).
Las mitologías culturales expuestas esquemáticamente nos sirven no sólo para articular el universo del discurso teológico, sino para ubicar estructuralmente los nombres de Dios. De lo divino puede entonces decirse Nada, Madre Natura, Padre celeste, Hijo heroico, Hermano amoroso o Cómplice amistoso. Pues bien, la mística se asocia con la divinidad-vacío de signo orientalizante, mientras que el panteísmo se corresponde con la fundación inmanente de la Diosa Natura (Deus ut Natura).
Por su parte, el Dios como fundamento trascendente se reclama de la mitología patriarcal-racionalista, al tiempo que la religiosidad como sentimiento de dependencia a lo Schleiermacher se adjunta a la mitología filiacionista. Finalmente, la mitología fratriarcal ofrece el basamento adecuado para una definición de Dios como amor(I Juan 4,8), reinterpretado en la mitología posmoderna como complicidad(el Dios implicado).
Estas serían las categorías fundamentales del discurso sobre Dios, aunque el tema no se agote obviamente así. Pues quedan sobre todo las versiones más personales o peculiares, los modos de decir-límite y las revisiones del concepto clásico de la divinidad. Entre estos modismos peculiares de expresar lo divino hemos destacado en el lema la cuestión metafísica de la proyección de Dios o, para decirlo más explícitamente, la concepción de un Dios-proyección: “Que Dios es sólo el ansia de quererle” (J.L.Hidalgo).
Esta cuestión o concepción, tradicionalmente coligada al nombre de L.Feuerbach, tiene que ver en realidad con toda la problemática desarrollada por nosotros siquiera esquemáticamente sobre el arraigo mitológico de nuestros proyectos y proyecciones intelectuales, incluída eminentemente la divinidad: la proyección de Dios sería la condicción mitológica radical de toda dicción humana.
En efecto, Dios fungiría cual hipótesis o supuesto de nuestras tesis por cuanto es la hipóstasis o supuesto de lo humano en cuanto elevado a su máxima potencia: de esta guisa lo divino comparecería como el sentido de la transrealidad que caracteriza al hombre frente al animal atenido a lo meramente dado. O Dios como arquesímbolo de la surrealidad, lo que el gran filósofo y teólogo renacentista Nicolás de Cusa denominara como “possest”: lo divino cual ámbito abierto de lo real-posible, es decir, de la creación de sentido. Un tal Dios es entonces la personificación de lo mitopoiético, potenciante o poetante [23].
Así concebida la divinidad se ofrece como el creador creado y la trascendencia inmanente, la otredad en cuanto no otra y el infinito encarnado, la explicación de la realidad en cuanto en ella implicada y la condicción de toda dicción –para decirlo en un lenguaje cristiano secularizado que se inspira en el concitado Nicolás de Cusa, para quien las realidades todas se coimplican en Dios como Verbo, tal y como lo expone en su obra De docta ignorantia (Libro II, IX). Este Dios cusano se correspondería con la visión de M. Yourcenar sobre la divinidad como todo lo que nos pasa ( y que yo traduciría como todo lo que nos traspasa), asi como con la divinidad en que todos transcurrimos,enunciada por nuestro vate J.L.Hidalgo en otro poema así:
Señor: lo tienes todo, una zona sombría
Y otra de luz, celeste y clara.
Dime, dime, Señor: ¿por qué a nosotros
Nos elegiste para tu batalla? [24].
Pero si el mundo del hombre es el campo de batalla de lo divino en su confrontación mundanal, la divinidad sería el campo de retaguardia o afrontamiento de lo humano radicalmente.Coimplicidad de lo humano y lo divino y dualéctica de hombre y Dios: frente al dualismo clásico que enfrenta los contrarios, debemos pasar a su afrontamiento y mediación hermenéutica pues, como dice A.N.Whitehead, “el principio metafísico último es el avance desde la disyunción a la conyunción concreadora de nueva realidad diferente de las realidades dadas en disyunción”(Process and reality). A este respecto, la aportación cristiana del Hombre-Dios aparece como una auténtica revelación metafísica al sobrepasar la disjunción en la conjunción [25].
Mientras que la filosofía racionalista occidental define a Dios como el Ser supremo, la filosofía mística orientalizante lo desdefine como el no-ser. Por nuestra parte, Dios sería el ser que no es, recobrando en esta fórmula su radical sentido metafórico-simbólico, ya que la metáfora deconstruye los contrarios y el símbolo los reconstruye. Dios como el ser sin ser es la metáfora de una realidad simbólica o surrealidad, cuya máxima expresión radica en el amor como el ser que no es, por cuanto es transer: aquí se concitan las fórmulas paradoxales de lo divino como metarealidad o supraser (superesse, supraens,excessus,superrealidad), aunque su más exacta cualificación sería la de interrealidad o entreser (interesse, interens) traducible gnoseológicamente como interpretación o interposición, mediación, transposición. Dios emerge así como el ámbito de conjunción en el que la contradicción se resuelve en contracción a través de la atracción simbolizada por el amor: un Dios-atractor del universo cuya figuración cristiano-pagana es el Cristo del Juicio Final de Miguel Angel Buonarroti [26].
Así que de Dios puede decirse todo y nada porque representa el mediador o pontífice entre el ser y el no-ser: su nombre nombra lo entreabierto en que, según René Char, sólo podemos vivir, así pues esa línea de intersección de la la luz y la sombra, el arriba y el abajo, la derecha y la izquierda; su nombre menta el Ser crucificado, como lo llama nuestro recitado poeta. Por eso si bien Dios no es propiamente (entitativamente), está: de ahí la expresión castiza de que algo “está de Dios” para expresar su pertenencia al orden del acontecer o bien que “Dios ha venido a vernos” para consignar un suceder positivo.
Dios no es pero está cual estancia/instancia simbólica radical en la que comparecemos los seres como instantes: hablar de Dios resulta un trabalenguas porque es decir lo que nos dice, o sea, la (con) dicción en la que somos, la cual es complicada o complicadora: dialéctica. Sólo es posible decir a Dios desdiciéndose, puesto que resulta como exponer nuestro envés o revés, la otredad que nos constituye, la ausencia presente que condiciona nuestra presencia ausente. Comprender a Dios sería comprender la “comprehensión” de lo real, lo cual no es factible como reconoce San Agustín: si comprendes a Dios es que no es Dios (Sermo 17; PL 38,663). De donde la latencia divina en Isaías 45,15 donde habla de la divinidad oculta o escondida (Deus absconditus). No cabe hablar de Dios propiamente pero sí impropiamente, y lo que puede decirse equivale a decir nuestra condicción/condición de responsables o respondones de un Logos que nos condicciona/condiciona como voz interior, consciencia/conciencia, alma o sentido íntimo. En esa recámara oscura se trasparentaría la trascendencia interior o intratrascendencia del Dios [27].
Pero lo que esa voz dice es más que inaudito inaudible, y su contenido podría resumirse en el imperativo de apertura: el permanecer abiertos y no cerrados a la otredad o trascendencia, así pues el abrirse al Otro radicalmente. Pero entonces lo que se dice de Dios parece decirse de nosotros en el mejor de los casos: en el caso del amor. Y es que sólo el amor hace creíble la creencia religiosa o la fe en Dios, el cual habría creado el mundo por amor (que es como decir que lo ha creado reduplicativamente con creación creativa). Sólo por amor puede Alguien enamorarse ciertamente de este mundo, sólo por amor puede Alguien salir de sí al otro pasando del ensimismamiento a la alteración y de la buena vida (egoísta) a la vida buena (altruísta).
El único problema es que el otro –en esta historia de la creación, nosotros mismos- no sólo no ha sido consultado sino que no se corresponde a la imagen positiva del creador. Y, sin embargo, ningún amado es consultado ni se corresponde a la imagen del Amante, así que en nuestro caso no tenemos más remedio que asumir nuestro papel humano de víctimas inocentes del creativo amor divino. Sólo en caso de comprenderlo (aunque sin comprehenderlo) cabe revertir el amor divino en humano, y reconvertir al Amante divino en Amado humano y al amado humano en amante cuasi divino... Quizá entonces la única auténtica respuesta al Dios sea la mística resumible en el “amén” bíblico como aceptación del juego del amor(véase al respecto San Juan de la Cruz y socios, pero también C.G.Jung o L. Wittgenstein) [28].
Ahora bien, aceptar el juego del amor divino humanamente es comprometerse con uno mismo y con los demás a ser uno mismo pero con los demás, lo cual introduce el matiz de alteración/alteridad en el ensimismamiento. Acaso por ello, en toda religión que se precie el pecado o falta moral consiste en encerrarse en sí mismo, como decía Lutero (incurvatus in seipsum), mientras que la gracia, salvación o redención está en abrirse al Dios y, por tanto, amar la vida trascendiendo su sino, así pues afirmar transitivamente la existencia humana que desemboca en lo divino (lo cual implica por cierto asumir la muerte). Ser religioso es estar religado al trasfondo de lo real y abierto al horizonte que lo trasciende simultáneamente.
Religación y apertura configuran así las dos categorías de toda experiencia religiosa, religación que dice amor y apertura que dice libertad o liberación (que es el vocablo que suele usarse en el ámbito religioso). En la terminología cristiana, el amor se traduce como caridad y la liberación como gracia frente a la ley antiguotestamentaria (San Pablo).
Ahora bien, religiosamente el amor al Otro (Dios) es también el amor al otro(hombre) a través de la compasión como actitud fundamental rescatada por Schopenhauer; ello no sólo es cierto de Jesucristo sino también del Buda revertido Bodisattva por compasión del hombre. Por su parte, la liberación religiosa no lo es del mundo como tal sino del mundo como cual: el mundo inmundo que se describe como empecatamiento en el Nuevo Testamento por su encerrona y obturación sin fe, esperanza y caridad. Se trata por lo tanto de la liberación interior del mundo y no de su sobreseimiento, ya que el religioso no es del mundo reductoramente pero está en él correctoramente. Amor y liberación, caridad y gracia representan el marco en el que se instala dialécticamente el homo religiosus, acuciado entre la llamada o elección a tergo ( el haber sido amado) y el llamado o selección de frente (el deber de amar): en donde la verdad del otro libera o liberta (del yo encapsulado) y el sentido del Otro religa (al trasfondo amoroso).
Pero como puede comprenderse seguimos de nuevo cómplices de la dialéctica de los contrarios, en este caso representada por el amor y la libertad. La contraposición clásica entre estas dos fuerzas en litigio se muestra empero como una composición, ya que no hay amor auténtico sin liberación ni liberación auténtica sin amor: puédese entonces hablar religiosamente de amor liberador y de liberación amorosa per modum unius, y parece que aquí todos los espíritus realmente tales concuerdan en ello. Ahora bien, amor liberador significa un amor sublimado, al tiempo que liberaración amorosa menta una libertad religada. Esta cuestión no es sólo religiosa sino secular, como lo demuestra W.Benjamin con su dialéctica de secreto (el sello) y secreción (la carta), así como M.Heidegger con la propia del arraigo y lo abierto. En realidad estamos ante un tema metafísico de alcance intercultural, ya que recorre el universo del discurso interhumano.
Por citar solamente alguna otra referencia significativa, esta dialéctica del amor-libertad se continúa en las sizigias o parejas de oposición como materia y forma, mito y razón, diosa y dios, eros y logos. Mas sabemos lo que hay que hacer con estas y otras parejas de oposición: un hierogamos o matrimonio simbólico, es decir, la coyunda o emparejamiento tántrico (mithuna) de los opuestos compementarios en orden a la fertilidad/fecundidad intelectual frente a su estéril confrontación milenaria. En este sentido nos reclamamos de un implicacionismo simbólico que trata de remediar cuasi religiosamente, correlacionar o hermanar las posiciones absolutas, extremas o irrelatas, o sea, encerradas en sí mismas de forma intolerante, fanática o fundamentalista, de modo quese afirme la integración versus integrismo, el cual adviene cuando falla aquella.
Mas la cuestión mayor que subyace al dualismo clásico es la cuestión del bien divino y del mal demoníaco. Conocida es la respuesta oficial que presenta el bien en lucha heroica contra el mal, a menudo bajo la fisonomía del héroe matador de dragones. Desde nuestra perspectiva esta dicotomía absolutizada del bueno frente al malo debe revisarse drásticamente so pena de seguir esquizoidemente divididos y enfrentados in saecula saeculorum (amén de acabar con toda especie y rastro dracontiano en nuestro planeta). Para ello precisamos una revisión del mundo religioso, ético y político fundados en el dualismo, así como nuevas formas de coimplicar los opuestos. A este respecto sería interesante realizar una reinterpretación del bien como liberador o salvador y no mero condenador del mal, al tiempo que una concomitante reintepretación del mal como cerrazón, irrelación, enfermedad o fallo/falla que cabe curar o sanar religadoramente.
Con ello recobra el planteamiento religioso un cariz terapéutico perdido, pero que empalma con las tradiciones yoguis, chamánicas, gnósticas, filosófico-sapienciales, psicotécnicas, medicinales o simplemente espirituales, aunque siempre bajo el filtraje del logos crítico [29].
Sin embargo hay una dimensión claramente pragmática en la confrontación entre el bien y el mal que adquiere un matiz ideológico y político, reapareciendo como el enfrentamiento entre desarrollo y subdesarrollo, ricos y pobres, blancos y negros, varones y mujeres, heterosexuales y homosexuales, privilegiados y excluídos, poderosos e impotentes. Precisamente la democracia como topología en que se encuentran los contrarios debe permitir el diálogo, la comunicación y la interaacción remediadora del hiatus entre ambos bandos.
También en este sentido hay que democratizar a Dios, lo que viene a significar simbólicamente que debe parlamentar con el diablo (como ya se insinúa en el Libro de Job), para encontrar remedios a esa incomunicación absoluta de los opuestos que empero componen el mundo. Lo que pasa es que el viejo Dios imponente acaso deba dejar vacante su sede y abajarse al mundo, al tiempo que el diablo y lo que simboliza pueda salir del inframundo para tratar de humanizarse. Y bien, sabemos que en este mundo (aún) no es posible la reconciliación, pero sí al menos la comunicación en orden a obtener pactos parciales, consensos mínimos, diálogos constructivos, interacciones prácticas, encuentros fructíferos o ententes mutuas.
Esto es lo más pendiente religiosamente en el mundo, la reconciliación de la luz con la sombra, de la ilustración con el romanticismo, del progreso con la religación, de la libertad con la igualdad, del individualismo con la comunidad y del liberalismo con la solidaridad. Los típicos planteamientos antitéticos deben ceder a replanteamientos sintéticos, so pena de vivir beligerantemente y convivir agresivamente, de modo que la competencia pueda armonizarse con la concurrencia. Pues no se trata, en efecto, de seguir haciendo el amor como una guerra fría y a su vez la guerra como un amor fatal, sino de encontrar remedio humano y no inhumano o animalesco: transmutación del sexo en eros humano(amor) y de la guerra real en política, metamorfosis de los instintos en pulsiones y estas en impulsos, transposición del mundo real en trasmundo literario, transformación de la agresividad en juego y competición, mitologización de la vida en trasvida, reinterpretación de la muerte final en inicial o iniciática, sublimación de la libido en creatividad.
En toda esta transmutación cuasi alquímica la religión propone al Dios precisamente como cifra de nuestra autotrascendencia, para decirlo con K.Jaspers, o sea, como emblema de toda transposición o actitud transpositiva –y ello dice positiva. Si la religión ha resistido el criticismo contemporáneo se debe obviamente a este su carácter de positivación del negativo de la realidad, lo que implica también su sentido de revelación o transfiguración sin el que la vida humana nos resultaría inhumana o sencillamente insoportable en su sopor. De aquí la fiesta, el rito y la liturgia, la celebración y el ceremonial, el culto y los sacramentos, la interiorización y la proyección,el mito y los símbolos sagrados, las oración y el sacrificio, la ofrenda y la coapertenencia a una iglesia, el arte y la mística.
A pesar de esta positivación religiosa, esto no quiere decir que nuestra religiosidad pretenda realizar sus transmutaciones o transustanciaciones de forma dogmática, ya que también el horizonte abierto de la religión sigue estando en la libertad o liberación contrapunteada según lo dicho por la religación. En este aspecto preconizamos un diálogo generalizado cuyos términos en coimplicación son la apertura o liberación simbólica y la implicación o implicacionismo, de aquí la denominación de “implicacionismo simbólico” a nuestra hermenéutica filosófica y cultural.
Implicación simbólica significa, por una parte, asunción o coimplantación de los contrarios y, por otra parte, su mediación o remediación simbólica consistente en diluir cuasi acuáticamente los extremos absolutos o absolutizados a través de una licuefacción de su solidez estadiza; pues no hay que olvidar aquí que el dogmatismo o el absolutismo proceden de la visión clásica de las realidades como sustancias o esencias, lo que ha llevado a esencialismos y sustancialismos que debemos disolver sin recaer en un relativismo sino en un relacionismo concorde con la (pos)moderna revisión del mundo de carácter dinámico. Pues bien, en nuestro implicacionismo simbólico de signo relacional Dios surge como el Implicador implicado, lo que descarta tanto el monismo como el dualismo en nombre de un relacionismo unidiversal de signo ecuménico.
El Dios de esta religión ecuménica no puede/quiere ser Dios porque amó tanto a los hombres que los amó hasta el extremo, es decir, hasta su final mortal (cf. Juan 13,1): se trata pues de una Iglesia con Sede vacante, de un Dios vaciado y de una religiosidad abierta. Aquí finalmente Dios es el Ser que no es: para que lo sea el hombre y lo sea en abundancia o prosperidad...en cuanto ello resulta factible o posible –real posibilidad que, como ya adujimos, la representa el Dios potenciante versus el Idolo realmente depotenciador, castrador o represor/opresor. No podemos olvidar que si Dios hace al hombre a su imagen y semejanza, el hombre rehace a Dios a su propia imago y similitud. Así que, como muestra el Hombre-Dios, ya no pueden desengancharse ambos términos: el Hombre es el Dios inmanente y el Dios es el Hombre trascendido/trascendente [30].
Que Dios es sólo el ansia de quererle.
(J.L.Hidalgo, Ansia).
Las mitologías culturales expuestas esquemáticamente nos sirven no sólo para articular el universo del discurso teológico, sino para ubicar estructuralmente los nombres de Dios. De lo divino puede entonces decirse Nada, Madre Natura, Padre celeste, Hijo heroico, Hermano amoroso o Cómplice amistoso. Pues bien, la mística se asocia con la divinidad-vacío de signo orientalizante, mientras que el panteísmo se corresponde con la fundación inmanente de la Diosa Natura (Deus ut Natura).
Por su parte, el Dios como fundamento trascendente se reclama de la mitología patriarcal-racionalista, al tiempo que la religiosidad como sentimiento de dependencia a lo Schleiermacher se adjunta a la mitología filiacionista. Finalmente, la mitología fratriarcal ofrece el basamento adecuado para una definición de Dios como amor(I Juan 4,8), reinterpretado en la mitología posmoderna como complicidad(el Dios implicado).
Estas serían las categorías fundamentales del discurso sobre Dios, aunque el tema no se agote obviamente así. Pues quedan sobre todo las versiones más personales o peculiares, los modos de decir-límite y las revisiones del concepto clásico de la divinidad. Entre estos modismos peculiares de expresar lo divino hemos destacado en el lema la cuestión metafísica de la proyección de Dios o, para decirlo más explícitamente, la concepción de un Dios-proyección: “Que Dios es sólo el ansia de quererle” (J.L.Hidalgo).
Esta cuestión o concepción, tradicionalmente coligada al nombre de L.Feuerbach, tiene que ver en realidad con toda la problemática desarrollada por nosotros siquiera esquemáticamente sobre el arraigo mitológico de nuestros proyectos y proyecciones intelectuales, incluída eminentemente la divinidad: la proyección de Dios sería la condicción mitológica radical de toda dicción humana.
En efecto, Dios fungiría cual hipótesis o supuesto de nuestras tesis por cuanto es la hipóstasis o supuesto de lo humano en cuanto elevado a su máxima potencia: de esta guisa lo divino comparecería como el sentido de la transrealidad que caracteriza al hombre frente al animal atenido a lo meramente dado. O Dios como arquesímbolo de la surrealidad, lo que el gran filósofo y teólogo renacentista Nicolás de Cusa denominara como “possest”: lo divino cual ámbito abierto de lo real-posible, es decir, de la creación de sentido. Un tal Dios es entonces la personificación de lo mitopoiético, potenciante o poetante [23].
Así concebida la divinidad se ofrece como el creador creado y la trascendencia inmanente, la otredad en cuanto no otra y el infinito encarnado, la explicación de la realidad en cuanto en ella implicada y la condicción de toda dicción –para decirlo en un lenguaje cristiano secularizado que se inspira en el concitado Nicolás de Cusa, para quien las realidades todas se coimplican en Dios como Verbo, tal y como lo expone en su obra De docta ignorantia (Libro II, IX). Este Dios cusano se correspondería con la visión de M. Yourcenar sobre la divinidad como todo lo que nos pasa ( y que yo traduciría como todo lo que nos traspasa), asi como con la divinidad en que todos transcurrimos,enunciada por nuestro vate J.L.Hidalgo en otro poema así:
Señor: lo tienes todo, una zona sombría
Y otra de luz, celeste y clara.
Dime, dime, Señor: ¿por qué a nosotros
Nos elegiste para tu batalla? [24].
Pero si el mundo del hombre es el campo de batalla de lo divino en su confrontación mundanal, la divinidad sería el campo de retaguardia o afrontamiento de lo humano radicalmente.Coimplicidad de lo humano y lo divino y dualéctica de hombre y Dios: frente al dualismo clásico que enfrenta los contrarios, debemos pasar a su afrontamiento y mediación hermenéutica pues, como dice A.N.Whitehead, “el principio metafísico último es el avance desde la disyunción a la conyunción concreadora de nueva realidad diferente de las realidades dadas en disyunción”(Process and reality). A este respecto, la aportación cristiana del Hombre-Dios aparece como una auténtica revelación metafísica al sobrepasar la disjunción en la conjunción [25].
Mientras que la filosofía racionalista occidental define a Dios como el Ser supremo, la filosofía mística orientalizante lo desdefine como el no-ser. Por nuestra parte, Dios sería el ser que no es, recobrando en esta fórmula su radical sentido metafórico-simbólico, ya que la metáfora deconstruye los contrarios y el símbolo los reconstruye. Dios como el ser sin ser es la metáfora de una realidad simbólica o surrealidad, cuya máxima expresión radica en el amor como el ser que no es, por cuanto es transer: aquí se concitan las fórmulas paradoxales de lo divino como metarealidad o supraser (superesse, supraens,excessus,superrealidad), aunque su más exacta cualificación sería la de interrealidad o entreser (interesse, interens) traducible gnoseológicamente como interpretación o interposición, mediación, transposición. Dios emerge así como el ámbito de conjunción en el que la contradicción se resuelve en contracción a través de la atracción simbolizada por el amor: un Dios-atractor del universo cuya figuración cristiano-pagana es el Cristo del Juicio Final de Miguel Angel Buonarroti [26].
Así que de Dios puede decirse todo y nada porque representa el mediador o pontífice entre el ser y el no-ser: su nombre nombra lo entreabierto en que, según René Char, sólo podemos vivir, así pues esa línea de intersección de la la luz y la sombra, el arriba y el abajo, la derecha y la izquierda; su nombre menta el Ser crucificado, como lo llama nuestro recitado poeta. Por eso si bien Dios no es propiamente (entitativamente), está: de ahí la expresión castiza de que algo “está de Dios” para expresar su pertenencia al orden del acontecer o bien que “Dios ha venido a vernos” para consignar un suceder positivo.
Dios no es pero está cual estancia/instancia simbólica radical en la que comparecemos los seres como instantes: hablar de Dios resulta un trabalenguas porque es decir lo que nos dice, o sea, la (con) dicción en la que somos, la cual es complicada o complicadora: dialéctica. Sólo es posible decir a Dios desdiciéndose, puesto que resulta como exponer nuestro envés o revés, la otredad que nos constituye, la ausencia presente que condiciona nuestra presencia ausente. Comprender a Dios sería comprender la “comprehensión” de lo real, lo cual no es factible como reconoce San Agustín: si comprendes a Dios es que no es Dios (Sermo 17; PL 38,663). De donde la latencia divina en Isaías 45,15 donde habla de la divinidad oculta o escondida (Deus absconditus). No cabe hablar de Dios propiamente pero sí impropiamente, y lo que puede decirse equivale a decir nuestra condicción/condición de responsables o respondones de un Logos que nos condicciona/condiciona como voz interior, consciencia/conciencia, alma o sentido íntimo. En esa recámara oscura se trasparentaría la trascendencia interior o intratrascendencia del Dios [27].
Pero lo que esa voz dice es más que inaudito inaudible, y su contenido podría resumirse en el imperativo de apertura: el permanecer abiertos y no cerrados a la otredad o trascendencia, así pues el abrirse al Otro radicalmente. Pero entonces lo que se dice de Dios parece decirse de nosotros en el mejor de los casos: en el caso del amor. Y es que sólo el amor hace creíble la creencia religiosa o la fe en Dios, el cual habría creado el mundo por amor (que es como decir que lo ha creado reduplicativamente con creación creativa). Sólo por amor puede Alguien enamorarse ciertamente de este mundo, sólo por amor puede Alguien salir de sí al otro pasando del ensimismamiento a la alteración y de la buena vida (egoísta) a la vida buena (altruísta).
El único problema es que el otro –en esta historia de la creación, nosotros mismos- no sólo no ha sido consultado sino que no se corresponde a la imagen positiva del creador. Y, sin embargo, ningún amado es consultado ni se corresponde a la imagen del Amante, así que en nuestro caso no tenemos más remedio que asumir nuestro papel humano de víctimas inocentes del creativo amor divino. Sólo en caso de comprenderlo (aunque sin comprehenderlo) cabe revertir el amor divino en humano, y reconvertir al Amante divino en Amado humano y al amado humano en amante cuasi divino... Quizá entonces la única auténtica respuesta al Dios sea la mística resumible en el “amén” bíblico como aceptación del juego del amor(véase al respecto San Juan de la Cruz y socios, pero también C.G.Jung o L. Wittgenstein) [28].
Ahora bien, aceptar el juego del amor divino humanamente es comprometerse con uno mismo y con los demás a ser uno mismo pero con los demás, lo cual introduce el matiz de alteración/alteridad en el ensimismamiento. Acaso por ello, en toda religión que se precie el pecado o falta moral consiste en encerrarse en sí mismo, como decía Lutero (incurvatus in seipsum), mientras que la gracia, salvación o redención está en abrirse al Dios y, por tanto, amar la vida trascendiendo su sino, así pues afirmar transitivamente la existencia humana que desemboca en lo divino (lo cual implica por cierto asumir la muerte). Ser religioso es estar religado al trasfondo de lo real y abierto al horizonte que lo trasciende simultáneamente.
Religación y apertura configuran así las dos categorías de toda experiencia religiosa, religación que dice amor y apertura que dice libertad o liberación (que es el vocablo que suele usarse en el ámbito religioso). En la terminología cristiana, el amor se traduce como caridad y la liberación como gracia frente a la ley antiguotestamentaria (San Pablo).
Ahora bien, religiosamente el amor al Otro (Dios) es también el amor al otro(hombre) a través de la compasión como actitud fundamental rescatada por Schopenhauer; ello no sólo es cierto de Jesucristo sino también del Buda revertido Bodisattva por compasión del hombre. Por su parte, la liberación religiosa no lo es del mundo como tal sino del mundo como cual: el mundo inmundo que se describe como empecatamiento en el Nuevo Testamento por su encerrona y obturación sin fe, esperanza y caridad. Se trata por lo tanto de la liberación interior del mundo y no de su sobreseimiento, ya que el religioso no es del mundo reductoramente pero está en él correctoramente. Amor y liberación, caridad y gracia representan el marco en el que se instala dialécticamente el homo religiosus, acuciado entre la llamada o elección a tergo ( el haber sido amado) y el llamado o selección de frente (el deber de amar): en donde la verdad del otro libera o liberta (del yo encapsulado) y el sentido del Otro religa (al trasfondo amoroso).
Pero como puede comprenderse seguimos de nuevo cómplices de la dialéctica de los contrarios, en este caso representada por el amor y la libertad. La contraposición clásica entre estas dos fuerzas en litigio se muestra empero como una composición, ya que no hay amor auténtico sin liberación ni liberación auténtica sin amor: puédese entonces hablar religiosamente de amor liberador y de liberación amorosa per modum unius, y parece que aquí todos los espíritus realmente tales concuerdan en ello. Ahora bien, amor liberador significa un amor sublimado, al tiempo que liberaración amorosa menta una libertad religada. Esta cuestión no es sólo religiosa sino secular, como lo demuestra W.Benjamin con su dialéctica de secreto (el sello) y secreción (la carta), así como M.Heidegger con la propia del arraigo y lo abierto. En realidad estamos ante un tema metafísico de alcance intercultural, ya que recorre el universo del discurso interhumano.
Por citar solamente alguna otra referencia significativa, esta dialéctica del amor-libertad se continúa en las sizigias o parejas de oposición como materia y forma, mito y razón, diosa y dios, eros y logos. Mas sabemos lo que hay que hacer con estas y otras parejas de oposición: un hierogamos o matrimonio simbólico, es decir, la coyunda o emparejamiento tántrico (mithuna) de los opuestos compementarios en orden a la fertilidad/fecundidad intelectual frente a su estéril confrontación milenaria. En este sentido nos reclamamos de un implicacionismo simbólico que trata de remediar cuasi religiosamente, correlacionar o hermanar las posiciones absolutas, extremas o irrelatas, o sea, encerradas en sí mismas de forma intolerante, fanática o fundamentalista, de modo quese afirme la integración versus integrismo, el cual adviene cuando falla aquella.
Mas la cuestión mayor que subyace al dualismo clásico es la cuestión del bien divino y del mal demoníaco. Conocida es la respuesta oficial que presenta el bien en lucha heroica contra el mal, a menudo bajo la fisonomía del héroe matador de dragones. Desde nuestra perspectiva esta dicotomía absolutizada del bueno frente al malo debe revisarse drásticamente so pena de seguir esquizoidemente divididos y enfrentados in saecula saeculorum (amén de acabar con toda especie y rastro dracontiano en nuestro planeta). Para ello precisamos una revisión del mundo religioso, ético y político fundados en el dualismo, así como nuevas formas de coimplicar los opuestos. A este respecto sería interesante realizar una reinterpretación del bien como liberador o salvador y no mero condenador del mal, al tiempo que una concomitante reintepretación del mal como cerrazón, irrelación, enfermedad o fallo/falla que cabe curar o sanar religadoramente.
Con ello recobra el planteamiento religioso un cariz terapéutico perdido, pero que empalma con las tradiciones yoguis, chamánicas, gnósticas, filosófico-sapienciales, psicotécnicas, medicinales o simplemente espirituales, aunque siempre bajo el filtraje del logos crítico [29].
Sin embargo hay una dimensión claramente pragmática en la confrontación entre el bien y el mal que adquiere un matiz ideológico y político, reapareciendo como el enfrentamiento entre desarrollo y subdesarrollo, ricos y pobres, blancos y negros, varones y mujeres, heterosexuales y homosexuales, privilegiados y excluídos, poderosos e impotentes. Precisamente la democracia como topología en que se encuentran los contrarios debe permitir el diálogo, la comunicación y la interaacción remediadora del hiatus entre ambos bandos.
También en este sentido hay que democratizar a Dios, lo que viene a significar simbólicamente que debe parlamentar con el diablo (como ya se insinúa en el Libro de Job), para encontrar remedios a esa incomunicación absoluta de los opuestos que empero componen el mundo. Lo que pasa es que el viejo Dios imponente acaso deba dejar vacante su sede y abajarse al mundo, al tiempo que el diablo y lo que simboliza pueda salir del inframundo para tratar de humanizarse. Y bien, sabemos que en este mundo (aún) no es posible la reconciliación, pero sí al menos la comunicación en orden a obtener pactos parciales, consensos mínimos, diálogos constructivos, interacciones prácticas, encuentros fructíferos o ententes mutuas.
Esto es lo más pendiente religiosamente en el mundo, la reconciliación de la luz con la sombra, de la ilustración con el romanticismo, del progreso con la religación, de la libertad con la igualdad, del individualismo con la comunidad y del liberalismo con la solidaridad. Los típicos planteamientos antitéticos deben ceder a replanteamientos sintéticos, so pena de vivir beligerantemente y convivir agresivamente, de modo que la competencia pueda armonizarse con la concurrencia. Pues no se trata, en efecto, de seguir haciendo el amor como una guerra fría y a su vez la guerra como un amor fatal, sino de encontrar remedio humano y no inhumano o animalesco: transmutación del sexo en eros humano(amor) y de la guerra real en política, metamorfosis de los instintos en pulsiones y estas en impulsos, transposición del mundo real en trasmundo literario, transformación de la agresividad en juego y competición, mitologización de la vida en trasvida, reinterpretación de la muerte final en inicial o iniciática, sublimación de la libido en creatividad.
En toda esta transmutación cuasi alquímica la religión propone al Dios precisamente como cifra de nuestra autotrascendencia, para decirlo con K.Jaspers, o sea, como emblema de toda transposición o actitud transpositiva –y ello dice positiva. Si la religión ha resistido el criticismo contemporáneo se debe obviamente a este su carácter de positivación del negativo de la realidad, lo que implica también su sentido de revelación o transfiguración sin el que la vida humana nos resultaría inhumana o sencillamente insoportable en su sopor. De aquí la fiesta, el rito y la liturgia, la celebración y el ceremonial, el culto y los sacramentos, la interiorización y la proyección,el mito y los símbolos sagrados, las oración y el sacrificio, la ofrenda y la coapertenencia a una iglesia, el arte y la mística.
A pesar de esta positivación religiosa, esto no quiere decir que nuestra religiosidad pretenda realizar sus transmutaciones o transustanciaciones de forma dogmática, ya que también el horizonte abierto de la religión sigue estando en la libertad o liberación contrapunteada según lo dicho por la religación. En este aspecto preconizamos un diálogo generalizado cuyos términos en coimplicación son la apertura o liberación simbólica y la implicación o implicacionismo, de aquí la denominación de “implicacionismo simbólico” a nuestra hermenéutica filosófica y cultural.
Implicación simbólica significa, por una parte, asunción o coimplantación de los contrarios y, por otra parte, su mediación o remediación simbólica consistente en diluir cuasi acuáticamente los extremos absolutos o absolutizados a través de una licuefacción de su solidez estadiza; pues no hay que olvidar aquí que el dogmatismo o el absolutismo proceden de la visión clásica de las realidades como sustancias o esencias, lo que ha llevado a esencialismos y sustancialismos que debemos disolver sin recaer en un relativismo sino en un relacionismo concorde con la (pos)moderna revisión del mundo de carácter dinámico. Pues bien, en nuestro implicacionismo simbólico de signo relacional Dios surge como el Implicador implicado, lo que descarta tanto el monismo como el dualismo en nombre de un relacionismo unidiversal de signo ecuménico.
El Dios de esta religión ecuménica no puede/quiere ser Dios porque amó tanto a los hombres que los amó hasta el extremo, es decir, hasta su final mortal (cf. Juan 13,1): se trata pues de una Iglesia con Sede vacante, de un Dios vaciado y de una religiosidad abierta. Aquí finalmente Dios es el Ser que no es: para que lo sea el hombre y lo sea en abundancia o prosperidad...en cuanto ello resulta factible o posible –real posibilidad que, como ya adujimos, la representa el Dios potenciante versus el Idolo realmente depotenciador, castrador o represor/opresor. No podemos olvidar que si Dios hace al hombre a su imagen y semejanza, el hombre rehace a Dios a su propia imago y similitud. Así que, como muestra el Hombre-Dios, ya no pueden desengancharse ambos términos: el Hombre es el Dios inmanente y el Dios es el Hombre trascendido/trascendente [30].
Notas:
[1] Para el horizonte hermenéutico-simbólico de este trabajo, H.G.Gadamer y otros, Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 1998; para el trasfondo hermético-religioso de este trabajo, M.Eliade, The encyclopedia of religion, Macmillan, Nueva York 1987.
[1] Para el horizonte hermenéutico-simbólico de este trabajo, H.G.Gadamer y otros, Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 1998; para el trasfondo hermético-religioso de este trabajo, M.Eliade, The encyclopedia of religion, Macmillan, Nueva York 1987.
[2] C.Castoriadis, 1999.
[3] Sobre el concepto filosófico de transustanciación, puede consultarse J.D.García Bacca, 2000; sobre el simbolismo como inmiscuido en todo fenómeno cultural, incluida la ciencia, ver J.Ortega y Gasset,1975.A partir de Ortega podemos decir que el simbolismo nos confiere el sentido de transrealidad, tan importante para el mundo del hombre como el sentido de realidad.
[4] Al respecto, G.Simmel,1977.
[5] Sobre el budismo, R.Panikkar, 1994; al respecto, E.Lizcano, 1993. Para todo el trasfondo, A. Cotterell, 1988.
[6] Laotsé (Laozi),1990;sobre mitología nipona, Ortiz-Osés, 1995. Sobre el hinduísmo, M.Eliade, 1994
[7] Sobre la categorías trascendental de mana, recogida por el misionero R.H.Codrington,véase Durkheim y Mauss; al respecto, J.Beriain, Representaciones colectivas,Anthropos, Barcelona 1990.
[8] Ver mis obras El matriarcalismo vasco, Universidad Deusto, Bilbao 1988 y La diosa madre, Trotta, Madrid 1996.
[9] Ver J.Campbell,1991, así como M.Gimbutas, El lenguaje de la diosa, Dove, Madrid 1996.
[10] M.Eliade, 1994; oara el contexto E.Neumann, La Gran Madre, Trotta, Madrid 2000.
[11] F.K.Mayr, 1989; también J.Baltza, Un escorpión en su madriguera, Hiria, San Sebastián 2000. En las tres religiones monoteístas la trascendencia de Dios obtiene un reflejo humano en sus respectivas Iglesias celadoras del Libro (el Corán, la Torah, la Biblia).
[12] Ver A.Ortiz-Osés,Metafísica del sentido,Deusto, Bilbao 1989; también Hegel, 1952.
[13] G.Steiner, 1991; para el contexto, J.J.Bachofen, Mitología arcaica,Antrhopos, Barcelona 1988.
[14] J.Campbell, o.c.; para el trasfondo, F. Nietzsche, 1990. A partir de Ortega podemos diferenciar el heroísmo masculino del ser y el (anti)heroísmo femenino del estar. Finalmente consignar el filiacionismo revolucionario que, como el clásico francés, se convoca en nombre de la propia razón como hijo/hija de sí mismo.
[15] M.Eliade, o.c., así como A.Cotterell, 1988. Para la mitología nórdica de Balder, la excelente obra de P.Lanceros, El destino de los dioses, Trotta, Madrid 2001.
[16] Sobre Orfeo, ver ahora Hugo Mujica, Poéticas del vacío, Trotta, Madrid 2002; sobre Hermes y la hermenéutica, ver Luis Garagalza, Introducción a la hermenéutica contemporánea, Anthropos, Barcelona 2002.
[17] Para una introducción al cristianismo cultural, véase la extensa obra de E.Drewermann, especialmente Glauben in Freiheit,Solothurn, Düsseldorf 1993,así como Tiefenpsychologie und Exegese, Walter, Olten 1984 ss.
[18] J.Derrida, 1999.
[19] N.Frye, 1995; sobre el eros, v. Platón(El simposio), 1990.
[20] Lo propio de la Edad Media es proyectar como horizonte lo religioso y como contrapunto lo civil; lo propio de la Modernidad estaría en proyectar como horizonte lo civil y como contrapunto lo religioso; puede compararse M.Weber, Economía y sociedad, FCE, Mexico 1964. En todo caso el hombre necesita proyectar un horizonte de frente (apertura) y un trasfondo detrás(cobertura): nuestro presente móvil se sitúa entre estos dos baremos(el futuro y el pasado).
[21] Luis G. Martin, La muerte de Tadzio, Alfaguara, Madrid 2000. Si la verdad es desnudamiento asimbólico (racioide), el sentido sería revestimiento simbólico-afectivo; de este modo, la verdad dice desvelamiento(aletheia), mientras que el sentido diría revelamiento. Dicho claramente, la verdad es esclarecimiento exotérico,el sentido auscultamiento esotérico. Digamos que la razón veritativa es explicativa y el sentido simbólico es implicativo(coimplicación de la latencia simbolizada por el corazón y su latir); para el tema de la verdad, consúltese M.Heidegger 1993.
[22] José Luis Hidalgo, Poesías completas, DVD, Barcelona 2000; al respecto, mi obrita La razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000.
[23] El término “poetante” procede de la interpretación posmoderna de G.Vattimo sobre la voluntad de poder en Nietzsche transvalorada como voluntad de potencia; ver del autor,El fin de la modernidad, 1977.
[24] J.L.Hidalgo, o.c., poema “Muerte”. Puede consultarse de N.Cusa,1985; de M.Yourcenar, Fuegos, Alfaguara, 1988.
[25] Consúltese de A.N.Whitehead, 1929.
[26] Sobre que la metáfora desrealiza las diferencias para interrealizarlas, véase J.Ortega y Gasset, 1965; de A.N. Whitehead, 1929.
[27] También Plotino concibe a Dios más allá de la razón. Así que, por una parte, Dios no es nada dado como decía Yaynavalkia(na iti, na iti) y, por otro lado, es todas las cosas como el Buda: el cual ha alcanzado la sabiduría al (sobre)pasar todos los avatares o reencarnaciones.
[28] San Juan de la Cruz, 1982; C.G.Jung, 1999; L.Wittgenstein, 1988.
[29] Para el trasfondo, J. Hillman,Re-imaginar la psicología, Siruela, Barcelona 1998; también E. Drewermann, Psicoanálisis y teología moral, Desclée, Bilbao 1996.
[30] Para todo ello, A.Ortiz-Osés, Cuestiones fronterizas, Anthropos, Barcelona 1999. Andrés Ortiz Osés, Universidad de Deusto, Bilbao. Colaborador de Tendencias21 de las Religiones.