Momento de la representación. Fuente: Teatro Alhambra de Granada.
Hablar de esa pandemia de insatisfacción que azota nuestras almas de occidentales no es tan sencillo como pudiera parecer. Sobre todo tratándose, en este caso, de un medio tan complejo y condicionado como es el teatro.
Dado que uno de los orígenes de esa contumaz insatisfacción está en la fuerte banalización que ha impregnado nuestras tediosas existencias, resulta difícil enfilar el tema de nuestras frustraciones sin tropezar frontalmente con la inanidad. Difícil pero no imposible. La vida en pareja, como toda institución que desafía la naturaleza del ser humano y le obliga a actuar contra su propia voluntad, será siempre una fuente de conflictos morales y anímicos.
En este caso, me refiero al tema central de la función presentada por la compañía andaluza Tenemos Gato, la cuestión de la exégesis es completamente secundaria. Los aciertos y desaciertos de la compañía habría que buscarlos en esa querencia por satisfacer los gustos del respetable, en el rechazo imperante por todo aquello que pudiera suponer un riesgo.
Y digo esto a sabiendas de que esta obra contiene una pincelada que incomodará a más de cuatro. Me refiero al episodio narrado en que una mujer acude a una institución pública para pedir asesoramiento sobre su separación matrimonial, y una trabajadora social le aconseja que denuncie a su marido por malos tratos.
Lo más curioso de la escena es que el público se ríe frívolamente cuando la protagonista afirma que, en tales circunstancias, el hombre es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Esta cuestión podría sonar un tanto maquiavélica, pero es lo que hay. No es cuestión de entrar en falsas polémicas, y más cuando se trata de una breve alusión, donde las manifestaciones de un personaje no tienen que ser necesariamente compartidas por el actor que lo interpreta ni por el autor del texto.
Ahora bien. Si para introducir al espectador en el ámbito de la insatisfacción personal, parece obligatorio recurrir a ciertos giros de humor, más propios de los mediocres monólogos del club de la comedia, o a planteamientos frívolamente pertrechados, entramos de lleno en el recurrente menosprecio de la capacidad intelectual del público.
Digamos que sí, que la banalidad se puede afrontar con cierta ironía, y que las frustraciones domésticas no siempre son cosa de andar por casa. En ese caso, cómo se entiende que para reflexionar sobre dos arquetipos contemporáneos se recurra a dos estereotipos de lo más manido.
Dado que uno de los orígenes de esa contumaz insatisfacción está en la fuerte banalización que ha impregnado nuestras tediosas existencias, resulta difícil enfilar el tema de nuestras frustraciones sin tropezar frontalmente con la inanidad. Difícil pero no imposible. La vida en pareja, como toda institución que desafía la naturaleza del ser humano y le obliga a actuar contra su propia voluntad, será siempre una fuente de conflictos morales y anímicos.
En este caso, me refiero al tema central de la función presentada por la compañía andaluza Tenemos Gato, la cuestión de la exégesis es completamente secundaria. Los aciertos y desaciertos de la compañía habría que buscarlos en esa querencia por satisfacer los gustos del respetable, en el rechazo imperante por todo aquello que pudiera suponer un riesgo.
Y digo esto a sabiendas de que esta obra contiene una pincelada que incomodará a más de cuatro. Me refiero al episodio narrado en que una mujer acude a una institución pública para pedir asesoramiento sobre su separación matrimonial, y una trabajadora social le aconseja que denuncie a su marido por malos tratos.
Lo más curioso de la escena es que el público se ríe frívolamente cuando la protagonista afirma que, en tales circunstancias, el hombre es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Esta cuestión podría sonar un tanto maquiavélica, pero es lo que hay. No es cuestión de entrar en falsas polémicas, y más cuando se trata de una breve alusión, donde las manifestaciones de un personaje no tienen que ser necesariamente compartidas por el actor que lo interpreta ni por el autor del texto.
Ahora bien. Si para introducir al espectador en el ámbito de la insatisfacción personal, parece obligatorio recurrir a ciertos giros de humor, más propios de los mediocres monólogos del club de la comedia, o a planteamientos frívolamente pertrechados, entramos de lleno en el recurrente menosprecio de la capacidad intelectual del público.
Digamos que sí, que la banalidad se puede afrontar con cierta ironía, y que las frustraciones domésticas no siempre son cosa de andar por casa. En ese caso, cómo se entiende que para reflexionar sobre dos arquetipos contemporáneos se recurra a dos estereotipos de lo más manido.
Decía García Lorca que él no iba al teatro para ver lo que ya podía ver en una corrala de vecinos, que el teatro debería llegar más lejos, mucho más, al interior de los seres humanos, traspasar la piel y el corazón de los personajes y mostrarlos en su desnudez moral ante los espectadores.
Sin embargo, como si el recurso a la inteligencia fuese una batalla perdida, se nos presenta aquí una pareja de: mujer frustrada e insatisfecha y marido obtuso, albañil y futbolero. A partir de ahí, la lluvia de lugares comunes, clichés y tópicos convierten el drama en un vodevil y la gente se ríe de las gracias y las desgracias de los personajes como si estuviera ante la portada de El Jueves.
Lo más curioso es que, en esa declaración de intenciones que uno puede leer en el programa de mano, la compañía se define a sí misma como entusiasmada con la vida y con ganas de cambiar el mundo. Ahí es nada. No sé si el teatro puede cambiar el mundo. Ni siquiera estoy seguro de que ésa sea su verdadera esencia.
Pero sí tengo claro que, desde sus primeros tiempos, el teatro es un vehículo idóneo para la reflexión de donde deberíamos salir reforzados gracias al mecanismo de la catársis. Por eso me pregunto qué pensará un hombre medianamente culto, medianamente civilizado y medianamente inteligente, cuando una y otra vez, se vea representado en esos maridos ineptos, incapaces de hacer dos cosas al mismo tiempo, faltos de sensibilidad y patéticamente incultos, que los medios de masas, los chistes sexistas e incluso el teatro, usan como blanco de escarnio.
Desde luego, personalmente, no experimento la menor identificación con el mentado cliché. Pero el sujeto en cuestión es de lo más común y el público se ríe. Se ríe de sí mismo, sin comprender que sus dilemas empiezan a ser bastante más complejos. Que ya no se trata de bromear sobre el fracaso de la vida en pareja, sino de asumir que la vida carece de sentido y que, a partir de ese punto de partida, hasta Cioran nos queda corto.
Por supuesto. El público aplaudió a rabiar. No faltaba más.
Sin embargo, como si el recurso a la inteligencia fuese una batalla perdida, se nos presenta aquí una pareja de: mujer frustrada e insatisfecha y marido obtuso, albañil y futbolero. A partir de ahí, la lluvia de lugares comunes, clichés y tópicos convierten el drama en un vodevil y la gente se ríe de las gracias y las desgracias de los personajes como si estuviera ante la portada de El Jueves.
Lo más curioso es que, en esa declaración de intenciones que uno puede leer en el programa de mano, la compañía se define a sí misma como entusiasmada con la vida y con ganas de cambiar el mundo. Ahí es nada. No sé si el teatro puede cambiar el mundo. Ni siquiera estoy seguro de que ésa sea su verdadera esencia.
Pero sí tengo claro que, desde sus primeros tiempos, el teatro es un vehículo idóneo para la reflexión de donde deberíamos salir reforzados gracias al mecanismo de la catársis. Por eso me pregunto qué pensará un hombre medianamente culto, medianamente civilizado y medianamente inteligente, cuando una y otra vez, se vea representado en esos maridos ineptos, incapaces de hacer dos cosas al mismo tiempo, faltos de sensibilidad y patéticamente incultos, que los medios de masas, los chistes sexistas e incluso el teatro, usan como blanco de escarnio.
Desde luego, personalmente, no experimento la menor identificación con el mentado cliché. Pero el sujeto en cuestión es de lo más común y el público se ríe. Se ríe de sí mismo, sin comprender que sus dilemas empiezan a ser bastante más complejos. Que ya no se trata de bromear sobre el fracaso de la vida en pareja, sino de asumir que la vida carece de sentido y que, a partir de ese punto de partida, hasta Cioran nos queda corto.
Por supuesto. El público aplaudió a rabiar. No faltaba más.
Referencia:
Obra: "Y estoy guapa”, de la compañía "Tenemos gato"
Lugar: Teatro Alhambra,
Fecha: Granada, 5 y 6 de mayo de 2012
Obra: "Y estoy guapa”, de la compañía "Tenemos gato"
Lugar: Teatro Alhambra,
Fecha: Granada, 5 y 6 de mayo de 2012