Imagen de Pete Linforth en Pixabay
A tenor de lo que declara -y escribe- una parte de los nacionalistas catalanes, el racismo es un argumento en favor de sus tesis independentistas. Hace poco lo escenificó, por enésima vez, Anna Erra, alcaldesa de Vic y diputada de Junts per Catalunya, reclamando que los “catalanes autóctonos” no hablen en castellano a gente que “por su acento o su aspecto físico no parece catalana”.
El que ni la consejera de cultura, Maria Àngela Vilallonga, a quien se dirigía la diputada Erra, ni ninguno de los parlamentarios nacionalistas, manifestase su desacuerdo, hace pensar en que este sentimiento de supremacismo racista está mucho más arraigado de lo que los nacionalistas reconocen. Basta leer viejos escritos del President Torra para encontrar estos argumentos racistas.
A lo largo de la historia el racismo ha generado un daño incalculable a la humanidad, lo que lo hace moralmente inaceptable. Pero, desde el punto de vista científico, pregunta esencial es si tienen razón o no.
¿Raza catalana?
De hecho, si existiese una raza catalana, sería un sólido argumento en favor de la independencia.
Hace pocos años que la secuenciación completa del genoma humano, una extraordinaria aventura científica, nos permitió entender mucho de lo que somos. En nuestro ADN están los planos para la construcción de un ser humano y, a medida que vamos descifrándolo, podemos comprender mucho más sobre nuestra naturaleza.
Aprendimos que todos los seres humanos que actualmente vivimos en el mundo, desde un pigmeo de la selva africana a un sueco, compartimos exactamente el 99,9% de la secuencia completa de nuestro genoma.
Las diferencias genéticas entre nosotros -altura, forma, tonalidad de la piel, inteligencia, etc.- están marcadas tan solo por el 0,1% restante. Aunque no existen dos personas genéticamente iguales, salvo los gemelos univitelinos, todos los seres humanos somos, en realidad, muy semejantes.
Los datos derivados de la secuenciación del genoma humano nos enseñan una interesante historia.
Origen africano común
Evolucionamos en el África Oriental hace más de 200.000 años. Hace unos 170.000 años migramos en grandes cantidades hacia el sudoeste de África ocupando lo que hoy es Angola, Botsuana, Namibia y Sudáfrica. Y allí progresamos.
Pero entre 135.000 y 100.000 años atrás, los seres humanos del este de África casi se extinguen: no sobrevivieron más de unos 2000 individuos. Y encima se quedaron aislados del resto de los humanos. Al reducirse tanto su población, estos humanos perdieron mucha variabilidad genética.
En ese tiempo, unos pocos de ellos, del orden de un millar, efectuaron la primera gran migración fuera de África, dirigiéndose hacia el Oriente Medio y Asia. Posteriormente sus descendientes siguieron migrando hacia Australasia (hace 60.000 años), Europa (hace 45.000 años) y finalmente al continente americano (hace 35.000 años).
Como fueron muy pocos los que salieron de África, y de ellos muchos menos tuvieron descendientes que llegaron hasta hoy, la mayor parte de la variabilidad genética de los seres humanos permanece en la población que había colonizado el sudoeste de África.
Sus descendientes actuales son los Koi-San. Tan solo en unos pocos centenares de Koi-San podemos encontrar más variabilidad genética que en los 7.000 millones de seres humanos que hoy en día vivimos fuera de África.
Por eso, aunque un japonés o un chino nos parezcan muy diferentes, está genéticamente muy próximo a nosotros: ambos tenemos como ancestros a esos pocos individuos que salieron de África.
Relato genético diferente
A menudo la secuenciación masiva del genoma humano nos cuenta un relato muy diferente del pasado de nuestra especie de lo que dice la historia: Los historiadores asumen que la agricultura surgió en el creciente fértil.
Poco a poco se expandió por el mundo como una invención cultural que fue siendo asimilada por la totalidad de los seres humanos. Por el contrario, la genética cuenta una historia distinta.
Los genes característicos de los cazadores-recolectores (que se conocen secuenciando el ADN de los huesos recogidos en sus enterramientos) desaparecen bruscamente de las poblaciones al poco tiempo de llegar la agricultura a un lugar.
La agricultura no fue un invento cultural asimilado por la mayoría de los pueblos, sino que los agricultores se expandieron y extinguieron a las poblaciones de cazadores-recolectores.
Esto redujo todavía más la variabilidad existente en las poblaciones de europeos hasta un punto que resulta sorprendente.
Pongamos un ejemplo: Aunque los líderes populistas, neo-nacionalistas, y nativistas como Matteo Salvini cuenten un relato mítico, defendiendo la grandeza de Italia heredera de la Roma Imperial, la secuenciación del genoma humano ha demostrado su falacia.
Dos italianos cualesquiera, tomados al azar, no tienen más ancestros comunes entre sí que otros dos europeos cualesquiera (p.e., un español y un austríaco). Y ni tan siquiera los actuales italianos tienen más genes de los romanos clásicos de los que tiene el resto de las poblaciones europeas (p.e. un alemán).
El que ni la consejera de cultura, Maria Àngela Vilallonga, a quien se dirigía la diputada Erra, ni ninguno de los parlamentarios nacionalistas, manifestase su desacuerdo, hace pensar en que este sentimiento de supremacismo racista está mucho más arraigado de lo que los nacionalistas reconocen. Basta leer viejos escritos del President Torra para encontrar estos argumentos racistas.
A lo largo de la historia el racismo ha generado un daño incalculable a la humanidad, lo que lo hace moralmente inaceptable. Pero, desde el punto de vista científico, pregunta esencial es si tienen razón o no.
¿Raza catalana?
De hecho, si existiese una raza catalana, sería un sólido argumento en favor de la independencia.
Hace pocos años que la secuenciación completa del genoma humano, una extraordinaria aventura científica, nos permitió entender mucho de lo que somos. En nuestro ADN están los planos para la construcción de un ser humano y, a medida que vamos descifrándolo, podemos comprender mucho más sobre nuestra naturaleza.
Aprendimos que todos los seres humanos que actualmente vivimos en el mundo, desde un pigmeo de la selva africana a un sueco, compartimos exactamente el 99,9% de la secuencia completa de nuestro genoma.
Las diferencias genéticas entre nosotros -altura, forma, tonalidad de la piel, inteligencia, etc.- están marcadas tan solo por el 0,1% restante. Aunque no existen dos personas genéticamente iguales, salvo los gemelos univitelinos, todos los seres humanos somos, en realidad, muy semejantes.
Los datos derivados de la secuenciación del genoma humano nos enseñan una interesante historia.
Origen africano común
Evolucionamos en el África Oriental hace más de 200.000 años. Hace unos 170.000 años migramos en grandes cantidades hacia el sudoeste de África ocupando lo que hoy es Angola, Botsuana, Namibia y Sudáfrica. Y allí progresamos.
Pero entre 135.000 y 100.000 años atrás, los seres humanos del este de África casi se extinguen: no sobrevivieron más de unos 2000 individuos. Y encima se quedaron aislados del resto de los humanos. Al reducirse tanto su población, estos humanos perdieron mucha variabilidad genética.
En ese tiempo, unos pocos de ellos, del orden de un millar, efectuaron la primera gran migración fuera de África, dirigiéndose hacia el Oriente Medio y Asia. Posteriormente sus descendientes siguieron migrando hacia Australasia (hace 60.000 años), Europa (hace 45.000 años) y finalmente al continente americano (hace 35.000 años).
Como fueron muy pocos los que salieron de África, y de ellos muchos menos tuvieron descendientes que llegaron hasta hoy, la mayor parte de la variabilidad genética de los seres humanos permanece en la población que había colonizado el sudoeste de África.
Sus descendientes actuales son los Koi-San. Tan solo en unos pocos centenares de Koi-San podemos encontrar más variabilidad genética que en los 7.000 millones de seres humanos que hoy en día vivimos fuera de África.
Por eso, aunque un japonés o un chino nos parezcan muy diferentes, está genéticamente muy próximo a nosotros: ambos tenemos como ancestros a esos pocos individuos que salieron de África.
Relato genético diferente
A menudo la secuenciación masiva del genoma humano nos cuenta un relato muy diferente del pasado de nuestra especie de lo que dice la historia: Los historiadores asumen que la agricultura surgió en el creciente fértil.
Poco a poco se expandió por el mundo como una invención cultural que fue siendo asimilada por la totalidad de los seres humanos. Por el contrario, la genética cuenta una historia distinta.
Los genes característicos de los cazadores-recolectores (que se conocen secuenciando el ADN de los huesos recogidos en sus enterramientos) desaparecen bruscamente de las poblaciones al poco tiempo de llegar la agricultura a un lugar.
La agricultura no fue un invento cultural asimilado por la mayoría de los pueblos, sino que los agricultores se expandieron y extinguieron a las poblaciones de cazadores-recolectores.
Esto redujo todavía más la variabilidad existente en las poblaciones de europeos hasta un punto que resulta sorprendente.
Pongamos un ejemplo: Aunque los líderes populistas, neo-nacionalistas, y nativistas como Matteo Salvini cuenten un relato mítico, defendiendo la grandeza de Italia heredera de la Roma Imperial, la secuenciación del genoma humano ha demostrado su falacia.
Dos italianos cualesquiera, tomados al azar, no tienen más ancestros comunes entre sí que otros dos europeos cualesquiera (p.e., un español y un austríaco). Y ni tan siquiera los actuales italianos tienen más genes de los romanos clásicos de los que tiene el resto de las poblaciones europeas (p.e. un alemán).
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
Genética demoledora
La genética resulta demoledora para los prejuicios.
A primera vista nos parece que los seres humanos mostramos grandes diferencias morfológicas. La evolución nos hizo ser extraordinariamente buenos distinguiendo pequeñas diferencias morfológicas entre nosotros. Así podemos reconocer sin problema a nuestros familiares y amigos. Pero todos somos muy parecidos.
Sin embargo, no somos tan buenos detectando estas diferencias en otros organismos. Así, todas las ovejas de un rebaño nos parecen iguales. Pero si realizamos medidas rigurosas, podemos comprobar que las ovejas muestran mucha más variación morfológica entre ellas de la que la que podemos encontrar entre los seres humanos.
Todos los seres humanos tenemos 2 padres, 4 abuelos, 8 bisabuelos, 16 tatarabuelos y así sucesivamente. Matemáticamente se expresa mediante una fórmula sencilla: a = 2n siendo a el número de ancestros y n el número de generaciones; por ejemplo, 4 generaciones atrás, en la época de nuestros tatarabuelos, el número de ancestros de cada uno de nosotros sería 24 = 16.
Hay que detenerse a pensar en que se producen unas 4 generaciones de seres humanos por siglo. Podemos calcular el número de ancestros que cualquiera de nosotros tenía en la época del Cid Campeador, que murió hace 921 años.
Han pasado unas 37 generaciones. Así el número de ancestros de cada uno de nosotros en la época del Cid sería 237 = 137.438.953.472. Por supuesto en la época del Cid Campeador no había en el mundo 137 mil millones de personas. Ni las hay ahora. Por tanto, ninguno de nosotros pudimos tener tantos ancestros.
Lo que pasa es que todos los humanos compartimos muchos de los ancestros. Con nuestros hermanos compartimos a nuestros padres como ancestros; con nuestros primos a nuestros abuelos… Y con cualquier persona que esté leyendo este artículo compartimos ancestros tátara tátara abuelos. Porque todos los seres humanos somos, en un grado muy elevado, parientes.
Impulsados por políticos ignorantes sentimos, sin embargo, racismo y xenofobia.
Venganza biológica
Pero la biología se venga de nosotros: entre los españoles (o entre los alemanes) hay muchos más “genes catalanes” que entre los “catalanes autóctonos” por el simple hecho de que hay muchos más españoles (o alemanes) que catalanes autóctonos.
El que Anna Erra piense que puede distinguir a la gente que “por su acento o su aspecto físico no parece catalana” solo es una prueba de su ignorancia.
La evolución biológica es un proceso que requiere el paso de muchas generaciones. La evolución cultural se da en menos de una generación.
Un ejemplo: hace unos años vino a mi laboratorio un profesor coreano con su mujer y su pequeña hija. Estuvo aquí bastantes años. Su hija fue a la escuela por primera vez en Madrid. Se adaptó perfectamente. Tenía unos rasgos faciales asiáticos, pero acabó hablando con un acento castizo del barrio de Chamberí. Entonces a su padre le salió una oferta inmejorable para volver a Corea. Al enterarse su hija exclamo: “Papá, pero... ¡que pintamos nosotros en medio de todos esos chinos!”
Adolf Hitler y los nazis exterminaron millones de judíos. Y con ello solo consiguieron acabar con muchos más “genes arios” de los que acabaron los aliados matando a soldados SS en el frente.
La genética resulta demoledora para los prejuicios.
A primera vista nos parece que los seres humanos mostramos grandes diferencias morfológicas. La evolución nos hizo ser extraordinariamente buenos distinguiendo pequeñas diferencias morfológicas entre nosotros. Así podemos reconocer sin problema a nuestros familiares y amigos. Pero todos somos muy parecidos.
Sin embargo, no somos tan buenos detectando estas diferencias en otros organismos. Así, todas las ovejas de un rebaño nos parecen iguales. Pero si realizamos medidas rigurosas, podemos comprobar que las ovejas muestran mucha más variación morfológica entre ellas de la que la que podemos encontrar entre los seres humanos.
Todos los seres humanos tenemos 2 padres, 4 abuelos, 8 bisabuelos, 16 tatarabuelos y así sucesivamente. Matemáticamente se expresa mediante una fórmula sencilla: a = 2n siendo a el número de ancestros y n el número de generaciones; por ejemplo, 4 generaciones atrás, en la época de nuestros tatarabuelos, el número de ancestros de cada uno de nosotros sería 24 = 16.
Hay que detenerse a pensar en que se producen unas 4 generaciones de seres humanos por siglo. Podemos calcular el número de ancestros que cualquiera de nosotros tenía en la época del Cid Campeador, que murió hace 921 años.
Han pasado unas 37 generaciones. Así el número de ancestros de cada uno de nosotros en la época del Cid sería 237 = 137.438.953.472. Por supuesto en la época del Cid Campeador no había en el mundo 137 mil millones de personas. Ni las hay ahora. Por tanto, ninguno de nosotros pudimos tener tantos ancestros.
Lo que pasa es que todos los humanos compartimos muchos de los ancestros. Con nuestros hermanos compartimos a nuestros padres como ancestros; con nuestros primos a nuestros abuelos… Y con cualquier persona que esté leyendo este artículo compartimos ancestros tátara tátara abuelos. Porque todos los seres humanos somos, en un grado muy elevado, parientes.
Impulsados por políticos ignorantes sentimos, sin embargo, racismo y xenofobia.
Venganza biológica
Pero la biología se venga de nosotros: entre los españoles (o entre los alemanes) hay muchos más “genes catalanes” que entre los “catalanes autóctonos” por el simple hecho de que hay muchos más españoles (o alemanes) que catalanes autóctonos.
El que Anna Erra piense que puede distinguir a la gente que “por su acento o su aspecto físico no parece catalana” solo es una prueba de su ignorancia.
La evolución biológica es un proceso que requiere el paso de muchas generaciones. La evolución cultural se da en menos de una generación.
Un ejemplo: hace unos años vino a mi laboratorio un profesor coreano con su mujer y su pequeña hija. Estuvo aquí bastantes años. Su hija fue a la escuela por primera vez en Madrid. Se adaptó perfectamente. Tenía unos rasgos faciales asiáticos, pero acabó hablando con un acento castizo del barrio de Chamberí. Entonces a su padre le salió una oferta inmejorable para volver a Corea. Al enterarse su hija exclamo: “Papá, pero... ¡que pintamos nosotros en medio de todos esos chinos!”
Adolf Hitler y los nazis exterminaron millones de judíos. Y con ello solo consiguieron acabar con muchos más “genes arios” de los que acabaron los aliados matando a soldados SS en el frente.
(*) Eduardo Costas es Catedrático de Genética en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid y Académico Correspondiente de la real Academia Nacional de Farmacia. Director, junto a Victoria López Rodas, del Comité Científico del Club Nuevo Mundo.