La mística del siglo XXI impulsará la solidaridad

Ha de tener un reflejo en la praxis política: fomentar el compromiso con los más débiles y reconocer como inalienable la dignidad individual


El teólogo Karl Rahner escribió: “en el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán”. Por otra parte, aunque para mucha gente los místicos sean gente excepcional, un poco rara y muy escasa, la teóloga Saskia Wendel ha defendido en un artículo muy difundido y traducido a muchas lenguas, que habrá una “democratización de la mística” en nuestro siglo. Estas afirmaciones nos llevan a preguntarnos por el papel actual de la mística. ¿Es algo pasado, propio de épocas muy confesionales? ¿Puede tener la mística futuro en el siglo XXI? Por María Dolores Prieto Santana.


María Dolores Prieto Santana
28/05/2012

Una mujer sin hogar y su perro en Roma. Fuente: Wikimedia Commons.
¿Sirve para algo la mística? ¿Es algo pasado, propio de épocas muy confesionales? ¿Puede tener la mística futuro en el siglo XXI? La frase de Karl Rahner, ¿es simplemente retórica?

El número 202 (volumen 51) de 2012 de la revista Selecciones de Teología (Instituto de Teología Fundamental, Facultad de Teología de Cataluña) incluye un interesante artículo de la profesora de Teología sistemática Saskia Wendel: “Dios en mí, fuera de mí, por encima de mí. Una nueva comprensión de la mística cristiana”.

Este artículo es la traducción y condensación del profesor Oriol Tuñí de “Gott in mir, ausser mir, über mir. Zum Verständnis christlicher Mystik“, e publicado en la revista Geist und Leben, revista bimensual de espiritualidad, editada por los jesuitas alemanes en su número 84 (2011), páginas 15-27.

La doctora en filosofía Saskia Wendel es, desde 2008, profesora de Teología sistemática en el Instituto de Teología Católica de la Universidad de Colonia. Es presidenta de AGENDA, fórum de teólogas católicas. Y en 2004 publicó Christliche Mystik. Eine Einfürung, (Mística Cristiana. Una introducción, del que no conocemos edición castellana).

En el artículo que comentamos, la autora centra su aportación en la definición de mística como experiencia directa del absoluto. Esta experiencia está indisolublemente unida a la autocerteza y a la autoconciencia, la experiencia que describe el yoga y que en el budismo se define como iluminación.

Wendel subraya que esta experiencia es “trascendental” (en el sentido de Raher, para quien el ser humano supera subjetivamente a la propia conciencia) y no conlleva imágenes o categorías determinadas. Esta tensión hacia el horizonte transcendental de la experiencia del absoluto es el lugar de la experiencia mística.

La concreción de esta experiencia en categorías culturales de las religiones es lo que la traduce y la diversifica, según tradiciones y culturas. Aunque el análisis en algunos momentos resulta difícil e incluso complejo, el artículo consigue mostrar que la experiencia mística no es patrimonio de un grupo de élite, sino que está al alcance de todo ser consciente.

Aquí está una de las hipótesis aparentemente más sorprendentes de este estudio: se postula que la mística no es una forma extraordinaria y singular de espiritualidad. Es más: la mística no alude al poder de algunas personas especiales dotadas de un conocimiento inmediato de Dios mediante experiencias religiosas extraordinarias, como visiones o audiciones. Se halla inscrita en el día a día de todos los hombres y mujeres de este mundo.

Mística para gente corriente

En el prólogo a su libro “Mística y Resistencia”, Dorothee Sölle cita las siguientes palabras de su marido Fulbert Steffensky: “Lo que me molesta de la mística es que propiamente no es para gente corriente (…). El Evangelio se ocupa más bien de las aspiraciones sencillas y razonables de la humanidad: que uno esté sano y no haya de desesperar de la vida, que pueda ver y oír, que pueda sorprendentemente vivir sin lágrimas y que tenga un nombre. El Evangelio no trata de algo artístico espiritual, sino de la sencilla posibilidad de vivir”.

Este escepticismo sobre la posibilidad real de experiencias relacionadas con la mística no es poco frecuente: la mística, en este caso, se identifica con la singularidad y con la experiencia religiosa extraordinaria de unos pocos. Es decir, se circunscribe a una actuación elitista, sobresaliente, casi excluida para la mayoría de los creyentes, y que no tiene nada que ver con la vida de cada día.

Frente a la dificultad de Steffensky, Dorothee Sölle se define claramente y sin ambages: “mi interés primordial es precisamente democratizar la mística. Con ello quiero decir: abrir un espacio nuevo a la sensibilidad mística, que todos llevamos con nosotros, desenterrarla de los escombros de la trivialidad”. ¿No será una expresión un tanto osada la pretensión de democratizar la mística, como si fuera café para todos?

1. ¿Qué es la mística? Una aproximación a un concepto poco claro

Si se desea tener respuestas a estas preguntas, conviene primero llegar a acuerdos sobre los significados de las palabras. Hay que mostrar una conformidad sin reservas con el deseo de la teóloga Dorothee Sölle de democratizar la mística. Sin embargo, es necesario clarificar qué entendemos por mística –sobre todo si nos acercamos al fenómeno de la mística desde una perspectiva cristiana. Porque mística es un concepto ambiguo, a menudo introducido de forma arbitraria, sobre todo en nuestros días, en que asistimos a un auge del interés por la mística. Esta confusión acrítica actual hace que debamos clarificar lo que entendemos por ‘mística’.

Comencemos ofreciendo una definición de mística que iremos aclarando poco a poco. Según el parecer de la teóloga Saskia Wendel, la ‘mística’ se puede definir de la forma siguiente: mística es una forma particular de conocimiento de uno mismo y al mismo tiempo el conocimiento de Otro Absoluto, que es el fundamento de uno mismo.

Sin embargo, este Otro Absoluto es experimentado como lo más íntimo de uno mismo y, de esta forma, como “El que no es Otro”. Este “no otro–Otro”, o también, este “otro–no Otro”, en contextos monoteístas, se denomina Dios. Por consiguiente, las místicas teístas -y, por tanto la mística cristiana- reivindican la unidad intuitiva que se da entre autocerteza y conocimiento de Dios.

La mística como forma de conocimiento inmediato

Esta conceptualización va de la mano de una comprensión de la mística que no la entiende primariamente como un fenómeno espiritual, ni tampoco como un conjunto de técnicas o ejercicios espirituales, sino más bien como forma de conocimiento, de la que surgen prácticas determinadas, también espirituales. Esta forma de conocimiento es designada en la tradición de la teología mística como cognitio Dei experimentalis (san Buenaventura) es decir, como “conocimiento experimental de Dios”.

Esta orientación en la línea de un concepto de talante experimental conduce a un malentendido de la forma de conocimiento que tiene lugar en la mística. Pues el conocimiento experimental, como el filósofo Inmanuel Kant ya había señalado, está siempre constituido por la interacción entre pensamiento y percepción, espontaneidad del entendimiento y receptividad de la intuición.

Por esto el conocimiento experimental es siempre mediatizado a través de conceptos, formas de lenguaje, o sea, a través del uso de signos. La razón es que la actividad reflexiva del entendimiento depende siempre de conceptos y signos. Por tanto, el conocimiento experimental no se da nunca sin mediaciones, y no es tampoco un conocimiento puramente formal, sino que está siempre determinado por contenidos materiales.

En cambio, la forma mística de conocimiento, a diferencia del conocimiento experimental, está caracterizada por el hecho de que se realiza de forma inmediata (Al hablar de in-mediatez, se entiende: sin mediaciones), y precede a cualquier mediación de imágenes, signos y conceptos. Con lo cual también precede al conocimiento experimental, ya que éste se encuentra mediatizado por la unidad entre pensamiento y percepción, es decir, tiene un contenido discursivo.

Por el contrario, el conocimiento místico se realiza de forma intuitiva, no discursiva. Se podría caracterizar esta forma de conocimiento como un percibir y un comprender inmediatos, en la medida que, desde un punto de vista epistemológico, está determinada no como un “tener conocimiento experimental de” (utilizando la palabra alemana Erfahren) sino como un “experienciar” (Erleben).

Pero entonces hemos de ir más allá- continúa Saskia Wendel - y decir que el hecho de “experienciar” precede al “tener conocimiento experimental de” y es la condición de posibilidad de cualquier acto de conocimiento experimental. Conviene tener presente, además, que el hecho de “experienciar”, como contradistinto del “tener conocimiento experimental de” no está determinado por el contenido. Si lo referimos a la mística, hemos de decir: experiencias místicas concretas, como visiones o audiciones, no son formas de experiencia inmediata, sino que están mediatizadas de forma discursiva (por ejemplo, por convicciones o tradiciones religiosas determinadas).

La cognitio Dei experimentalis, por tanto, no es en manera alguna un conocimiento inmediato ni tampoco la causa del conocimiento místico; es, más bien, parte y realización de una praxis religiosa concreta. Por esto, la identificación de la mística con experiencias religiosas concretas (Erfahrungen), como visiones o audiciones, se queda corta. Estas visiones y audiciones son precedidas por una experiencia inmediata (Erleben) que puede ser considerada como una forma de conocimiento místico, desprovista en cualquier caso de determinaciones materiales, en la medida que está siempre abierta a interpretaciones discursivas y a prácticas en el marco de tradiciones y sistematizaciones religiosas determinadas.

En consecuencia, el conocimiento místico, caracterizado como experiencia (Erleben), se realiza en primer lugar sin imágenes, de forma no conceptual y, en este sentido, sin referencia a formas de conocer concretas (Erfahrungen).

La mística como autoconocimiento

Si se define la mística como una forma de una experiencia inmediata (Erleben), entonces debemos preguntarnos qué o quién se experimenta en el conocimiento místico.

Quien responda excesivamente apresurado que esa experiencia se refiere a un fundamento absoluto del mundo, a Dios, a Cristo, etc., se queda corto en su respuesta. Desde el punto de vista metódico o genético, el conocimiento místico no comienza con Dios, sino con la propia realidad; y sólo desde el autoconocimiento se abre la posibilidad de encuentro con el absoluto, es decir, con Dios.

Ahora bien, ¿qué entendemos aquí por autoconocimiento?

La expresión “autoconocimiento” designa aquí una experiencia muy compleja. No se trata primariamente del aspecto cualitativo de la propia existencia, y tampoco se refiere al conocimiento de determinadas cualidades propias. Tampoco es la reflexión de la propia biografía, sino que se refiere al conocimiento de la facticidad del propio ser. Es decir, que el autoconocimiento significa aquí lo mismo que la autocerteza, el saber sobre uno mismo, y el saber sobre uno mismo se denomina autoconciencia. La autoconciencia precede al pensamiento y no se puede alcanzar a través del pensamiento –un aspecto que las teorías clásicas de la autoconciencia (que describen la aparición de la autoconciencia de forma reflexiva [me pienso a mí]) no han tenido en cuenta.

Por tanto, se puede describir la autoconciencia, con teorías modernas, como un estar familiarizado con uno mismo de forma pre-refleja. Por tanto, la autoconciencia no es el resultado de un proceso reflexivo. Está abierta a ulteriores determinaciones a través de experiencias cognitivas, de imágenes, de signos. Sin embargo, no se constituye a través de la utilización de signos sino que es condición de posibilidad de que, a través del uso de signos y de imágenes, se pueda llegar a dar finalmente un cierto conocimiento experimental.

Por consiguiente, si: a) hay que entender el autoconocimiento, en el sentido de una autoconciencia, como un ser-percibido pre-reflexivo de uno mismo; si b) en la mística tiene lugar una tal forma intuitiva de conocimiento; y si c) el camino místico comienza con el autoconocimiento, entonces de aquí se sigue que en la mística se realiza una forma singular de conocimiento (como intuición), y precisamente una forma singular de autoconocimiento en el sentido de una autoconciencia caracterizada como un estar familiarizado con uno mismo de forma pre-refleja. Sin autoconciencia, el camino místico no podría ponerse en marcha de ninguna manera.

En cualquier caso, no sólo el místico o la mística tienen a su disposición esta forma de autoconocimiento: no sólo unos cuantos elegidos, sino cualquier persona, dotada de conciencia, tiene a su alcance la autocerteza en forma de familiaridad con uno mismo. Con todo, si la mística comienza con el autoconocimiento, es decir, si el autoconocimiento como autocerteza es un momento central del conocimiento místico, esto significa que, en principio, el camino místico está abierto a toda vida consciente, porque toda vida consciente tiene a su alcance la autoconciencia. He aquí un primer indicio de la “democratización” de la mística a la que nos hemos referido al comienzo.

La mística como conocimiento del Absoluto

Un punto decisivo del conocer místico es que no remite sólo a la autocerteza y se agota en ella, sino que, en el nivel de la autoconciencia, es decir, en el nivel de la familiaridad con uno mismo (en el que el ser consciente está cabe sí), tiene lugar el conocimiento de un absolutamente Otro, del que el ser consciente, en su autoconciencia, se siente deudor.

Para decirlo de otra forma: al entrar en y salir de sí mismo, el yo hace la experiencia (erlebt) y el descubrimiento de un Otro, distinto de su mismo yo, como fundamento de uno mismo, y especialmente como fundamento de la autoconciencia. Este Otro se hace patente al mismo tiempo como un no-Otro de uno mismo, precisamente en la medida en que, en la realización de la autoconciencia, aparece como su fundamento.

El absolutamente Otro es No-otro, plenamente integrado en el “yo mismo” y en la realización del autoconocimiento; y también, al revés, el no-Otro es absolutamente Otro, en la medida que es el fundamento del “yo” y de su autoconciencia. (Los ecos de estas formulaciones nos hacen recordar la filosofía de Emmanuel Lévinas).

Por tanto, en el momento en que el “yo” se capta como tal y está cabe sí -lo que hemos llamado la familiaridad con uno mismo-, en este momento se abre y se relaciona con Otro que está en uno mismo y, al mismo tiempo, está fuera de uno mismo y por encima de uno mismo –interior intimo meo, superior summo meo (Agustín).

El místico moderno Dag Hammarskjöld (1905-1961) describe así el camino místico: “… en mi esencia, los límites entre objeto y sujeto se desplazan hasta el punto en el que, el sujeto, aunque está en mí, está también fuera de mí y sobre mí –y de esta forma todo mi ser se convierte en instrumento para aquello que, en mí, es más que yo”.

El fundamento divino, por tanto, no es comprendido como un objeto externo y escapa a cualquier cosificación: “lo que yo anhelaba era (existía), no debía experimentar (erlebt) su realidad como si se tratara de la realidad del objeto, sino de la realidad del sujeto, y más profunda que mi propia realidad”.

Esta es la razón por la que Hammarskjöld puede formular, por una parte: “humilde y orgulloso en la fe: esto quiere decir, no que yo estoy en Dios, sino que Dios está en mí”. En cambio, puede constatar, por otra parte: “creer en Dios quiere decir… creer en uno mismo. Tan evidente como ilógico e imposible de explicar: el que yo pueda ser es Dios”.

A la luz de este íntimo enlace entre el conocimiento propio y el conocimiento de Dios, - continúa Saskia Wendel -se queda muy corta la comprensión de la mística sencillamente como la negación de uno mismo. El “yo” no debe ser aniquilado, porque es precisamente en el “yo” y en el reconocimiento de la realización del propio yo (en su autocerteza) donde acontece el conocimiento del Absoluto.

Si se aniquila este “yo”, no se dará la unidad entre conocimiento de uno mismo y conocimiento de Dios y, en último término, no se dará ningún conocimiento místico. En la medida que el “yo” y el conocimiento del “yo” son condición de posibilidad de cualquier conocimiento, también lo son de la mística.

Con la expresión unio mystica, la mística intenta describir la relación del “yo” con el absolutamente Otro, la relación entre el ser consciente y su fundamento (divino): una unidad diferenciada, una unidad en la diferencia entre el fundamento del ser consciente (que la mística cristiana identifica con Dios), y el ser fundado de esta forma.

Esta unidad, sin embargo, no se establece mediante técnicas y ejercicios, ni tampoco se realiza necesariamente en experiencias religiosas de gran calibre. Si la analizamos con una cierta exactitud, esta unidad está siempre dada con el ser consciente, porque el fundamento divino inhabita desde el comienzo en todo ser consciente, se muestra desde el comienzo en la autoconciencia y en ella se expresa.

La unión mística, como tampoco la autoconciencia, no es el resultado de una actuación determinada. Ni se puede decir que se dé en el camino místico del conocimiento: en él, en cierto modo, se ratifica. Lo que desde siempre está ahí, se realiza y es descrito de forma reflexiva: la unidad con el Absoluto en la conciencia de uno mismo.

Este aspecto alude, una vez más, al hecho de que la mística no es la actividad de una élite espiritual, sino que en principio está abierta a todos(as) y a cada uno(a), sencillamente porque la unión mística siempre se realiza en todo ser consciente, en cada criatura que tiene a su disposición la autoconciencia y en la que habita el fundamento divino.

2. ¿Hay algo específico en la mística cristiana?

Pero ¿se puede decir que existe algo específico en la mística cristiana?

La descripción esbozada de la mística como conocimiento inmediato e intuitivo del Absoluto, que tiene lugar en la autoconciencia, tiene todas las cualidades de la universalidad, es decir, vale para todas las místicas, independientemente de la tradición religiosa en la cual la mística se vive y se realiza.

Porque el conocimiento místico que tiene lugar en la unión mística precede a todo conocimiento experimental y a toda reflexión (concretada mediante conceptos y signos). Por tanto, no tiene todavía contenidos determinados ni está marcado por elementos característicos de religiones concretas. Las místicas aparecen donde la vida consciente alcanza a realizar de forma reflexiva la unión, que se da siempre en su autoconciencia, y donde es, además, ratificada y determinada en su contenido con el uso de signos (conceptos).

La mística cristiana, en lo que se refiere a sus contenidos, está determinada por los contenidos del cristianismo. La experiencia del fundamento absoluto que se da en la experiencia originaria de la autoconciencia alcanza, a través de la relación con la tradición cristiana, una determinación de contenido. También la unión mística se ve afectada por esta tradición: místicas y místicos cristianos identifican el “fundamento en la conciencia” con el Dios que se ha revelado en Jesucristo, en quien se ha hecho hombre.

Para Saskia Wendel, el fundamento es, por tanto, no sólo teísta sino casi “cristiforme”. Este hecho comporta convicciones concretas: el fundamento no es primariamente la divinidad sola, “un fundamento divino”, sino Dios, es decir, un ser personal que se halla ante el ser consciente, y que no es simplemente uno con este ser consciente como fundamento suyo, sino que se halla delante en tanto que es este fundamento, y sigue siendo el Otro de este ser consciente.

Esto comporta la convicción de una diferencia permanente entre fundamento y fundamentado, entre Dios y la criatura. A esto hay que añadir la confesión cristiana del “una vez por siempre” de la encarnación de la Palabra de Dios en Jesús de Nazaret, sin perjuicio de la convicción mística de la eterna encarnación de esta Palabra en la unión entre fundamento divino y autoconciencia humana.

De aquí se sigue que hay que contar en el cristianismo con experiencias místicas que son experiencias de Cristo; por tanto, hay que tener en cuenta una especial mística de Cristo en el centro de la mística cristiana. Místicas de orientación especulativa hablan no sólo de la unión y de la inhabitación de Dios, sino también de la inhabitación de Cristo, del “nacimiento de Cristo” en el fundamento del alma, dicho modernamente, en el fundamento de la conciencia de todo ser consciente.

Lo más importante en este contexto es lo siguiente: la identificación del fundamento con Dios, más aún con el Dios de Jesucristo, no tiene el mismo nivel de originalidad que la experiencia del fundamento en la autoconciencia; más bien, se da sólo como derivada ulteriormente, en el nivel de la reflexión, en relación con tradiciones religiosas concretas.

No se trata, por tanto, de una certeza pre-reflexiva, comparable a una “conciencia de Dios”. Se trata más bien del significado, de la interpretación. En una palabra, se trata de un fenómeno discursivo. En la unio mystica, también en la perspectiva cristiana, no se tiene ni se da la certeza de que el “fundamento en la conciencia” existe como Dios, que se ha revelado en Jesús de Nazaret, ni tampoco se da la certeza de que Cristo es quien habita en el alma –dicho modernamente: en la conciencia.

Cómo se puede evitar el panteísmo

A la autora le faltan palabras para describir estas experiencias místicas. Por ello, no es infrecuente el que se pueda caer en posturas cercanas al panteísmo. La unión entre Dios y la creatura puede plantear al cristianismo el problema del panteísmo. Sin embargo, el concepto de la unión mística no tiene como consecuencia necesaria el panteísmo.

Esto se puede mostrar fácilmente con la determinación de la relación entre fundamento y fundamentado, apelando a la imagen que usa el Maestro Eckart. Para este autor, el “fundamento en la conciencia”, que él denomina fundamento del alma, es una “imagen de naturaleza divina”, que está impresa en el alma y, por tanto, el fundamento es don, regalo de Dios, que ha sido vertido en el alma.

Esta imagen se encuentra en una relación de dependencia radical con el fundamento absoluto, divino, por el hecho de que “no ha salido de sí misma… ni existe por sí misma”. El Absoluto es la imagen y en ella hay una diferencia entre origen y originado, entre fundamento y fundamentado, una diferencia respecto al origen del ser consciente. La imagen es un Dios frente a Otro que ha sido puesto por Dios como el Otro de sí mismo. Y al revés: Dios, frente a su imagen, es Otro como fundamento de aquélla. De esta forma el panteísmo queda excluido.

Gratuidad del conocimiento de Dios

Para salvaguardar la gratuidad del conocimiento de Dios en el conocimiento místico es decisivo transformar de forma cristológico-teológica la convicción de la conciencia de sí y la conciencia de Dios, tan central para la mística. Para esta transformación hay que liberar el discurso místico sobre el significado del conocimiento de sí mismo, como camino (y también como parte) de la realización del conocimiento de Dios, de una metafísica que se entiende de forma ontológica y hay que integrarlo en un discurso estrictamente trascendental sobre uno mismo y también sobre Dios.

El “fundamento en la conciencia” se entiende entonces como metáfora del presupuesto de una condición de posibilidad transcendental de todo conocimiento; como metáfora del “saber sobre sí mismo” inmune de error, denominado autoconciencia, y que, desde el punto de vista transcendental de la distinción entre filosofía trascendental y ontología, no significa en modo alguno la aceptación de la existencia de un “fundamento en la conciencia”.

En la autoconciencia no se da en modo alguno la certeza directa de la existencia de su fundamento, ni tampoco la certeza que este fundamento sea idéntico con Dios. Pues esta identificación se basa, como ya hemos dicho, no sobre una certeza inmediata, sino sobre procesos de elucidación que interpretan el fundamento como Dios y que lo equiparan al Dios de Jesucristo.

Si, además, se atiende al carácter trascendental de la autocerteza, que excluye cualquier comprensión ontológica del “fundamento en la conciencia”, entonces hay que entender la autoconciencia, con la conciencia de Dios que se da en ella, de forma estrictamente trascendental. Es decir, no se refiere a un fundamento que hay que interpretar ontológicamente, ni a un ser o a una esencia incondicionada, cuya existencia parece inmediatamente evidente en un ser consciente, sino más bien se refiere a una idea transcendental del incondicionado que está inscrita a priori en nuestra razón, mejor dicho, en nuestra conciencia.

Desde la perspectiva de la fe, y de forma casi retrospectiva (fe que busca comprender), la capacidad de los humanos de poder abrirse, por medio de su autoconciencia, a lo incondicionado, puede ser interpretada como don y como regalo de Dios: Dios se ha situado como su imagen en la autoconciencia del ser consciente.

Esta forma de “inhabitación de Dios”, en el situarse de sí mismo como imagen, puede ser comprendida como un mostrarse de Dios, como una revelación, más aún, como una autorevelación: en el situarse, se muestra Dios mismo –como autoconciencia.

Esta revelación de Dios en la autoconciencia es también condición de posibilidad de percibir la autocomunicación de Dios, que no acontece en el interior de la autoconciencia, sino más bien en acontecimientos de la historia o en otras personas (y su autoconciencia). Así, el ser consciente está también abierto a la historia, una historia en la que Dios se comunica.

Pero también al revés: estos acontecimientos y personas no podrían ser identificados y reconocidos como revelación de Dios, si no hubiera un previo estar abierto a una relación con el incondicionado, que posibilita comprender acontecimientos concretos también como irrupción del incondicionado y como un acontecimiento de la autorevelación divina.

En este punto, son oportunas las reflexiones de Leonardo Boff sobre el panteísmo y el panenteísmo.

Panteísmo versus Panenteísmo

Leonardo Boff semanal. Servicios Koinonía

20 de abril de 2012

Una visión cosmológica radical y coherente afirma que el sujeto último de todo lo que ocurre es el universo mismo. Él es quien hace surgir los seres, las complejidades, la biodiversidad, la conciencia y los contenidos de esta conciencia, pues somos parte de él. Así, antes de salir de nuestra cabeza como idea, la realidad de Dios estaba en el propio universo. Porque estaba en él, puede irrumpir en nosotros. A partir de esta concepción, se entiende la inmanencia de Dios en el universo. Dios viene mezclado con todos los procesos, sin diluirse dentro de ellos. Antes bien, orienta la flecha del tiempo hacia la formación de órdenes cada vez más complejos y dinámicos (que, por tanto, se distancian del equilibrio para buscar nuevas adaptaciones) y cargados de propósito. Dios aparece, en el lenguaje de las tradiciones transculturales, como Espíritu creador y ordenador de todo lo que existe. Viene mezclado con todas las cosas. Participa de sus desarrollos, sufre con las extinciones en masa, se siente crucificado con los empobrecidos, se alegra con los avances rumbo a diversidades más convergentes e interrelacionadas, apuntando hacia un punto Omega terminal.

Dios está presente en el cosmos y el cosmos está presente en Dios. La teología antigua expresaba esta mutua interpenetración por el concepto de «pericóresis» aplicado a las relaciones entre Dios y la creación y después a las divinas Personas de la Trinidad. La teología moderna ha acuñado otra expresión, el «panenteísmo» (en griego: pan=todo; en=en; theos=Dios). Es decir: Dios está en todo y todo está en Dios. Esta palabra fue propuesta por un evangélico, Frederick Krause (l781-1832), fascinado por el fulgor divino del universo.

El panenteísmo debe ser distinguido claramente del panteísmo. El panteísmo (en griego: pan = todo; theos=Dios) afirma que todo es Dios y Dios es todo. Sostiene que Dios y mundo son idénticos; que el mundo no es una criatura de Dios sino el modo necesario de existir de Dios. El panteísmo no acepta ninguna diferencia: el cielo es Dios, la Tierra es Dios, la piedra es Dios y el ser humano es Dios. Esta falta de diferencia lleva fácilmente a la indiferencia. Todo es Dios y Dios es todo, entonces es indiferente si me ocupo de una niña violada en un autobús de Río o del carnaval, o de los indígenas en extinción o de una ley contra la homofobia. Lo cual es manifiestamente un error, pues las diferencias existen y persisten.

Todo no es Dios. Las cosas son lo que son: cosas. Sin embargo, Dios está en las cosas y las cosas están de Dios, por causa de su acto creador. La criatura siempre depende de Dios y sin él volvería a la nada de dónde fue sacada. Dios y mundo son diferentes, pero no están separados o cerrados, están abiertos uno al otro. Si son diferentes es para posibilitar el encuentro y la comunión mutua. Mediante ella se superan las categorías de procedencia griega que se contraponían: transcendencia e inmanencia. Inmanencia es este mundo de aquí. Transcendencia es el mundo que está más allá de este. El cristianismo, por la encarnación de Dios creó una categoría nueva: la transparencia, que es la presencia de la trascendencia (Dios) dentro de la inmanencia (mundo). Cuando esto ocurre, Dios y el mundo se hacen mutuamente transparentes. Como decía Jesús: "quien me ve a mí, ve al Padre". Teilhard de Chardin vivió una conmovedora espiritualidad de la transparencia. Decía: «el gran misterio de cristianismo no es la aparición, sino la transparencia de Dios en el universo. No solamente el rayo que aflora, sino el rayo que penetra. No la Epifanía sino la Diafanía» (Le milieu divin, 162).

El universo en cosmogénesis nos invita a vivenciar la experiencia que subyace tras el panenteísmo: en cada mínima manifestación del ser, en cada movimiento, en cada expresión de vida estamos ante la presencia y la acción de Dios. Abrazando al mundo estamos abrazando a Dios. Las personas sensibles a lo Sagrado y al Misterio sacan a Dios de su anonimato y le dan un nombre. Lo celebran con himnos, cánticos y ritos mediante los cuales expresan su experiencia de Dios. Testimonian lo que Pablo dijo a los griegos de Atenas: “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28).


3. Unos apuntes sobre la espiritualidad mística

Una espiritualidad de este tipo – prosigue el texto de Saskia Wendel -se podría trasladar a la fórmula “trabaja en tu yo como camino hacia Dios y apuesta por los demás como anticipación del Reino de Dios”.

La comprensión de la mística que hemos esbozado tiene consecuencias para una praxis espiritual cuya fuente es la convicción que todo ser humano, por medio de su autoconciencia, está abierto al fundamento incondicionado de sí mismo, confesado por el cristianismo como Dios de Jesucristo.

Desde este punto de vista, toda vida consciente se encuentra siempre en la unio mystica y vive de ella. Esto supuesto, la mística no es una forma extraordinaria y singular de espiritualidad, y mucho menos el poder de algunas personas especiales dotadas de un conocimiento inmediato de Dios mediante experiencias religiosas extraordinarias, como visiones o audiciones. Tampoco se trata en modo alguno de revelaciones privadas con el objetivo de, por ejemplo, demostrar la existencia de Dios mediante tales revelaciones o con el propósito de hacer oráculos proféticos. Y, si el conocimiento místico no es el resultado de un proceso espiritual, sino que, visto con una cierta exactitud, se da antes que el proceso espiritual, entonces la unión mística no puede ser practicada a través de delicadas técnicas y ejercicios espirituales; en cualquier caso, estas técnicas sirven para descubrir y aceptar lo que ya está dado: la unión con Dios en la autoconciencia –por supuesto, según el lema: “llega a ser lo que eres (Werde was Du bist!)”. Una frase, por cierto, que repite Nietzsche en “Ecce Homo”.

En este sentido la mística es una empresa notablemente democrática –la mística está presente desde el principio del don del Espíritu en todos, no sólo en unos pocos, y por tanto desde la confesión de fe hasta el sacerdocio común de los fieles: precisamente porque Dios inhabita en todos, no sólo en unos pocos especialmente espirituales.

Aquí surgen, por supuesto, reflexiones eclesiológicas y pastorales, como la comprensión de oficios y servicios, los distintos carismas en y para las comunidades de Jesucristo.

¿Una mística para el siglo XXI?

En este sentido, la petición de F. Steffensky (esposo de Dorothee Sölle) que hemos citado al comienzo ha sido más que escuchada: la mística es “algo para la gente corriente”, precisamente porque cada una y cada uno de las místicas y los místicos es, o puede llegar a ser, en la medida en la que lleve a cabo lo que ya es: alguien unido con Dios sobre el fundamento de sí mismos, es decir, imagen de Dios en la realización de la propia vida de cada uno.

Trabajar sobre uno mismo

Para la praxis espiritual se sigue que en el núcleo central de la misma no hay que poner la ejercitación o la experiencia de determinados ejercicios espirituales sino más bien el “trabajo en uno mismo” como camino hacia Dios: por ejemplo, mediante autoreflexión, meditaciones de inmersión o con la práctica de la “oración del corazón”. Los ejercicios espirituales se sitúan al servicio de este “trabajo sobre uno mismo”.

Una mística interreligiosa

La espiritualidad oriental puede ser un óptimo indicador de camino, si no se olvida que, por ejemplo, los contenidos del cristianismo y los del budismo son distintos y, consecuentemente, también lo son los métodos espirituales respectivos. Una forma de espiritualidad de este tipo puede también ser fuente y base del llamado “diálogo interreligioso”: fuente y base para encuentros de gentes de diversas pertenencias religiosas, pero también base de una oración interreligiosa. En cualquier caso, a pesar de las diferencias de las religiones, todas se relacionan con el mismo fundamento, por muy diversas que sean las formas de presentarlo. La espiritualidad mística entendida de este modo posibilita lo que muchos cuestionan: la oración común de las religiones sin deslizarse hacia la indiferencia religiosa.

Niños pobres de Yakarta, Indonesia. Fuente: Wikimedia Commons.
Una mística que no se deja manipular

Al mismo tiempo, una espiritualidad mística de este tipo hace imposible que se pueda manipular la mística y, a través de referencias a experiencias místicas extraordinarias, probar la existencia de Dios o su revelación en Jesucristo, de modo que no deje lugar a dudas; o hacer lo mismo con el cristianismo como la única religión verdadera. La razón es clara: la identificación del fundamento con Dios es el resultado de una praxis discursiva sobre los signos y no algo dado antes de la reflexión. La autocerteza no genera originariamente la certeza de Dios, y menos aún del Dios de Jesucristo. A la mística y al místico no se les ahorra la duda.

Una mística abierta al compromiso social

Sin embargo, la espiritualidad mística no se agota en el “trabajo sobre uno mismo” como camino hacia Dios. La mística no significa en modo alguno una vuelta a la torre de marfil de una piedad quietista y interiorista, sin significado práctico alguno.

Al contrario, desea hacerse realidad en el día a día, para dar testimonio de aquello que se ha conocido: el amor de Dios a la humanidad. Contra lo que pueda parecer, la espiritualidad mística no se extiende sólo al terreno de la espiritualidad y de la piedad, ni menos aún a un amor al prójimo concebido como un acto caritativo y privado.

Se extiende, más bien, al terreno público, a la praxis política, a una praxis de resistencia frente relaciones sociales establecidas o frente al status quo, como escribe Dorothee Sölle: “La comunidad con Dios… saca a los humanos de la acción ‘puramente religiosa’, vista como una actividad anodina. La comprensión de la dignidad humana, de la libertad y de la capacidad de Dios no se puede ceñir a un espacio religioso especial en el que se permite servir a la divinidad o saborearla pero, en cambio, no compartirla con el ochenta por ciento restante. […] Ninguna experiencia de Dios puede ser privatizada de forma que se convierta en posesión de los propietarios, privilegio de los ociosos, espacio esotérico de los iniciados. Si buscamos conceptos que designen las posibles relaciones mundanas de los místicos, vamos a parar a una serie de posibilidades diversas, que oscilan entre la huída del mundo y el cambio revolucionario del mismo. Pero ya se trate de la huída, del rechazo, de la no sintonía, de la discrepancia, del disenso, de la reforma, de la resistencia, de la rebelión –en todas estas formas de relación hay un claro No al mundo tal como es ahora (…). Pues, quien quiere que el mundo siga siendo lo que es, se ha encaprichado en su autodestrucción y, por tanto, ya ha traicionado el amor de Dios”.

Mística y solidaridad

En consecuencia, la mística empuja a la acción de la práctica de la fe cristiana caracterizada esencialmente mediante un testimonio en cuyo centro se alza la diakonia, es decir, la actuación solidaria, al mismo tiempo que el compromiso político del lado de los pobres y los débiles, acompañada de una praxis de reconocimiento que asigna a cada ser humano una dignidad inalienable.

Esta actuación solidaria nace de la igualdad fundamental de todos los humanos, más allá de las diferencias y de las desigualdades culturales y sociales, y siempre se esfuerza por superar políticamente estas desigualdades y diferencias. Esta praxis de reconocimiento está sostenida por la convicción de que cada ser humano, en virtud de su conciencia (no sólo en virtud de su intelecto), es imagen del Absoluto que se muestra en él, que está unido con él en su interior más íntimo y que a cada ser humano le corresponde una dignidad que nadie le puede adjudicar ni le puede quitar.



María Dolores Prieto Santana
Artículo leído 11921 veces



Más contenidos