La teología, entre la modernidad y la postmodernidad

Lección inaugural del profesor Béjar Bacas en la apertura del curso en la Facultad de Teología de Granada


¿Qué sentido tiene hoy día una labor como la teología? ¿En qué consiste su discurso? ¿Cuáles son los intereses que inquietan por dentro a esa “extraña” figura del teólogo? ¿De qué método de trabajo hablamos cuando nos referimos a su oficio? ¿Tiene alguna palabra con sentido para nuestro “hoy” la reflexión teológica? Estas son algunas de las preguntas que articularon la lección inaugural del profesor Serafín Béjar en la apertura del curso 2010-2011 en la Facultad de Teología de Granada, y que llevó por título: El oficio de la teología entre Jerusalén y Emaús. Utilizando como metáforas de expresión de nuestro tiempo las ciudades bíblicas de Jerusalén y Emaús, el autor de estas páginas disertó sobre cómo hacer teología en un escenario histórico situado entre modernidad y postmodernidad.


José Serafín Béjar Bacas
11/01/2011

La Torre de Babel, pintura al óleo sobre lienzo de Pieter Brueghel el Viejo. Wikipedia.
“Cuando se empezó a construir la torre de Babel, todo estaba muy en orden […] como si se dispusiera de siglos y otras tantas posibilidades de trabajar libremente. El parecer entonces reinante llegaba a establecer que toda lentitud para construir sería poca […] Se argüía de esta suerte: en toda la empresa, lo positivo es la idea de construir una torre que llegue al cielo. Frente a esta idea, lo demás es accesorio. Una vez captado el pensamiento en toda su grandeza, no puede desaparecer ya: mientras existan los hombres perdurará el deseo intenso de terminar la construcción de la torre. En este sentido, no hay que temer por el futuro, pues, antes bien, el saber de la humanidad va en aumento, el arte de la construcción ha hecho progresos y hará aún otros nuevos; un trabajo para el cual necesitamos un año será realizado dentro de un siglo quizá en sólo seis meses y, por añadidura, mejor y más duramente. ¿Por qué agotarse, pues, desde ahora hasta el límite de las fuerzas? […] Pensamientos de este género paralizaban las fuerzas, y la edificación de la ciudad obrera desplazaba la construcción de la torre. Cada grupo regional quería poseer el barrio más hermoso, por lo que sobrevinieron rencillas que culminaron en sangrientos combates. Estas luchas eran incesantes, lo que sirvió de argumento a los jefes para que, por falta de la necesaria concentración, la torre fuese levantada muy lentamente o, mejor aún, sólo después de concertada una paz general […] Así transcurrió el lapso de la primera generación, mas ninguna de las que siguieron fue diferente; sólo la destreza iba en aumento constante y, con ella, la sed de lucha. A ello vino a sumarse el que la segunda o la tercera generación reconocieran la insensatez de la construcción de la torre, pero los vínculos mutuos eran ya demasiado fuertes como para que se pudiese dejar la ciudad”.

En esta hora de la historia, evocada por este texto de F. Kafka, el teólogo sigue teniendo la sagrada tarea de provocar el encuentro santo entre el Adviento de Dios y un hombre en éxodo. En efecto, la condición humana puede ser caracterizada simbólicamente como “éxodo”, es decir, el dinamismo humano es esencialmente búsqueda, pregunta por la realidad que nos circunda, apertura constitutiva a lo que pueda acaecer en el escenario mismo de la historia. “Éxodo”, en su sentido etimológico, nos habla de auto-trascendencia; de esa capacidad, específicamente humana, que nos invita permanentemente a medirnos más alto y más hondo. Del mismo modo, el ser de Dios puede ser captado metafóricamente como “Adviento”, acaecer de lo absolutamente nuevo; que arranca al hombre de su rutina y lo confronta con horizontes antes nunca imaginados. No sería Dios aquello que puede ser programado, deducido, esperado… Lo divino, entendido como “Adviento”, nos habla del Dios imprevisible y de la impertinencia de su Misterio.

El teólogo, entre dos fidelidades

El teólogo, por tanto, es el hombre que, escindido y descuajado por dentro, se debe a una doble fidelidad. Fidelidad al Dios que se nos ha dicho en palabras humanas, y fidelidad al hombre que amasa sus búsquedas en palabras divinas. Además, la teología, al menos la cristiana, tiene su suelo firme en una fundante afirmación: Dios y hombre no concurren como alternativa, la gloria de uno no peligra en el reclamo de la gloria del otro. O de otra manera, para la teología cristiana, Dios no es el mayor ladrón de la grandeza humana, sino su garante fundamental: hay plenitud humana donde existe cercanía y comunión con el Dios de Jesús. Por esta razón, el teólogo está persuadido de la necesidad y urgencia de su misión. O también, el teólogo sabe de su función social; especialmente en un mundo que parece mostrarse insensible ante tales profundidades metafísicas.

Ahora bien, ¿de qué manera puede llevar a cabo el teólogo su misión? ¿Cómo es posible responder a esta doble fidelidad sin desgastar ninguno de los dos polos que la constituyen? ¿Es un “encuentro” simétrico el que se produce entre Dios y el hombre? En definitiva, con estas preguntas marcamos como objetivo de nuestra reflexión la búsqueda de un método de trabajo que se adecue al peculiar “objeto” de la reflexión teológica.

En este contexto, venía a nuestra mente, preñado de enormes posibilidades, un relato harto conocido del evangelio de San Lucas: “Los discípulos de Emaús”. Y pensábamos que en este relato, de una manera ciertamente simbólica, pero no por ello menos fiable y veraz, podían aparecer apuntados los principales momentos de elaboración de un método teológico que alcance a unir, sin mezcla o cambio, al tiempo que sin separación ni división, el Adviento divino con el éxodo humano.

La metáfora de los que huían a Emaús

¿Dónde radica, en este relato, el punto de entronque con nuestro “hoy”? Nos parece sentir reconocido el éxodo actual de nuestro mundo en aquellos dos discípulos desencantados que, después de los hechos acaecidos en Jerusalén, a la manera de una huida rectilínea hacia adelante, caminan en dirección a Emaús. No nos parecía atrevido, por tanto, afirmar que se trata de dos discípulos “postmodernos”. En efecto, son dos discípulos “postmodernos” porque vienen de vuelta de los grandes relatos, aquellos que habían construido desde sus solas previsiones, paraísos intrahistóricos que acaban en fracaso: «Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel» (Lc 24, 21). La modernidad queda atrás en Jerusalén, donde todo parece que ha terminado, con un cierto regocijo en el nihilismo presente: «Iban camino de una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén, y comentaban lo sucedido, con aire entristecido» (Lc 24, 13.17). Así, situados entre tiempos, entre modernidad y postmodernidad, acontece una presencia misteriosa y amiga que se pone a caminar junto a ellos.

De modo sugerente, queremos reconocer en dicha presencia la figura del teólogo; y, en el modo de situarse ante los dos discípulos frustrados, la forma concreta de ejercer su oficio. Esta presencia, preñada de misterio desde el comienzo mismo del relato, no comienza a hablarles desde una pretendida superioridad, sino que, dispuesta a caminar con ellos, pregunta por sus desvelos y preocupaciones. Se dibuja así en el relato, de una manera ciertamente estimulante, el primer momento de toda teología llamada a habitar entre Jerusalén y Emaús, entre modernidad y postmodernidad. A este primer momento del método teológico lo llamaremos “auditus temporis et alterius”, es decir, la escucha del tiempo y del otro.

La paciente escucha del teólogo

La paciente escucha del teólogo, a lo largo de la trama narrativa del relato en cuestión, deja paso al segundo momento del método teológico que pretendemos describir. Caminando con ellos, al tanto de sus preocupaciones y desvelos, el extraño peregrino toma la palabra. Ahora bien, y esto es curioso, no toma “su” palabra, sino que favorece la escucha comprometida de “otra” Palabra que no le pertenece, pero que regala como posibilidad a la concreta situación que viven aquellos dos discípulos desencantados y abatidos. En efecto, el teólogo siente aquí reconocido un momento fundacional y determinante de su propia labor teológica que se identifica con el segundo momento de su quehacer: el “auditus fidei” o la escucha de la fe.

Por último, y antes de llegar a la aldea de Emaús, el discurso de aquel personaje, tan extraño a los discípulos desencantados del relato como la figura del teólogo a nuestros contemporáneos, es capaz de obrar el milagro. Un milagro que consiste en transferir el sentido de la historia de la salvación a los interrogantes más acuciantes que conforman el corazón de aquellas dos personas. El teólogo ha de conseguir, y aquí está su dicha y su cruz, hablar de los hombres contando la historia del Dios vivo y hablar del Dios vivo evocando la historia de los hombres. Así, arde el corazón cuando el teólogo no ofrece un discurso ideológico más, como los que han extenuado a nuestra cansada modernidad, sino cuando su palabra alienta, evoca, cura y sana las heridas. De esta forma, el tercer momento de este método teológico, que llamaremos “intellectus fidei” o la inteligencia de la fe, supone el esfuerzo por mediar creíblemente la buena noticia del Evangelio a los hombres y mujeres de cada tiempo y lugar.
Pasemos ahora a describir más detalladamente este triple momento del oficio teológico entre Jerusalén y Emaús.

Primer momento: El auditus temporis et alterius de la teología, o “¿de qué venís hablando por el camino?”

El teólogo ha de ser un hombre fiel a su tiempo: “Dos de los discípulos se dirigían aquel mismo día a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Iban hablando de todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar a su lado” (Lc 24, 13-15). En el relato que nos ocupa, esta necesaria actitud del teólogo queda fuertemente expresada en el hecho mismo de acercarse y ponerse a caminar junto a ellos. La teología también es peregrina, sabe con humildad de su indigencia, reconoce que no tiene respuestas a todas las preguntas, asume que la verdad no es “algo” que se posee en exclusiva, sino “Alguien” que interpela y reclama la vida. De no ser así, la teología degeneraría en ideología.

Al mismo tiempo, acercarse y ponerse a caminar junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo expresa, de una manera densa, cómo la teología ha de asumir nuestro “hoy”, más allá de toda tentación de respuestas definitivas y cumplidas. No existe teología perenne, sino una teología que, atenta al tiempo y puesta a la escucha de la historia, pretende ofrecer su caudal de sentido para la hora presente. O de otra manera, la búsqueda del proprium cristiano es siempre un esfuerzo históricamente condicionado; entre otras cosas, porque la novedad irreemplazable del Dios vivo nunca puede ser recortada y reducida a los estrechos límites de una definición conceptual o de un sistema intelectivo. Aquí radica la gloria misma del quehacer teológico y también su peligro fundamental. En palabras de K. Barth:

Entre las ciencias, la teología es la más bella, la única que toca la mente y el corazón del hombre enriqueciéndolos, en la medida en que se acerca a la realidad humana y ofrece una mirada luminosa sobre la verdad… Pero también es la ciencia más difícil y expuesta a riesgos; en la teología es más fácil caer en la desesperación o, peor aún, en la arrogancia; más que ninguna otra ciencia puede convertirse en una caricatura de sí misma…

En efecto, la verdad de lo cristiano, y a ello debe estar atento el teólogo, por una determinación objetiva de su propio ser, escapará siempre a toda pretensión de captura. Ésta es la razón por la que la pregunta sobre la esencia del cristianismo no puede ser respondida en la simplicidad de la respuesta «Cristo», «ya que, en cuanto Cristo confesado, Jesucristo viene diversamente modulado, “reducido” o “amplificado”». Afirma K. Rahner:

Pero tal reflexión sobre el todo del cristianismo ha de intentarse siempre de nuevo. Es una reflexión siempre condicionada, pues es evidente que la reflexión en general, y particularmente la reflexión teológico-científica, no puede alcanzar el todo de esta realidad que actualizamos creyendo, amando y esperando.

Por tanto, este primer momento de realización teológica, auditus temporis et alterius, es una forma de fidelidad al éxodo del hombre. Pero, al mismo tiempo y sin contradicción, es una forma de mantener la honestidad con nuestra propia fe cristiana. Si lo cristiano no quiere quedar recluido en los museos y considerado como un modo de existencia arqueológica, tiene que realizar el esfuerzo, connatural con su propia esencia, de decirse a la altura del tiempo que le toca vivir. Comenta B. Forte:
Por eso la teología no puede proponerse sin justificarse de alguna manera frente al mundo que vive; como pensamiento de la Palabra que resonó en las palabras de los hombres, le toca hablar en su tiempo, ofreciéndose significativa para él. Si no realizase este esfuerzo, se quedaría muda y no sería más que una nueva forma de silencio de la Palabra.

Segundo momento: El auditus fidei de la teología, o “se puso a explicarles todos los pasajes de la Escritura”

Como ya hemos afirmado, el teólogo parte de la realidad pero su reflexión teológica no está llamada a habitar ahí. Si así fuera, su teología se convertiría acaso en una inconsciente utopía del status quo, es decir, del orden de cosas establecido. La teología posee un innegable potencial subversivo, es pensamiento profético que invita a contemplar la realidad desde el sueño de Dios para el hombre.

En efecto, el lugar exterior de la teología no implica, sin embargo, un irenismo ingenuo que conduzca a una adecuación al mundo. El lugar físico de la teología es previo y determina el quehacer del teólogo, pero dicho lugar no es tan absoluto que el hombre no pueda «construir un lugar de voluntad que se añada y sume al lugar de naturaleza». Así nos muestra nuestro método la dialéctica inherente a todo quehacer teológico: «el emplazamiento confiere una misión y la misión a su vez crea su propio emplazamiento». De esta manera, podemos percibir cómo el lugar exterior, los escenarios del tiempo entre modernidad y postmodernidad, siendo muy importantes, no son determinantes en teología. Ante todo, el teólogo se debe a una patria extranjera que marca, en palabras de González de Cardedal, «la ley y exigencias propias del quehacer teológico, establece los puntos de partida y los puntos de llegada y funciona como criterio para elegir unos caminos y para excluir otros. Sin duda éste es el esencial». Esta patria extranjera reivindica la lógica propia de la teología que muestra su identidad más profunda cuando, manteniendo su autonomía, no se deja recortar ideológicamente por las previsiones que se puedan proyectar en ella desde fuera.

En este sentido, y utilizando una bella formulación del napolitano B. Forte, “el teólogo es el prisionero del Otro: lleva al pensamiento la simple verdad de la fe, que consiste en dejarse hacer prisioneros del Invisible”. La teología, entendida como cogitatio Dei, la cuestión sobre Dios, encuentra aquí, en contraste con la filosofía, su verdadera identidad. Pues la filosofía, que también se ocupa de la cuestión de Dios, hace de la cogitatio Dei un genitivo objetivo, es decir, la filosofía habla de Dios en cuanto objeto de reflexión, limitándose a un aséptico disputare de Deo. Sin embargo, el teólogo interpreta este genitivo en sentido subjetivo, trayendo a la memoria permanentemente que el objeto de su investigación, antes de ser algo, es más bien Alguien. De esta manera, ser el prisionero del Otro hace referencia al hecho de que tanto el trabajo como la persona del teólogo están referidos a un dato previo, al Deus dixit, a la “revelación”.

Volvamos a nuestro relato. Después de escuchar a aquellos dos discípulos postmodernos, el desconocido caminante toma la palabra. Quiere romper, desde dentro, la cerrazón de su sistema y de su racionalidad. La teología no es una filosofía que brota de la especulación y de la voluntad del pensador, sino que surge de la escucha, lleva la herida de Otro, nos habla de un futuro que no ha sido programado por el hombre y que, por tanto, no está signado por la contingencia. La teología no es simple proyección humana sino que, constitutivamente y por esencia, está abierta a las sorpresas del Adviento: «Luego se puso a explicarles todos los pasajes de las Escrituras que hablaban de él, comenzando por los libros de Moisés y siguiendo por todos los libros de los profetas» (Lc 24, 27).

La teología no especula, sino que relata una historia de amor; no proyecta desde la suficiencia de la idea, sino que se pone a la escucha del relato original. Al «nosotros teníamos la esperanza de que él fuese el libertador de la nación de Israel...» (Lc 24, 21) se contrapone la cruda realidad, aquella que rompe todo sistema, la poliédrica realidad que no se deja domesticar por la dictadura de la idea y que manifiesta, una y otra vez, que ella no es reconciliación, sino ruptura e interrupción: «¡Qué faltos de comprensión sois y cuánto os cuesta creer todo lo que dijeron los profetas!» (Lc 24, 25). Hablar de teología, por tanto, sólo es posible cuando se ha resquebrajado el totalitarismo de una razón cerrada en sí misma. El extraño peregrino los abre a otro tipo de racionalidad, aquella que brota de una razón histórica abierta a las sorpresas que vienen desde el “Otro” irrumpiendo en el tiempo: «¿Acaso no tenía que sufrir el Mesías estas cosas antes de ser glorificado?» (Lc 24, 26).

El segundo momento de este método teológico entre Jerusalén y Emaús, entre modernidad y postmodernidad, es el auditus fidei. Y esta escucha de la fe, a nuestro juicio, tiene una doble dimensión: testimonial e interpretativa. En efecto, el teólogo, puesto a la escucha del relato original, y antes de cualquier tarea interpretativa, confiesa con su propia existencia la posibilidad de que lo absoluto de Dios acontezca en la contingencia de la historia. Así, frente a la historicidad cerrada de modernidad y postmodernidad, el teólogo está llamado, por fidelidad a este testimonio fundante, a romper todo sistema cerrado, que se presuma último y definitivo. Frente a la cárcel de la ideología, que reducía el ámbito de lo posible a lo que se podía esperar de una racionalidad clara y distinta; y frente a la desesperanza del pensamiento débil, que resuelve todo en un vacío sucederse de los días, el teólogo abre caminos hacia una región extranjera, una patria desconocida, donde todo se ha de esperar como Adviento.

Tercer momento: El intellectus fidei de la teología, o “¿no es cierto que el corazón nos ardía?”

El anónimo peregrino, personificación de la figura del teólogo, ha ofrecido su compañía de Jerusalén a Emaús, es decir, ha acompañado el camino que va desde los grandes proyectos ideológicos fracasados hasta el nihilismo que acecha al final del trayecto. Al mismo tiempo, frente a la historicidad cerrada de los dos desencantados discípulos, ha confesado el acontecer del Dios vivo. Ahora, en un tercer momento del quehacer teológico, el peregrino transmite el sentido de la revelación divina, de modo que sea respuesta a los interrogantes más profundos que habitan en el corazón del hombre. En efecto, el peregrino no sólo descubre a los discípulos el misterio del sufrimiento y de la muerte del Maestro sino que, en el mismo hecho de narrar y explicarles las Escrituras, éstos van encontrando reposo y respuesta a los interrogantes últimos que conforman el corazón humano: «¿No es cierto que el corazón nos ardía en el pecho mientras nos venía hablando por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). El sentido de la historia universal, que se revela al abrirse las profundidades de las entrañas del Dios Trinitario, es también fuente de sentido para la propia historia personal. O de otra manera, el extraño peregrino consigue transferir el sentido de la revelación cristiana a la hora presente, que están viviendo los dos discípulos postmodernos, con su peso de dramatismo. La teología debe tener el potencial de unir la historia de Dios y la historia de los discípulos en una sola historia.

Ahora bien, ¿cómo consigue la reflexión teológica esta alianza entre éxodo y Adviento, sin sacrificar ninguno de los dos extremos en cuestión? Nuestra opinión es que el auditus temporis y el auditus fidei quedan integrados en una síntesis novedosa gracias a un “principio formal” que ha de brotar del mismo intellectus fidei. De esta manera, apostamos por la dimensión “formal-fundamental” de toda la teología. Esta dimensión formal-fundamental responde ineludiblemente a la búsqueda de un principio que medie la revelación de Dios en Jesucristo a los hombres y mujeres del siglo XXI. Por ende, la «teologización-fundamental» de toda la teología atañe, a nuestro juicio, al aspecto específico de la credibilidad.

Estamos hablando aquí de lo que K. Rahner llamó “teología formal-fundamental”, la cual, perteneciendo rigurosamente a la teología dogmática, sin embargo “es teología «fundamental», en cuanto pone en confrontación la naturaleza formal y general de la revelación cristiana con las estructuras formales de la vida del espíritu humano en general, en el interior de las cuales se cumple el evento de la misma historia de la revelación”. De esta manera, nos estamos refiriendo al debate suscitado a raíz de la intervención de M. Seckler en el Congreso Internacional de Teología fundamental de 1995 en la Universidad Gregoriana. Allí, con una ponencia sobre la relación entre fundamental y dogmática, M. Seckler hablaba de la tendencia existente en los últimos años de buscar una nueva forma de realización sistemática que suponga una «teologización-fundamental» de toda la teología.

Pongamos un ejemplo para explicitar nuestro argumento. Para ello, vamos a acudir a una obra de teología tan clásica como el propio evangelio de San Marcos. El evangelista, a la manera de un verdadero teólogo, presta oído a la situación concreta que vive su comunidad. Dicha comunidad cristiana, en torno al año 70 d.C y en la ciudad de Roma, vive una situación difícil debido a la persecución de la nueva fe. El peligro que planea sobre la misma es el de la apostasía. Marcos, ubicado en el escenario del tiempo que le toca vivir, quiere transmitir con credibilidad el kerigma que, a su vez, él ha recibido. De esta manera, surge el primer evangelio que, a partir de un original principio formal, ofrece una síntesis novedosa y fresca donde quedan integrados la escucha del tiempo y la escucha de la fe. Este principio formal, a la manera de una “theologia crucis” o, más concretamente, una cristología de la cruz, pretende contar la historia del Nazareno como si fuera la historia misma que está viviendo dicha comunidad.

Por tanto, esta mediación hermenéutica, objetivo fundamental del tercer momento del método teológico o intellectus fidei, llega a buen puerto cuando el teólogo es capaz de individuar, y esto nos parece esencial, un principio formal que reelabora de nuevo, a la altura de cada tiempo, el proprium del cristianismo en una síntesis creativa y novedosa. De esta manera, podemos conocer el “genio teológico” de cada autor en la medida en que somos capaces de descubrir, en el conjunto de su obra teológica, dicho principio formal de carácter netamente teológico-fundamental.

Conclusión

La segunda mitad de los años cuarenta de nuestro pasado siglo conoce una viva renovación de la teología que precipita en lo que se ha dado en llamar la «nouvelle théologie». Esta renovación, principalmente procedente de las escuelas francesas de «Le Saulchoir» y de «Lyon-Fourvière», pone un especial acento en la necesaria evolución del dogma. Así, esta perspectiva revela el problema fundamental del cristianismo, es decir, la necesaria conjugación de la verdad y la historia, del Adviento y del éxodo, de lo absoluto y lo contingente, de Dios y del hombre.

La nueva teología encuentra rápidamente, sin embargo, una gran resistencia en la neoescolástica al uso. Esta confrontación alcanza un momento significativo con el artículo de B. De Solages «Pour l´honneur de la Théologie», respuesta a la acusación de R. Garrigou-Lagrange de un uso indebido de la filosofía de M. Blondel y de las perspectivas evolucionistas de la ciencia moderna. En el citado artículo existe una clara distinción de tres modos concretos de hacer teología:

En el siglo XII, en tiempo de Santo Tomás, el pensamiento cristiano se vio sometido también a una dura crisis ante el descubrimiento, sensacional para entonces, de las obras de Aristóteles. A los filósofos y teólogos se les planteó una espinosa cuestión y se dividieron en tres bandos: uno, como Siger de Brabante, acabaron más o menos adoptando un aristotelismo total, que, en definitiva, no era sino paganismo, cayendo así en funestos errores, como, por ejemplo, el monopsiquismo, que comprometía toda la fe cristiana. Otros, los agustinianos conservadores, trataron más o menos de cerrarse a los nuevos problemas que planteaban las obras de Aristóteles. Tomás de Aquino, el caudillo indiscutible del tercer grupo, tuvo el valor de abordar sin rodeos el problema y buscarle solución. Y el tomismo, que el P. Garrigou-Lagrange tanto ama, se halla esencialmente definido y caracterizado históricamente por esa nueva actitud, que entusiasmó a unos y escandalizó, y mucho, a otros, hasta el punto que después de la muerte de Santo Tomás su obra fue alcanzada por los anatemas que todos conocemos.

Estas tres formas de teología podrían ser caracterizadas con los nombres de “extrinsecista”, “inmanentista” e “histórica”; y también hoy podemos encontrar planteamientos reflejos de esta triple concepción. Así, S. Pié-Ninot habla de que la teología postconciliar puede estructurarse dando lugar a tres modelos. La “teología formalista”, principalmente plasmada en la conocida manualística, dando la prioridad al “auditus fidei” corre siempre el peligro de un cierto positivismo teológico, por ende, de un cierto extrinsecismo. En un segundo lugar, podría situarse lo que el teólogo catalán llama “teología contextual” que, desde una clara priorización del “auditus temporis et alterius”, puede derivar en una cierta disolución del dato teológico en los aspectos más evidentemente sociológicos. Y por último, el “modelo interpretativo” es aquel que busca un “intellectus fidei” que, desde la prioridad absoluta del “auditus fidei”, integre los anhelos más profundos que viven en el corazón histórico del hombre, es decir, preste oído al tiempo.

Pues bien, nuestro interés se ha cifrado en encontrar apuntado, de un modo hondamente sapiencial, este tercer modelo interpretativo, y densamente histórico, en el conocido relato lucano de los discípulos de Emaús. Así pues, todo teólogo ha de tener la intención de hacer teología siendo fiel al cielo, sin perder su fidelidad a la tierra. No podría ser de otro modo para aquellos que confiesan, en un judío marginal del siglo I, a Dios mismo venido en carne.



José Serafín Béjar Bacas
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