A lo largo del curso académico 2013-2014 tienen lugar tres conferencias en el Forum Deusto y tres sesiones del Seminario ofrecido por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, Bilbao, a todos los profesores de la universidad. De acuerdo con los intereses de la organización, el título general que, como ponente, he puesto a este ciclo es “Dios y Religiones en la Era de la Ciencia”.
El ciclo se desarrolla en tres sesiones, la primera, que ya tuvo lugar, los días 20-21 de noviembre de 2013; y la segunda los días 12-13 de febrero de 2014. La tercera conferencia se leerá los días dos y tres de abril de 2014. El título de la primera sesión fue “La cultura de la ciencia y la visión moderna del silencio-de-Dios”.
La segunda sesión estudió cómo y por qué la experiencia radical del silencio divino es la base argumentativa tanto del ateísmo como de la forma en que las religiones formulan la justificación de su sentido. Por último, la tercera sesión, en abril, se presenta la imagen del hombre en la ciencia y en la fe cristiana.
Ofrecemos aquí, en este artículo, un comentario a algunos de los perfiles de la temática de tercera sesión del seminario. Igualmente publicamos anteriormente en Tendencias21 un comentario con ocasión de la primera sesión, del seminario y otro comentario de la segunda sesión.
El teísmo y el ateísmo dogmáticos creían poseer del universo un conocimiento cierto e incuestionable que respondía a la razón natural, a la ciencia y a la filosofía. Sin embargo, en la cultura moderna, que incluye aspectos muy variados (sociedad, política, arte, literatura, etc.), la ciencia y la filosofía construida sobre ella han influido de forma decisiva a configurar la idea de una sociedad crítica e ilustrada, tolerante, que se funda en la conciencia de vivir en un universo enigmático que nos instala en la incertidumbre metafísica.
Todo ello ha producido en nuestro tiempo una nueva conciencia radical del verdadero alcance del silencio-de-Dios. La toma de conciencia clara y reflexiva de que Dios está realmente en silencio es el único punto de partida adecuado para entender el teísmo y el ateísmo, tal como son posibles en la cultura moderna en la Era de la Ciencia. Reasumimos ahora estas ideas, expuestas en sesiones anteriores, para reflejarlas en la idea del hombre que hoy ofrece la ciencia y su armonía con la imagen del hombre en la fe cristiana.
La imagen del universo en la Era de la Ciencia, que se forma desde los inicios de la modernidad en el siglo XVI hasta la maduración de la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX, supone conocer con mayor precisión cómo es realmente el universo creado por Dios y, en consecuencia, ello lleva a la necesidad de emprender una nueva hermenéutica o interpretación del cristianismo en la moderna Era de la Ciencia.
La ciencia obliga a pasar de la imagen de un universo antiguo en que Dios se impone teocéntrica y teocráticamente, a un universo en que Dios se oculta para crear la libertad y la dignidad de un hombre que construye creativamente su historia. Lo mismo acontece en relación a la imagen del hombre en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el hombre? Cuál es su naturaleza, su forma de acceder al conocimiento, a la relación con Dios y la forma en que será salvado por Dios más-allá-de-la-muerte?
El hombre ha sido creado por Dios en el universo tal como la ciencia moderna describe. La ciencia lleva inequívocamente a una imagen monista del hombre como un ser que surge de las entrañas de la materia del universo, hasta la emergencia evolutiva de las condiciones racio-emocionales propias de la especie humana. ¿Es esta imagen del hombre en la ciencia compatible con la imagen del hombre en la fe cristiana?
Comenzamos, pues, este artículo recordando aquellas ideas expuestas en las sesiones primera y segunda del ciclo para establecer el nexo lógico con el contenido de esta tercera sesión sobre el hombre en la ciencia y en la fe cristiana. a) La Era de la Ciencia presenta una nueva imagen del universo: se pasa de un universo que hace patente su Verdad (dogmatismo) a un universo enigmático que hace posible argumentar el teísmo y hace posible argumentar el ateísmo, sin imponer ni uno ni otro.
Este cambio de perspectiva, ¿hace posible entender la existencia de Dios, las religiones y el cristianismo? Ciertamente ofrece una imagen del mundo real creado por Dios que conduce a una imagen mucho más profunda y armónica de las religiones y del cristianismo. b) Pero la Era de la Ciencia ha propiciado también una nueva imagen del hombre. Se ha pasado de una imagen del hombre entendido desde el marco de la filosofía greco-romana, que era en último término dualista, el antiguo dualismo tradicional alma/cuerpo, a una imagen del hombre “monista” como un puro momento de la evolución del universo físico.
Por tanto, la nueva imagen del hombre en la ciencia, ¿es compatible con la imagen del hombre en la fe cristiana? Como vamos a ver (esta es la temática de la tercera sesión del ciclo) la nueva imagen del hombre en la Era de la Ciencia permite una nueva hermenéutica o interpretación de la imagen del hombre en la fe cristiana.
El Silencio-de-Dios, punto crucial del teísmo y del ateísmo
Las dos primeras sesiones (en noviembre y en febrero) tuvieron un enfoque más general. En la primera sesión (noviembre) explicamos que la nueva visión del universo en la ciencia y en la moderna cultura hacía posible una nueva manera de sentir el silencio-de-Dios. Al mundo antiguo construido desde una cultura dogmática, que creía poseer verdades absolutamente ciertas fundadas en la razón natural (un dogmatismo que podía ser teísta y ateo), le había sucedido, en la modernidad crítica, la conciencia de que la verdad última del universo es un enigma y por ello el hombre racional debe orientar su vida ante una incertidumbre metafísica inevitable.
Esta nueva cultura de la incertidumbre –hecha posible en la Era de la Ciencia– era la que llevaba a una nueva experiencia radical del hecho de que el posible Dios, en caso de existir, es un Dios que permanece en silencio ante el universo (ya que, aunque hay argumentos a favor de su existencia, como veíamos, en último término Dios “podría no existir”).
En la segunda sesión (febrero) partíamos del factum del silencio-de-Dios (presentado ya en la primera sesión) para mostrar primero que el ateísmo (y las correspondientes versiones del agnosticismo y del indiferentismo religioso popular moderno) son siempre una argumentación a partir del silencio-de-Dios que concluye en que no tiene justificación racional creer que Dios exista y que, por tanto, está moralmente justificado para el hombre vivir-sin-Dios-en-el-mundo. Pero, segundo, partíamos además del mismo factum del silencio-de-Dios para mostrar que está también en el fundamento de la creencia natural en Dios, de las creencias de las grandes religiones, y por descontado, del cristianismo.
Es decir, el teísmo no cierra los ojos ante la realidad, no ignora el hecho del silencio-de-Dios ni cómo este hecho obstaculiza la aceptación de Dios como real y existente. El hombre religioso siente también un inmenso malestar por el silencio-de-Dios. Pero la religiosidad humana natural y las grandes religiones se fundan en que, a pesar de su lejanía y de su silencio, existe la posibilidad de que el silencio-de-Dios tenga un “sentido” en Dios. Toda posible religiosidad, desde el interior de un universo en que Dios está en silencio, se funda, como veíamos en la aceptación de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio; silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo y silencio ante el drama de la historia por el sufrimiento.
Todo hombre religioso, a su manera, intuye pues que el silencio-de-Dios es real y no por ello deja de confiar en la salvación obrada por un ser divino; cree que existe un “sentido” que da razón del porqué del silencio del posible Dios. Por ello, las religiones habrían construido también, en sus marcos historicistas, justificaciones teológicas diversas al hecho de que Dios esté en silencio y la realidad sea tan dramática como sentimos en nuestra vida.
La religión cristiana y el silencio cósmico de Dios
Ahora bien, ¿qué entonces la religión cristiana? ¿Cómo entender su armonía con la realidad, es decir, su armonía con un universo en que Dios permanece en silencio? La religión cristiana se funda en la pretensión de que en la persona de Jesús se ha producido una manifestación en la historia del Dios verdaderamente existente y creador del universo.
Si fuera así, la revelación de Dios en Jesús (la Voz del Dios de la Revelación) debería ser, en principio, congruente con la forma de la creación y la forma de religiosidad que ésta ha hecho posible para la inmensa mayoría de los hombres que no han conocido el cristianismo, ni lo conocen (La Voz del Dios de la Creación).
El universo, en efecto, tal como vimos, sería un escenario creado por Dios para hacer que sea posible la religiosidad humana, es decir, abrirse a la creencia en un Dios oculto y liberador, si es que se está en la disposición personal de aceptar a Dios a pesar de su lejanía y de su silencio. Por tanto, si el sentido de toda posible religiosidad natural en la inmensa mayoría de los hombres –dadas las condiciones del universo creado por Dios– es siempre la aceptación del Dios oculto y liberador (este “sentido” es lo que llamábamos, en la segunda sesión, el “universal religioso”), entonces una eventual revelación del Dios de la creación debería tener relación con el plan de salvación trazado en el escenario natural del universo, obra del Dios creador, en que se manifiesta la Voz de ese Dios Creador.
Puestas así las cosas, el hecho es que la revelación cristiana muestra una esperada, pero no por ello menos sorprendente armonía con la Voz del Dios de la Creación. Es sorprendente por la extraordinaria profundidad –que incluso podríamos calificar como abismal– con que en la revelación cristiana se explicita, explica y proclama el plan de salvación dado en el eterno designio de un Dios trinitario. Un plan en profunda armonía con la naturaleza del escenario del mundo creado por ese mismo Dios para establecer su relación libre y personal con los seres humanos.
La revelación en Jesús, proclamada en el kerigma cristiano por la iglesia, nos dice que el Dios trinitario decidió emprender un plan de creación para hacer a la estirpe humana partícipe de su realidad y Vida divina (llamada a la filiación divina). Dios quería crear un hombre en su plena dignidad de persona libre en la configuración creativa de su futuro; esta libertad humana radical, sin sucedáneos, debería hacer posible incluso la negación de Dios y el pecado.
Pero, además, la creación de un orden natural en que Dios estuviera oculto, en que el hombre pudiera concebir un universo sin Dios (porque Dios no quería imponerse), y en que los hombres tuvieran un impulso natural hacia Dios porque sólo en él pudieran hallar la plenitud de la Vida, abrió la posibilidad de que el escenario de la creación fuera el de un hombre pobre, indigente, abocado a la muerte, instalado en el sufrimiento y en el drama evolutivo de la historia.
¿Tenía sentido para Dios crear un mundo de libertad humana radical que llevaría al pecado y a un mundo de sufrimiento, del que se haría responsable al mismo Dios? Este mundo y la historia humana dramática que en él acontecería una vez creado, una historia de libertad/santidad/pecado y de sufrimiento, no podía nunca exigir, por la calidad de su propia naturaleza, el ser creado por Dios. Sin embargo, el hecho es que Dios escogió en su eterno designio trinitario crear este mundo en que el pecado y el sufrimiento van a ser posibles.
El kerigma cristiano proclama que la decisión libre de Dios de crear nuestro universo y asumir la realidad del hombre santo, pero también pecador, instalado en el sufrimiento, es decir, la voluntad de Dios de aceptar una estirpe humana pecadora y sufriente, es la decisión libre que se designa como la Redención, es decir, la redención del género humano, haciendo posible el universo y la existencia del hombre en el escenario del mundo.
El ciclo se desarrolla en tres sesiones, la primera, que ya tuvo lugar, los días 20-21 de noviembre de 2013; y la segunda los días 12-13 de febrero de 2014. La tercera conferencia se leerá los días dos y tres de abril de 2014. El título de la primera sesión fue “La cultura de la ciencia y la visión moderna del silencio-de-Dios”.
La segunda sesión estudió cómo y por qué la experiencia radical del silencio divino es la base argumentativa tanto del ateísmo como de la forma en que las religiones formulan la justificación de su sentido. Por último, la tercera sesión, en abril, se presenta la imagen del hombre en la ciencia y en la fe cristiana.
Ofrecemos aquí, en este artículo, un comentario a algunos de los perfiles de la temática de tercera sesión del seminario. Igualmente publicamos anteriormente en Tendencias21 un comentario con ocasión de la primera sesión, del seminario y otro comentario de la segunda sesión.
El teísmo y el ateísmo dogmáticos creían poseer del universo un conocimiento cierto e incuestionable que respondía a la razón natural, a la ciencia y a la filosofía. Sin embargo, en la cultura moderna, que incluye aspectos muy variados (sociedad, política, arte, literatura, etc.), la ciencia y la filosofía construida sobre ella han influido de forma decisiva a configurar la idea de una sociedad crítica e ilustrada, tolerante, que se funda en la conciencia de vivir en un universo enigmático que nos instala en la incertidumbre metafísica.
Todo ello ha producido en nuestro tiempo una nueva conciencia radical del verdadero alcance del silencio-de-Dios. La toma de conciencia clara y reflexiva de que Dios está realmente en silencio es el único punto de partida adecuado para entender el teísmo y el ateísmo, tal como son posibles en la cultura moderna en la Era de la Ciencia. Reasumimos ahora estas ideas, expuestas en sesiones anteriores, para reflejarlas en la idea del hombre que hoy ofrece la ciencia y su armonía con la imagen del hombre en la fe cristiana.
La imagen del universo en la Era de la Ciencia, que se forma desde los inicios de la modernidad en el siglo XVI hasta la maduración de la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX, supone conocer con mayor precisión cómo es realmente el universo creado por Dios y, en consecuencia, ello lleva a la necesidad de emprender una nueva hermenéutica o interpretación del cristianismo en la moderna Era de la Ciencia.
La ciencia obliga a pasar de la imagen de un universo antiguo en que Dios se impone teocéntrica y teocráticamente, a un universo en que Dios se oculta para crear la libertad y la dignidad de un hombre que construye creativamente su historia. Lo mismo acontece en relación a la imagen del hombre en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el hombre? Cuál es su naturaleza, su forma de acceder al conocimiento, a la relación con Dios y la forma en que será salvado por Dios más-allá-de-la-muerte?
El hombre ha sido creado por Dios en el universo tal como la ciencia moderna describe. La ciencia lleva inequívocamente a una imagen monista del hombre como un ser que surge de las entrañas de la materia del universo, hasta la emergencia evolutiva de las condiciones racio-emocionales propias de la especie humana. ¿Es esta imagen del hombre en la ciencia compatible con la imagen del hombre en la fe cristiana?
Comenzamos, pues, este artículo recordando aquellas ideas expuestas en las sesiones primera y segunda del ciclo para establecer el nexo lógico con el contenido de esta tercera sesión sobre el hombre en la ciencia y en la fe cristiana. a) La Era de la Ciencia presenta una nueva imagen del universo: se pasa de un universo que hace patente su Verdad (dogmatismo) a un universo enigmático que hace posible argumentar el teísmo y hace posible argumentar el ateísmo, sin imponer ni uno ni otro.
Este cambio de perspectiva, ¿hace posible entender la existencia de Dios, las religiones y el cristianismo? Ciertamente ofrece una imagen del mundo real creado por Dios que conduce a una imagen mucho más profunda y armónica de las religiones y del cristianismo. b) Pero la Era de la Ciencia ha propiciado también una nueva imagen del hombre. Se ha pasado de una imagen del hombre entendido desde el marco de la filosofía greco-romana, que era en último término dualista, el antiguo dualismo tradicional alma/cuerpo, a una imagen del hombre “monista” como un puro momento de la evolución del universo físico.
Por tanto, la nueva imagen del hombre en la ciencia, ¿es compatible con la imagen del hombre en la fe cristiana? Como vamos a ver (esta es la temática de la tercera sesión del ciclo) la nueva imagen del hombre en la Era de la Ciencia permite una nueva hermenéutica o interpretación de la imagen del hombre en la fe cristiana.
El Silencio-de-Dios, punto crucial del teísmo y del ateísmo
Las dos primeras sesiones (en noviembre y en febrero) tuvieron un enfoque más general. En la primera sesión (noviembre) explicamos que la nueva visión del universo en la ciencia y en la moderna cultura hacía posible una nueva manera de sentir el silencio-de-Dios. Al mundo antiguo construido desde una cultura dogmática, que creía poseer verdades absolutamente ciertas fundadas en la razón natural (un dogmatismo que podía ser teísta y ateo), le había sucedido, en la modernidad crítica, la conciencia de que la verdad última del universo es un enigma y por ello el hombre racional debe orientar su vida ante una incertidumbre metafísica inevitable.
Esta nueva cultura de la incertidumbre –hecha posible en la Era de la Ciencia– era la que llevaba a una nueva experiencia radical del hecho de que el posible Dios, en caso de existir, es un Dios que permanece en silencio ante el universo (ya que, aunque hay argumentos a favor de su existencia, como veíamos, en último término Dios “podría no existir”).
En la segunda sesión (febrero) partíamos del factum del silencio-de-Dios (presentado ya en la primera sesión) para mostrar primero que el ateísmo (y las correspondientes versiones del agnosticismo y del indiferentismo religioso popular moderno) son siempre una argumentación a partir del silencio-de-Dios que concluye en que no tiene justificación racional creer que Dios exista y que, por tanto, está moralmente justificado para el hombre vivir-sin-Dios-en-el-mundo. Pero, segundo, partíamos además del mismo factum del silencio-de-Dios para mostrar que está también en el fundamento de la creencia natural en Dios, de las creencias de las grandes religiones, y por descontado, del cristianismo.
Es decir, el teísmo no cierra los ojos ante la realidad, no ignora el hecho del silencio-de-Dios ni cómo este hecho obstaculiza la aceptación de Dios como real y existente. El hombre religioso siente también un inmenso malestar por el silencio-de-Dios. Pero la religiosidad humana natural y las grandes religiones se fundan en que, a pesar de su lejanía y de su silencio, existe la posibilidad de que el silencio-de-Dios tenga un “sentido” en Dios. Toda posible religiosidad, desde el interior de un universo en que Dios está en silencio, se funda, como veíamos en la aceptación de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio; silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo y silencio ante el drama de la historia por el sufrimiento.
Todo hombre religioso, a su manera, intuye pues que el silencio-de-Dios es real y no por ello deja de confiar en la salvación obrada por un ser divino; cree que existe un “sentido” que da razón del porqué del silencio del posible Dios. Por ello, las religiones habrían construido también, en sus marcos historicistas, justificaciones teológicas diversas al hecho de que Dios esté en silencio y la realidad sea tan dramática como sentimos en nuestra vida.
La religión cristiana y el silencio cósmico de Dios
Ahora bien, ¿qué entonces la religión cristiana? ¿Cómo entender su armonía con la realidad, es decir, su armonía con un universo en que Dios permanece en silencio? La religión cristiana se funda en la pretensión de que en la persona de Jesús se ha producido una manifestación en la historia del Dios verdaderamente existente y creador del universo.
Si fuera así, la revelación de Dios en Jesús (la Voz del Dios de la Revelación) debería ser, en principio, congruente con la forma de la creación y la forma de religiosidad que ésta ha hecho posible para la inmensa mayoría de los hombres que no han conocido el cristianismo, ni lo conocen (La Voz del Dios de la Creación).
El universo, en efecto, tal como vimos, sería un escenario creado por Dios para hacer que sea posible la religiosidad humana, es decir, abrirse a la creencia en un Dios oculto y liberador, si es que se está en la disposición personal de aceptar a Dios a pesar de su lejanía y de su silencio. Por tanto, si el sentido de toda posible religiosidad natural en la inmensa mayoría de los hombres –dadas las condiciones del universo creado por Dios– es siempre la aceptación del Dios oculto y liberador (este “sentido” es lo que llamábamos, en la segunda sesión, el “universal religioso”), entonces una eventual revelación del Dios de la creación debería tener relación con el plan de salvación trazado en el escenario natural del universo, obra del Dios creador, en que se manifiesta la Voz de ese Dios Creador.
Puestas así las cosas, el hecho es que la revelación cristiana muestra una esperada, pero no por ello menos sorprendente armonía con la Voz del Dios de la Creación. Es sorprendente por la extraordinaria profundidad –que incluso podríamos calificar como abismal– con que en la revelación cristiana se explicita, explica y proclama el plan de salvación dado en el eterno designio de un Dios trinitario. Un plan en profunda armonía con la naturaleza del escenario del mundo creado por ese mismo Dios para establecer su relación libre y personal con los seres humanos.
La revelación en Jesús, proclamada en el kerigma cristiano por la iglesia, nos dice que el Dios trinitario decidió emprender un plan de creación para hacer a la estirpe humana partícipe de su realidad y Vida divina (llamada a la filiación divina). Dios quería crear un hombre en su plena dignidad de persona libre en la configuración creativa de su futuro; esta libertad humana radical, sin sucedáneos, debería hacer posible incluso la negación de Dios y el pecado.
Pero, además, la creación de un orden natural en que Dios estuviera oculto, en que el hombre pudiera concebir un universo sin Dios (porque Dios no quería imponerse), y en que los hombres tuvieran un impulso natural hacia Dios porque sólo en él pudieran hallar la plenitud de la Vida, abrió la posibilidad de que el escenario de la creación fuera el de un hombre pobre, indigente, abocado a la muerte, instalado en el sufrimiento y en el drama evolutivo de la historia.
¿Tenía sentido para Dios crear un mundo de libertad humana radical que llevaría al pecado y a un mundo de sufrimiento, del que se haría responsable al mismo Dios? Este mundo y la historia humana dramática que en él acontecería una vez creado, una historia de libertad/santidad/pecado y de sufrimiento, no podía nunca exigir, por la calidad de su propia naturaleza, el ser creado por Dios. Sin embargo, el hecho es que Dios escogió en su eterno designio trinitario crear este mundo en que el pecado y el sufrimiento van a ser posibles.
El kerigma cristiano proclama que la decisión libre de Dios de crear nuestro universo y asumir la realidad del hombre santo, pero también pecador, instalado en el sufrimiento, es decir, la voluntad de Dios de aceptar una estirpe humana pecadora y sufriente, es la decisión libre que se designa como la Redención, es decir, la redención del género humano, haciendo posible el universo y la existencia del hombre en el escenario del mundo.
Las razones para la creación y el Misterio de Cristo
Ahora bien, ¿por qué Dios decidió crear este mundo de libertad y de santidad, pero también de pecado y de sufrimiento? ¿Por qué Dios decidió crear un mundo donde su existencia sería objeto de un escarnio masivo por el pecado y en que a Dios se le atribuiría la responsabilidad moral del inmenso sufrimiento de la historia? En principio, sólo cabe una respuesta inicial, en concordancia con el kerigma cristiano: porque Dios consideró que este dramático escenario del mundo iba a hacer posible niveles altamente cualitativos de la santidad humana.
Santidad que debería hacer entrar al hombre en la filiación divina. Siendo esto así, en principio, no puede ser entendida, sin embargo, la amplitud del proyecto divino para la santidad humana sin entender la verdadera amplitud del plan de Dios en la creación.
Un plan que incluía que Dios mismo emprendería la realización del Misterio de Cristo, hasta tal punto que la razón, es decir, el por qué de la creación de este universo (el por qué de la voluntad redentora del Dios trinitario en su eterno designio) fue en último término el Misterio de Cristo. Es decir, Dios quiso crear una estirpe humana que se vería enriquecida por la sorprendente y maravillosa decisión divina de emprender el Misterio de Cristo.
De ahí que la razón de la creación no sea sólo la santidad humana, sino la “santidad humana enriquecida y plenificada por el Misterio de Cristo”. Esto hace entender las expresiones de San Pablo al decir que Dios creó el universo “en” Cristo y “por” Cristo, expresiones que sintetizan el logos o sentido “cristológico” de la Creación.
Pero, ¿qué es el Misterio de Cristo? El kerigma cristiano ha entendido que el eterno designo redentor fue obra de la Trinidad, dentro de la solidaridad de la acción divina trinitaria. Pero fue la Sabiduría divina, el Verbo, la Persona trinitaria que “personificó” la voluntad redentora del Dios trinitario en su unidad de acción.
El sorprendente plan de creación contenido en el eterno designio, que conocemos por el cristianismo, incluía un compromiso casi impensable, y misterioso, mistérico, con la estirpe humana: el de unirse a ella por la Encarnación de la persona divina del Verbo, en la persona de Jesús, el Cristo o enviado por Dios para desvelar a los hombres el plan de Dios en la creación del universo. Por la Encarnación el Dios trinitario entra en la estirpe humana, pero también la estirpe humana entra dentro de la vida divina. El plan de Dios por ello no sólo incluía la filiación divina sino igualmente la hermandad con Jesús hecha posible por la encarnación.
La kénosis divina en la Creación y en el Misterio de Cristo. El desvelamiento a los hombres del eterno designio salvador de Dios concebido para la humanidad se manifiesta y se realiza a través del Misterio de Cristo en un momento de la historia del mundo. Si Dios en su plan de creación, manifiesto en la Voz del Dios de la Creación, se presenta como un Dios que se humilla por el silencio-de-Dios, primero ante el conocimiento por el enigma del universo y segundo ante el drama de la historia por el sufrimiento, así también el Dios que se manifiesta en la Encarnación es un Dios que se humilla por la kénosis de la Gloria de la Divinidad en la humildad de la carne humana.
La kénosis (Himno de San Pablo a los Filipenses) debe ser entendida en teología cristiana tanto como la humillación asumida por Dios en la Creación (kénosis en la creación) como en la Encarnación que se plenifica en el Misterio de la Muerte y Resurrección (kénosis cristológica). La kénosis o humillación de Dios en la Creación por el silencio divino, se manifiesta en armonía profunda con la kénosis de la Encarnación y la kénosis final de la Muerte y Resurrección de Cristo.
El “universal religioso” y el “cristianismo universal”
La imagen de la realidad promovida por la Era de la Ciencia, ha permitido pasar, por tanto, de una cultura de “patencia de la verdad”, que propició tanto al teísmo como al ateísmo dogmático, a una cultura de la incertidumbre en que el hombre queda confrontado con el enigma de la Verdad última del universo.
Esta incertidumbre moderna ha permitido caer en la cuenta de lo que con toda probabilidad fue intuido ya por todo hombre a lo largo de la historia (incluso a pesar de la influencia social de las culturas dogmáticas del pasado): el factum incontrovertible del silencio-de-Dios en el universo. Por ello, como se explicó en las sesiones primera y segunda de este ciclo, la religiosidad natural y todas las religiones suponen siempre el sentido de aceptar un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio.
Ahora bien, lo que dice el Dios de la Revelación en Jesús de Nazaret es precisamente lo que manifiesta y realiza finalmente el Misterio de Cristo, en armonía con el eterno designio divino de la creación: que Dios, en la creación, ha querido pasar por el momento de su ocultamiento, por la kénosis o humillación de su Gloria tal como se muestra en la cruz, donde aparece tanto el silencio o inoperancia de Dios ante el conocimiento por el enigma del universo que deja abierta la libertad y el pecado, como el silencio e inoperancia de Dios ante el drama de la historia por el sufrimiento; pero, al mismo tiempo, el Misterio de Cristo también realiza y manifiesta que ese Dios oculto se manifestará como Dios liberador cuando por la resurrección, anticipada en la resurrección de Cristo, los hombres entren en la salvación escatológica (más allá de la muerte) que Dios ha preparado para los santos.
Por consiguiente, en la cruz se manifiesta el Misterio eterno del designio divino: el de asumir su silencio ante el Cosmos y ante el drama de la historia. Jesús, el Hijo de Dios, la persona divina del Verbo o Sabiduría trinitaria, asume en la muerte en cruz su silencio ante el universo y el sufrimiento humano universal, presente en el sufrimiento de Jesús en la cruz. Pero el sacrificio de Cristo, que asume el pecado y el sufrimiento de la historia, así como la unión de todo hombre al sacrificio de Cristo, uniéndose al Dios oculto en la cruz, asumiendo su silencio y el sufrimiento, conducen finalmente a la liberación más allá de la muerte.
Por ello, entre el “universal religioso” y el cristianismo existe una profunda unidad de sentido. Cualquier hombre en el mundo, al ser libremente religioso, acepta la creencia en Dios porque admite el sentido de creer en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Los cristianos, a saber, quienes se han adherido a las palabras y a los hechos de Jesús de Nazaret, que se muestran en plenitud en el Misterio de su Muerte y Resurrección, al aceptar el mensaje de Jesús no hacen sino aceptar de una forma abismalmente más profunda lo que constituye la esencia misma del “universal religioso”.
Este Misterio no nos dice otra cosa, en efecto, que es real y existente el Dios que quiere permanecer oculto ante el conocimiento y ante el sufrimiento (la cruz), pero que ese Dios alberga un plan de liberación final de la historia (la resurrección). Es decir, cuando aquellos hombres religiosos, que no han conocido históricamente el cristianismo, lo son es porque implícitamente aceptan la cruz de Cristo al aceptar al Dios oculto y sufriente, y aceptan también igualmente la resurrección en la esperanza escatológica de la liberación.
De ahí que tenga sentido afirmar la unidad del fenómeno religioso universal, siempre mediado por el logos del Dios oculto y liberador, de tal manera que el “universal religioso” tiene su expresión suprema en el “cristianismo universal” que proclama que toda relación del hombre con Dios está mediada por la aceptación del Misterio de Cristo, implícitamente dado en el logos natural del Dios oculto y liberador.
El hombre, cuestión crucial para ciencia y fe cristiana
La gran cuestión del hombre ha estado presente desde el principio como protagonista esencial de las dos primeras sesiones del ciclo. El hombre es una cuestión crucial que nos afecta en lo más íntimo y no nos deja nunca indiferentes. ¿Quién es el hombre? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Cuál es su ontología profunda, su modo de ser real en el marco del universo? ¿Existe el alma en el sentido tradicional? ¿Qué es lo que verdaderamente debe afirmarse del hombre en el kerigma cristiano? ¿Cómo se realiza la salvación más allá de la muerte?
Estas son ciertamente preguntas cruciales que necesitan una aclaración que nos permita instalarnos con armonía, racionalidad y congruencia dentro de la fe cristiana. Ciertamente, sin aclarar estas cuestiones no podemos hablar de un entendimiento suficiente del lugar de la idea de Dios, del hombre y de las religiones en la Era de la Ciencia.
El punto de vista que hemos venido defendiendo en las dos sesiones iniciales del ciclo ha sido que el kerigma cristiano necesita una hermenéutica o interpretación (una búsqueda de armonía con la Voz del Dios de la Creación), de acuerdo con la imagen de la realidad en cada época. Nuestra tesis fundamental ha sido que, frente al mundo antiguo, la imagen del universo en la Era de la Ciencia, que se forma desde los inicios de la modernidad en el siglo XVI hasta la maduración de la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX, supone conocer con mayor precisión cómo es realmente el universo creado por Dios y, en consecuencia, ello lleva a la necesidad de emprender una nueva hermenéutica o interpretación del cristianismo en la moderna Era de la Ciencia.
La ciencia, como acabamos de comentar, nos obliga a pasar de un universo en que Dios se impone teocéntrica y teocráticamente, a un universo en que Dios se oculta para crear la libertad y la dignidad de un hombre que construye creativamente su historia. Lo mismo acontece en relación a la imagen del hombre en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el hombre? Cuál es su naturaleza, su forma de acceder al conocimiento y a la relación con Dios y la forma en que será salvado por Dios más-allá-de-la-muerte?
Por tanto, ¿quién es el hombre? Nuestra tesis es que el hombre ha sido creado por Dios en el universo tal como la ciencia moderna describe. La ciencia no ha llegado al final de los conocimientos, pero muestra ya con toda seguridad una línea armónica de conocimiento que lleva inequívocamente a una imagen monista del hombre como un ser que surge de las entrañas de la materia del universo, formado evolutivamente hasta la aparición de la sensibilidad-conciencia (común con el mundo animal) y, finalmente, hasta la emergencia evolutiva de las condiciones racio-emocionales propias de la especie humana. ¿Es esta imagen del hombre compatible con la imagen del hombre en la fe cristiana?
La imagen del hombre en la ciencia y la fe cristiana
La idea del hombre en la fe cristiana ha estado durante siglos y siglos bajo influencia del paradigma greco-romano. En un marco dualista, se entendió que el hombre era un compuesto de alma y cuerpo. El alma era una entidad inmortal por su propia naturaleza que, al producirse la muerte como separación de alma y cuerpo, entraba en la dimensión transcendente de la vida eterna. Esta manera de pensar “dualista” tuvo su origen en Platón y Aristóteles (hilemorfismo), pasando a la patrística (sobre todo en los neoplatonismos) y a los sistemas escolásticos.
La “idea” platónica o la “forma” aristotélica recogían el “ser” de Parménides que era lo que era y no podía dejar de ser. Santo Tomás distinguió entre las formas corruptibles (por ser compuestas) y la forma simple, el alma humana, que era inmortal por su propia naturaleza. Bástenos pues recordar que el “dualismo” fue una de las características del paradigma greco-romano. La cultura hebrea (como se ve hoy sin duda en los estudios de antropología hebrea) no era dualista: el hombre era una unidad viviente y la vida brotaba del cuerpo.
Pero el dualismo greco-romano, que dominaba la cultura inicial en que nació el cristianismo, forzó pronto, desde la patrística, construir una hermenéutica filosófico-teológica cristiana que ya era inequívocamente dualista. Este dualismo dominante de la filosofía y de la teología cristiana (no del kerigma, sino de la hermenéutica) se transmitió a la vivencia popular de la fe.
Incluso hoy, en nuestro tiempo, la mayor parte de los cristianos tienen la idea de la existencia en todos los hombres de un “alma inmortal” por su propia naturaleza ontológica que es lo que perdura más allá de la muerte. Tal como aproximadamente concibe la imaginación popular, en la muerte se produciría como la exhalación de esa entidad simple que, sin morir, entraría en una nueva dimensión (es lo que suele apuntarse en la expresión cristiana popular “exhaló el espíritu”).
Esta idea ha pasado al arte cristiano donde se ha pintado la separación del alma tras la muerte en forma de angelitos, llamas o palomas que se escapan de la materia y entran en el más allá. El alma es espiritual y simple, irreductible por su propia naturaleza al mundo de la materia que causa la entidad corporal que se corrompe y deshace tras la muerte. La muerte no es muerte del alma, sino la separación de alma y cuerpo, siendo éste objeto de corrupción.
Ahora bien, ¿por qué Dios decidió crear este mundo de libertad y de santidad, pero también de pecado y de sufrimiento? ¿Por qué Dios decidió crear un mundo donde su existencia sería objeto de un escarnio masivo por el pecado y en que a Dios se le atribuiría la responsabilidad moral del inmenso sufrimiento de la historia? En principio, sólo cabe una respuesta inicial, en concordancia con el kerigma cristiano: porque Dios consideró que este dramático escenario del mundo iba a hacer posible niveles altamente cualitativos de la santidad humana.
Santidad que debería hacer entrar al hombre en la filiación divina. Siendo esto así, en principio, no puede ser entendida, sin embargo, la amplitud del proyecto divino para la santidad humana sin entender la verdadera amplitud del plan de Dios en la creación.
Un plan que incluía que Dios mismo emprendería la realización del Misterio de Cristo, hasta tal punto que la razón, es decir, el por qué de la creación de este universo (el por qué de la voluntad redentora del Dios trinitario en su eterno designio) fue en último término el Misterio de Cristo. Es decir, Dios quiso crear una estirpe humana que se vería enriquecida por la sorprendente y maravillosa decisión divina de emprender el Misterio de Cristo.
De ahí que la razón de la creación no sea sólo la santidad humana, sino la “santidad humana enriquecida y plenificada por el Misterio de Cristo”. Esto hace entender las expresiones de San Pablo al decir que Dios creó el universo “en” Cristo y “por” Cristo, expresiones que sintetizan el logos o sentido “cristológico” de la Creación.
Pero, ¿qué es el Misterio de Cristo? El kerigma cristiano ha entendido que el eterno designo redentor fue obra de la Trinidad, dentro de la solidaridad de la acción divina trinitaria. Pero fue la Sabiduría divina, el Verbo, la Persona trinitaria que “personificó” la voluntad redentora del Dios trinitario en su unidad de acción.
El sorprendente plan de creación contenido en el eterno designio, que conocemos por el cristianismo, incluía un compromiso casi impensable, y misterioso, mistérico, con la estirpe humana: el de unirse a ella por la Encarnación de la persona divina del Verbo, en la persona de Jesús, el Cristo o enviado por Dios para desvelar a los hombres el plan de Dios en la creación del universo. Por la Encarnación el Dios trinitario entra en la estirpe humana, pero también la estirpe humana entra dentro de la vida divina. El plan de Dios por ello no sólo incluía la filiación divina sino igualmente la hermandad con Jesús hecha posible por la encarnación.
La kénosis divina en la Creación y en el Misterio de Cristo. El desvelamiento a los hombres del eterno designio salvador de Dios concebido para la humanidad se manifiesta y se realiza a través del Misterio de Cristo en un momento de la historia del mundo. Si Dios en su plan de creación, manifiesto en la Voz del Dios de la Creación, se presenta como un Dios que se humilla por el silencio-de-Dios, primero ante el conocimiento por el enigma del universo y segundo ante el drama de la historia por el sufrimiento, así también el Dios que se manifiesta en la Encarnación es un Dios que se humilla por la kénosis de la Gloria de la Divinidad en la humildad de la carne humana.
La kénosis (Himno de San Pablo a los Filipenses) debe ser entendida en teología cristiana tanto como la humillación asumida por Dios en la Creación (kénosis en la creación) como en la Encarnación que se plenifica en el Misterio de la Muerte y Resurrección (kénosis cristológica). La kénosis o humillación de Dios en la Creación por el silencio divino, se manifiesta en armonía profunda con la kénosis de la Encarnación y la kénosis final de la Muerte y Resurrección de Cristo.
El “universal religioso” y el “cristianismo universal”
La imagen de la realidad promovida por la Era de la Ciencia, ha permitido pasar, por tanto, de una cultura de “patencia de la verdad”, que propició tanto al teísmo como al ateísmo dogmático, a una cultura de la incertidumbre en que el hombre queda confrontado con el enigma de la Verdad última del universo.
Esta incertidumbre moderna ha permitido caer en la cuenta de lo que con toda probabilidad fue intuido ya por todo hombre a lo largo de la historia (incluso a pesar de la influencia social de las culturas dogmáticas del pasado): el factum incontrovertible del silencio-de-Dios en el universo. Por ello, como se explicó en las sesiones primera y segunda de este ciclo, la religiosidad natural y todas las religiones suponen siempre el sentido de aceptar un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio.
Ahora bien, lo que dice el Dios de la Revelación en Jesús de Nazaret es precisamente lo que manifiesta y realiza finalmente el Misterio de Cristo, en armonía con el eterno designio divino de la creación: que Dios, en la creación, ha querido pasar por el momento de su ocultamiento, por la kénosis o humillación de su Gloria tal como se muestra en la cruz, donde aparece tanto el silencio o inoperancia de Dios ante el conocimiento por el enigma del universo que deja abierta la libertad y el pecado, como el silencio e inoperancia de Dios ante el drama de la historia por el sufrimiento; pero, al mismo tiempo, el Misterio de Cristo también realiza y manifiesta que ese Dios oculto se manifestará como Dios liberador cuando por la resurrección, anticipada en la resurrección de Cristo, los hombres entren en la salvación escatológica (más allá de la muerte) que Dios ha preparado para los santos.
Por consiguiente, en la cruz se manifiesta el Misterio eterno del designio divino: el de asumir su silencio ante el Cosmos y ante el drama de la historia. Jesús, el Hijo de Dios, la persona divina del Verbo o Sabiduría trinitaria, asume en la muerte en cruz su silencio ante el universo y el sufrimiento humano universal, presente en el sufrimiento de Jesús en la cruz. Pero el sacrificio de Cristo, que asume el pecado y el sufrimiento de la historia, así como la unión de todo hombre al sacrificio de Cristo, uniéndose al Dios oculto en la cruz, asumiendo su silencio y el sufrimiento, conducen finalmente a la liberación más allá de la muerte.
Por ello, entre el “universal religioso” y el cristianismo existe una profunda unidad de sentido. Cualquier hombre en el mundo, al ser libremente religioso, acepta la creencia en Dios porque admite el sentido de creer en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Los cristianos, a saber, quienes se han adherido a las palabras y a los hechos de Jesús de Nazaret, que se muestran en plenitud en el Misterio de su Muerte y Resurrección, al aceptar el mensaje de Jesús no hacen sino aceptar de una forma abismalmente más profunda lo que constituye la esencia misma del “universal religioso”.
Este Misterio no nos dice otra cosa, en efecto, que es real y existente el Dios que quiere permanecer oculto ante el conocimiento y ante el sufrimiento (la cruz), pero que ese Dios alberga un plan de liberación final de la historia (la resurrección). Es decir, cuando aquellos hombres religiosos, que no han conocido históricamente el cristianismo, lo son es porque implícitamente aceptan la cruz de Cristo al aceptar al Dios oculto y sufriente, y aceptan también igualmente la resurrección en la esperanza escatológica de la liberación.
De ahí que tenga sentido afirmar la unidad del fenómeno religioso universal, siempre mediado por el logos del Dios oculto y liberador, de tal manera que el “universal religioso” tiene su expresión suprema en el “cristianismo universal” que proclama que toda relación del hombre con Dios está mediada por la aceptación del Misterio de Cristo, implícitamente dado en el logos natural del Dios oculto y liberador.
El hombre, cuestión crucial para ciencia y fe cristiana
La gran cuestión del hombre ha estado presente desde el principio como protagonista esencial de las dos primeras sesiones del ciclo. El hombre es una cuestión crucial que nos afecta en lo más íntimo y no nos deja nunca indiferentes. ¿Quién es el hombre? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Cuál es su ontología profunda, su modo de ser real en el marco del universo? ¿Existe el alma en el sentido tradicional? ¿Qué es lo que verdaderamente debe afirmarse del hombre en el kerigma cristiano? ¿Cómo se realiza la salvación más allá de la muerte?
Estas son ciertamente preguntas cruciales que necesitan una aclaración que nos permita instalarnos con armonía, racionalidad y congruencia dentro de la fe cristiana. Ciertamente, sin aclarar estas cuestiones no podemos hablar de un entendimiento suficiente del lugar de la idea de Dios, del hombre y de las religiones en la Era de la Ciencia.
El punto de vista que hemos venido defendiendo en las dos sesiones iniciales del ciclo ha sido que el kerigma cristiano necesita una hermenéutica o interpretación (una búsqueda de armonía con la Voz del Dios de la Creación), de acuerdo con la imagen de la realidad en cada época. Nuestra tesis fundamental ha sido que, frente al mundo antiguo, la imagen del universo en la Era de la Ciencia, que se forma desde los inicios de la modernidad en el siglo XVI hasta la maduración de la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX, supone conocer con mayor precisión cómo es realmente el universo creado por Dios y, en consecuencia, ello lleva a la necesidad de emprender una nueva hermenéutica o interpretación del cristianismo en la moderna Era de la Ciencia.
La ciencia, como acabamos de comentar, nos obliga a pasar de un universo en que Dios se impone teocéntrica y teocráticamente, a un universo en que Dios se oculta para crear la libertad y la dignidad de un hombre que construye creativamente su historia. Lo mismo acontece en relación a la imagen del hombre en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el hombre? Cuál es su naturaleza, su forma de acceder al conocimiento y a la relación con Dios y la forma en que será salvado por Dios más-allá-de-la-muerte?
Por tanto, ¿quién es el hombre? Nuestra tesis es que el hombre ha sido creado por Dios en el universo tal como la ciencia moderna describe. La ciencia no ha llegado al final de los conocimientos, pero muestra ya con toda seguridad una línea armónica de conocimiento que lleva inequívocamente a una imagen monista del hombre como un ser que surge de las entrañas de la materia del universo, formado evolutivamente hasta la aparición de la sensibilidad-conciencia (común con el mundo animal) y, finalmente, hasta la emergencia evolutiva de las condiciones racio-emocionales propias de la especie humana. ¿Es esta imagen del hombre compatible con la imagen del hombre en la fe cristiana?
La imagen del hombre en la ciencia y la fe cristiana
La idea del hombre en la fe cristiana ha estado durante siglos y siglos bajo influencia del paradigma greco-romano. En un marco dualista, se entendió que el hombre era un compuesto de alma y cuerpo. El alma era una entidad inmortal por su propia naturaleza que, al producirse la muerte como separación de alma y cuerpo, entraba en la dimensión transcendente de la vida eterna. Esta manera de pensar “dualista” tuvo su origen en Platón y Aristóteles (hilemorfismo), pasando a la patrística (sobre todo en los neoplatonismos) y a los sistemas escolásticos.
La “idea” platónica o la “forma” aristotélica recogían el “ser” de Parménides que era lo que era y no podía dejar de ser. Santo Tomás distinguió entre las formas corruptibles (por ser compuestas) y la forma simple, el alma humana, que era inmortal por su propia naturaleza. Bástenos pues recordar que el “dualismo” fue una de las características del paradigma greco-romano. La cultura hebrea (como se ve hoy sin duda en los estudios de antropología hebrea) no era dualista: el hombre era una unidad viviente y la vida brotaba del cuerpo.
Pero el dualismo greco-romano, que dominaba la cultura inicial en que nació el cristianismo, forzó pronto, desde la patrística, construir una hermenéutica filosófico-teológica cristiana que ya era inequívocamente dualista. Este dualismo dominante de la filosofía y de la teología cristiana (no del kerigma, sino de la hermenéutica) se transmitió a la vivencia popular de la fe.
Incluso hoy, en nuestro tiempo, la mayor parte de los cristianos tienen la idea de la existencia en todos los hombres de un “alma inmortal” por su propia naturaleza ontológica que es lo que perdura más allá de la muerte. Tal como aproximadamente concibe la imaginación popular, en la muerte se produciría como la exhalación de esa entidad simple que, sin morir, entraría en una nueva dimensión (es lo que suele apuntarse en la expresión cristiana popular “exhaló el espíritu”).
Esta idea ha pasado al arte cristiano donde se ha pintado la separación del alma tras la muerte en forma de angelitos, llamas o palomas que se escapan de la materia y entran en el más allá. El alma es espiritual y simple, irreductible por su propia naturaleza al mundo de la materia que causa la entidad corporal que se corrompe y deshace tras la muerte. La muerte no es muerte del alma, sino la separación de alma y cuerpo, siendo éste objeto de corrupción.
Contradicción entre la idea de alma inmortal y la ciencia
Como hemos tenido ocasión de explicar en el epígrafe anterior, para la ciencia, cuando el hombre muere, muere en su totalidad. Es decir, la ciencia no tiene fundamento alguno para considerar que en el hombre exista algo similar a lo que la fe cristiana ha entendido como alma, en un contexto dualista. La vida psíquica de los animales (sus sistemas sensitivo-perceptivos, su conocimiento, sus emociones, y todos los procesos protohumanos complejos que anticipan la mente humana) resultan de los procesos engramáticos de las redes neurales (redes, mapas, circuitos, cánones, pautas… neurales).
En el hombre todo sucede de una forma similar a la mente animal, pero en los niveles de complejidad neural que causan la aparición del estado racio-emocional propio de la mente humana y su estructura psíquica. La biografía del hombre y sus obras en la historia se explican por las funciones que ha producido el sistema nervioso. En este contexto, como pasa con los animales, la muerte del hombre es la muerte de todo el hombre. La ciencia no tiene argumentos naturales, asequibles a la razón científico-filosófica, que lleven a pensar que exista algo más en el hombre. Esto es un hecho.
Es explicable que esta visión del hombre en la ciencia entre en contradicción con la imagen popular cristiana del alma. El dualismo y la idea de “alma inmortal” es una imagen tan arraigada (incluso de una forma emocional y vital) tanto en filósofos y teólogos (y sacerdotes con una formación intelectual muy elemental) como en la piedad popular de la mayoría de los fieles, que es explicable que lo dicho por la ciencia se vea como materialismo, impiedad, agresividad.
Basta sospechar que una persona duda, o pone en cuestión, una creencia tan arraigada para que se la descalifique y se la margine de mil maneras en ciertos círculos cristianos. Cabría decir que la creencia en el “alma” es sólo una fe que la ciencia no tiene por qué conocer.
Pero el problema es que la existencia del alma ha sido siempre, en el paradigma greco-romano, una afirmación filosófica, y esto ha traslucido a la idea popular del alma. Muchos científicos, sobre todo filósofos, psicólogos y neurólogos, conocen la afirmación cristiana del “alma” como hecho histórico objetivo propio de la tradición cristiana y ello es ocasión para comprobar y denunciar que el mundo cristiano se mueve fuera de la racionalidad y de la ciencia. Muchas de las incompatibilidades entre ciencia y fe se deben a la idea del alma. No son pocos los científicos que tienen en la idea cristiana de alma una ocasión de burla y escarnio de las creencias cristianas.
Es claro que esta contradicción, al menos aparente y con presencia social, hace que debamos preguntarnos, ¿es en efecto la imagen del hombre en la ciencia contradictoria con la imagen del hombre en la fe cristiana? Creemos que no es contradictoria. Pero, para entenderlo, debemos aclarar algunos extremos que deben llevarnos a una comprensión precisa de lo que queremos decir.
1) La fe cristiana no implica una idea científico-filosófica del hombre
Debe establecerse en primer lugar que el kerigma cristiano no contiene una idea del hombre ni cultural, ni filosófica, ni científica. La cultura hebrea tenía una cierta antropología no muy trabajada filosóficamente, pero que no era dualista. Esta antropología dejó su huella en la biblia, pero la creencia en la inspiración de las Escrituras, del AT y del NT, no supone considerar que la antropología hebrea estaba “inspirada”. Más adelante, la hermenéutica del cristianismo en la cultura greco-romana llevó al dualismo del paradigma antiguo que tuvo como resultado la idea de alma que hemos comentado.
Pero debemos entender que la idea de alma dualista no era “kerigma cristiano”, sino hermenéutica condicionada por el tiempo. Por consiguiente, la idea cristiana del hombre no exige necesariamente la identificación con la antropología dualista antigua. La formación de la idea del hombre en la modernidad estuvo determinada por la ciencia y, en especial, por la neurología evolutiva, llevando a las consecuencias expuestas. Es también evidente que la idea cristiana del hombre tampoco se identifica con la idea del hombre en la ciencia moderna. Por consiguiente, ¿cuál es entonces la idea del hombre en la fe cristiana?
2) El hombre en el kerigma cristiano
El hombre es un ser situado en el mundo cuya naturaleza racio-emocional le hace estar abierto al conocimiento del posible Dios y ser posible sujeto de una apelación divina. El cristianismo afirma que la incipiente llamada de Dios al hombre en la creación (testimonio del Padre) y en el sentido del Dios oculto y liberador (testimonio del Hijo, del Verbo, del Misterio de Cristo) han culminado en la llamada interior del Espíritu de Dios en el “espíritu” humano (testimonio del Espíritu Santo). Cuando el hombre responde positivamente a esta llamada es religioso y entra en la vía de la “santidad”.
El hombre, al ser religioso, vive esta llamada del Espíritu que, al ser una llamada, mueve a confiar en que no será “en falso”, sino que Dios será fiel a una llamada que no podrá cumplirse sino tras la muerte. La esperanza cristiana en una pervivencia más allá de la muerte es, pues, una consecuencia de la vivencia de una llamada del Espíritu que proyecta a la salvación en que Dios se compromete por su llamada en la Creación, en la palabra de Jesús y en la apelación interior del Espíritu. Es la confianza en la fidelidad de un Dios que llama y apela interiormente de una forma directa que se vive en la fe religiosa.
3) El hombre objeto de la apelación divina
Ahora bien, el hombre y el mundo, objeto de la apelación divina, no son necesariamente el hombre y el mundo de la cultura hebrea; no son el hombre y el mundo de la antropología dualista del paradigma greco-romano; no son el hombre y el mundo de la ciencia moderna. ¿Cómo son el hombre y el mundo? En realidad, la idea cristiana del hombre está abierta. En principio cómo son el hombre y el mundo se manifiesta en la obra de la creación y ésta es conocida por la razón, por la ciencia y la filosofía, de acuerdo con el avance del conocimiento.
Por tanto, si la ciencia y la filosofía entienden que el hombre es como se ha descrito antes y que no cabe pensar que exista un alma que, por su propio modo de ser espiritual y simple, en el marco de una antropología dualista antigua, sea inmortal, cabe pensar entonces que el hombre es como la ciencia moderna entiende. No hay otra vía sensata.
Se debe admitir que el hombre ha sido querido y creado por Dios tal como la razón humana entiende en este momento de la historia. No tiene sentido seguir aferrados a una manera de entender el hombre superada por la ciencia moderna porque la apelación divina al hombre, la respuesta e historia religiosa de la persona humana, la salvación y la pervivencia más allá de la muerte, pueden entenderse cristianamente sin necesidad de recurrir a un alma inmortal por naturaleza, que no muere (tal como se entendía en el paradigma antiguo). Todo parece indicar hoy que el hombre muere en su totalidad, pero la persona humana configurada en la historia de su relación con Dios, la parte superior del hombre (que podemos seguir llamando “alma”, con tal que no le demos un sentido dualista), será salvada por Dios.
4) La llamada salvadora del Espíritu se cumplirá en la Nueva Creación
Por tanto, el ser humano es la historia de la vivencia personal de su Yo, sus conocimientos, sus emociones, sus decisiones libres, incluso en parte su esclavitud del determinismo neural, sus trabajos, su vida interior, sus pensamientos, sus relaciones interpersonales, sus amores, sus sufrimientos, su vivencia del dramatismo de la historia, el camino hacia Dios a lo largo de la vida, sus decisiones y vivencias religiosas, el diálogo mistérico con Dios a lo largo de los años… Ese conjunto de experiencias de la biografía del Yo constituye la parte superior del hombre, su “espíritu”: podemos decir incluso que el hombre, a lo largo de su vida ha configurado su “alma personal”, hecha a partir de las posibilidades de su biología neurológica específica, creada y querida por Dios.
Esa alma humana que recibe la llamada o apelación del Espíritu de Dios confía en la salvación y pervivencia más allá de la muerte no porque el alma no muera por su ontología física, sino porque Dios, en la Nueva Creación prometida, emprenderá la recreación de nuestra alma personal. Ya el mismo san Pablo, al referirse a la esperanza cristiana de la vida eterna, se refiere siempre a ella en términos de resurrección, de la re-creación hecha por Dios de nuestro cuerpo ya inmortal en la Nueva Creación. Sin resurrección no habría esperanza de salvación.
Incluso para la teología antigua, ya que las almas sin el cuerpo no tenían individualidad personal, debía esperarse igualmente la re-creación de un nuevo cuerpo inmortal hecha por Dios. En la liturgia cristiana hay formulaciones (que provienen de san Agustín) que pueden interpretarse en el sentido que explicamos: “aunque la certeza de morir nos entristece…”, ya que la muerte de nuestra entidad humana es cierta, sin embargo, “nos consuela la esperanza de una futura inmortalidad”, ya que la inmortalidad en que el hombre puede confiar por la fe no es una inmortalidad natural debida a una “indestructibilidad físico-ontológica de un alma aristotélica” sino la inmortalidad re-creada por Dios en la Nueva Jerusalén Celestial.
Esta creencia en la omnipotencia divina para re-crear el yo personal de cada uno en un nuevo cuerpo inmortal, es una creencia, una persuasión fundada en la fe y envuelta en un profundo misterio. ¿Cómo crea Dios el universo? ¿Cómo se relaciona la ontología del universo con la ontología de Dios? Todo esto y otras muchísimas cosas no las conocemos.
El ateo tampoco puede responder muchas de las preguntas acerca de la existencia de un puro universo. El hombre vive en el misterio, y uno de los misterios de la fe es cómo la omnipotencia divina será capaz de re-crear nuestro yo personal de una forma más rica y potente que en la tierra. Pero la creencia esperanzada de que el Dios que ha sido capaz de crear el universo vaya a ser también capaz de emprender una Nueva Creación donde salve también la personalidad de todos los hombres, no es sino una forma lógica de admitir la omnipotencia divina.
Conclusión
Por consiguiente, la única actitud que tiene sentido para la filosofía y la teología cristiana es entender que el mundo ha sido creado por Dios tal como la ciencia y la filosofía moderna entienden, hasta este momento de la historia, con rigor y honestidad.
No tendría sentido, ni sería culturalmente posible, enrrocarse en una visión antigua y anacrónica de las cosas que sólo acabaría conduciendo a la marginación intelectual de la fe cristiana en el mundo moderno y a dificultar innecesariamente la proclamación del kerigma cristiano. Hay que admitir que el universo ha sido creado por Dios en la forma que la ciencia describe. Ahora bien, la imagen del hombre y del mundo en la ciencia moderna es perfectamente compatible con la imagen esencial del hombre en la fe cristiana, un hombre apelado por Dios en el Espíritu y llamado a la salvación.
El “alma” humana es “inmortal” no porque esté constituida por una ontología “indestructible” o “inmortal” por su naturaleza, de acuerdo con la imagen dualista que dominó el mundo cristiano durante siglos, sino porque Dios será fiel a su llamada y la recreará en la Nueva Creación, donde perdurará ya sin morir.
El cristiano no sabe cómo es Dios, cómo ha creado el universo, cómo es la ontología profunda de la materia, de los seres vivos y del hombre. Creer en la pervivencia más allá de la muerte que dará principio a un estado nuevo de inmortalidad no supone saber racional, científico, filosóficamente, es la respuesta a la apelación divina y a la fidelidad a la promesa de liberación final que esta apelación lleva consigo.
Pensemos que el universo enigmático en que vivimos nos sitúa en una profunda incertidumbre metafísica. El ateísmo es posible, intelectualmente construible y aceptable con una moralidad natural incuestionable. Pero el ateísmo, sin duda, legítima opción de la libertad humana, no puede impedir en la actualidad –sin caer en un dogmatismo arcaico hoy fuera de la sensibilidad de nuestro tiempo– que el teísmo, las religiones y el cristianismo presenten los argumentos que hacen su visión religiosa del universo como una forma viable de entender la verdad última y el sentido de la vida.
Una manera de ver las cosas, absolutamente mayoritaria en la historia de la humanidad, que no trata de imponerse necesariamente. Pero que intenta mostrar con toda legitimidad los argumentos que la hacen viable. Por ello argumentan que, en la Era de la Ciencia, la imagen de un universo enigmático y en incertidumbre hace posible una religiosidad nueva y más profunda, de la misma manera que argumentan también que la imagen del hombre en el universo evolutivo hace posible una nueva manera de entender la confianza religiosa en una pervivencia inmortal más allá de la muerte.
Artículo elaborado por Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, Cátedra CTR de la Universidad Comillas-Madrid, y co-editor de Tendencias21 de las Religiones.
Como hemos tenido ocasión de explicar en el epígrafe anterior, para la ciencia, cuando el hombre muere, muere en su totalidad. Es decir, la ciencia no tiene fundamento alguno para considerar que en el hombre exista algo similar a lo que la fe cristiana ha entendido como alma, en un contexto dualista. La vida psíquica de los animales (sus sistemas sensitivo-perceptivos, su conocimiento, sus emociones, y todos los procesos protohumanos complejos que anticipan la mente humana) resultan de los procesos engramáticos de las redes neurales (redes, mapas, circuitos, cánones, pautas… neurales).
En el hombre todo sucede de una forma similar a la mente animal, pero en los niveles de complejidad neural que causan la aparición del estado racio-emocional propio de la mente humana y su estructura psíquica. La biografía del hombre y sus obras en la historia se explican por las funciones que ha producido el sistema nervioso. En este contexto, como pasa con los animales, la muerte del hombre es la muerte de todo el hombre. La ciencia no tiene argumentos naturales, asequibles a la razón científico-filosófica, que lleven a pensar que exista algo más en el hombre. Esto es un hecho.
Es explicable que esta visión del hombre en la ciencia entre en contradicción con la imagen popular cristiana del alma. El dualismo y la idea de “alma inmortal” es una imagen tan arraigada (incluso de una forma emocional y vital) tanto en filósofos y teólogos (y sacerdotes con una formación intelectual muy elemental) como en la piedad popular de la mayoría de los fieles, que es explicable que lo dicho por la ciencia se vea como materialismo, impiedad, agresividad.
Basta sospechar que una persona duda, o pone en cuestión, una creencia tan arraigada para que se la descalifique y se la margine de mil maneras en ciertos círculos cristianos. Cabría decir que la creencia en el “alma” es sólo una fe que la ciencia no tiene por qué conocer.
Pero el problema es que la existencia del alma ha sido siempre, en el paradigma greco-romano, una afirmación filosófica, y esto ha traslucido a la idea popular del alma. Muchos científicos, sobre todo filósofos, psicólogos y neurólogos, conocen la afirmación cristiana del “alma” como hecho histórico objetivo propio de la tradición cristiana y ello es ocasión para comprobar y denunciar que el mundo cristiano se mueve fuera de la racionalidad y de la ciencia. Muchas de las incompatibilidades entre ciencia y fe se deben a la idea del alma. No son pocos los científicos que tienen en la idea cristiana de alma una ocasión de burla y escarnio de las creencias cristianas.
Es claro que esta contradicción, al menos aparente y con presencia social, hace que debamos preguntarnos, ¿es en efecto la imagen del hombre en la ciencia contradictoria con la imagen del hombre en la fe cristiana? Creemos que no es contradictoria. Pero, para entenderlo, debemos aclarar algunos extremos que deben llevarnos a una comprensión precisa de lo que queremos decir.
1) La fe cristiana no implica una idea científico-filosófica del hombre
Debe establecerse en primer lugar que el kerigma cristiano no contiene una idea del hombre ni cultural, ni filosófica, ni científica. La cultura hebrea tenía una cierta antropología no muy trabajada filosóficamente, pero que no era dualista. Esta antropología dejó su huella en la biblia, pero la creencia en la inspiración de las Escrituras, del AT y del NT, no supone considerar que la antropología hebrea estaba “inspirada”. Más adelante, la hermenéutica del cristianismo en la cultura greco-romana llevó al dualismo del paradigma antiguo que tuvo como resultado la idea de alma que hemos comentado.
Pero debemos entender que la idea de alma dualista no era “kerigma cristiano”, sino hermenéutica condicionada por el tiempo. Por consiguiente, la idea cristiana del hombre no exige necesariamente la identificación con la antropología dualista antigua. La formación de la idea del hombre en la modernidad estuvo determinada por la ciencia y, en especial, por la neurología evolutiva, llevando a las consecuencias expuestas. Es también evidente que la idea cristiana del hombre tampoco se identifica con la idea del hombre en la ciencia moderna. Por consiguiente, ¿cuál es entonces la idea del hombre en la fe cristiana?
2) El hombre en el kerigma cristiano
El hombre es un ser situado en el mundo cuya naturaleza racio-emocional le hace estar abierto al conocimiento del posible Dios y ser posible sujeto de una apelación divina. El cristianismo afirma que la incipiente llamada de Dios al hombre en la creación (testimonio del Padre) y en el sentido del Dios oculto y liberador (testimonio del Hijo, del Verbo, del Misterio de Cristo) han culminado en la llamada interior del Espíritu de Dios en el “espíritu” humano (testimonio del Espíritu Santo). Cuando el hombre responde positivamente a esta llamada es religioso y entra en la vía de la “santidad”.
El hombre, al ser religioso, vive esta llamada del Espíritu que, al ser una llamada, mueve a confiar en que no será “en falso”, sino que Dios será fiel a una llamada que no podrá cumplirse sino tras la muerte. La esperanza cristiana en una pervivencia más allá de la muerte es, pues, una consecuencia de la vivencia de una llamada del Espíritu que proyecta a la salvación en que Dios se compromete por su llamada en la Creación, en la palabra de Jesús y en la apelación interior del Espíritu. Es la confianza en la fidelidad de un Dios que llama y apela interiormente de una forma directa que se vive en la fe religiosa.
3) El hombre objeto de la apelación divina
Ahora bien, el hombre y el mundo, objeto de la apelación divina, no son necesariamente el hombre y el mundo de la cultura hebrea; no son el hombre y el mundo de la antropología dualista del paradigma greco-romano; no son el hombre y el mundo de la ciencia moderna. ¿Cómo son el hombre y el mundo? En realidad, la idea cristiana del hombre está abierta. En principio cómo son el hombre y el mundo se manifiesta en la obra de la creación y ésta es conocida por la razón, por la ciencia y la filosofía, de acuerdo con el avance del conocimiento.
Por tanto, si la ciencia y la filosofía entienden que el hombre es como se ha descrito antes y que no cabe pensar que exista un alma que, por su propio modo de ser espiritual y simple, en el marco de una antropología dualista antigua, sea inmortal, cabe pensar entonces que el hombre es como la ciencia moderna entiende. No hay otra vía sensata.
Se debe admitir que el hombre ha sido querido y creado por Dios tal como la razón humana entiende en este momento de la historia. No tiene sentido seguir aferrados a una manera de entender el hombre superada por la ciencia moderna porque la apelación divina al hombre, la respuesta e historia religiosa de la persona humana, la salvación y la pervivencia más allá de la muerte, pueden entenderse cristianamente sin necesidad de recurrir a un alma inmortal por naturaleza, que no muere (tal como se entendía en el paradigma antiguo). Todo parece indicar hoy que el hombre muere en su totalidad, pero la persona humana configurada en la historia de su relación con Dios, la parte superior del hombre (que podemos seguir llamando “alma”, con tal que no le demos un sentido dualista), será salvada por Dios.
4) La llamada salvadora del Espíritu se cumplirá en la Nueva Creación
Por tanto, el ser humano es la historia de la vivencia personal de su Yo, sus conocimientos, sus emociones, sus decisiones libres, incluso en parte su esclavitud del determinismo neural, sus trabajos, su vida interior, sus pensamientos, sus relaciones interpersonales, sus amores, sus sufrimientos, su vivencia del dramatismo de la historia, el camino hacia Dios a lo largo de la vida, sus decisiones y vivencias religiosas, el diálogo mistérico con Dios a lo largo de los años… Ese conjunto de experiencias de la biografía del Yo constituye la parte superior del hombre, su “espíritu”: podemos decir incluso que el hombre, a lo largo de su vida ha configurado su “alma personal”, hecha a partir de las posibilidades de su biología neurológica específica, creada y querida por Dios.
Esa alma humana que recibe la llamada o apelación del Espíritu de Dios confía en la salvación y pervivencia más allá de la muerte no porque el alma no muera por su ontología física, sino porque Dios, en la Nueva Creación prometida, emprenderá la recreación de nuestra alma personal. Ya el mismo san Pablo, al referirse a la esperanza cristiana de la vida eterna, se refiere siempre a ella en términos de resurrección, de la re-creación hecha por Dios de nuestro cuerpo ya inmortal en la Nueva Creación. Sin resurrección no habría esperanza de salvación.
Incluso para la teología antigua, ya que las almas sin el cuerpo no tenían individualidad personal, debía esperarse igualmente la re-creación de un nuevo cuerpo inmortal hecha por Dios. En la liturgia cristiana hay formulaciones (que provienen de san Agustín) que pueden interpretarse en el sentido que explicamos: “aunque la certeza de morir nos entristece…”, ya que la muerte de nuestra entidad humana es cierta, sin embargo, “nos consuela la esperanza de una futura inmortalidad”, ya que la inmortalidad en que el hombre puede confiar por la fe no es una inmortalidad natural debida a una “indestructibilidad físico-ontológica de un alma aristotélica” sino la inmortalidad re-creada por Dios en la Nueva Jerusalén Celestial.
Esta creencia en la omnipotencia divina para re-crear el yo personal de cada uno en un nuevo cuerpo inmortal, es una creencia, una persuasión fundada en la fe y envuelta en un profundo misterio. ¿Cómo crea Dios el universo? ¿Cómo se relaciona la ontología del universo con la ontología de Dios? Todo esto y otras muchísimas cosas no las conocemos.
El ateo tampoco puede responder muchas de las preguntas acerca de la existencia de un puro universo. El hombre vive en el misterio, y uno de los misterios de la fe es cómo la omnipotencia divina será capaz de re-crear nuestro yo personal de una forma más rica y potente que en la tierra. Pero la creencia esperanzada de que el Dios que ha sido capaz de crear el universo vaya a ser también capaz de emprender una Nueva Creación donde salve también la personalidad de todos los hombres, no es sino una forma lógica de admitir la omnipotencia divina.
Conclusión
Por consiguiente, la única actitud que tiene sentido para la filosofía y la teología cristiana es entender que el mundo ha sido creado por Dios tal como la ciencia y la filosofía moderna entienden, hasta este momento de la historia, con rigor y honestidad.
No tendría sentido, ni sería culturalmente posible, enrrocarse en una visión antigua y anacrónica de las cosas que sólo acabaría conduciendo a la marginación intelectual de la fe cristiana en el mundo moderno y a dificultar innecesariamente la proclamación del kerigma cristiano. Hay que admitir que el universo ha sido creado por Dios en la forma que la ciencia describe. Ahora bien, la imagen del hombre y del mundo en la ciencia moderna es perfectamente compatible con la imagen esencial del hombre en la fe cristiana, un hombre apelado por Dios en el Espíritu y llamado a la salvación.
El “alma” humana es “inmortal” no porque esté constituida por una ontología “indestructible” o “inmortal” por su naturaleza, de acuerdo con la imagen dualista que dominó el mundo cristiano durante siglos, sino porque Dios será fiel a su llamada y la recreará en la Nueva Creación, donde perdurará ya sin morir.
El cristiano no sabe cómo es Dios, cómo ha creado el universo, cómo es la ontología profunda de la materia, de los seres vivos y del hombre. Creer en la pervivencia más allá de la muerte que dará principio a un estado nuevo de inmortalidad no supone saber racional, científico, filosóficamente, es la respuesta a la apelación divina y a la fidelidad a la promesa de liberación final que esta apelación lleva consigo.
Pensemos que el universo enigmático en que vivimos nos sitúa en una profunda incertidumbre metafísica. El ateísmo es posible, intelectualmente construible y aceptable con una moralidad natural incuestionable. Pero el ateísmo, sin duda, legítima opción de la libertad humana, no puede impedir en la actualidad –sin caer en un dogmatismo arcaico hoy fuera de la sensibilidad de nuestro tiempo– que el teísmo, las religiones y el cristianismo presenten los argumentos que hacen su visión religiosa del universo como una forma viable de entender la verdad última y el sentido de la vida.
Una manera de ver las cosas, absolutamente mayoritaria en la historia de la humanidad, que no trata de imponerse necesariamente. Pero que intenta mostrar con toda legitimidad los argumentos que la hacen viable. Por ello argumentan que, en la Era de la Ciencia, la imagen de un universo enigmático y en incertidumbre hace posible una religiosidad nueva y más profunda, de la misma manera que argumentan también que la imagen del hombre en el universo evolutivo hace posible una nueva manera de entender la confianza religiosa en una pervivencia inmortal más allá de la muerte.
Artículo elaborado por Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, Cátedra CTR de la Universidad Comillas-Madrid, y co-editor de Tendencias21 de las Religiones.