La religión del ateo se basa en la prosa

Sustituye a la metafísica, que desapareció tras la muerte de Dios


La metafísica ha dado paso a la prosa, el ámbito de la experiencia ética. Es una religión prosaica en la que el Bien es sustituido por la Bondad y la Justicia por la compasión. Es la religión del ateo, según Joan-Carles Mèlich, que nos ayuda a vivir tras la muerte de Dios. Por Juan A. Martínez de la Fe.


Juan A. Martínez de la Fe
01/07/2019

El filósofo Joan-Carles Mèlich nos ofrece una nueva aportación sobre un tema acerca del que ya conocemos a través de otras obras suyas, tales como La lectura como plegaria, La prosa de la vida o Contra los absolutos. Se trata, en esta ocasión de La religión del ateo (Fragmenta Editorial, Barcelona, 2019), en la que profundiza y avanza en los planteamientos de sus anteriores estudios.
 
Trata en ella de considerar qué forma tendría una existencia que fuese transgresora con el pensar metafísico, es decir, una vida situada en la perspectiva del tiempo y de las situaciones; en definitiva, en lo que el autor llama la prosa.
 
¿Por qué este esfuerzo intelectual? Porque la metafísica, esa filosofía que cree posible alcanzar principios indudables, firmes y seguros más allá del espacio y del tiempo, de la historia y de la contingencia, ya no es sostenible. Hay, por tanto, que pensar en una vida en la prosa, es decir, una existencia construida tras la muerte de Dios: una existencia que sobrevive a los restos ruinosos del pensamiento metafísico.
 
Prosaico humano
 
Con este ensayo, Mèlich pretende argumentar que “lo humano” no es “una esencia trascendente, inmutable, universal y eterna, sino algo prosaico, algo inseparable del mundo, del tiempo y del espacio, de la inevitabilidad del azar”.
 
Es decir, desde el inicio, somos seres situacionales viviendo unas historias en las que nunca acabamos de instalarnos, sino que siempre estamos en camino. Niega la existencia de un Absoluto que nos ofrezca un sentido a la vida más allá del espacio y el tiempo. Nuestro existir no admite ensayos, sino que continuamente estamos en lo que nos toca vivir, sin posibilidad de cambios.
 
Esta manera de existencia produce angustia, ante la ausencia de absolutos que nos guíen; una angustia ante una amenaza que no podemos localizar en una fuente concreta, sino que su origen está en la vida misma.
 
Porque ese Dios que ha muerto, según Nietzsche, no es solo la divinidad, sino que incluye todas las ideas e ideales, toda la metafísica que nos proporcionaba una base de seguridad. Ante esto, solo queda el vivir, lo que el autor llama “prosa”, que “arremete contra todas las formas filosóficas, políticas, morales y religiosas totalitarias que reflejan este mismo pensamiento metafísico”.
 
Mejor expresado en palabras del autor en la introducción a su ensayo, cuando avanza su tesis: “Una existencia situada en la prosa y, por lo mismo, una formación narrativa, no tienen nada que ver con la adquisición de unas competencias o con una programación, sino con el aprendizaje de una ‘religión del ateo’ en la que las relaciones y las situaciones se configuran sobre un horizonte en el que Dios ha muerto, en el que ya no hay puntos de referencia absolutos desde los que orientarse”.
 
A partir de aquí, Mèlich va desarrollando su planteamiento, basándose fundamentalmente en tres personajes: Nietzsche, Heidegger y, sobre todo, Milan Kundera, con referencias, claro es, a sus oponentes, de manera especial, a Kant.
 
Vayamos con la metafísica
 
Mèlich acude a Tales de Mileto, cuando afirma que todo es agua, y se proyecta hasta Hegel, proponiendo que todo lo real es pensable a partir de una unidad, a partir de una presencia que garantiza su sentido último.
 
Así, pues, la metafísica no es solo un modo de ver el mundo, sino, sobre todo, una forma de habitar en él, partiendo del principio que pensar y ser es lo mismo. Un recorrido por la historia es lo que nos ofrece el autor, para concluir que la más importante aportación de la metafísica es la reducción de la multiplicidad de las representaciones del mundo a una única representación.
 
¿Y cuál sería su función, la de la metafísica? Pues ofrecer una esfera absoluta y metaempírica de protección. Es algo así como un bálsamo de consuelo, frente al silencio eterno que tanto nos aterroriza, otorgando un sentido a la vida.
 
Y siendo un modo de ser en el mundo, es aquí donde la moral hace su triunfante aparición, una moral que permite segmentar el mundo en dos mitades de diferente valor. La diferencia entre el bien y el mal no tiene lugar in situ, sino que remite a un principio metahistórico que va más allá del espacio y del tiempo; y es este principio el que, a priori, clasifica las acciones en buenas o malas.
 
Para esta moral metafísica, por tanto, es posible conocer cada uno lo bueno y lo malo, según se adapte a aquel principio moral fuera del espacio y del tiempo; si no fuera así, no sería viable la existencia de una moral, estando, pues, todo permitido.
 
Ante este planteamiento surge Nietzsche, ofreciendo una filosofía en la que nada está fijo ni predeterminado, “en la que la vida se contempla como un constante flujo sometido a la contingencia, al azar, a los sucesos y a los acontecimientos. No hay un sentido en la vida y menos aún alguien que lo determine ni oriente”.
 
Todo ser es, precisamente, llegar a ser, no ser nunca del todo. Y, claro, concluye Mèlich, la metafísica ha atentado contra la vida. Porque la vida es la única verdad prosaica (de prosa) y no hay ninguna otra verdad ni absoluta ni relativa, ni objetiva ni subjetiva; la verdad es siempre desde y en una situación.

La vida como prosa
 
Y teniendo una vida, un devenir inocente, se llega a la identidad, al yo. Porque, así las cosas, no existe un yo puro, no hay un sujeto trascendente, no; solo hay sujetos corpóreos, finitos, seres que nacen, sufren, gozan y mueren. Y este yo tiene su razón de ser en estar abierto al mundo, a cuanto le sale al encuentro y no en un principio rector que le dicta el deber.
 
Retoma Mèlich el tema de la vida como prosa y recurre a la novela porque en ella se halla el espíritu de la ambigüedad. Y lo hace tomando como referente principal a Milan Kundera, para quien la prosa “no solo significa un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida”.
 
Se trata de ese mundo de los sentimientos modestos que menospreció la metafísica, ocupada como estaba en elucidar qué es la Justicia, la Verdad, la Dignidad o el Deber; aquí se habla, la prosa habla, de la amistad, de la vulnerabilidad, del dolor, de la intimidad, de la bondad, del cuerpo o del humor.
 
Kundera recurre a Husserl, hablándonos de cómo somos herederos de un mundo de hechos, un mundo en el que la ciencia y la técnica han invadido todos los ámbitos de lo humano, olvidando lo que es realmente importante: la vida.
 
Pero ¿cuál es el problema? Que la metafísica se resiste a desaparecer; Nietsche dice que Dios ha muerto, pero nosotros no sabemos vivir sin dioses y nos dedicamos a inventar unos nuevos. Así, por ejemplo, hoy la matemática explicadora del mundo ofrece ahora la seguridad que anteriormente nos daba Dios, ya que transmite una idea de inmovilidad, de eternidad.
 
Dicho esto, incide el autor en que es la prosa y no la metafísica la que muestra los diferentes aspectos de la existencia; una existencia que no tiene en cuenta la metafísica, preocupada como está en la esencia, en el alma.
 
La prosa y la vida
 
“Es la prosa y no la metafísica la que se ha ocupado de la vida, de la singularidad del ser humano que nace, goza, sufre y muere”. Y más adelante: “en el mundo de las ideas somos seres para la inmortalidad, en el de la prosa somos seres para la muerte, la nuestra y la de los demás”.
 
En la novela, el ser se convierte en tiempo con lo que deja de tener sentido; la novela nos muestra un mundo en el que los seres humanos se dan cuenta de que ya no son los dueños del universo; no se trata, pues, únicamente de un género literario, sino de una forma prosaica de existir.
 
Es lógico preguntarse, como hace Mèlich, qué es la existencia y cómo comprenderla y, con Kundera, sostiene que la existencia es el campo de posibilidades humanas, es todo aquello que el hombre puede llegar a ser y de lo que es capaz.
 
Y es la prosa la que nos enseña que somos nuestras situaciones, nuestras relaciones y nuestras casualidades, ya que no hay esencia, sino solamente sucesos y acontecimientos. Así las cosas, no es aceptable la existencia de una moral previa, sino que existir supone que tenemos que hallar una solución a los problemas que surgen, los que rompen nuestra tranquilidad y vida organizada.
 
Y un aspecto muy interesante que nos trae el autor asido a la mano de Kundera es el del humor. Según él, la metafísica no soporta el humor, revestida de la seriedad y profundidad de sus preocupaciones; por supuesto, que humor aquí no significa risa, burla, sátira, sino que hace referencia a un aspecto concreto de lo cómico que convierte en ambiguo, como es la propia vida, todo lo que toca.
 
“No hay que tomárselo todo en serio, [sino] que hay que relativizar los imperativos y los valores morales, que hay que transgredirlos”, afirma audazmente Mèlich. “No existen fenómenos morales, sino una interpretación moral de los fenómenos”, decía Nietzsche y apostilla el autor que “el humor muestra que nada es inseparable de la situación en la que se encuentra”.
 
Diferencias entre moral y ética
 
Y de aquí parte una de las pistas que nos da sobre la religión del ateo que plantea: la diferencia entre moral y ética. Una vez muerto Dios, ¿cómo se hace frente al mundo? Surge la angustia de ser-en-el-mundo; una angustia que es sinónimo de vértigo, vértigo al existir; no es angustia ante la nada, sino ante el vacío de la ley, porque “existir en la prosa del mundo es vivir al borde del precipicio, ante el sinsentido”. Un vértigo que se encuentra en el intersticio entre moral y ética.
 
“Nadie puede construirte el puente por el que has de caminar sobre la corriente de la vida. Nadie a excepción de ti”, nos dice Nietzsche. Es una invitación a abandonar la visión metafísica, habitar en la prosa siendo capaz de inventarse una vida. Una invitación que obliga a separarse de la palabra del maestro y, más aún, transgredirla.
 
Concretando: la metafísica moral se yergue sobre la base del Bien, la Justicia, el Deber, el Ejemplo, la Razón, con desprecio del placer, de la situación del momento, del cuerpo, la sensibilidad, el testimonio. A lo que Nietzsche, Heidegger o Kundera oponen que ninguna vida puede ser propuesta como un modelo a imitar, pues la vida es siempre única, irrepetible, singular, un conjunto de sucesos y acontecimientos sin propósito alguno.
 
La transgresión no es crítica, ya que esta supone una alternativa al modelo; no existe un mundo ideal a alcanzar, lo que sería un resto de moral metafísica. Y aquí se trata de no aceptar una moral impuesta desde fuera a la que hay que obedecer, sino de buscar respuestas éticas; la ética no es una obediencia a la ley, sino una relación con el otro, punto fundamental en este estudio de Mèlich.
 
Las respuestas éticas no se pueden establecer por adelantado. Lo que sí reconoce el autor es que no es posible una vida humana sin algún tipo de moral a la que se transmiten unos principios, valores y normas.
 
Nunca sabremos
 
Palabras concluyentes del autor: “todo sistema acaba sacralizando el mundo, erigiendo nuevos principios que ocupan el lugar que antaño correspondía a Dios. Para decirlo en una palabra, vivir en el mundo de la prosa, formar y formarse narrativamente, es aceptar que nunca sabremos del todo cómo vivir”.
 
Dios ha muerto, es el fin del Absoluto. Pero no es el final de la religión; lo que ocurre es que hay otra manera de hacer frente a las preguntas fundamentales de la vida.
 
Así, frente a la tumba en la que yace lo sagrado, surge la prosa, el ámbito de la experiencia ética, la del estar-ahí; se trata de una religión prosaica en la que el Bien es sustituido por la Bondad, donde la Justicia es sustituida por la compasión.
 
Aquí no cabe la crueldad legitimada, que deja la conciencia tranquila; en esta religión del ateo, prosaica, la santidad es una relación con el otro, en la que él o ella es más importante que yo; la santidad significa dar.
 
No cabe duda de que, partiendo de las premisas en que se apoya Mèlich, su argumentario es sólido, aunque no invulnerable, puesto que otras, tan válidas como las suyas, orientan en otra dirección, aunque, llegando a la conclusión final, las ideas de bondad, compasión, darse, de dar más importancia al otro que al yo, son compartidas al terminar un planteamiento basado en hipótesis de partida diferentes.



Juan A. Martínez de la Fe
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