“La soledad de los perdidos”, de Luis Mateo Díez, actúa como palanca del pensamiento

La última novela del autor leonés critica una sociedad de posguerra onírica


"La soledad de los perdidos" (Alfaguara, 2014), del escritor y académico leonés Luis Mateo Díez, pertenece a ese género llamado literatura pura y dura, de una calidad enorme. Ambientada en una posguerra onírica, irreal, actúa como palanca del pensamiento: habla de la soledad, el desamparo y el miedo, de la miseria y el fracaso de toda una sociedad. Por Miguel Arnas Coronado.




¿Con qué se hace una novela? La respuesta es inequívoca: con palabras, con lenguaje. El tema es importante, por supuesto, pero en comparación con lo anterior, secundario. Desde nuestro siglo XX, tan nefasto y tan estupendo a la vez, parece haber acuerdo al respecto y también parece haberlo en el sepelio del naturalismo, Balzac, Dickens y toda la parentela.

Sin restarles ni un solo ápice de mérito, que lo tienen, pero verán ustedes, si hoy alguien pintase como Zurbarán o compusiese como Monteverdi, un montón de gente se estaría riendo durante días a costa del trasgresor.

Sin embargo, en literatura parece que si nos apartamos de lo pedestre, de la literatura de tumbona, nos están condenando a la excomunión, consistente esta en ser expulsados de las sacrosantas estanterías de los grandes establecimientos donde lo mismo se venden libros que electrodomésticos y manzanas transgénicas, con dependientes que igual entienden de una cosa que de la otra, es decir, nada y, como nuestros políticos, solo entienden de marketing. Por no hablar de publicidades en los escaparates de las librerías monstruosas.

El libro que me propongo reseñar –La soledad de los perdidos (Alfaguara, 2014), del escritor y académico leonés Luis Mateo Díez - pertenece a ese género llamado literatura pura y dura, sin más, y de una calidad enorme, de modo que si a usted no le agrada que los libros le calienten la cabeza, y solo le entretengan, no lo lea, y mucho menos siga leyendo esta reseña. Para eso está la papelera, real o virtual.

Conversaciones antiguas

Ambrosio Leda llega a Balma, ciudad que podría entenderse como trasunto de León, huyendo ni él mismo sabe de qué. Sólo sabe que en su salida furtiva de su casa, su hija Lila de siete años le preguntó si se marchaba y él le mintió, dejándola en el pasillo muerta de frío.

Balma, la Ciudad de Sombra siempre está envuelta en la niebla, fenómeno meteorológico que sirve para confundir, para diluir todo de forma que se confunda la realidad con el sueño.

Ambrosio sobrevive en las calles nocturnas como buenamente puede y en ellas se tropieza con una serie de personajes tan perdidos como él mismo, tan irreales como pueda uno imaginarse, todos con un aire fantasmal que les hace filosofar como lo haría cualquier anciano de pueblo, de esos que ya no quedan porque cortaron los circuitos pensantes con la televisión.

Porque ese es el tono de la novela, el de aquellas conversaciones antiguas donde cada uno hablaba con el lenguaje que heredó de su padre y de su madre, no con el estándar de hoy, tan escaso que cualquier día no recordamos cómo se pide papel para limpiarse el traste y lo tenemos que pedir por whatsapp. Balma, esa ciudad, no se tambalea, la ciudad se derrumba con el abandono, la desidia, el olvido, todo eso tan español que durante un tiempo pareció que superábamos.

Balma es una ciudad muerta, por eso la novela tiene reminiscencias lingüísticas y temáticas de Samuel Beckett y de Juan Rulfo. Que no es moco de pavo. Y que san James Joyce me maldiga si exagero.

Los personajes con los que se tropieza Ambrosio en sus andanzas nocturnas son cabales, propios de un gran creador de antagonistas: Carpo Expósito, el muchachillo tísico que trampea como puede, Lepo Corada, el gacetillero, el obispo Galar o el gobernador Devesa, dos personajes que parecen facsímiles del San Manuel Bueno unamuniano, Lucina, la niña ciega que adivina el porvenir y se lo adivina al Centinela de Occidente, preocupado por la Unidad de Destino en lo Universal y dolorido porque le han propinado un tiro de sal en el culo al intentar pescar una trucha.

Una posguerra onírica

Porque sí, la novela se podría situar, como dice en la contraportada, en la posguerra pero ¿qué posguerra?, ¿la real o la soñada?: a eso cabe responder que es una posguerra onírica, irreal y diluida en la niebla. ¿Recuerdan ustedes aquella película, Madregilda, donde todo parecía sacado de un cuadro del Bosco o de algo peor, donde la barbarie era una pesadilla de la que ya no se despierta?, pues un universo así pretende crear Mateo Díez. Magistral. Soberbia.

Les anticipo que cuesta entrar en el texto. Con los primeros capítulos se pregunta uno, ¿esto de qué va?, y eso es lo grande, que no va de nada. Quiero decir que el autor sustituye las tonterías habituales para entretener que tienen esos libros tan bonitos para poner en una balda por literatura auténtica, a la que ya apenas estamos acostumbrados.

Entrevera esas peripecias, que tienen más de lucubraciones que de verdaderas aventuras, por capítulos en los que individuos no identificados conversan desde los más diversos lugares que se pueden adivinar por las palabras que emiten: camionetas que los conducen para ser fusilados, cárceles, lugares donde se malvive con más miedo que necesidad verdadera de seguir viviendo, reboticas, calabozos, refugios de mala muerte para indigentes o casas de la beneficencia para ancianos. Es ahí donde ese lenguaje de los viejos pueblerinos más se siente.

Y esos capítulos tienen la virtud, y no solo estos que acabo de describir sino todos, de ser cortos, dos o tres páginas como mucho, lo que facilita la lectura que puede ser fragmentada sin que eso vaya en detrimento de seguir el argumento porque, como ya he dicho, tampoco es que el argumento sea definitorio, lo importante es la atmósfera desasosegante que describen.

Una de las lecturas interesantísimas que son palanca del pensamiento: la soledad, el desamparo y el miedo, la miseria, el fracaso de toda una sociedad a la que se critica hasta dejarla en cueros vivos. Y curiosamente, una crítica donde no se repite por enésima vez quiénes fueron los culpables y quiénes acarrearon parte de esa culpa siendo también víctimas: eso ya se sabe, no hace falta repetirlo.


Jueves, 9 de Abril 2015
Miguel Arnas
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