El Papa Francisco ha publicado una de las encíclicas más esperadas de las últimas décadas. Trata sobre la ecología, y lleva por título “Laudato Si” o “El cuidado de la Casa Común”.
El tema es innovador pero, sobre todo, lo es el modo en que la Iglesia se abre, pues la encíclica no comienza con “a los obispos, a los presbíteros, a los fieles y, finalmente, a los hombres de buena voluntad” sino que su primer destinatario es, abiertamente, toda la humanidad.
Por otro lado, no muestra una Iglesia con un tono magisterial, dando doctrina y manteniéndose en una lejana elevación, sino una Iglesia que escucha, dialoga, aprende, comparte, y también ilumina reconociendo la pluralidad de saberes.
Reconoce el valioso trabajo de tanto científico que da su vida a la búsqueda de la verdad o soluciones a problemas. Reconoce el liderazgo de los activistas de los movimientos ecologistas; y no cede a la tentación de apropiarse de nada sino que aprende de todos.
El referente doctrinal es un metropolitano ortodoxo, Bartolomé. Es la primera encíclica en que se cita como autoridad a un musulmán. Es la primera encíclica que no comienza en latín sino en italiano –antiguo, ya que en ese modo está escrito el canto francisco Laudato Sii-.
La encíclica no sólo habla de la casa común que es el planeta sino que abre a la propia Iglesia como casa común; hay un innovador y sabio modelo pastoral subyacente a todo el espíritu de la encíclica. Es la pastoral de la humanidad como Casa Común. El tono de la encíclica es propositivo, una invitación, algo compartido y dicho con cercanía. El lenguaje es accesible, no cede a la tentación de repetir el frecuente estilo academicista de tantos textos. Escucha abierta y habla claro. Muestra humildad y las limitaciones del camino que el pensamiento cristiano debe seguir ahondando. Con todas esas actitudes, acogida y humildad, quizás es más probable que “quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas puedan encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso” (51).
Esta carta encíclica intensifica el compromiso del magisterio social de la Iglesia (15) con “una ecología integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales” (137). Y lo hace escuchando a la ciencia y a los activistas. Lo hace también en el marco del Desarrollo Humano Integral y Sostenible que ya estableció Benedicto XVI. Fácilmente se percibe un fuerte sentido global y colegial, con ideas recogidas de conferencias episcopales alrededor de todo el mundo: Canadá, Japón, Filipinas, Brasil…
La encíclica presenta la doctrina de La Casa Común, en donde la Iglesia se pone en actitud de diálogo, aprendiendo, compartiendo y colaborando con todos los hombres del mundo. “El clima es un bien común, de todos y para todos” (23). “El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos” (95). La crisis medioambiental sólo se superará si todos los hombres “nos unimos para hacernos cargo de esta casa” (244). Para lograrlo hay un foco principal: “simplemente se trata de redefinir el progreso” (194).
Toda la encíclica es acogedora, alienta el compromiso y destila ternura por las personas y toda la Creación. La mirada de Jesús y la inocencia de Asís empapa todo el mensaje. He echado de menos hacer presentes a tantos cristianos que han dado la vida por la causa socioambiental durante las últimas décadas. Hubiera puesto en valor la aportación que ya la Iglesia hace de forma relevante. También hubiera sido interesante aludir –aunque fuera brevemente- a las raíces cristianas del ecologismo moderno, como es el papel de los Cuáqueros en la fundación de Greenpeace.
Es una gran llamada planetaria al amor social. “El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor” (173). “El amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad” (231). Quizás ése sea el mensaje final: “El amor social es la clave de un auténtico desarrollo” (173), amor ecosocial. Mi objetivo en este texto es presentar sus principales ideas -reordenando el contenido de la encíclica-.
Una encíclica de escucha y diálogo
Se nota a lo largo de todo el texto que tras la encíclica hay mucha escucha a los movimientos sociales, a los intelectuales y científicos, a organismos internacionales, de las partes implicadas, a las demás tradiciones religiosas, a las conferencias episcopales y comunidades cristianas y sobre todo, a los pobres de la tierra y a “el gemido de la hermana tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo” (53).
Laudato Si no sólo presenta la Naturaleza como casa común sino abre la propia encíclica como “casa común” donde acoger y dialogar con todos. Laudato Si es una encíclica hecha expresamente para dialogar con toda la humanidad; es una encíclica y es a la vez diálogo (3). Así, el Papa recobra la apertura de San Juan XXIII “a todos los hombres de buena voluntad”. Francisco hace un extenso reconocimiento al trabajo pionero que el movimiento ecologista y la comunidad científica ha hecho. Así, Francisco reconoce que el ecologismo es una cuestión que en la Iglesia católica ha ido creciendo en importancia gracias a científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales, así como a religiones, iglesias y comunidades cristianas no católicas. (7). “El movimiento ecológico mundial ha hecho ya un largo recorrido, enriquecido por el esfuerzo de muchas organizaciones de la sociedad civil” (166).
En esta encíclica, la Iglesia busca “asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad” (15). Así, “la ciencia y la religión, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas” (62). Hay muchas cuestiones que afectan al medio ambiente en las que la Iglesia tiene que discernir con ayuda de todos. De hecho, “sobre muchas cuestiones concretas la Iglesia no tiene por qué proponer una palabra definitiva y entiende que debe escuchar y promover el debate honesto entre los científicos, respetando la diversidad de opiniones” (61).
Hay un consenso casi universal en que el Papa Francisco es el mayor líder mundial de nuestro tiempo y esta encíclica Laudato Si no hace sino profundizar en ello. En una mesa redonda organizada por la revista Razón y Fe el pasado otoño, el periodista progresista Iñaki Gabilondo pidió “que el Papa Francisco lidere un movimiento y alianza global por la humanización” y sin duda esta encíclica, en este siglo XXI tan carente de liderazgos, impulsa esa alianza de toda la Humanidad. El Papa pide expresamente que se construyan liderazgos para hacer avanzar la conciencia ecológica planetaria: “El problema es que no disponemos todavía de la cultura necesaria para enfrentar esta crisis y hace falta construir liderazgos que marquen caminos” (53). “La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común… Es indispensable un consenso mundial” (164).
A la comunidad de diálogo y liderazgo a favor del medioambiente, el Papa no sólo incorpora a activistas o científicos sino a todas las religiones. “La mayor parte de los habitantes del planeta se declaran creyentes, y esto debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad” (201).
La Iglesia promueve el espíritu de diálogo como un bien necesario no sólo con las religiones sino entre las mismas ciencias. “Es imperioso también un diálogo entre las ciencias mismas, porque cada una suele encerrarse en los límites de su propio lenguaje, y la especialización tiende a convertirse en aislamiento y en absolutización del propio saber” (201). A veces la desconexión entre las distintas ramas científicas no sólo impide visiones completas sino que ocultan aspectos cruciales para la gente. “Los conocimientos fragmentarios y aislados pueden convertirse en una forma de ignorancia si se resisten a integrarse en una visión más amplia de la realidad” (138). Las ciencias no sólo deben pensar transdisciplinarmente sino que las tecnologías deben pensarse en conexión con los niveles más profundos de la realidad y los derechos de las personas.
“Las soluciones meramente técnicas corren el riesgo de atender a síntomas que no responden a las problemáticas más profundas. Hace falta incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas” (144). En realidad, deberíamos superar también la dinámica que trata de dar soluciones de corto plazo a problemas que van saliendo al paso. El problema no es poner remiendos a crisis puntuales que van saliendo al paso sino que es necesaria una visión integral del conjunto. “Buscar sólo un remedio técnico a cada problema ambiental que surja es aislar cosas que en la realidad están entrelazadas y esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial” (111). “La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales a los problemas” (111) porque “todo está conectado” (117). En consecuencia, “se vuelve actual la necesidad imperiosa del humanismo, que de por sí convoca a los distintos saberes, también al económico, hacia una mirada más integral e integradora” (141).
El discernimiento público sobre los riesgos y soluciones ecológicos es una de las mayores necesidades. “En toda discusión acerca de un emprendimiento, una serie de preguntas deberían plantearse en orden a discernir si aportará a un verdadero desarrollo integral: ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Para quién? ¿Cuáles son los riesgos? ¿A qué costo? ¿Quién paga los costos y cómo lo hará?” (142). Por ejemplo, la encíclica reconoce que “es difícil emitir un juicio general sobre el desarrollo de organismos genéticamente modificados (OMG)” (133). No hay evidencias científicas concluyentes sobre las consecuencias, aunque sí “hay dificultades importantes que no deben ser relativizadas” (134) -muy especialmente, “en varios países se advierte una tendencia al desarrollo de oligopolios en la producción de granos” (134)-.
Por tanto, “hay que asegurar una discusión científica y social que sea responsable y amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de llamar a las cosas por su nombre. A veces no se pone sobre la mesa la totalidad de la información, que se selecciona de acuerdo con los propios intereses, sean políticos, económicos o ideológicos. Esto vuelve difícil desarrollar un juicio equilibrado y prudente” (135). A la vez, el Papa sugiere “un diálogo abierto y amable entre los diferentes movimientos ecologistas, donde no faltan las luchas ideológicas” (201). Es decir, que es necesario constituir una gran comunidad de comunidad, investigación, escucha y discernimiento para poder juzgar cada asunto.
Con carácter general, es preciso acoger la pluralidad de conocimientos, disciplinas científicas y la diversidad de culturas, porque “las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad” (49). “Ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje” (63).
El propio cristianismo tiene que repensarse a la luz de estas nuevas realidades, alumbrar un pensamiento nuevo –que Francisco y Benedicto XVI han pedido ya en anteriores ocasiones- y así contribuir a ir más allá de los dualismos que nos han polarizado a todos en falsas dialécticas. “Está pendiente el desarrollo de una nueva síntesis que supere falsas dialécticas de los últimos siglos. El mismo cristianismo, manteniéndose fiel a su identidad y al tesoro de verdad que recibió de Jesucristo, siempre se repiensa y se reexpresa en el diálogo con las nuevas situaciones históricas, dejando brotar así su eterna novedad” (121).
La cultura ecológica requiere integridad: de la comunidad humana, de los saberes, de la mirada, de la propia persona. “La cultura ecológica… debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad” (111). “Ya no basta hablar sólo de la integridad de los ecosistemas. Hay que atreverse a hablar de la integridad de la vida humana, de la necesidad de alentar y conjugar todos los grandes valores” (224).
El tema es innovador pero, sobre todo, lo es el modo en que la Iglesia se abre, pues la encíclica no comienza con “a los obispos, a los presbíteros, a los fieles y, finalmente, a los hombres de buena voluntad” sino que su primer destinatario es, abiertamente, toda la humanidad.
Por otro lado, no muestra una Iglesia con un tono magisterial, dando doctrina y manteniéndose en una lejana elevación, sino una Iglesia que escucha, dialoga, aprende, comparte, y también ilumina reconociendo la pluralidad de saberes.
Reconoce el valioso trabajo de tanto científico que da su vida a la búsqueda de la verdad o soluciones a problemas. Reconoce el liderazgo de los activistas de los movimientos ecologistas; y no cede a la tentación de apropiarse de nada sino que aprende de todos.
El referente doctrinal es un metropolitano ortodoxo, Bartolomé. Es la primera encíclica en que se cita como autoridad a un musulmán. Es la primera encíclica que no comienza en latín sino en italiano –antiguo, ya que en ese modo está escrito el canto francisco Laudato Sii-.
La encíclica no sólo habla de la casa común que es el planeta sino que abre a la propia Iglesia como casa común; hay un innovador y sabio modelo pastoral subyacente a todo el espíritu de la encíclica. Es la pastoral de la humanidad como Casa Común. El tono de la encíclica es propositivo, una invitación, algo compartido y dicho con cercanía. El lenguaje es accesible, no cede a la tentación de repetir el frecuente estilo academicista de tantos textos. Escucha abierta y habla claro. Muestra humildad y las limitaciones del camino que el pensamiento cristiano debe seguir ahondando. Con todas esas actitudes, acogida y humildad, quizás es más probable que “quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas puedan encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso” (51).
Esta carta encíclica intensifica el compromiso del magisterio social de la Iglesia (15) con “una ecología integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales” (137). Y lo hace escuchando a la ciencia y a los activistas. Lo hace también en el marco del Desarrollo Humano Integral y Sostenible que ya estableció Benedicto XVI. Fácilmente se percibe un fuerte sentido global y colegial, con ideas recogidas de conferencias episcopales alrededor de todo el mundo: Canadá, Japón, Filipinas, Brasil…
La encíclica presenta la doctrina de La Casa Común, en donde la Iglesia se pone en actitud de diálogo, aprendiendo, compartiendo y colaborando con todos los hombres del mundo. “El clima es un bien común, de todos y para todos” (23). “El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos” (95). La crisis medioambiental sólo se superará si todos los hombres “nos unimos para hacernos cargo de esta casa” (244). Para lograrlo hay un foco principal: “simplemente se trata de redefinir el progreso” (194).
Toda la encíclica es acogedora, alienta el compromiso y destila ternura por las personas y toda la Creación. La mirada de Jesús y la inocencia de Asís empapa todo el mensaje. He echado de menos hacer presentes a tantos cristianos que han dado la vida por la causa socioambiental durante las últimas décadas. Hubiera puesto en valor la aportación que ya la Iglesia hace de forma relevante. También hubiera sido interesante aludir –aunque fuera brevemente- a las raíces cristianas del ecologismo moderno, como es el papel de los Cuáqueros en la fundación de Greenpeace.
Es una gran llamada planetaria al amor social. “El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor” (173). “El amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad” (231). Quizás ése sea el mensaje final: “El amor social es la clave de un auténtico desarrollo” (173), amor ecosocial. Mi objetivo en este texto es presentar sus principales ideas -reordenando el contenido de la encíclica-.
Una encíclica de escucha y diálogo
Se nota a lo largo de todo el texto que tras la encíclica hay mucha escucha a los movimientos sociales, a los intelectuales y científicos, a organismos internacionales, de las partes implicadas, a las demás tradiciones religiosas, a las conferencias episcopales y comunidades cristianas y sobre todo, a los pobres de la tierra y a “el gemido de la hermana tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo” (53).
Laudato Si no sólo presenta la Naturaleza como casa común sino abre la propia encíclica como “casa común” donde acoger y dialogar con todos. Laudato Si es una encíclica hecha expresamente para dialogar con toda la humanidad; es una encíclica y es a la vez diálogo (3). Así, el Papa recobra la apertura de San Juan XXIII “a todos los hombres de buena voluntad”. Francisco hace un extenso reconocimiento al trabajo pionero que el movimiento ecologista y la comunidad científica ha hecho. Así, Francisco reconoce que el ecologismo es una cuestión que en la Iglesia católica ha ido creciendo en importancia gracias a científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales, así como a religiones, iglesias y comunidades cristianas no católicas. (7). “El movimiento ecológico mundial ha hecho ya un largo recorrido, enriquecido por el esfuerzo de muchas organizaciones de la sociedad civil” (166).
En esta encíclica, la Iglesia busca “asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad” (15). Así, “la ciencia y la religión, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas” (62). Hay muchas cuestiones que afectan al medio ambiente en las que la Iglesia tiene que discernir con ayuda de todos. De hecho, “sobre muchas cuestiones concretas la Iglesia no tiene por qué proponer una palabra definitiva y entiende que debe escuchar y promover el debate honesto entre los científicos, respetando la diversidad de opiniones” (61).
Hay un consenso casi universal en que el Papa Francisco es el mayor líder mundial de nuestro tiempo y esta encíclica Laudato Si no hace sino profundizar en ello. En una mesa redonda organizada por la revista Razón y Fe el pasado otoño, el periodista progresista Iñaki Gabilondo pidió “que el Papa Francisco lidere un movimiento y alianza global por la humanización” y sin duda esta encíclica, en este siglo XXI tan carente de liderazgos, impulsa esa alianza de toda la Humanidad. El Papa pide expresamente que se construyan liderazgos para hacer avanzar la conciencia ecológica planetaria: “El problema es que no disponemos todavía de la cultura necesaria para enfrentar esta crisis y hace falta construir liderazgos que marquen caminos” (53). “La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común… Es indispensable un consenso mundial” (164).
A la comunidad de diálogo y liderazgo a favor del medioambiente, el Papa no sólo incorpora a activistas o científicos sino a todas las religiones. “La mayor parte de los habitantes del planeta se declaran creyentes, y esto debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad” (201).
La Iglesia promueve el espíritu de diálogo como un bien necesario no sólo con las religiones sino entre las mismas ciencias. “Es imperioso también un diálogo entre las ciencias mismas, porque cada una suele encerrarse en los límites de su propio lenguaje, y la especialización tiende a convertirse en aislamiento y en absolutización del propio saber” (201). A veces la desconexión entre las distintas ramas científicas no sólo impide visiones completas sino que ocultan aspectos cruciales para la gente. “Los conocimientos fragmentarios y aislados pueden convertirse en una forma de ignorancia si se resisten a integrarse en una visión más amplia de la realidad” (138). Las ciencias no sólo deben pensar transdisciplinarmente sino que las tecnologías deben pensarse en conexión con los niveles más profundos de la realidad y los derechos de las personas.
“Las soluciones meramente técnicas corren el riesgo de atender a síntomas que no responden a las problemáticas más profundas. Hace falta incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas” (144). En realidad, deberíamos superar también la dinámica que trata de dar soluciones de corto plazo a problemas que van saliendo al paso. El problema no es poner remiendos a crisis puntuales que van saliendo al paso sino que es necesaria una visión integral del conjunto. “Buscar sólo un remedio técnico a cada problema ambiental que surja es aislar cosas que en la realidad están entrelazadas y esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial” (111). “La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales a los problemas” (111) porque “todo está conectado” (117). En consecuencia, “se vuelve actual la necesidad imperiosa del humanismo, que de por sí convoca a los distintos saberes, también al económico, hacia una mirada más integral e integradora” (141).
El discernimiento público sobre los riesgos y soluciones ecológicos es una de las mayores necesidades. “En toda discusión acerca de un emprendimiento, una serie de preguntas deberían plantearse en orden a discernir si aportará a un verdadero desarrollo integral: ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Para quién? ¿Cuáles son los riesgos? ¿A qué costo? ¿Quién paga los costos y cómo lo hará?” (142). Por ejemplo, la encíclica reconoce que “es difícil emitir un juicio general sobre el desarrollo de organismos genéticamente modificados (OMG)” (133). No hay evidencias científicas concluyentes sobre las consecuencias, aunque sí “hay dificultades importantes que no deben ser relativizadas” (134) -muy especialmente, “en varios países se advierte una tendencia al desarrollo de oligopolios en la producción de granos” (134)-.
Por tanto, “hay que asegurar una discusión científica y social que sea responsable y amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de llamar a las cosas por su nombre. A veces no se pone sobre la mesa la totalidad de la información, que se selecciona de acuerdo con los propios intereses, sean políticos, económicos o ideológicos. Esto vuelve difícil desarrollar un juicio equilibrado y prudente” (135). A la vez, el Papa sugiere “un diálogo abierto y amable entre los diferentes movimientos ecologistas, donde no faltan las luchas ideológicas” (201). Es decir, que es necesario constituir una gran comunidad de comunidad, investigación, escucha y discernimiento para poder juzgar cada asunto.
Con carácter general, es preciso acoger la pluralidad de conocimientos, disciplinas científicas y la diversidad de culturas, porque “las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad” (49). “Ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje” (63).
El propio cristianismo tiene que repensarse a la luz de estas nuevas realidades, alumbrar un pensamiento nuevo –que Francisco y Benedicto XVI han pedido ya en anteriores ocasiones- y así contribuir a ir más allá de los dualismos que nos han polarizado a todos en falsas dialécticas. “Está pendiente el desarrollo de una nueva síntesis que supere falsas dialécticas de los últimos siglos. El mismo cristianismo, manteniéndose fiel a su identidad y al tesoro de verdad que recibió de Jesucristo, siempre se repiensa y se reexpresa en el diálogo con las nuevas situaciones históricas, dejando brotar así su eterna novedad” (121).
La cultura ecológica requiere integridad: de la comunidad humana, de los saberes, de la mirada, de la propia persona. “La cultura ecológica… debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad” (111). “Ya no basta hablar sólo de la integridad de los ecosistemas. Hay que atreverse a hablar de la integridad de la vida humana, de la necesidad de alentar y conjugar todos los grandes valores” (224).
Todos los católicos deben ser ecologistas
Nuestro mundo atraviesa crisis profundas frente a las que los hombres no logramos reaccionar a la altura de las amenazas que suponen. Ha sucedido con la crisis económica y ocurre también con la crisis climática.
“La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo” (189).
Esas crisis no sólo no nos hacen despertar sino que sus costos se obligan a pagar a los que más sufren. Ha ocurrido en la crisis económica: las respuestas políticas no sólo no han pensado alternativas sino que han fortalecido el sistema injusto que la causó y eso nos condena a que la estafa global se vaya a repetir. “La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación” (189). “No se aprendieron las lecciones de la crisis financiera mundial y con mucha lentitud se aprenden las lecciones del deterioro ambiental” (109).
El Papa hace una revisión crítica con las propias actitudes de los católicos respecto a la ecología y reconoce que en parte se está dando soporte una situación injusta e insostenible. “Tenemos que reconocer que no siempre los cristianos hemos recogido y desarrollado las riquezas que Dios ha dado a la Iglesia, donde la espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo que nos rodea” (216). “Tenemos que reconocer que algunos cristianos comprometidos y orantes, bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se vuelven incoherentes. Les hace falta entonces una conversión ecológica... Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana” (217).
El Papa hace una muy seria exhortación a lo que llama conversión ecológica: “es un bien para la humanidad y para el mundo que los creyentes reconozcamos mejor los compromisos ecológicos que brotan de nuestras convicciones” (64). En realidad no es una mera ascesis ni una mejora moralista sino que “debemos hacer la experiencia de una conversión, de un cambio del corazón” (Conferencia de los Obispos católicos de Australia, 2002: A New Earth – The Environmental Challenge). Y en términos integrales, lo que se necesita es una reconciliación con la Creación, tal como lo han expresado los obispos australianos (218). El papa asume las palabras del Patriarca Ecuménico Bartolomé: la destrucción ecológica es “un crimen contra la naturaleza… es un pecado contra Dios” (8).
Vencer la tentación de minusvalorar el ecologismo
La encíclica cree que no se pueden desdeñar las advertencias de crisis ecológica ni minusvalorar las alternativas que proponen científicos, activistas y políticos verdes. “Hay un consenso científico muy consistente que indica que nos encontramos ante un preocupante calentamiento del sistema climático” (23) y ese “cambio climático… plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad” (25). “Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos” (53).
Hay quien minusvalora esas evidencias científicas y cede a la propaganda de las industrias interesadas en continuar con la esquilmación del paneta. Se deslegitiman las alternativas, se les acusa de idealistas o inviables y de no ser realistas ni prácticos. Pero la conciencia ecológica no es una ingenuidad de románticos pese a que los poderes tratan de conservar sus privilegios y “cualquier intento de las organizaciones sociales por modificar las cosas será visto como una molestia provocada por ilusos románticos” (54). “Las predicciones ecológicas catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía” (161). “La dificultad para tomar en serio este desafío tiene que ver con un deterioro ético y cultural, que acompaña al deterioro ecológico” (162).
Hay quien acusa de los ecologistas de pretender detener el progreso y los avances tecnológicos, pero la Iglesia dice que es una acusación injusta. El ecologismo no está contra el progreso sino contra un modo concreto de progreso que trata de blindarse haciendo que no pensemos ninguna alternativa. “Cuando se plantean estas cuestiones, algunos reaccionan acusando a los demás de pretender detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo” (191).
Otra falsa salida al problema ecológico dice que el progreso tecnológico y el crecimiento económico superarán por sí mismos el deterioro por muy grave que parezca. “En algunos círculos se sostiene que la economía actual y la tecnología resolverán todos los problemas ambientales, del mismo modo que se afirma, con lenguajes no académicos, que los problemas del hambre y la miseria en el mundo simplemente se resolverán con el crecimiento del mercado” (109).
Finalmente, hay quien defiende una solución equilibrista que contente a las industrias, al consumismo y a la vez sea compatible con el cuidado medioambiental. Sin embargo, el Papa nos llama a todos a no tratar de conciliar lo que es imposible de hacer compatible sino que pensemos en alternativas cualitativas. “No basta conciliar, en un término medio, el cuidado de la naturaleza con la renta financiera, o la preservación del ambiente con el progreso. En este tema los términos medios son sólo una pequeña demora en el derrumbe” (194).
La crítica mirada es también esperanzada. “La esperanza nos invita a reconocer que siempre hay una salida” (61). “En algunos países hay ejemplos positivos de logros en la mejora del ambiente, como la purificación de algunos ríos… o avances en la producción de energía no contaminante... Estas acciones no resuelven los problemas globales, pero confirman que el ser humano todavía es capaz de intervenir positivamente” (58). “Mientras la humanidad del período post-industrial quizás sea recordada como una de las más irresponsables de la historia, es de esperar que la humanidad de comienzos del siglo XXI pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades” (165). “A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle” (205).
“La gente ya no parece creer en un futuro feliz, no confía ciegamente en… que el avance de la ciencia y de la técnica… equivale al avance de la humanidad y de la historia” (113). “Hay más sensibilidad ecológica en las poblaciones, aunque no alcanza para modificar los hábitos dañinos de consumo” (55). “La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento” (23). Para ello debemos “atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar” (19).
La Iglesia asume las evidencias científicas
Desde el comienzo del movimiento ecologista, la Iglesia ha acogido con atención la preocupación ecologista y en el magisterio de los papas ha ido teniendo una progresiva presencia. Para la Iglesia la destrucción medioambiental y la insostenibilidad del sistema son dos evidencias. “Basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común… Lo cierto es que el actual sistema mundial es insostenible” (61). En su conjunto, la encíclica otorga una gran credibilidad a la comunidad científica y a la relación causal de la actividad humana sobre el calentamiento climático global (23).
La violencia que el ser humano deja entrar en su corazón nos ha llevado a violar el patrimonio natural de toda la Humanidad y las generaciones futuras. “Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla” (2). El Papa habla de la Tierra como pobre abandonado y maltratado: “entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra” (2). Esa violencia contra la Tierra es violencia contra cada uno de nosotros mismos pues nosotros mismos somos tierra, “nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (2).
La encíclica hace un examen cuidadoso de todas las manifestaciones de la destrucción medioambiental: contaminación (20), “residuos no biodegradables” (21), la “cultura del descarte” (22), el “constante crecimiento del nivel del mar” (23), el “aumento de eventos meteorológicos extremos” (23), la “pérdida de selvas tropicales” (24) o “el nivel exiguo de acceso a energías limpias y renovables” (26). A algunas de las cuestiones les presta una especial atención.
Por ejemplo, critica el modelo de urbanismo y “el crecimiento desmedido y desordenado de muchas ciudades” (44). “Muchas ciudades son grandes estructuras ineficientes que gastan energía y agua en exceso” (44) y se construyen “sin espacios verdes suficientes. No es propio de habitantes de este planeta vivir cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza” (44). Además, “la privatización de los espacios ha hecho que el acceso de los ciudadanos a zonas de particular belleza se vuelva difícil. En otros, se crean urbanizaciones « ecológicas» sólo al servicio de unos pocos” (45). Las ciudades se hacen cada vez más desiguales y espacialmente segregadas por clase social, lo cual lleva a que no haya convivencia ni cooperación entre diferentes grupos sociales.
La biodiversidad y el agua también atraen parte de la reflexión del Papa por la extinción global de miles de especies. “En el caso de la pérdida o el daño grave de algunas especies, estamos hablando de valores que exceden todo cálculo” (36). Hay abundantes datos que prueban que la ecológica es “una degradación que finalmente llega hasta el fondo de los océanos” (42). “Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho” (33). Exige una protección de máximo rango para “Amazonia y la cuenca fluvial del Congo, o los grandes acuíferos y los glaciares” (38), así como “las barreras de coral, que equivalen a las grandes selvas de la tierra” (41).
En todo momento Francisco muestra una cuidadosa ternura por los seres vivos, incluso los más pequeños, y rechaza cualquier maltrato hacia ellos. Cuando hay maltrato hacia los seres vivos, se termina convirtiendo en maltrato contra los humanos: “la indiferencia o la crueldad ante las demás criaturas de este mundo siempre terminan trasladándose de algún modo al trato que damos a otros seres humanos. El corazón es uno solo, y la misma miseria que lleva a maltratar a un animal no tarda en manifestarse en la relación con las demás personas” (92).
Pero lo medioambiental no es una cuestión que afecte al entorno del hombre sino que afecta radicalmente a cada persona y a las relaciones entre los hombres. Una primera gran aportación de la Iglesia al ecologismo, procede de su integración con la Justicia y la cuestión social.
Nuestro mundo atraviesa crisis profundas frente a las que los hombres no logramos reaccionar a la altura de las amenazas que suponen. Ha sucedido con la crisis económica y ocurre también con la crisis climática.
“La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo” (189).
Esas crisis no sólo no nos hacen despertar sino que sus costos se obligan a pagar a los que más sufren. Ha ocurrido en la crisis económica: las respuestas políticas no sólo no han pensado alternativas sino que han fortalecido el sistema injusto que la causó y eso nos condena a que la estafa global se vaya a repetir. “La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación” (189). “No se aprendieron las lecciones de la crisis financiera mundial y con mucha lentitud se aprenden las lecciones del deterioro ambiental” (109).
El Papa hace una revisión crítica con las propias actitudes de los católicos respecto a la ecología y reconoce que en parte se está dando soporte una situación injusta e insostenible. “Tenemos que reconocer que no siempre los cristianos hemos recogido y desarrollado las riquezas que Dios ha dado a la Iglesia, donde la espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo que nos rodea” (216). “Tenemos que reconocer que algunos cristianos comprometidos y orantes, bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se vuelven incoherentes. Les hace falta entonces una conversión ecológica... Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana” (217).
El Papa hace una muy seria exhortación a lo que llama conversión ecológica: “es un bien para la humanidad y para el mundo que los creyentes reconozcamos mejor los compromisos ecológicos que brotan de nuestras convicciones” (64). En realidad no es una mera ascesis ni una mejora moralista sino que “debemos hacer la experiencia de una conversión, de un cambio del corazón” (Conferencia de los Obispos católicos de Australia, 2002: A New Earth – The Environmental Challenge). Y en términos integrales, lo que se necesita es una reconciliación con la Creación, tal como lo han expresado los obispos australianos (218). El papa asume las palabras del Patriarca Ecuménico Bartolomé: la destrucción ecológica es “un crimen contra la naturaleza… es un pecado contra Dios” (8).
Vencer la tentación de minusvalorar el ecologismo
La encíclica cree que no se pueden desdeñar las advertencias de crisis ecológica ni minusvalorar las alternativas que proponen científicos, activistas y políticos verdes. “Hay un consenso científico muy consistente que indica que nos encontramos ante un preocupante calentamiento del sistema climático” (23) y ese “cambio climático… plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad” (25). “Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos” (53).
Hay quien minusvalora esas evidencias científicas y cede a la propaganda de las industrias interesadas en continuar con la esquilmación del paneta. Se deslegitiman las alternativas, se les acusa de idealistas o inviables y de no ser realistas ni prácticos. Pero la conciencia ecológica no es una ingenuidad de románticos pese a que los poderes tratan de conservar sus privilegios y “cualquier intento de las organizaciones sociales por modificar las cosas será visto como una molestia provocada por ilusos románticos” (54). “Las predicciones ecológicas catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía” (161). “La dificultad para tomar en serio este desafío tiene que ver con un deterioro ético y cultural, que acompaña al deterioro ecológico” (162).
Hay quien acusa de los ecologistas de pretender detener el progreso y los avances tecnológicos, pero la Iglesia dice que es una acusación injusta. El ecologismo no está contra el progreso sino contra un modo concreto de progreso que trata de blindarse haciendo que no pensemos ninguna alternativa. “Cuando se plantean estas cuestiones, algunos reaccionan acusando a los demás de pretender detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo” (191).
Otra falsa salida al problema ecológico dice que el progreso tecnológico y el crecimiento económico superarán por sí mismos el deterioro por muy grave que parezca. “En algunos círculos se sostiene que la economía actual y la tecnología resolverán todos los problemas ambientales, del mismo modo que se afirma, con lenguajes no académicos, que los problemas del hambre y la miseria en el mundo simplemente se resolverán con el crecimiento del mercado” (109).
Finalmente, hay quien defiende una solución equilibrista que contente a las industrias, al consumismo y a la vez sea compatible con el cuidado medioambiental. Sin embargo, el Papa nos llama a todos a no tratar de conciliar lo que es imposible de hacer compatible sino que pensemos en alternativas cualitativas. “No basta conciliar, en un término medio, el cuidado de la naturaleza con la renta financiera, o la preservación del ambiente con el progreso. En este tema los términos medios son sólo una pequeña demora en el derrumbe” (194).
La crítica mirada es también esperanzada. “La esperanza nos invita a reconocer que siempre hay una salida” (61). “En algunos países hay ejemplos positivos de logros en la mejora del ambiente, como la purificación de algunos ríos… o avances en la producción de energía no contaminante... Estas acciones no resuelven los problemas globales, pero confirman que el ser humano todavía es capaz de intervenir positivamente” (58). “Mientras la humanidad del período post-industrial quizás sea recordada como una de las más irresponsables de la historia, es de esperar que la humanidad de comienzos del siglo XXI pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades” (165). “A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle” (205).
“La gente ya no parece creer en un futuro feliz, no confía ciegamente en… que el avance de la ciencia y de la técnica… equivale al avance de la humanidad y de la historia” (113). “Hay más sensibilidad ecológica en las poblaciones, aunque no alcanza para modificar los hábitos dañinos de consumo” (55). “La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento” (23). Para ello debemos “atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar” (19).
La Iglesia asume las evidencias científicas
Desde el comienzo del movimiento ecologista, la Iglesia ha acogido con atención la preocupación ecologista y en el magisterio de los papas ha ido teniendo una progresiva presencia. Para la Iglesia la destrucción medioambiental y la insostenibilidad del sistema son dos evidencias. “Basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común… Lo cierto es que el actual sistema mundial es insostenible” (61). En su conjunto, la encíclica otorga una gran credibilidad a la comunidad científica y a la relación causal de la actividad humana sobre el calentamiento climático global (23).
La violencia que el ser humano deja entrar en su corazón nos ha llevado a violar el patrimonio natural de toda la Humanidad y las generaciones futuras. “Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla” (2). El Papa habla de la Tierra como pobre abandonado y maltratado: “entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra” (2). Esa violencia contra la Tierra es violencia contra cada uno de nosotros mismos pues nosotros mismos somos tierra, “nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (2).
La encíclica hace un examen cuidadoso de todas las manifestaciones de la destrucción medioambiental: contaminación (20), “residuos no biodegradables” (21), la “cultura del descarte” (22), el “constante crecimiento del nivel del mar” (23), el “aumento de eventos meteorológicos extremos” (23), la “pérdida de selvas tropicales” (24) o “el nivel exiguo de acceso a energías limpias y renovables” (26). A algunas de las cuestiones les presta una especial atención.
Por ejemplo, critica el modelo de urbanismo y “el crecimiento desmedido y desordenado de muchas ciudades” (44). “Muchas ciudades son grandes estructuras ineficientes que gastan energía y agua en exceso” (44) y se construyen “sin espacios verdes suficientes. No es propio de habitantes de este planeta vivir cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza” (44). Además, “la privatización de los espacios ha hecho que el acceso de los ciudadanos a zonas de particular belleza se vuelva difícil. En otros, se crean urbanizaciones « ecológicas» sólo al servicio de unos pocos” (45). Las ciudades se hacen cada vez más desiguales y espacialmente segregadas por clase social, lo cual lleva a que no haya convivencia ni cooperación entre diferentes grupos sociales.
La biodiversidad y el agua también atraen parte de la reflexión del Papa por la extinción global de miles de especies. “En el caso de la pérdida o el daño grave de algunas especies, estamos hablando de valores que exceden todo cálculo” (36). Hay abundantes datos que prueban que la ecológica es “una degradación que finalmente llega hasta el fondo de los océanos” (42). “Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho” (33). Exige una protección de máximo rango para “Amazonia y la cuenca fluvial del Congo, o los grandes acuíferos y los glaciares” (38), así como “las barreras de coral, que equivalen a las grandes selvas de la tierra” (41).
En todo momento Francisco muestra una cuidadosa ternura por los seres vivos, incluso los más pequeños, y rechaza cualquier maltrato hacia ellos. Cuando hay maltrato hacia los seres vivos, se termina convirtiendo en maltrato contra los humanos: “la indiferencia o la crueldad ante las demás criaturas de este mundo siempre terminan trasladándose de algún modo al trato que damos a otros seres humanos. El corazón es uno solo, y la misma miseria que lleva a maltratar a un animal no tarda en manifestarse en la relación con las demás personas” (92).
Pero lo medioambiental no es una cuestión que afecte al entorno del hombre sino que afecta radicalmente a cada persona y a las relaciones entre los hombres. Una primera gran aportación de la Iglesia al ecologismo, procede de su integración con la Justicia y la cuestión social.
Fuente: PhotoXpress.
Una misma causa
Generalmente lo ecológico está demasiado escindido de lo social, cuando en realidad el deterioro medioambiental está teniendo unas consecuencias brutales sobre los más pobres.
Para el Papa, “un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (49).
La Iglesia señala “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado” (16). “La degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (56).
“No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza” (139).
En conclusión, “no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social” (48). Por eso, “es necesaria una ecología económica, capaz de obligar a considerar la realidad de manera más amplia” (141).
Hay que superar la visión que escinde la destrucción natural de la destrucción social. En realidad, el deterioro medioambiental provoca las más terribles crisis sociales. “No pensemos sólo en la posibilidad de terribles fenómenos climáticos o en grandes desastres naturales, sino también en catástrofes derivadas de crisis sociales, porque la obsesión por un estilo de vida consumista, sobre todo cuando sólo unos pocos puedan sostenerlo, sólo podrá provocar violencia y destrucción recíproca” (204).
Francisco dice que la guerra es la madre de todas las pobrezas y “es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras”. Forma una espiral destructiva porque a su vez las guerras intensifican los desastres medioambientales: “La guerra siempre produce daños graves al medio ambiente y a la riqueza cultural de las poblaciones, y los riesgos se agigantan cuando se piensa en las armas nucleares y en las armas biológicas” (57).
Las manifestaciones de la crisis ecosocial son múltiples. “El impacto de los desajustes actuales se manifiesta también en la muerte prematura de muchos pobres” (48). “Un problema particularmente serio es el de la calidad del agua disponible para los pobres, 26 que provoca muchas muertes todos los días” (29). “La pobreza del agua social” (28) es uno de los mayores problemas de la humanidad. “Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua potable” (30).
En dirección contraria a hallar soluciones comunes y duraderas, asistimos a la progresiva mercantilización del agua, la “tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado” (30). La Iglesia denuncia que “es previsible que el control del agua por parte de grandes empresas mundiales se convierta en una de las principales fuentes de conflictos de este siglo” (31). Asimismo, se multiplican cada año los refugiados medioambientales, los cuales carecen de reconocimiento. “Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como refugiados en las convenciones internacionales y llevan el peso de sus vidas abandonadas sin protección normativa alguna” (25).
Las consecuencias negativas de la destrucción ecológica no se distribuyen equitativamente entre todos los países ni las provocan de igual forma todos los países. Las generan sobre todo los países del Norte y las sufren los del Sur. “Los peores impactos probablemente recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo” (25). “El deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta” (48). Esa extrema desigualdad ha ido fraguándose a lo largo de los siglos, desde que los países del Norte expoliaron las riquezas naturales del Sur y crearon un sistema económico que todavía continúa perjudicando a los países afectados.
La Iglesia advierte que “hay una verdadera «deuda ecológica », particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países” (51). La injusticia ecosocial continúa agravándose por varias vías. Por ejemplo, por “daños causados por la exportación hacia los países en desarrollo de residuos sólidos y líquidos tóxicos” (51) o por “la actividad contaminante de empresas que hacen en los países menos desarrollados lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital” (51).
Esa desigualdad ha adquirido casi carta de naturaleza. Conforme nos damos cuenta de que lo natural ha sido alterado por la injusticia, hacemos que las injusticias parezcan cada vez más naturales. Sn embargo, “deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros… Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos” (90). Hay “una minoría se cree con el derecho de consumir en una proporción que sería imposible generalizar, porque el planeta no podría ni siquiera contener los residuos de semejante consumo. Además, sabemos que se desperdicia aproximadamente un tercio de los alimentos que se producen” (50).
La cultura ecológica está siendo detenida y contrariada por elites vinculadas a los intereses industriales y financieros. “El poder conectado con las finanzas es el que más se resiste a este esfuerzo” (57) de conversión ecológica. “Los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente” (56).
“Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos negativos” (26). “El interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos” (54). La encíclica cuestiona radicalmente la legitimidad de los poderes que así actúen: “¿Para qué se quiere preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?” (57).
La responsabilidad ecológica de empresas e industria es insuficiente. “Las empresas obtienen ganancias calculando y pagando una parte ínfima de los costos” medioambientales (195) Ya Benedicto XVI consideró al respecto que “sólo podría considerarse ético un comportamiento en el cual «los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se benefician» [Caritas in veritate: 50]” (195). En general, “la responsabilidad social y ambiental de las empresas suele reducirse a una serie de acciones de marketing e imagen” (194).
Existe un modelo económico que impone la destrucción de la Tierra. “Los recursos de la tierra también están siendo depredados a causa de formas inmediatistas de entender la economía” (32). No es algo que conste explícitamente sino que es una praxis: “No es una cuestión de teorías económicas, que quizás nadie se atreve hoy a defender, sino de su instalación en el desarrollo fáctico de la economía” (109). El modelo se defiende detrás de un aparente determinismo tecnológico y parece que sus decisiones estuvieran justificadas porque se ajustan a una exigencia técnica. Esa tiranía tecnocrática que justifica el daño medioambiental es objeto de una amplia crítica en la encíclica.
Contra la tiranía tecnocrática
La encíclica parte de una valoración positiva del desarrollo tecnológico. El cambio tecnológico es deseable y los inventores pueden realizar su labor porque disponen de una gran libertad creativa. “No es posible frenar la creatividad humana” (132). Hay que reconocer y agradecer que “la tecnología ha remediado innumerables males que dañaban y limitaban al ser humano” (102). A la vez, “¿cómo no reconocer todos los esfuerzos de muchos científicos y técnicos, que han aportado alternativas para un desarrollo sostenible?” (102). “Es justo alegrarse ante estos avances, y entusiasmarse frente a las amplias posibilidades que nos abren estas constantes novedades, porque «la ciencia y la tecnología son un maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios» [Juan Pablo II]” (102).
Pero al mismo tiempo, tienen que comportarse dentro de un permanente discernimiento ético de las consecuencias de lo que hacen porque ejercen una “actividad humana que es una forma de poder con altos riesgos” (132). “Ciertas elecciones, que parecen puramente instrumentales, en realidad son elecciones acerca de la vida social que se quiere desarrollar” (107). “El cambio es algo deseable, pero se vuelve preocupante cuando se convierte en deterioro” (18). “Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo como lo está haciendo” (104). Y es que “hoy el paradigma tecnocrático se ha vuelto tan dominante que es muy difícil prescindir de sus recursos, y más difícil todavía es utilizarlos sin ser dominados por su lógica” (108). “El problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional” (106).
“El paradigma tecnocrático también tiende a ejercer su dominio sobre la economía y la política. La economía asume todo desarrollo tecnológico en función del rédito, sin prestar atención a eventuales consecuencias negativas para el ser humano. Las finanzas ahogan a la economía real” (109). “La tecnología que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución de los problemas, de hecho suele ser incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros” (20). “Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a « estrujarlo» hasta el límite y más allá del límite” (106).
No se trata de impedir el progreso tecnológico e industrial sino practicar un modelo compatible con la vida humana y la sostenibilidad planetaria. “Se trata de abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces nuevos” (191). Y por eso, “frente al crecimiento voraz e irresponsable que se produjo durante muchas décadas, hay que pensar también en detener un poco la marcha, en poner algunos límites racionales” (193). No se trata de maquillar de verde las instituciones, los estilos de vida o la publicidad de las empresas sino de una auténtica conversión ecológica del modelo.
Generalmente lo ecológico está demasiado escindido de lo social, cuando en realidad el deterioro medioambiental está teniendo unas consecuencias brutales sobre los más pobres.
Para el Papa, “un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (49).
La Iglesia señala “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado” (16). “La degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (56).
“No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza” (139).
En conclusión, “no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social” (48). Por eso, “es necesaria una ecología económica, capaz de obligar a considerar la realidad de manera más amplia” (141).
Hay que superar la visión que escinde la destrucción natural de la destrucción social. En realidad, el deterioro medioambiental provoca las más terribles crisis sociales. “No pensemos sólo en la posibilidad de terribles fenómenos climáticos o en grandes desastres naturales, sino también en catástrofes derivadas de crisis sociales, porque la obsesión por un estilo de vida consumista, sobre todo cuando sólo unos pocos puedan sostenerlo, sólo podrá provocar violencia y destrucción recíproca” (204).
Francisco dice que la guerra es la madre de todas las pobrezas y “es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras”. Forma una espiral destructiva porque a su vez las guerras intensifican los desastres medioambientales: “La guerra siempre produce daños graves al medio ambiente y a la riqueza cultural de las poblaciones, y los riesgos se agigantan cuando se piensa en las armas nucleares y en las armas biológicas” (57).
Las manifestaciones de la crisis ecosocial son múltiples. “El impacto de los desajustes actuales se manifiesta también en la muerte prematura de muchos pobres” (48). “Un problema particularmente serio es el de la calidad del agua disponible para los pobres, 26 que provoca muchas muertes todos los días” (29). “La pobreza del agua social” (28) es uno de los mayores problemas de la humanidad. “Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua potable” (30).
En dirección contraria a hallar soluciones comunes y duraderas, asistimos a la progresiva mercantilización del agua, la “tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado” (30). La Iglesia denuncia que “es previsible que el control del agua por parte de grandes empresas mundiales se convierta en una de las principales fuentes de conflictos de este siglo” (31). Asimismo, se multiplican cada año los refugiados medioambientales, los cuales carecen de reconocimiento. “Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como refugiados en las convenciones internacionales y llevan el peso de sus vidas abandonadas sin protección normativa alguna” (25).
Las consecuencias negativas de la destrucción ecológica no se distribuyen equitativamente entre todos los países ni las provocan de igual forma todos los países. Las generan sobre todo los países del Norte y las sufren los del Sur. “Los peores impactos probablemente recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo” (25). “El deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta” (48). Esa extrema desigualdad ha ido fraguándose a lo largo de los siglos, desde que los países del Norte expoliaron las riquezas naturales del Sur y crearon un sistema económico que todavía continúa perjudicando a los países afectados.
La Iglesia advierte que “hay una verdadera «deuda ecológica », particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países” (51). La injusticia ecosocial continúa agravándose por varias vías. Por ejemplo, por “daños causados por la exportación hacia los países en desarrollo de residuos sólidos y líquidos tóxicos” (51) o por “la actividad contaminante de empresas que hacen en los países menos desarrollados lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital” (51).
Esa desigualdad ha adquirido casi carta de naturaleza. Conforme nos damos cuenta de que lo natural ha sido alterado por la injusticia, hacemos que las injusticias parezcan cada vez más naturales. Sn embargo, “deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros… Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos” (90). Hay “una minoría se cree con el derecho de consumir en una proporción que sería imposible generalizar, porque el planeta no podría ni siquiera contener los residuos de semejante consumo. Además, sabemos que se desperdicia aproximadamente un tercio de los alimentos que se producen” (50).
La cultura ecológica está siendo detenida y contrariada por elites vinculadas a los intereses industriales y financieros. “El poder conectado con las finanzas es el que más se resiste a este esfuerzo” (57) de conversión ecológica. “Los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente” (56).
“Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos negativos” (26). “El interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos” (54). La encíclica cuestiona radicalmente la legitimidad de los poderes que así actúen: “¿Para qué se quiere preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?” (57).
La responsabilidad ecológica de empresas e industria es insuficiente. “Las empresas obtienen ganancias calculando y pagando una parte ínfima de los costos” medioambientales (195) Ya Benedicto XVI consideró al respecto que “sólo podría considerarse ético un comportamiento en el cual «los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se benefician» [Caritas in veritate: 50]” (195). En general, “la responsabilidad social y ambiental de las empresas suele reducirse a una serie de acciones de marketing e imagen” (194).
Existe un modelo económico que impone la destrucción de la Tierra. “Los recursos de la tierra también están siendo depredados a causa de formas inmediatistas de entender la economía” (32). No es algo que conste explícitamente sino que es una praxis: “No es una cuestión de teorías económicas, que quizás nadie se atreve hoy a defender, sino de su instalación en el desarrollo fáctico de la economía” (109). El modelo se defiende detrás de un aparente determinismo tecnológico y parece que sus decisiones estuvieran justificadas porque se ajustan a una exigencia técnica. Esa tiranía tecnocrática que justifica el daño medioambiental es objeto de una amplia crítica en la encíclica.
Contra la tiranía tecnocrática
La encíclica parte de una valoración positiva del desarrollo tecnológico. El cambio tecnológico es deseable y los inventores pueden realizar su labor porque disponen de una gran libertad creativa. “No es posible frenar la creatividad humana” (132). Hay que reconocer y agradecer que “la tecnología ha remediado innumerables males que dañaban y limitaban al ser humano” (102). A la vez, “¿cómo no reconocer todos los esfuerzos de muchos científicos y técnicos, que han aportado alternativas para un desarrollo sostenible?” (102). “Es justo alegrarse ante estos avances, y entusiasmarse frente a las amplias posibilidades que nos abren estas constantes novedades, porque «la ciencia y la tecnología son un maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios» [Juan Pablo II]” (102).
Pero al mismo tiempo, tienen que comportarse dentro de un permanente discernimiento ético de las consecuencias de lo que hacen porque ejercen una “actividad humana que es una forma de poder con altos riesgos” (132). “Ciertas elecciones, que parecen puramente instrumentales, en realidad son elecciones acerca de la vida social que se quiere desarrollar” (107). “El cambio es algo deseable, pero se vuelve preocupante cuando se convierte en deterioro” (18). “Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo como lo está haciendo” (104). Y es que “hoy el paradigma tecnocrático se ha vuelto tan dominante que es muy difícil prescindir de sus recursos, y más difícil todavía es utilizarlos sin ser dominados por su lógica” (108). “El problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional” (106).
“El paradigma tecnocrático también tiende a ejercer su dominio sobre la economía y la política. La economía asume todo desarrollo tecnológico en función del rédito, sin prestar atención a eventuales consecuencias negativas para el ser humano. Las finanzas ahogan a la economía real” (109). “La tecnología que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución de los problemas, de hecho suele ser incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros” (20). “Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a « estrujarlo» hasta el límite y más allá del límite” (106).
No se trata de impedir el progreso tecnológico e industrial sino practicar un modelo compatible con la vida humana y la sostenibilidad planetaria. “Se trata de abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces nuevos” (191). Y por eso, “frente al crecimiento voraz e irresponsable que se produjo durante muchas décadas, hay que pensar también en detener un poco la marcha, en poner algunos límites racionales” (193). No se trata de maquillar de verde las instituciones, los estilos de vida o la publicidad de las empresas sino de una auténtica conversión ecológica del modelo.
magen: Sławek Staszczuk. Fuente: Wikipedia.
Una ecología más profunda
Frente a maquillaje o pura estética de una posible “ecología superficial” (59), la encíclica ayuda a avanzar hacia una ecología más profunda. Desde el principio de la interconexión de todos los aspectos de la vida, la visión de la Iglesia va a la raíz del problema: la crisis ecológica se debe a una crisis antropológica en la que están incardinados los modelos económicos, políticos o culturales.
El modelo económico al que se responsabiliza de depredación medioambiental es también el causante del consumismo, uno de los ataques más potentes contra la sostenibilidad del planeta. “Dado que el mercado tiende a crear un mecanismo consumista compulsivo para colocar sus productos, las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios. El consumismo obsesivo es el reflejo subjetivo del paradigma tecnoeconómico” (155).
“Es lo que sucede, para dar sólo un sencillo ejemplo, con el creciente aumento del uso y de la intensidad de los acondicionadores de aire. Los mercados, procurando un beneficio inmediato, estimulan todavía más la demanda. Si alguien observara desde afuera la sociedad planetaria, se asombraría ante semejante comportamiento que a veces parece suicida” (55). Ese consumismo distorsiona la propia interioridad de las personas y las conduce por modos fatuos de desarrollo: “Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecientan su voracidad. Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir” (204). Ese consumismo no es meramente una patología moral y psicológica sino que amenaza el planeta: “el hábito de gastar y tirar alcanza niveles inauditos” (27).
Para Francisco, es un fenómeno que no puede ser considerado sólo como un asunto de gestión de residuos o de costumbre sino que “el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre” (50). De hecho, “los Obispos de Nueva Zelanda se preguntaron qué significa el mandamiento «no matarás» cuando « un veinte por ciento de la población mundial consume recursos en tal medida que roba a las naciones pobres y a las futuras generaciones lo que necesitan para sobrevivir»” (95). La pregunta tiene una terrible respuesta.
“La actitud básica de autotrascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la autorreferencialidad, es la raíz que hace posible todo cuidado de los demás y del medio ambiente” (208). “Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad” (208). “La cultura del relativismo es la misma patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra y a tratarla como mero objeto” (123). Esos fenómenos se van encadenando hasta que uno llega al problema radical: “No hay ecología sin una adecuada antropología” (118).
“El antropocentrismo moderno, paradójicamente, ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad” (90). “En la modernidad hubo una gran desmesura antropocéntrica que, con otro ropaje, hoy sigue dañando toda referencia común y todo intento por fortalecer los lazos sociales. Por eso ha llegado el momento de volver a prestar atención a la realidad con los límites que ella impone, que a su vez son la posibilidad de un desarrollo humano y social más sano y fecundo” (116). “Se transmitió muchas veces un sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles” (116).
Pero “la ecología humana es inseparable de la noción de bien común… El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral” (156-157). “La noción de bien común incorpora también a las generaciones futuras… Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional” (159). “No podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano” (119). “Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad –por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza” (117).
Al respecto, la encíclica señala que “es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente, y con razón reclaman ciertos límites a la investigación científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos” (136). “Se requiere una preocupación por el ambiente unida al amor sincero hacia los seres humanos y a un constante compromiso ante los problemas de la sociedad” (91).
La encíclica critica un antropocentrismo autorreferencial que acaba sometiendo destructivamente la naturaleza, pero tampoco asume que el hombre sea un ser absolutamente igual que otros seres vivos sino que hay en la condición humana una singularidad única. Advierte que “a veces se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana” (90). También advierte del peligro de pasar del antropocentrismo al “biocentrismo” (118), consistente en poner lo “bio” como centro de todo. La Iglesia fomenta una visión más integral que incluye toda la realidad y la trasciende.
Especialmente resalta que la ecología integral incluye la dimensión cultural. “La ecología también supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad… Es la cultura no sólo en el sentido de los monumentos del pasado, sino especialmente en su sentido vivo, dinámico y participativo, que no puede excluirse a la hora de repensar la relación del ser humano con el ambiente” (143). La sostenibilidad “requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura” (144). Sin embargo, “la visión consumista del ser humano, alentada por los engranajes de la actual economía globalizada, tiende a homogeneizar las culturas y a debilitar la inmensa variedad cultural, que es un tesoro de la humanidad” (144). “La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal. La imposición de un estilo hegemónico de vida ligado a un modo de producción puede ser tan dañina como la alteración de los ecosistemas” (145).
Especialmente, “es indispensable prestar especial atención a las comunidades aborígenes con sus tradiciones culturales… En diversas partes del mundo, son objeto de presiones para que abandonen sus tierras a fin de dejarlas libres para proyectos extractivos y agropecuarios que no prestan atención a la degradación de la naturaleza y de la cultura” (146).
“Cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar” (123). Sin la cultura todo se convierte en medio y carecemos de fines. Y es que en el actual estadio de desarrollo, “tenemos demasiados medios para unos escasos y raquíticos fines” (203). El Papa piensa que no hay que rendir el deseo de hallar el sentido de las cosas: “Se hace difícil detenernos para recuperar la profundidad de la vida… No nos resignemos a ello y no renunciemos a preguntarnos por los fines y por el sentido de todo” (113).
Iglesia y ecologismo
El Papa Francisco remite las raíces del ecologismo a los orígenes narrados por la Biblia dotándolo de una legitimidad anclada en las capas más hondas de la sabiduría de la Humanidad. Para él, “la gran riqueza de la espiritualidad cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y comunitarias, ofrece un bello aporte al intento de renovar la humanidad” (216). El Magisterio de la Iglesia deja claro que “debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas” (67). En la llamada bíblica a «dominar» la tierra (Gn 1,28), en realidad “nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15)… «Labrar» significa cultivar, arar o trabajar, « cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (67).
“Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo” (68). Los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria» [Catecismo de la Iglesia Católica, 2416], porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31)” (69). “De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en relación con los demás seres vivos: «Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos» (Dt 22,4.6)” (68).
“Para la tradición judío-cristiana, decir « creación» es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal” (76). “la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico” (68).
La mirada de Jesús es inspiradora para el ecologismo porque “estaba en contacto permanente con la naturaleza y le prestaba una atención llena de cariño y asombro. Cuando recorría cada rincón de su tierra se detenía a contemplar la hermosura sembrada por su Padre, e invitaba a sus discípulos a reconocer en las cosas un mensaje divino” (97). “Jesús vivía en armonía plena con la creación, y los demás se asombraban” (98).
Toda la encíclica está referida desde su título a San Francisco de Asís. Él se relacionaba con cada elemento de la naturaleza y el universo como hermano (hermano Sol, hermana Luna) y el papa Francisco nos propone esa misma mirada familiar, “el cuidado de esta familia” que es cada ecosistema (42) y el amor a la “madre” naturaleza. “Si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos” (11), pero “si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo” (11).
Ahondando en su experiencia se encuentra que “la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros” (66). De ahí que “la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura” (66). Todo el texto está cimentado sobre la figura de San Francisco y por eso para la ecología integral “son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior” (10).
Desde ahí, la Iglesia en esta encíclica propone culminar la cultura ecológica mostrando que es amor por la naturaleza y el universo, sus seres vivos y paisajes, su equilibrio y belleza. Todo apunta a un único foco: “El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado” (77). “Dante Alighieri hablaba del «amor que mueve el sol y las estrellas» [Canto 33, 145]” (77). En la experiencia del Dios de Jesús, “hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño” (77). La Iglesia mira la historia del universo como un despliegue de amor (79) e invita a pensar el ecosistema entero como una realidad en la que se celebran el amor, la libertad y la belleza desde el interior de cada cosa. Invita a “pensar también al conjunto como abierto a la trascendencia de Dios, dentro de la cual se desarrolla” (79).
La encíclica alienta al desarrollo de las “virtudes ecológicas”, a las que la espiritualidad cristiana puede hacer algunas contribuciones especialmente importantes. En primer lugar, la vida sencilla: “La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño” (222). En segundo lugar, la humildad: “La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo… La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, sólo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente” (224).
En tercer lugar, la paz: “La paz interior de las personas tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común” (225). En cuarto y quinto lugar, estilos proféticos de vida y la actitud de contemplar con atención y detención las cosas: “La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo” (222). Ciertamente, “sólo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico” (211).
Frente a maquillaje o pura estética de una posible “ecología superficial” (59), la encíclica ayuda a avanzar hacia una ecología más profunda. Desde el principio de la interconexión de todos los aspectos de la vida, la visión de la Iglesia va a la raíz del problema: la crisis ecológica se debe a una crisis antropológica en la que están incardinados los modelos económicos, políticos o culturales.
El modelo económico al que se responsabiliza de depredación medioambiental es también el causante del consumismo, uno de los ataques más potentes contra la sostenibilidad del planeta. “Dado que el mercado tiende a crear un mecanismo consumista compulsivo para colocar sus productos, las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios. El consumismo obsesivo es el reflejo subjetivo del paradigma tecnoeconómico” (155).
“Es lo que sucede, para dar sólo un sencillo ejemplo, con el creciente aumento del uso y de la intensidad de los acondicionadores de aire. Los mercados, procurando un beneficio inmediato, estimulan todavía más la demanda. Si alguien observara desde afuera la sociedad planetaria, se asombraría ante semejante comportamiento que a veces parece suicida” (55). Ese consumismo distorsiona la propia interioridad de las personas y las conduce por modos fatuos de desarrollo: “Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecientan su voracidad. Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir” (204). Ese consumismo no es meramente una patología moral y psicológica sino que amenaza el planeta: “el hábito de gastar y tirar alcanza niveles inauditos” (27).
Para Francisco, es un fenómeno que no puede ser considerado sólo como un asunto de gestión de residuos o de costumbre sino que “el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre” (50). De hecho, “los Obispos de Nueva Zelanda se preguntaron qué significa el mandamiento «no matarás» cuando « un veinte por ciento de la población mundial consume recursos en tal medida que roba a las naciones pobres y a las futuras generaciones lo que necesitan para sobrevivir»” (95). La pregunta tiene una terrible respuesta.
“La actitud básica de autotrascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la autorreferencialidad, es la raíz que hace posible todo cuidado de los demás y del medio ambiente” (208). “Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad” (208). “La cultura del relativismo es la misma patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra y a tratarla como mero objeto” (123). Esos fenómenos se van encadenando hasta que uno llega al problema radical: “No hay ecología sin una adecuada antropología” (118).
“El antropocentrismo moderno, paradójicamente, ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad” (90). “En la modernidad hubo una gran desmesura antropocéntrica que, con otro ropaje, hoy sigue dañando toda referencia común y todo intento por fortalecer los lazos sociales. Por eso ha llegado el momento de volver a prestar atención a la realidad con los límites que ella impone, que a su vez son la posibilidad de un desarrollo humano y social más sano y fecundo” (116). “Se transmitió muchas veces un sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles” (116).
Pero “la ecología humana es inseparable de la noción de bien común… El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral” (156-157). “La noción de bien común incorpora también a las generaciones futuras… Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional” (159). “No podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano” (119). “Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad –por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza” (117).
Al respecto, la encíclica señala que “es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente, y con razón reclaman ciertos límites a la investigación científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos” (136). “Se requiere una preocupación por el ambiente unida al amor sincero hacia los seres humanos y a un constante compromiso ante los problemas de la sociedad” (91).
La encíclica critica un antropocentrismo autorreferencial que acaba sometiendo destructivamente la naturaleza, pero tampoco asume que el hombre sea un ser absolutamente igual que otros seres vivos sino que hay en la condición humana una singularidad única. Advierte que “a veces se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana” (90). También advierte del peligro de pasar del antropocentrismo al “biocentrismo” (118), consistente en poner lo “bio” como centro de todo. La Iglesia fomenta una visión más integral que incluye toda la realidad y la trasciende.
Especialmente resalta que la ecología integral incluye la dimensión cultural. “La ecología también supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad… Es la cultura no sólo en el sentido de los monumentos del pasado, sino especialmente en su sentido vivo, dinámico y participativo, que no puede excluirse a la hora de repensar la relación del ser humano con el ambiente” (143). La sostenibilidad “requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura” (144). Sin embargo, “la visión consumista del ser humano, alentada por los engranajes de la actual economía globalizada, tiende a homogeneizar las culturas y a debilitar la inmensa variedad cultural, que es un tesoro de la humanidad” (144). “La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal. La imposición de un estilo hegemónico de vida ligado a un modo de producción puede ser tan dañina como la alteración de los ecosistemas” (145).
Especialmente, “es indispensable prestar especial atención a las comunidades aborígenes con sus tradiciones culturales… En diversas partes del mundo, son objeto de presiones para que abandonen sus tierras a fin de dejarlas libres para proyectos extractivos y agropecuarios que no prestan atención a la degradación de la naturaleza y de la cultura” (146).
“Cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar” (123). Sin la cultura todo se convierte en medio y carecemos de fines. Y es que en el actual estadio de desarrollo, “tenemos demasiados medios para unos escasos y raquíticos fines” (203). El Papa piensa que no hay que rendir el deseo de hallar el sentido de las cosas: “Se hace difícil detenernos para recuperar la profundidad de la vida… No nos resignemos a ello y no renunciemos a preguntarnos por los fines y por el sentido de todo” (113).
Iglesia y ecologismo
El Papa Francisco remite las raíces del ecologismo a los orígenes narrados por la Biblia dotándolo de una legitimidad anclada en las capas más hondas de la sabiduría de la Humanidad. Para él, “la gran riqueza de la espiritualidad cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y comunitarias, ofrece un bello aporte al intento de renovar la humanidad” (216). El Magisterio de la Iglesia deja claro que “debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas” (67). En la llamada bíblica a «dominar» la tierra (Gn 1,28), en realidad “nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15)… «Labrar» significa cultivar, arar o trabajar, « cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (67).
“Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo” (68). Los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria» [Catecismo de la Iglesia Católica, 2416], porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31)” (69). “De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en relación con los demás seres vivos: «Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos» (Dt 22,4.6)” (68).
“Para la tradición judío-cristiana, decir « creación» es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal” (76). “la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico” (68).
La mirada de Jesús es inspiradora para el ecologismo porque “estaba en contacto permanente con la naturaleza y le prestaba una atención llena de cariño y asombro. Cuando recorría cada rincón de su tierra se detenía a contemplar la hermosura sembrada por su Padre, e invitaba a sus discípulos a reconocer en las cosas un mensaje divino” (97). “Jesús vivía en armonía plena con la creación, y los demás se asombraban” (98).
Toda la encíclica está referida desde su título a San Francisco de Asís. Él se relacionaba con cada elemento de la naturaleza y el universo como hermano (hermano Sol, hermana Luna) y el papa Francisco nos propone esa misma mirada familiar, “el cuidado de esta familia” que es cada ecosistema (42) y el amor a la “madre” naturaleza. “Si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos” (11), pero “si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo” (11).
Ahondando en su experiencia se encuentra que “la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros” (66). De ahí que “la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura” (66). Todo el texto está cimentado sobre la figura de San Francisco y por eso para la ecología integral “son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior” (10).
Desde ahí, la Iglesia en esta encíclica propone culminar la cultura ecológica mostrando que es amor por la naturaleza y el universo, sus seres vivos y paisajes, su equilibrio y belleza. Todo apunta a un único foco: “El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado” (77). “Dante Alighieri hablaba del «amor que mueve el sol y las estrellas» [Canto 33, 145]” (77). En la experiencia del Dios de Jesús, “hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño” (77). La Iglesia mira la historia del universo como un despliegue de amor (79) e invita a pensar el ecosistema entero como una realidad en la que se celebran el amor, la libertad y la belleza desde el interior de cada cosa. Invita a “pensar también al conjunto como abierto a la trascendencia de Dios, dentro de la cual se desarrolla” (79).
La encíclica alienta al desarrollo de las “virtudes ecológicas”, a las que la espiritualidad cristiana puede hacer algunas contribuciones especialmente importantes. En primer lugar, la vida sencilla: “La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño” (222). En segundo lugar, la humildad: “La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo… La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, sólo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente” (224).
En tercer lugar, la paz: “La paz interior de las personas tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común” (225). En cuarto y quinto lugar, estilos proféticos de vida y la actitud de contemplar con atención y detención las cosas: “La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo” (222). Ciertamente, “sólo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico” (211).
¿Qué podemos hacer?
La encíclica marca una agenda clara de acciones necesarias para extender y ahondar la cultura ecológica. Laudato Si no es sólo un texto declarativo sino transformador que resumimos en diez puntos.
En primer lugar, investigación: “Es necesario invertir mucho más en investigación para entender mejor el comportamiento de los ecosistemas” (42) Segundo, legislación y políticas. “se ha vuelto urgente e imperioso el desarrollo de políticas” (26) y “se vuelve indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables y asegure la protección de los ecosistemas” (53) Tercero, al Papa le “llama la atención la debilidad de la reacción política internacional” frente al cambio climático. “El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente” (54). “Las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los últimos años no respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos ambientales globales realmente significativos y eficaces” (166). “En lo relacionado con el cambio climático, los avances son lamentablemente muy escasos” (169). Cuarto, “necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de gobernanza para toda la gama de los llamados «bienes comunes globales»” (174), como “el sistema de gobernanza de los océanos” (174). Quinto, hay que avanzar en la gobernanza demócrata de la política medioambiental: los “procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo” (182) mejoran las decisiones ecológicas, mientras que el deterioro medioambiental suele aprovecharse de la corrupción y la opacidad. Sexto, acelerar la “transición energética”: “Sabemos que la tecnología basada en combustibles fósiles muy contaminantes –sobre todo el carbón, pero aun el petróleo y, en menor medida, el gas– necesita ser reemplazada progresivamente y sin demora” por “energías renovables” (165). Séptimo, llamada a que la sociedad civil haga advocacy. “La sociedad, a través de organismos no gubernamentales y asociaciones intermedias, debe obligar a los gobiernos a desarrollar normativas, procedimientos y controles más rigurosos” (179). Octavo, llamada también a respuestas locales, cooperativas y comunitarias de cuidado y aprovechamiento de los bienes comunes (179). Noveno, un estilo de vida cotidiano con nuevos hábitos: “La conciencia de la gravedad de la crisis cultural y ecológica necesita traducirse en nuevos hábitos” (209). “Un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana presión sobre los que tienen poder político, económico y social. Es lo que ocurre cuando los movimientos de consumidores” (206). Décimo, educación ecológica: “estamos ante un desafío educativo… llamado a crear una «ciudadanía ecológica»” debe crear no sólo actitudes sino nuevos hábitos transformadores y alentar la creatividad para lograr el cambio necesario (209-211).
Quizás todo ello nos habla de la primacía del amor en todas las cosas. Un amor que nos impulsa al cuidado integral de todo y del todo.
La encíclica marca una agenda clara de acciones necesarias para extender y ahondar la cultura ecológica. Laudato Si no es sólo un texto declarativo sino transformador que resumimos en diez puntos.
En primer lugar, investigación: “Es necesario invertir mucho más en investigación para entender mejor el comportamiento de los ecosistemas” (42) Segundo, legislación y políticas. “se ha vuelto urgente e imperioso el desarrollo de políticas” (26) y “se vuelve indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables y asegure la protección de los ecosistemas” (53) Tercero, al Papa le “llama la atención la debilidad de la reacción política internacional” frente al cambio climático. “El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente” (54). “Las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los últimos años no respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos ambientales globales realmente significativos y eficaces” (166). “En lo relacionado con el cambio climático, los avances son lamentablemente muy escasos” (169). Cuarto, “necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de gobernanza para toda la gama de los llamados «bienes comunes globales»” (174), como “el sistema de gobernanza de los océanos” (174). Quinto, hay que avanzar en la gobernanza demócrata de la política medioambiental: los “procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo” (182) mejoran las decisiones ecológicas, mientras que el deterioro medioambiental suele aprovecharse de la corrupción y la opacidad. Sexto, acelerar la “transición energética”: “Sabemos que la tecnología basada en combustibles fósiles muy contaminantes –sobre todo el carbón, pero aun el petróleo y, en menor medida, el gas– necesita ser reemplazada progresivamente y sin demora” por “energías renovables” (165). Séptimo, llamada a que la sociedad civil haga advocacy. “La sociedad, a través de organismos no gubernamentales y asociaciones intermedias, debe obligar a los gobiernos a desarrollar normativas, procedimientos y controles más rigurosos” (179). Octavo, llamada también a respuestas locales, cooperativas y comunitarias de cuidado y aprovechamiento de los bienes comunes (179). Noveno, un estilo de vida cotidiano con nuevos hábitos: “La conciencia de la gravedad de la crisis cultural y ecológica necesita traducirse en nuevos hábitos” (209). “Un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana presión sobre los que tienen poder político, económico y social. Es lo que ocurre cuando los movimientos de consumidores” (206). Décimo, educación ecológica: “estamos ante un desafío educativo… llamado a crear una «ciudadanía ecológica»” debe crear no sólo actitudes sino nuevos hábitos transformadores y alentar la creatividad para lograr el cambio necesario (209-211).
Quizás todo ello nos habla de la primacía del amor en todas las cosas. Un amor que nos impulsa al cuidado integral de todo y del todo.
Artículo elaborado por Fernando Vidal, Universidad Comillas, Madrid y colaborador de Tendencias21 de las Religiones. Twitter: @fervidal31.