La razón científico-filosófica nos deja en el enigma

Lo existencial y lo emocional explican la actitud humana ante Dios


La voz de la conciencia moral que llama al hombre a ser “auténtico” (a vivir de acuerdo con su verdad en todos los sentidos y, en especial, con su verdad última, metafísica) cuenta con el apoyo de la razón. Esta construye propuestas que, sin embargo, no resuelven definitivamente las preguntas de un hombre que desearía saber con seguridad a qué atenerse: es decir, conocer cuál es la verdad y qué se puede, en consecuencia, esperar de la vida. Si la razón filosófica, apoyada en los resultados de la ciencia, pudiera decir con seguridad cuál es la verdad metafísica última del universo, la conciencia moral del hombre le induciría a vivir de acuerdo con esa verdad. Pero éste no es el caso. Creer que la razón impone una forma de entender la verdad última de las cosas no está hoy de moda, no responde a la epistemología moderna, y es lo que se llama “fundamentalismo”. El fundamentalismo conduce a una visión dogmática y a la ilusión de poseer por la razón natural la verdad absoluta. De hecho, el hombre se halla abierto por la razón a un universo enigmático que deja abiertas tres posibles posiciones metafísicas: teísmo, ateísmo y agnosticismo. Que es así lo atestiguan el resultado actual de la reflexión científico-filosófica y la sociología. Ante este universo enigmático y borroso el hombre, en el curso de su vida, debe hacer una profunda deliberación, existencial y emocional, que le permita asumir una actitud honesta y responsable ante el enigma metafísico último y el sentido de su existencia. Reflexionamos aquí sobre estos perfiles existenciales y emocionales. Por Javier Monserrat.


Javier Monserrat
01/06/2009

El 2 de marzo de 2008 publicábamos en Tendencias21 un artículo titulado La ciencia orienta sobre la cuestión de Dios. Presenta un universo enigmático que deja abiertas las hipótesis teísta, ateísta y agnóstica. En este artículo (que puede leerse de nuevo como introducción) exponíamos sistemáticamente una cuestión de fondo presente en todos los artículos de esta sección de Tendencias: cómo pueden abordarse las grandes cuestiones metafísicas (entre ellas la cuestión de Dios) en diálogo con la razón científico-filosófica. La pregunta se formulaba en términos definidos: supuesta la moderna imagen del universo, de la vida y del hombre en la ciencia, asumida por la filosofía, ¿a qué imagen metafísica última de lo real puede llegar la razón humana? ¿Es posible o verosímil considerar que Dios pueda ser real y existente?

Un universo enigmático y borroso

Como decíamos, el estudio de la imagen de la ciencia, revisada por la filosofía, no nos permite llegar con certeza y seguridad absoluta a una resolución final del enigma del universo. La razón constata y describe un universo cuya explicación final es borrosa e incierta. Pueden construirse entonces hipótesis metafísicas últimas que, sin embargo, aunque posibles, no son seguras. Un simple estudio sociológico en las sociedades modernas desarrolladas muestra cómo, en efecto, existe una incertidumbre de fondo que se muestra en la diversidad de opiniones.

Teísmo, ateísmo y agnosticismo son posiciones metafísicas hoy posibles que se comprueban por una simple constatación sociológica: concediendo que todos tienen honestidad y preparación cultural suficiente, hay, en efecto, quienes se inclinan a una metafísica teísta y otros a la ateísta; en una zona intermedia se hallan los agnósticos que no creen tener elementos de juicio suficientes para formarse una opinión que les incline al teísmo o al ateísmo. Pero la existencia misma de esta posición agnóstica es una prueba de la borrosidad del universo; si teísmo o ateísmo fueran absolutamente seguros (uno u otro), entonces no habría agnosticismo y la balanza se inclinaría hacia una de las dos hipótesis. La existencia del agnosticismo es, pues, una evidencia de que tanto teísmo como ateísmo podrían quizá ser posibles. Por ello el agnosticismo no sabe hacia qué inclinarse; el agnosticismo atestigua así que ninguna opción es descartable.

Tanto teísmo como ateísmo construyen, pues, argumentos que avalan su posición metafísica. Es evidente que quien es teísta o ateo considera que sus argumentos tienen más fuerza: y por esto es precisamente teísta o ateo. No es posible crear algo así como un “tribunal racional de apelación” (ilusoriamente aludido por Dawkins) que pudiera dictaminar con absoluta neutralidad cuál de las dos hipótesis es mejor. Todo depende siempre en último término del juego de la libertad en una valoración personal que explica la posición de cada uno. La pretensión de Dawkins concediendo al ateísmo mayor probabilidad “objetiva” (que es la que él personalmente le concede) es pura ingenuidad intelectual, impropia de un pensador serio.

Centrándonos en la posición teísta, es posible –como se explicaba en el artículo mencionado del 2/03/08– construir argumentos científico-filosóficos que hacen verosímil la hipótesis de la existencia real de Dios. Estos argumentos tocaban tres dimensiones problemáticas de la imagen del universo: la consistencia y estabilidad del universo en su origen y desarrollo temporal; la producción de orden físico y biológico en el proceso evolutivo; y, finalmente, el problema del origen y naturaleza de la conciencia. Multitud de científicos y filósofos teístas, del pasado y del presente, consideran que la razón científico-filosófica hace verosímil la existencia de una Divinidad, fundamento de la Realidad y Ser del universo. Pero hay también quienes construyen una hipótesis ateísta alternativa y se inclinan por ella, ejerciendo su capacidad de valoración personal.

Es verdad que la escolástica habló (y todavía sigue hablando) de las llamadas “demostraciones” de la existencia de Dios que se calificaban con una “certeza absoluta metafísica”. Sin embargo, la teología cristiana no se reduce hoy a la escolástica. En el Concilio Vaticano I se habló del conocimiento de Dios por la razón natural, según la formulación certo cognosci posse (poder conocer con certeza). Esta expresión, según el análisis del contexto y de las actas del Concilio realizado por numerosos teólogos, no debe entenderse en el sentido de “demostrar” con una seguridad absoluta, sino más bien en el sentido de una “certeza moral libre” que debe ser asumida por la persona.

El mencionado artículo (del 02/03/08) afirmaba que, en efecto, existen argumentos científico-filosóficos que permiten considerar a Dios como fundamento del universo. Pero son argumentos que deben ser asumidos por una “certeza moral libre” de la que responde el hombre como persona al asumirla. Para la ortodoxia cristiana, la certeza de la fe no es nunca resultado sólo de la pura razón natural (que siempre es incierta), sino que nace del testimonio interior (sobrenatural o místico) del Espíritu de Dios en el interior del “espíritu” del hombre. Es lo que en teología cristiana se llama la Gracia a que el hombre debe responder con libertad desde su interior.

Lo existencial y lo emocional en las decisiones metafísicas

Ya en el artículo del 02/03/08 decíamos que “esta verosimilitud atea o teísta es sólo un punto de partida para la resolución de la cuestión personal ante el enigma metafísico. Nadie es religioso porque pondere tal o cual consideración científico-filosófica. El problema de Dios se resuelve de una forma existencial, personalista”. Lo racional influye en las decisiones metafísicas, como es obvio, aunque sólo sea en las intuiciones racionales del hombre corriente (no sometidas a una reflexión rigurosa); pero lo racional es sólo uno de los ingredientes que deciden al hombre en su posición metafísica.

En realidad, hoy en día más que en otros tiempos, la gente intuye que estamos en el interior de un universo enigmático que podría ser Dios, pero que podría también ser un puro mundo. La sociedad muestra que es una cuestión discutida. Las personas normales, sin preparación científico-filosófica especial, intuyen que estas dos posibilidades están abiertas. Los intelectuales pueden ponderarlo con mayor precisión, dando entrada a argumentos sofisticados de orden científico y filosófico. Pero unos y otros, todos, entienden que existen dentro de un universo enigmático, cuya verdad final es en todo caso borrosa para la razón natural.

Pero ni la gente normal (no científico-filosófica) ni los intelectuales (avezados a los argumentos científico-filosóficos) deciden su opción metafísica como resultado de un frío análisis racional (con el nivel de profundidad que a cada uno le sea asequible). En estas decisiones metafísicas juegan un papel importante otros factores que, en general, podemos llamar existenciales, sociales y emocionales. No es que lo puramente racional científico-filosófico no sea importante: lo es y hasta el punto de que, si la razón pudiera imponer con certeza absoluta una cierta visión metafísica (bien fuera teísta o ateísta), el problema ya estaría resuelto y el hombre se vería moralmente urgido a vivir en conformidad con el dictamen de la razón, adaptando a la objetividad científico-filosófica sus emociones existenciales y sociales.

Pero esto no es lo que pasa en las sociedades modernas. Aunque en ellas todavía perduren dogmatismos racionalistas teístas o ateos, la verdad es que se impone más y más una conciencia de los límites de la razón, de acuerdo con los resultados de la epistemología actual. La sociedad ilustrada y “critica” moderna nos prepara para entender que vivimos, según lo dicho, en un universo borroso y enigmático. La epistemología del siglo XIX, y parte del XX, era dogmática (y esto se aplicaba al dogmatismo teísta y ateísta); pero la epistemología del siglo XX, la actual, desde Popper, es crítica e ilustrada.

Por ello, las decisiones metafísicas se configuran, como decíamos, no por fríos análisis racionales (que nos dejan ante el enigma), sino por un juego complejo de factores existenciales, emocionales e incluso sociológicos. Estos factores influyen decisivamente en la orientación metafísica del sentido de la vida; lo hacen no sólo sincrónicamente (influyendo en un momento puntual concreto de la vida) sino también diacrónicamente (influyendo de forma evolutiva y cambiante a medida que se vive la vida en toda su dimensión temporal). De ahí que la “historia metafísica” de una persona, o de la sociedad, no deban analizarse solamente en perspectiva sincrónica sino también diacrónica. A ello nos referiremos más adelante.

La prehistoria de las emociones metafísicas y religiosas

La razón humana comenzó a emerger lentamente durante la evolución de los homínidos: fue sin duda un proceso de maduración a la vez emocional y racional. Si el uso de una inteligencia discursiva es el criterio para admitir la existencia del género homo, quizá pudiera considerarse que el australopitecus africanus de hace 2.200.000 años, estudiado por Richard Leakey en la garganta de Oldubay (en la gran depresión africana de la costa del este), fuera ya “hombre” por haberse encontrado restos de vida social compleja y de instrumentos de trabajo. Pero quizá la verdadera razón discursiva deba atribuirse al homo habilis, o a los homos ergaster, antecesor o a ramas posteriores del homo erectus. En todo caso parece que ya estaría constituida en el homo heidelbergensis, neanderthalensis o en el homo sapiens sapiens (del que nosotros descendemos).

Pero el hecho es que, una vez que la razón emergió, el hombre comenzó ya a preguntarse por el fondo metafísico del universo y a sentir las emociones que el enigma final le suscitaba. Partes de su cerebro, conectadas con los centros emocionales del sistema límbico (con la amigdala), comenzaron a especializarse en este tipo de discurso metafísico, bien fuera filosófico o religioso. Tras cientos y cientos de miles de años de evolución los engramas neuronales que asentaban esta actividad metafísico-religiosa fueron reforzándose continuamente. La razón y la emoción expresaban la vida interior del individuo y de sus profundas vinculaciones sociales.

La neurología moderna ha confirmado que, en efecto, el cerebro humano posee ciertas localizaciones neuronales en las que se asienta lo metafísico-religioso. Ya Persinger habló de las localizaciones en los lóbulos temporales (hoy ampliadas a los lóbulos frontales) y de su conexión con las zonas emocionales del sistema límbico. D´Aquilli, Newberg, Ramachandran, Gazzaniga, el mismo Wilson, y en España Mora y Rubia, entre otros muchos, han hablado de una u otra forma de la neurología religiosa o del “mystical mind”. En ciertos casos de epilepsia o de hiperactivación de estas zonas de los lóbulos frontales aparecen casos patológicos de hiperfilosofemia o hiperreligiosidad.

Este hecho neurológico no puede usarse como argumento ni a favor ni en contra de la existencia de Dios. Lo que sí muestra, sin lugar a dudas, es la antigüedad de las experiencias religiosas y que, en alguna manera, lo religioso ha quedado inscrito en la naturaleza humana, en los engramas de nuestro mismo cerebro. En todo caso, es evidente que no todas las personas tienen activadas igualmente las mismas zonas del sistema neuronal. Habrá personas con un “mystical brain” muy activado que tendrán especial predisposición hacia lo metafísico y religioso; otra personas, sin embargo, lo tendrán hipoactivado y serán frías e insensibles ante las ideas y las emociones religiosas. Además, la activación o hipoactivación dependerá de la influencia del contexto social y del control que toda persona tiene sobre su mismo cerebro, dependiendo de las decisiones libres bajo la influencia ambiental

Religiosidad y religión: las sociedades religiocéntricas

El amanecer de las ideas y emociones religiosas debió de darse probablemente en un contexto social. Los grupos humanos primitivos se mantenían en estrecha intercomunicación y la sensibilidad individual se debió de propagar al grupo. La “religiosidad” interior (la representación del universo y las emociones religiosas de cada individuo) se convirtió así en “religión” (organización social de las vivencias religiosas participadas en una determinada cultura). Religiosidad y religión no son lo mismo. Puede haber personas “religiosas” –y con profunda religiosidad– que, sin embargo, no tienen “religión” (y que incluso son críticos con las religiones o con determinada religión).

La identificación entre sociedad y religión llevó a entender en clave religiosa la misma organización civil y política. Dios, o los dioses, pretegen a la sociedad de los creyentes y sus caudillos o monarcas son “ungidos” por Dios para conducir a su pueblo al bienestar. Las grandes religiones –judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo, hinduísmo– crearon sistemas compactos religión-sociedad. En estas sociedades la presión ambiental movió durante muchos siglos a los individuos a la hiperactivación de las bases neuronales de la religiosidad y de la religión. En este sentido, los comportamientos religiosos han sido meméticos e inducidos por la influencia social ambiente.

En estas sociedades el ateísmo, indiferencia o frialdad religiosa no eran lo “política o socialmente correcto”. La presión ambiental hacia lo religioso ha sido inmensa en el curso de la historia. Por ello puede hablarse de sociedades religiocéntricas. En ellas la religiosidad de los individuos se veía amparada por la densa trama de las religiones oficiales completamente identificadas con la misma sociedad.

El pensador de Rodin.
Emociones y existencia ante el enigma metafísico

El hombre debe afrontar como persona la orientación de su vida. Debe tomar una decisión sobre cómo entender última, metafísicamente el universo real. La verdad del universo es la verdad del hombre, ya que éste es una parte del universo. Todo hombre tiene, pues, una llamada moral a ser auténtico: a vivir en conformidad con su propia verdad en el universo. Sin embargo, ¿qué es la verdad? La respuesta a este decisivo interrogante no puede hacerse sin que el hombre ejerza en alguna manera su razón: bien la intuición profunda de las cosas, el razonamiento ordinario en las culturas o el discurso ordenado de la filosofía, fundado en los resultados de las ciencias. Pero, aunque la razón es un elemento esencial en la toma de posición ante lo metafísico –bien sea una posición teísta, ateísta o agnóstica–, la deliberación humana ante lo metafísico tiene importantes facetas existenciales y emocionales que explican hacia dónde se orienta finalmente el compromiso personal. La razón es emocional y las emociones dependen de la existencia y de la sociedad…

Crítica de religión y religiosidad en las sociedades modernas

Un hecho sucedido en la historia humana –y esto es innegable– es la extensión universal del comportamiento religioso. El alcance de este hecho se comprueba en la neurología de las localizaciones metafísico-religiosas. Sin embargo, ¿qué se esconde detrás del hecho religioso? La respuesta no es inmediata. Depende de un razonamiento construido por cada individuo. El teísmo y el ateísmo han tendido a dar su propia interpretación.

Para el teísmo la existencia universal de la religión es, al menos, un indicio no sólo de que la religiosidad ha jugado un papel importante en la historia humana, sino de que, detrás de la programación neuronal a que ha dado lugar, se esconde una real presencia interior “mistérica” de Dios en el interior del “espíritu” humano. La fuerza psicológica, experiencial y social que han tenido y tienen religiosidad y religiones es indicio de que los hombres viven una especial sensación de presencia de Dios en su interior. Un Dios al que se dirigen, por el que se sienten apelados y al que responden existencialmente “religando” sus vidas (religiosidad).

Sin embargo, el ateísmo –muy minoritariamente presente hasta la edad moderna– hizo desde entonces acto de presencia social reseñable. A ello han contribuido algunos factores que podemos recordar:

1) La ciencia y la reflexión filosófica comenzaron a entender que el universo, la vida y el hombre podían ser explicados sin referencia a Dios. Esto quebró la férrea imposición filosófico-teológica del teísmo que había perdurado hasta fin de la edad media. Poco a poco numerosos intelectuales fueron comprendiendo que era posible concebir que Dios no existiera y que, en realidad, quizá hubiera sólo un mundo sin Dios. Junto a esto, el hecho era que las religiones fundaban la argumentación de su cosmovisión en esquemas filosóficos antiguos que no estaban a la altura del nuevo pensamiento de la modernidad y, por ello, quedaron pronto mermadas en su prestigio intelectual.

2) Por ello, cuando la idea de Dios fue perdiendo la fuerza de la “evidencia social teocéntrica” en que antes se amparaba, aumentó la capacidad de que aflorara una profunda “amargura” ante Dios latente en muchos hombres. La amargura sobre la propia vida en todos sus sinsabores, la muerte de seres queridos, la enfermedad, el dolor, el enfrentamiento interhumano y las guerras, la violencia, las catástrofes… acabaron proyentándose sobre un posible Dios al que se hizo responsable del dramatismo irracional de la historia humana.

3) Como consecuencia de la fuerte preponderancia y dominio de la religión en todos los ámbitos sociales –mantenida durente siglos– fueron creándose roles clericales, corrupción clerical y formas de control social que, como es lógico por la evolución de las estructuras sociales, fueron degenerando y haciendo nacer fuertes corrientes de pensamiento antireligioso y anticlerical. Estas corrientes críticas se potenciaron cuando se vio que Dios no era evidente (el ateísmo era posible) y que la religión mantenía un discurso débil frente al pensamiento científico-filosófico ateo de la modernidad.

4) Por otra parte, la evolución de la sociedad desde la modernidad ha llevado a sociedades cada vez más ricas, más suficientes y con más medios para depender sólo del “entretenimiento” u ocupación creada por las circunstancias inmediatas. La vida sigue siendo dramática y angustiosa para todos, pero para muchos se crean burbujas de abundancia y consumismo que crean un espejismo de suficiencia que corta el interés por el cuestionamiento metafísico y las inquietudes religiosas; se rechazan, se intenta olvidarlas, porque sólo sirven “aguar la fiesta que se ha montado en el momento presente”. Este, digamos, “consumismo absorbente” que llena etapas enteras de la vida no sólo merma la inquietud religiosa, sino también la social y política como han advertido pensadores como Heidegger, Habermas, Popper, etc.

La consecuencia de estos factores ideológico-sociales confluyentes es que emergió en muchos una nueva forma de fuerte “emoción emancipadora”: la necesidad de emanciparse de estructuras de dominación religiosas opresivas mantenidas a lo largo de la historia, de la idea de un Dios al que no se comprende, se mira con amargura y del que ya no parece necesitarse nada porque la sociedad parece resolver sus propios problemas. El hecho es que aunque sea en en una parte minoritaria de la población, se produce una fuerte carga emocional antirreligiosa y anticlerical. En esta línea, aparecen personas con una posición emocional tan arraigada que todo cuanto suene a religión les produce agresividad y desprecio, bien sean los “clérigos”, las iglesias, sus funciones sociales, o las manifestaciones de creencia individual.

Es claro que estas personas tienen también la programación neuronal metafísico-religiosa heredada del hombre prehistórico que le impele hacia lo religioso. Pero también es verdad que han construido mapas neuronales de ideas y emociones que pueden compensar y controlar su “mystical mind”, hasta el punto de mantenerlo de momento reducido al silencio y a la inoperancia. Además, no todas las personas tienen sus localizaciones neurales activadas de la misma forma. Como antes decíamos, hay cerebros más fríos metafísicamente, al igual que hay cerebros menos dotados para el cálculo numérico. Es probable que aquellos cerebros “fríos metafísicamente” estén más predispuestos a la crítica atea, agnóstica o indiferente ante lo religioso.

Deliberación existencial ante el enigma metafísico

Desde un punto de vista emocional, por tanto, la sociedad de los grandes países dearrollados (sobre todo en Europa) parece dividida en dos grupos extremos y una amplia mayoría social entre ellos. Un grupo muy extendido vive la religión con gran intensidad emocional, bien se trate de pura religiosidad individual o de religión socialmente organizada. Otro grupo minoritario tiene una gran prevención emocional ante todo lo religioso, ante los individuos y ante las religiones.

La gran mayoría intermedia entre estos dos extremos está formada por personas en el fondo religiosas, pero “distraídas” por la estimulación intensa producida por las circunstancias inmediatas absorbentes de la sociedad moderna. Otra parte de ese grupo intermedio, más reducido, siente emociones negativas ante la religión, pero en realidad tampoco le presta mucha atención porque también está, en el fondo, “distraído” por las circunstancias inmediatas de la vida.

En la actualidad, como explicábamos en el artículo del 02/03/08, el teísmo y las iglesias cristianas no son ya las del siglo XVII, XVIII, o incluso XIX. El diálogo del teísmo con la ciencia ha mostrado que el universo es enigmático y que la ciencia no impone una visión atea del universo. Esto quiere decir que, por una parte, sería verosímil que Dios existiera como fundamento del universo (y entonces las experiencias religiosas de la humanidad tendrían sentido y responderían a la realidad); pero, por otra parte, también sería verosímil que Dios no existiera (en conformidad con las hipótesis concebidas por el ateísmo).

La pura razón, la reflexión científico-filosófica, no nos desvela, pues, el enigma del universo. Tanto teísmo como ateísmo desearían que la razón científico-filosófica les resolviera el problema y les concediera una seguridad absoluta. Pero no es éste el caso. Por ello todo hombre se ve abocado a una deliberación metafísica en la que juegan un papel determinante los factores emocionales. El teísta y el ateo deben decidir desde la inseguridad racional, pero bajo la presición de las emociones profundas.

En el fondo, este abocamiento humano a decidir metafísicamente ante el enigma del mundo ha sido puesto de manifiesto por los dos grandes filósofos del existencialismo, Karl Jaspers y Martin Heidegger. Jaspers nos dice que el hombre moderno acaba en la necesidad de decidir ante la Cifra (el enigma); Heidegger lo formula en términos de la apertura final del hombre a la pregunta por el “sentido del ser”. El hombre es libre porque la respuesta puede ser teísta o ateísta.

Factores emocionales en la decisión metafísica

El teísta considera que la existencia de Dios es verosímil para la razón y se inclina a aceptar esta verosimilitud (bien sea en el conocimiento ordinario o en la reflexión científico-filosófica). Pero la fuerza de las decisiones a favor del teísmo, de la religiosidad y de las religiones, se funda en las emociones, asentadas en las redes neuronales mencionadas. El teísta religioso se siente en comunión con la inmensa mayoría de la humanidad; siente la emoción biológica (neuronal) de la presencia de Dios y de su relación con él; al mismo tiempo, está abierto a un futuro liberador, ya que confía y espera en una salvación divina, y se siente amparado por la presencia de Dios que confiere a las cosas un sentido final.

El ateo considera que la no existencia de Dios es la hipótesis más verosímil para la razón (bien sea en el conocimiento ordinario o en un nivel de reflexión más elevado). Al mismo tiempo, su compromiso ateo suele estar avalado por emociones profundas antirreligiosas y anticlericales. El ateo debe aceptar con dignidad estoica la oscuridad del futuro personal y colectivo. Debe afrontar desde un “desamparo metafísico” total el futuro dramático de su vida, inexorablemente abocado a la muerte. Su opción, aunque posible existencialmente, es una claudicación ante la posibilidad de la vida: el ateo ha renunciado a que la vida pueda acabar en algo que no sea muerte. Tiene derecho natural a renunciar libremente; pero su opción vital no puede dejar de ser una renuncia a una esperanza final en la vida.

El dramatismo existencial de la decisión metafísica en las religiones

Las religiones no han ignorado el dramatismo de la vida humana y su profunda incertidumbre. El budismo pondera la amargura profunda de admitir a un Dios que debería ser responsable del Mal (del dolor, de la angustia y del dramatismo de la existencia). Por ello, el budismo no es teísta. Sin embargo, el budismo siente la necesidad profunda de quedar abierto a la esperanza de una vida final: por ello vive en la esperanza de un Nirvana trascendente cuya naturaleza se desconoce. Es la entrega emocional a la esperanza de un futuro enigmático abierto al que no se puede renunciar. El budista vive amparado por la esperanza de una enigmática liberación escatológica.

El cristianismo es también consciente del dramatismo de la vida. Pero tiene un punto de apoyo para superar la incertidumbre “teísta” del budismo. La creencia en el mensaje de Jesús supone aceptar una explicación del misterio de la historia sufriente de la humanidad a través del Misterio de Cristo. Al aceptar el misterio de la muerte en cruz de Cristo se entiende el mensaje de un Dios que se oculta y anonada ante la historia (kénosis), pero que crea la libertad y acepta la existencia del mal como ingrediente de un mundo en que el hombre debe acceder libremente a la relación con Dios. Un Dios que en el misterio de la resurreción de Cristo anuncia y prefigura la liberación escatológica (más allá de la muerte) de la humanidad.

El cristianismo supera la amargura ante el Mal, el silencio y el aparente desamparo divino, creyendo en la palabra de Jesús. En este sentido el cristiano es teísta porque acepta su propia cruz (el dramatismo de la historia), pero no por ello deja de seguir a Cristo y creer en un Dios que nos impulsa en Cristo a creer “por encima del malestar de su lejanía y de su silencio”.

Sociología de creencia e increencia

La humanidad ha sido siempre religiosa a lo largo de la historia en su inmensa mayoría. En la época moderna (desde el renacimiento en el XVI-XVII) ha crecido el número de ateos, agnósticos e indiferentes (es decir, “distraídos” ante el enigma metafísico), tal como las estadísticas constatan. Así como en siglos anteriores (y en la actualidad todavía en ciertos círculos sociales) la religión ha sido, y es, “lo políticamente correcto”, en la actualidad se han configurado nuevos nichos sociológicos donde lo “políticamente correcto” es, en cambio, el ateísmo, el agnosticismo o la indiferencia religiosa (esto pasa principalmente en Europa).

Cuando en la actualidad se hacen estadísticas sobre creencia e increencia el método es sincrónico: es la descripción objetiva de una posición puntual de los individuos y del grupo social en conjunto. Sin embargo, no es lo mismo considerar la posición metafísica de jóvenes de entre 20 y 30 años, arrastrados por el vértigo de la vida, que volver sobre esas mismas personas en otros momentos de la vida. No hay estudios sobre esta evolución diacrónica de la creencia o increencia. Pero los indicios apuntan a que, así como en la juventud “se pierde la fe”, en cambio en la madurez de la vida se recupera.

Como ya apuntó el filósofo francés Blais Pascal, la vida puede verse en términos de una apuesta existencial y emocional por la creencia o la increencia. El creyente tiene la descarga emocional que le une a la historia de la humanidad, tiene un consuelo en el presente, un apoyo en la relación con Dios y el futuro a cubierto en un horizonte de esperanza personal y colectiva. El no creyente, en cambio, tiene la descarga emocional legítima de comprometerse con su visión antirreligiosa y anticlerical mantenida.

Pero la increencia (como la creencia) no es una evidencia sino una “fe filosófica” (como diría Jaspers): una fe arriesgada que arrastra una gran angustia, creciente hacia el final de la vida. Un riesgo de ir en contra del sentir mayoritario de la historia, de afrontar un futuro sin esperanza y pura muerte. Tanto teísmo como ateísmo son posibles y honestos naturalmente. Pero el teísmo, bien sea religiosidad o religión, es una visión del mundo más consoladora y segura. Por esto el teísmo sigue siendo siempre una opción vital emocionalmente presente hasta el final de la vida y que pesa inexorablemente sobre todos los seres humanos.

Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, Cátedra CTR



Javier Monserrat
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