En la revista Paradigma reflexionaba hace poco (2008) sobre un tema cuya actualidad sigue vigente: la alternativa emergentista tanto a las explicaciones filosóficas del dualismo clásico como a la sinplificación del reduccionismo científico predominante en gran parte del siglo XX. El pensamiento de Robert B. Laughlin, “I am carbon, but I need not have been. I have a meaning transcending the atoms from which I am made”, apunta al reconocimiento de que somos materia, pero que en nosotros ha emergido una forma de ser real que transciende a la materia.
Nuestro discurso llevará a esta misma consideración que sentamos ahora como principio: a la pregunta por el sentido del ser humano, compuesto de carbono, como dice Laughlin, pero capaz de interrogarse por el sentido de su existencia no necesaria, ni para sí mismo, ni para los otros humanos, ni para el mundo maravilloso que nos rodea. “¿Qué es el hombre?” Se pregunta el salmista (Salmo 8). Esta pregunta sigue siendo la gran cuestión de toda antropología. ¿Llegaremos un día a poderla responder?
En el pensamiento occidental ha constituido una constante universal abordar el problema del hombre desde el dualismo, es decir, explicar al ser humano por dos principios metafísicos que se pueden presentar mediante diferentes parejas de conceptos: materia y espíritu, cuerpo y alma, mente y cerebro. Incluso en nuestra cultura moderna difícilmente podemos evadirnos de la formulación dualística cartesiana: res extensa y res cogitans, porque, en definitiva, el dualismo como decía Jacques Monod tiene al menos una función explicativa de lo humano, según sus palabras: “el dualismo conserva en suma su verdad operacional”. La misma historia de la aparición evolutiva del hombre la explicamos mediante las dos caras de un mismo proceso: hominización y humanización.
El problema del dualismo en la tradición occidental
Quizá la formulación dualista contemporánea más clara haya sido la conocida como la de «los tres mundos» de Karl Popper; para adentrarnos en la última realidad humana, además del mundo 1 de las realidades físicas que son experimentales, medibles y registrables, debemos tener presente el mundo 2, definido por Popper como: “el mundo de los estados mentales, incluyendo entre ellos los estado de conciencia, las disposiciones psicológicas y los estados inconscientes”. El filósofo de la falsación agrega a estos dos mundos el mundo 3: “el mundo de los contenidos del pensamiento, y ciertamente de los productos de la mente humana”, como el derecho, la moral, el arte, la filosofía, lo que Hegel llamó el espíritu objetivo.
Los tres mundos popperianos no son compartimentos estancos. En el ser humano están íntimamente relacionados formando esa unidad que en nuestra tradición occidental desde Tertuliano, llamamos persona. Así pues, en el intento de explicarnos a nosotros mismos, no podemos negar el carácter pedagógico de todos los dualismos, en sus diferentes manifestaciones, pero debemos conjugarlos con la experiencia íntima e intransferible de la continuidad del «yo», de esa unidad personal que percibimos a lo largo de nuestra propia historia, aunque el cuerpo vaya creciendo, cambiando y envejeciendo.
El problema que intentamos abordar es el problema del dualismo enfocado al cerebro humano y a la emergencia de los que llamamos la mente, o si quiere, el alma, la psique o el espíritu. En la última década las neurociencias, desde la bioquímica de la transmisión sináptica a la electrofisiología, nos dicen que todos los fenómenos sensoriales, incluso la experiencia religiosa más profunda, -los fenómenos místicos-, tienen su base en el sistema nervioso central, quedarán reflejados en la actividad eléctrica del mismo y pueden ser registrados.
Neurociencias y dualismo
Los dos métodos, por ahora, más utilizados y que mayor información proporcionan son la PET (Positron-Emission-Tomography), que muestra gráficamente el consumo de glucosa por los centros cerebrales y la Resonancia Magnética funcional (RMf), que permite conocer el flujo de sangre en los centros cerebrales. Desde las intuiciones de William James hasta los recientes experimentos de Andrew Newberg y Eugene D’Aquili así lo confirman. Las neurociencias entrarían dentro del llamado mundo 1 de Popper. Pero, ¿el mundo 2, el mundo de la conciencia, el mundo que constituye ese fondo nuestro irrenunciable que llamamos «yo» y que de alguna manera muestra también su actividad registrable y medible queda así reducido al mundo 1? ¿Somos algo más que esa urdimbre activa de interconexiones sinápticas? ¿Somos algo más que carbono, pero que no tenemos necesidad de existir?
De un modo más crudo vuelve a plantearse el antiguo problema del reduccionismo: ¿es el mundo2 popperiano completamente reducible al mundo1? ¿No estaría, incluso la experiencia personal de la unidad y continuidad del «yo» a favor de un monismo? ¿Entre el monismo reduccionista y los diferentes dualismos metafísicos tradicionales, sobre todo la metafísica aristotélico-tomista y todas sus escuelas, no cabe otra postura alternativa de explicación coherente de la complejidad del ser humano?
Decíamos anteriormente que las neurociencias son capaces de explicarnos todas las actividades cerebrales. Sabemos que en los humanos modernos, el proceso de hominización nos ha llevado a un estado en el que las capacidades lógico analíticas del cerebro izquierdo están más desarrolladas, lo que puede conducirnos a pensar que el hombre moderno, que vive inmerso en una cultura científico técnica está menos capacitado para las experiencias que llamamos en nuestro lenguaje común experiencias espirituales. ¿No serían, al menos, las experiencias del mundo del espíritu meras activaciones del cerebro evolutivamente más primitivo, el sistema límbico con la parte de la corteza límbica y del cerebro derecho?
Ciertamente, las neurociencias analizan, nos clarifican y especifican la anatomía y la activad cerebral. De lleno entramos en el segundo polo de nuestra búsqueda de lo humano. Hablábamos de cerebro y espíritu. Se nos abre ahora otra pregunta ¿Qué es el espíritu? ¿Dónde podemos encajar las experiencias espirituales, que son fruto de la actividad de ese mundo 2 popperiano?
Materia y espíritu: antropología hebrea y antropología griega
Lo primero que necesitamos es delimitar, definir bien los dos conceptos: materia y espíritu. Si nos vamos al Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, nos encontramos que define la materia como: “realidad espacial y perceptible por los sentidos, que con la energía constituye el mundo físico” y en otra acepción: “materia es lo opuesto al espíritu”. Igualmente el espíritu es definido como: “Ser inmaterial y dotado de razón”.
En las mismas definiciones del Diccionario nos encontramos con una circularidad aporética: materia es definido como lo opuesto al espíritu y espíritu como lo contrario a la materia. Nos vemos, una vez más, apresados en la ratonera del lenguaje y nos vemos avocados a hablar dualísticamente. Materia y espíritu son dos términos muy polisémicos. Si confuso es, hoy día, para la Física el concepto de materia, más ambiguo e indecible es el concepto del espíritu, al que llegamos por la negación de las cualidades de aprehensibilidad sensorial que damos a la materia. Sin embargo, el espíritu, lo que los escolásticos llamaban el alma, la mente, la psique -como le gusta llamar a Xavier Zubiri-, lo captamos en las experiencias humanas más profundas: la intuición, el amor, la belleza, la libertad, el bien y en todas sus manifestaciones el Derecho, el Arte, la Filosofía etcétera.
Nuestra cultura occidental es fundamentalmente heredera de dos tradiciones: la greco-latina y la judeo-cristiana. En la tradición bíblica encontramos un dualismo: basar, para referirse al cuerpo y ruah para referirse al espíritu, que es el soplo, el aliento de la vida, (por pneúma se tradujo al griego y por spiritus al latín). Pero en la Biblia tanto el cuerpo, como la carne designan al hombre en su totalidad concreta. No estamos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, ante principios metafísicos constituyentes, sino como afirma Pedro Laín Entralgo ante realidades morales.
En la concepción griega tanto los elementos del dualismo platónico (cuerpo y alma), como los del aristotélico (materia y forma substancial) son principios metafísicos; y además en el mundo griego existe una cierta connotación pesimista para la materia. Incluso en nuestro propio lenguaje actual, decir que alguien es materialista tiene una valoración negativa. No así en la concepción hebrea donde todo lo creado ha salido de las manos de Dios y según el Génesis: “y vio Dios que era bueno”.
¿Es posible superar el dualismo sin caer en un reduccionismo monista? Quizá quien a mi juicio ha profundizado con más claridad en lo que puede ser la unidad materia y espíritu “en su origen, en su historia y en su meta”, ha sido el teólogo Karl Rahner en su estudio: La unidad de espíritu y materia en la comprensión de la fe cristiana”. Según Rahner, materia y espíritu “han de ser, por el contrario, concebidos, como en la primera experiencia originaria, en cuanto momentos, diversos entre sí, y referidos recíprocamente de modo indisoluble, de la realidad una y creada”.
Emergentismo
Me inclino fuertemente a considerar el emergentismo no monista, como la hipótesis más plausible para superar el dualismo metafísico tradicional sin caer en ningún tipo de reduccionismo. Xavier Zubiri critica el término emerger y prefiere, junto con Laín Entralgo, la metáfora brotar; sólo emerge lo que de alguna manera está anteriormente sumergido, como las islas emergen en el mar; creo que igualmente se puede criticar la imagen del brotar: brota el agua en la fuente porque previamente está en el venero, aunque la imagen del brote de una nueva planta desde la semilla sea la que más se asemeje a la aparición de novedad del emergentismo.
Ninguna de las dos metáforas nos explica todo el contenido de lo que significa para la filosofía actual la emergencia de novedad, puesto que la emergencia, tal como es usada por los emergentistas, tanto monistas como no monistas, posee un contenido semántico concreto y a él nos referimos en este ensayo. En este sentido utilizo el término emerger. Últimamente Zubiri prefirió hablar de elevación en su monografía: Espacio, tiempo y materia. Según Zubiri la materia puede dar de sí estructuras superiores. “Las potencialidades de elevación son potencialidades de hacerle hacer a la materia desde sí misma lo que por sí misma no puede hacer. (…) La materia da de sí la intelección, pero no por sí misma, sino por elevación”.
Así pues, el concepto físico de emergencia hace referencia a aquellas propiedades o procesos de un sistema no reducibles a las propiedades de los elementos estructurales o funcionales del mismo; el todo es más que la sumas de las partes y es algo nuevo. En el caso concreto que estudiamos del cerebro y la mente (el espíritu), la emergencia se refiere a la afirmación de que la aparición de la mente (o del espíritu) no es reducible al conjunto de los elementos estructurales del sistema, las neuronas, y ni siquiera al conjunto de los elementos funcionales, las interconexiones sinápticas.
Complejidad neuronal
Las neurociencias nos hablan de la complejidad, casi inabarcable, -tercer abismo de la complejidad lo llamó Teilhard de Chardin-, de los sistemas neuronales; se calcula que el número de neuronas del cerebro humano supera los cien mil millones y el número de conexiones sinápticas sobrepasa los cien billones. Teilhard de Chardin habla de una deriva cósmica de la materia hacia estados de ordenación cada vez más centrocomplicados, el infinito de la complejidad, tal real como lo ínfimo y lo inmenso, los dos infinitos pascalianos.
En esta línea, merece mención el libro del Profesor de Teología en la Claremont School of Theology, Philip Clayton, Mind and Emergence, from quantum to consciousness (2004). Clayton desarrolla un argumento, que quiere ser constructivo y polifacético para una nueva visión del mundo basada en la llamada emergencia fuerte: sistemas complejos pueden llegar a la existencia con sus propias estructuras, leyes y mecanismos causales.
Este concepto de emergencia supone: un monismo ontológico (la realidad en último termino está compuesta de un único tipo básico de materia), la emergencia de propiedades nuevas y, por consiguiente lo emergente no es reducible a niveles más bajos y, finalmente, la influencia causal del todos sobre las partes (la llamada downward causality). No es el momento de entrar en discusión con el autor, pero creo que desde sus presupuestos puede afirmarse un emergentismo no monista.
Nuestro discurso llevará a esta misma consideración que sentamos ahora como principio: a la pregunta por el sentido del ser humano, compuesto de carbono, como dice Laughlin, pero capaz de interrogarse por el sentido de su existencia no necesaria, ni para sí mismo, ni para los otros humanos, ni para el mundo maravilloso que nos rodea. “¿Qué es el hombre?” Se pregunta el salmista (Salmo 8). Esta pregunta sigue siendo la gran cuestión de toda antropología. ¿Llegaremos un día a poderla responder?
En el pensamiento occidental ha constituido una constante universal abordar el problema del hombre desde el dualismo, es decir, explicar al ser humano por dos principios metafísicos que se pueden presentar mediante diferentes parejas de conceptos: materia y espíritu, cuerpo y alma, mente y cerebro. Incluso en nuestra cultura moderna difícilmente podemos evadirnos de la formulación dualística cartesiana: res extensa y res cogitans, porque, en definitiva, el dualismo como decía Jacques Monod tiene al menos una función explicativa de lo humano, según sus palabras: “el dualismo conserva en suma su verdad operacional”. La misma historia de la aparición evolutiva del hombre la explicamos mediante las dos caras de un mismo proceso: hominización y humanización.
El problema del dualismo en la tradición occidental
Quizá la formulación dualista contemporánea más clara haya sido la conocida como la de «los tres mundos» de Karl Popper; para adentrarnos en la última realidad humana, además del mundo 1 de las realidades físicas que son experimentales, medibles y registrables, debemos tener presente el mundo 2, definido por Popper como: “el mundo de los estados mentales, incluyendo entre ellos los estado de conciencia, las disposiciones psicológicas y los estados inconscientes”. El filósofo de la falsación agrega a estos dos mundos el mundo 3: “el mundo de los contenidos del pensamiento, y ciertamente de los productos de la mente humana”, como el derecho, la moral, el arte, la filosofía, lo que Hegel llamó el espíritu objetivo.
Los tres mundos popperianos no son compartimentos estancos. En el ser humano están íntimamente relacionados formando esa unidad que en nuestra tradición occidental desde Tertuliano, llamamos persona. Así pues, en el intento de explicarnos a nosotros mismos, no podemos negar el carácter pedagógico de todos los dualismos, en sus diferentes manifestaciones, pero debemos conjugarlos con la experiencia íntima e intransferible de la continuidad del «yo», de esa unidad personal que percibimos a lo largo de nuestra propia historia, aunque el cuerpo vaya creciendo, cambiando y envejeciendo.
El problema que intentamos abordar es el problema del dualismo enfocado al cerebro humano y a la emergencia de los que llamamos la mente, o si quiere, el alma, la psique o el espíritu. En la última década las neurociencias, desde la bioquímica de la transmisión sináptica a la electrofisiología, nos dicen que todos los fenómenos sensoriales, incluso la experiencia religiosa más profunda, -los fenómenos místicos-, tienen su base en el sistema nervioso central, quedarán reflejados en la actividad eléctrica del mismo y pueden ser registrados.
Neurociencias y dualismo
Los dos métodos, por ahora, más utilizados y que mayor información proporcionan son la PET (Positron-Emission-Tomography), que muestra gráficamente el consumo de glucosa por los centros cerebrales y la Resonancia Magnética funcional (RMf), que permite conocer el flujo de sangre en los centros cerebrales. Desde las intuiciones de William James hasta los recientes experimentos de Andrew Newberg y Eugene D’Aquili así lo confirman. Las neurociencias entrarían dentro del llamado mundo 1 de Popper. Pero, ¿el mundo 2, el mundo de la conciencia, el mundo que constituye ese fondo nuestro irrenunciable que llamamos «yo» y que de alguna manera muestra también su actividad registrable y medible queda así reducido al mundo 1? ¿Somos algo más que esa urdimbre activa de interconexiones sinápticas? ¿Somos algo más que carbono, pero que no tenemos necesidad de existir?
De un modo más crudo vuelve a plantearse el antiguo problema del reduccionismo: ¿es el mundo2 popperiano completamente reducible al mundo1? ¿No estaría, incluso la experiencia personal de la unidad y continuidad del «yo» a favor de un monismo? ¿Entre el monismo reduccionista y los diferentes dualismos metafísicos tradicionales, sobre todo la metafísica aristotélico-tomista y todas sus escuelas, no cabe otra postura alternativa de explicación coherente de la complejidad del ser humano?
Decíamos anteriormente que las neurociencias son capaces de explicarnos todas las actividades cerebrales. Sabemos que en los humanos modernos, el proceso de hominización nos ha llevado a un estado en el que las capacidades lógico analíticas del cerebro izquierdo están más desarrolladas, lo que puede conducirnos a pensar que el hombre moderno, que vive inmerso en una cultura científico técnica está menos capacitado para las experiencias que llamamos en nuestro lenguaje común experiencias espirituales. ¿No serían, al menos, las experiencias del mundo del espíritu meras activaciones del cerebro evolutivamente más primitivo, el sistema límbico con la parte de la corteza límbica y del cerebro derecho?
Ciertamente, las neurociencias analizan, nos clarifican y especifican la anatomía y la activad cerebral. De lleno entramos en el segundo polo de nuestra búsqueda de lo humano. Hablábamos de cerebro y espíritu. Se nos abre ahora otra pregunta ¿Qué es el espíritu? ¿Dónde podemos encajar las experiencias espirituales, que son fruto de la actividad de ese mundo 2 popperiano?
Materia y espíritu: antropología hebrea y antropología griega
Lo primero que necesitamos es delimitar, definir bien los dos conceptos: materia y espíritu. Si nos vamos al Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, nos encontramos que define la materia como: “realidad espacial y perceptible por los sentidos, que con la energía constituye el mundo físico” y en otra acepción: “materia es lo opuesto al espíritu”. Igualmente el espíritu es definido como: “Ser inmaterial y dotado de razón”.
En las mismas definiciones del Diccionario nos encontramos con una circularidad aporética: materia es definido como lo opuesto al espíritu y espíritu como lo contrario a la materia. Nos vemos, una vez más, apresados en la ratonera del lenguaje y nos vemos avocados a hablar dualísticamente. Materia y espíritu son dos términos muy polisémicos. Si confuso es, hoy día, para la Física el concepto de materia, más ambiguo e indecible es el concepto del espíritu, al que llegamos por la negación de las cualidades de aprehensibilidad sensorial que damos a la materia. Sin embargo, el espíritu, lo que los escolásticos llamaban el alma, la mente, la psique -como le gusta llamar a Xavier Zubiri-, lo captamos en las experiencias humanas más profundas: la intuición, el amor, la belleza, la libertad, el bien y en todas sus manifestaciones el Derecho, el Arte, la Filosofía etcétera.
Nuestra cultura occidental es fundamentalmente heredera de dos tradiciones: la greco-latina y la judeo-cristiana. En la tradición bíblica encontramos un dualismo: basar, para referirse al cuerpo y ruah para referirse al espíritu, que es el soplo, el aliento de la vida, (por pneúma se tradujo al griego y por spiritus al latín). Pero en la Biblia tanto el cuerpo, como la carne designan al hombre en su totalidad concreta. No estamos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, ante principios metafísicos constituyentes, sino como afirma Pedro Laín Entralgo ante realidades morales.
En la concepción griega tanto los elementos del dualismo platónico (cuerpo y alma), como los del aristotélico (materia y forma substancial) son principios metafísicos; y además en el mundo griego existe una cierta connotación pesimista para la materia. Incluso en nuestro propio lenguaje actual, decir que alguien es materialista tiene una valoración negativa. No así en la concepción hebrea donde todo lo creado ha salido de las manos de Dios y según el Génesis: “y vio Dios que era bueno”.
¿Es posible superar el dualismo sin caer en un reduccionismo monista? Quizá quien a mi juicio ha profundizado con más claridad en lo que puede ser la unidad materia y espíritu “en su origen, en su historia y en su meta”, ha sido el teólogo Karl Rahner en su estudio: La unidad de espíritu y materia en la comprensión de la fe cristiana”. Según Rahner, materia y espíritu “han de ser, por el contrario, concebidos, como en la primera experiencia originaria, en cuanto momentos, diversos entre sí, y referidos recíprocamente de modo indisoluble, de la realidad una y creada”.
Emergentismo
Me inclino fuertemente a considerar el emergentismo no monista, como la hipótesis más plausible para superar el dualismo metafísico tradicional sin caer en ningún tipo de reduccionismo. Xavier Zubiri critica el término emerger y prefiere, junto con Laín Entralgo, la metáfora brotar; sólo emerge lo que de alguna manera está anteriormente sumergido, como las islas emergen en el mar; creo que igualmente se puede criticar la imagen del brotar: brota el agua en la fuente porque previamente está en el venero, aunque la imagen del brote de una nueva planta desde la semilla sea la que más se asemeje a la aparición de novedad del emergentismo.
Ninguna de las dos metáforas nos explica todo el contenido de lo que significa para la filosofía actual la emergencia de novedad, puesto que la emergencia, tal como es usada por los emergentistas, tanto monistas como no monistas, posee un contenido semántico concreto y a él nos referimos en este ensayo. En este sentido utilizo el término emerger. Últimamente Zubiri prefirió hablar de elevación en su monografía: Espacio, tiempo y materia. Según Zubiri la materia puede dar de sí estructuras superiores. “Las potencialidades de elevación son potencialidades de hacerle hacer a la materia desde sí misma lo que por sí misma no puede hacer. (…) La materia da de sí la intelección, pero no por sí misma, sino por elevación”.
Así pues, el concepto físico de emergencia hace referencia a aquellas propiedades o procesos de un sistema no reducibles a las propiedades de los elementos estructurales o funcionales del mismo; el todo es más que la sumas de las partes y es algo nuevo. En el caso concreto que estudiamos del cerebro y la mente (el espíritu), la emergencia se refiere a la afirmación de que la aparición de la mente (o del espíritu) no es reducible al conjunto de los elementos estructurales del sistema, las neuronas, y ni siquiera al conjunto de los elementos funcionales, las interconexiones sinápticas.
Complejidad neuronal
Las neurociencias nos hablan de la complejidad, casi inabarcable, -tercer abismo de la complejidad lo llamó Teilhard de Chardin-, de los sistemas neuronales; se calcula que el número de neuronas del cerebro humano supera los cien mil millones y el número de conexiones sinápticas sobrepasa los cien billones. Teilhard de Chardin habla de una deriva cósmica de la materia hacia estados de ordenación cada vez más centrocomplicados, el infinito de la complejidad, tal real como lo ínfimo y lo inmenso, los dos infinitos pascalianos.
En esta línea, merece mención el libro del Profesor de Teología en la Claremont School of Theology, Philip Clayton, Mind and Emergence, from quantum to consciousness (2004). Clayton desarrolla un argumento, que quiere ser constructivo y polifacético para una nueva visión del mundo basada en la llamada emergencia fuerte: sistemas complejos pueden llegar a la existencia con sus propias estructuras, leyes y mecanismos causales.
Este concepto de emergencia supone: un monismo ontológico (la realidad en último termino está compuesta de un único tipo básico de materia), la emergencia de propiedades nuevas y, por consiguiente lo emergente no es reducible a niveles más bajos y, finalmente, la influencia causal del todos sobre las partes (la llamada downward causality). No es el momento de entrar en discusión con el autor, pero creo que desde sus presupuestos puede afirmarse un emergentismo no monista.
Stuart Kauffman: emergentismo y autoorganización evolutiva
Recientemente se ha publicado el libro de Stuart Kauffman, Investigaciones: complejidad, autoorganización y nuevas leyes para una Biología general”. En el universo emergente que Kauffman defiende el reduccionismo neodarwinista no estaría equivocado, sino que sería incompleto. Es ya clásica la triple distinción del reduccionismo del biólogo y biofilósofo español Francisco J. Ayala, quien distingue los diferentes reduccionismos: metodológico, epistemológico y ontológico. El reduccionismo metodológico, fundamentalmente analítico ha ayudado a lo largo de la historia a dar grandes pasos en la ciencia.
La Biología Molecular nos ha llevado al conocimiento del genoma humano, y la genómica y proteómica actuales van marcando las pequeñas diferencias entre el genoma humano y el más cercano genoma del chimpancé. Igualmente no cabe duda que las neurociencias están dando pasos agigantados en el conocimiento del funcionamiento de las diferentes áreas del cerebro humano. Debemos, pues, dar la bienvenida al reduccionismo metodológico.
Ahora bien, ¿en el supuesto que conociéramos todas las redes neuronales y el funcionamiento de todas las sinapsis cerebrales explicaríamos la conciencia, el nacimiento de la idea del deber (Ética), la contemplación estética, el lenguaje doblemente articulado, la libertad, el sentido de la vida, lo que expresa Laughlin como “el sentido que trasciende los átomos de los cuales estoy hecho”. Quedó claro a los biólogos y epistemólogos de la conferencia «Problemas de la reducción en Biología» que tuvo lugar en Villa Serbelloni (Bellagio, Italia, en Septiembre de 1972) que el bienvenido reduccionismo metodológico, no tiene por qué implicar un reduccionismo ontológico.
Ontología autocreativa de la materia
Según Kauffman no es solamente una falta de potencia de las herramientas utilizadas y del procesamiento de los datos, sino que es un problema ontológico. Nos situamos ante la consideración de lo que el Profesor Javier Monserrat llama: “la ontología autocreativa de la materia”. El mundo de la complejidad no es reduccionista sino un portentoso avance autocreativo y emergente hacia niveles superiores de realidad. Karl Rahner hablaba de la autotrascendencia de la materia en el espíritu.
Es interesante observar que la obra de Kauffman, quien no se confiesa creyente, estaría más cercana a la postura del creyente Francis Collins (el biólogo molecular supervisor del Proyecto genoma humano en su fase estatal) en la polémica suscitada por las recientes contribuciones bibliográficas de éste y Richard Dawkins, conocido por sus tesis radicalmente reduccionistas en sus obras, El gen egoísta, El relojero ciego, y últimamente La ilusión de Dios.
Las aportaciones de Kauffman no niegan el paradigma neodarwinista, sino que lo completan. Su posición es antireduccionista, lo real no surge por la mera evolución de los sistemas lineales. La estabilidad de los sistemas biológicos es dinámica y fluctuante, es la base de la evolución en busca de nuevas formas de organización. La obra de Kauffman completaría el neodarwinismo en el sentido que la selección natural elige aquellas estructuras de orden ya ensayadas por la naturaleza, según Monserrat, de acuerdo con principios ontológicos previos a la misma selección. Dentro de esta misma explicación emergentista, no monista, más allá del reduccionismo, nos aparece de nuevo la relación mente-cerebro, es decir la emergencia de la conciencia humana. En el mundo inanimado se produjo la emergencia de la vida, en el mundo animal la emergencia de la sensibilidad y, posteriormente, en los humanos la emergencia de la conciencia.
El misterio de la constitución humana
Toda la historia de la filosofía occidental está transida por la inquietud de encontrar la solución al problema del conocimiento, en definitiva, intentar dar una explicación coherente de la conciencia. Todos los pensadores desde Platón, pasando por Aristóteles, San Agustín, los filósofos árabes (Avicena y Averroes), los escolásticos, Leibniz y Kant, se preguntan cómo una sensación medible y registrable que experimentamos a través de los sentidos, puede finalmente expresarse en conceptos mentales. En otras palabras diríamos hoy cómo la actividad eléctrica de las redes neuronales puede traducirse en la palabra, en el pensamiento, en la creatividad artística y en el juicio sobre el bien y el mal.
Hace unos años (1985) se tuvo Collado Villalba (Madrid) la XII Reunión de la Asociación Interdisciplinar José de Acosta. Toda la reunión estuvo dedicada al problema, que hoy nos ocupa. Las Actas fueron publicadas bajo el título: Mente y cuerpo. La primera Ponencia, “Monismos, dualismos, y emergentismos”, estuvo a cargo de los Profesores J. A. Candela, C. Cañón y A. Hortal. Esta Ponencia era el fruto de un Seminario interno sobre Antropología Filosófica de la Facultad de Filosofía de la Universidad Comillas de Madrid. Los ponentes llegan a la conclusión de la importancia de las opciones metafísicas previas, como la vía de superación del apofatismo en que nos movemos siempre que queremos reflexionar sobre la vida y sobre el hombre.
José Ferrater Mora en una recensión sobre el libro El principio antrópico cosmológico de John D. Barrow y Frank J. Tipler decía: “Acaso sean sólo los seres titulados «inteligentes» quienes se pregunten por qué y para qué organismos dotados de la capacidad de reflexionar sobre sí mismos y sobre el mundo han aparecido…. Pero es comprensible porque de todos modos, la cosa sigue siendo, si se permite un término anticientífico y (hasta antifilosófico) un misterio”.
Nuestro discurso nos ha llevado a la misma consideración que hacíamos al principio: a la pregunta por el sentido del ser humano, compuesto de carbono, nos decía Laughlin, pero capaz de interrogarse por el sentido de su existencia no necesaria, ni para sí mismo, ni para los otros humanos, ni para el mundo maravilloso que nos rodea. “¿Qué es el hombre?” Se pregunta el salmista (Salmo 8). Esta pregunta sigue siendo la gran cuestión de toda antropología. ¿Llegaremos un día a poderla responder?
La vía más abierta
Algunos creyeron que la respuesta la tendría el conocimiento del genoma humano completo, pero ya en 1989 Victor McKusick, Presidente de la HUGO (Human Genome Organization) nos alertaba de que “el riesgo más general y no menos tangible, que puede acompañar a la obtención de un mapa completo del genoma humano es pensar que sabemos todo lo que hay que saber sobre el hombre”.
Desde el 2003, cincuenta años después de la publicación por J. Watson y F. Crick de la doble hélice de los ácidos desoxirribonucleicos (DNA), conocemos la secuencia completa de bases de los genomas del hombre y del chimpancé, según los especialistas la genómica y proteómica tienen trabajo para más de 100 años de investigación y nuestra pregunta quedará sin respuesta, porque desde el análisis de los elementos de un sistema nunca llegaremos a comprender la totalidad del mismo.
No sería tan optimista como el Prof. Francisco J. Rubia, quien afirma: “considero que lo más importante que ha ocurrido en el campo de la neurociencia es la superación del dualismo cerebro-mente –o cuerpo-alma-, lo que ha permitido que con métodos científico-naturales se traten temas que tradicionalmente pertenecían a la teología o filosofía, como la realidad exterior, el yo, la libertad o la espiritualidad. (…) gracias a la ciencia, está cada vez más cerca de conocer sus secretos”.
Como resumen de todo lo dicho en este ensayo solamente quiero añadir que la ciencia experimental, es por definición, analítica, y desde el análisis nunca podremos tener la completa explicación de lo que pertenece a la totalidad. Concedemos al dualismo su papel histórico explicativo y aceptamos el emergentismo no monista y la opción por la afirmación del mundo del espíritu como la vía más abierta en la búsqueda del sentido de la realidad que nos trasciende.
Por Ignacio Núñez de Castro, Catedrático de Bioquímica, Universidad de Málaga.
Recientemente se ha publicado el libro de Stuart Kauffman, Investigaciones: complejidad, autoorganización y nuevas leyes para una Biología general”. En el universo emergente que Kauffman defiende el reduccionismo neodarwinista no estaría equivocado, sino que sería incompleto. Es ya clásica la triple distinción del reduccionismo del biólogo y biofilósofo español Francisco J. Ayala, quien distingue los diferentes reduccionismos: metodológico, epistemológico y ontológico. El reduccionismo metodológico, fundamentalmente analítico ha ayudado a lo largo de la historia a dar grandes pasos en la ciencia.
La Biología Molecular nos ha llevado al conocimiento del genoma humano, y la genómica y proteómica actuales van marcando las pequeñas diferencias entre el genoma humano y el más cercano genoma del chimpancé. Igualmente no cabe duda que las neurociencias están dando pasos agigantados en el conocimiento del funcionamiento de las diferentes áreas del cerebro humano. Debemos, pues, dar la bienvenida al reduccionismo metodológico.
Ahora bien, ¿en el supuesto que conociéramos todas las redes neuronales y el funcionamiento de todas las sinapsis cerebrales explicaríamos la conciencia, el nacimiento de la idea del deber (Ética), la contemplación estética, el lenguaje doblemente articulado, la libertad, el sentido de la vida, lo que expresa Laughlin como “el sentido que trasciende los átomos de los cuales estoy hecho”. Quedó claro a los biólogos y epistemólogos de la conferencia «Problemas de la reducción en Biología» que tuvo lugar en Villa Serbelloni (Bellagio, Italia, en Septiembre de 1972) que el bienvenido reduccionismo metodológico, no tiene por qué implicar un reduccionismo ontológico.
Ontología autocreativa de la materia
Según Kauffman no es solamente una falta de potencia de las herramientas utilizadas y del procesamiento de los datos, sino que es un problema ontológico. Nos situamos ante la consideración de lo que el Profesor Javier Monserrat llama: “la ontología autocreativa de la materia”. El mundo de la complejidad no es reduccionista sino un portentoso avance autocreativo y emergente hacia niveles superiores de realidad. Karl Rahner hablaba de la autotrascendencia de la materia en el espíritu.
Es interesante observar que la obra de Kauffman, quien no se confiesa creyente, estaría más cercana a la postura del creyente Francis Collins (el biólogo molecular supervisor del Proyecto genoma humano en su fase estatal) en la polémica suscitada por las recientes contribuciones bibliográficas de éste y Richard Dawkins, conocido por sus tesis radicalmente reduccionistas en sus obras, El gen egoísta, El relojero ciego, y últimamente La ilusión de Dios.
Las aportaciones de Kauffman no niegan el paradigma neodarwinista, sino que lo completan. Su posición es antireduccionista, lo real no surge por la mera evolución de los sistemas lineales. La estabilidad de los sistemas biológicos es dinámica y fluctuante, es la base de la evolución en busca de nuevas formas de organización. La obra de Kauffman completaría el neodarwinismo en el sentido que la selección natural elige aquellas estructuras de orden ya ensayadas por la naturaleza, según Monserrat, de acuerdo con principios ontológicos previos a la misma selección. Dentro de esta misma explicación emergentista, no monista, más allá del reduccionismo, nos aparece de nuevo la relación mente-cerebro, es decir la emergencia de la conciencia humana. En el mundo inanimado se produjo la emergencia de la vida, en el mundo animal la emergencia de la sensibilidad y, posteriormente, en los humanos la emergencia de la conciencia.
El misterio de la constitución humana
Toda la historia de la filosofía occidental está transida por la inquietud de encontrar la solución al problema del conocimiento, en definitiva, intentar dar una explicación coherente de la conciencia. Todos los pensadores desde Platón, pasando por Aristóteles, San Agustín, los filósofos árabes (Avicena y Averroes), los escolásticos, Leibniz y Kant, se preguntan cómo una sensación medible y registrable que experimentamos a través de los sentidos, puede finalmente expresarse en conceptos mentales. En otras palabras diríamos hoy cómo la actividad eléctrica de las redes neuronales puede traducirse en la palabra, en el pensamiento, en la creatividad artística y en el juicio sobre el bien y el mal.
Hace unos años (1985) se tuvo Collado Villalba (Madrid) la XII Reunión de la Asociación Interdisciplinar José de Acosta. Toda la reunión estuvo dedicada al problema, que hoy nos ocupa. Las Actas fueron publicadas bajo el título: Mente y cuerpo. La primera Ponencia, “Monismos, dualismos, y emergentismos”, estuvo a cargo de los Profesores J. A. Candela, C. Cañón y A. Hortal. Esta Ponencia era el fruto de un Seminario interno sobre Antropología Filosófica de la Facultad de Filosofía de la Universidad Comillas de Madrid. Los ponentes llegan a la conclusión de la importancia de las opciones metafísicas previas, como la vía de superación del apofatismo en que nos movemos siempre que queremos reflexionar sobre la vida y sobre el hombre.
José Ferrater Mora en una recensión sobre el libro El principio antrópico cosmológico de John D. Barrow y Frank J. Tipler decía: “Acaso sean sólo los seres titulados «inteligentes» quienes se pregunten por qué y para qué organismos dotados de la capacidad de reflexionar sobre sí mismos y sobre el mundo han aparecido…. Pero es comprensible porque de todos modos, la cosa sigue siendo, si se permite un término anticientífico y (hasta antifilosófico) un misterio”.
Nuestro discurso nos ha llevado a la misma consideración que hacíamos al principio: a la pregunta por el sentido del ser humano, compuesto de carbono, nos decía Laughlin, pero capaz de interrogarse por el sentido de su existencia no necesaria, ni para sí mismo, ni para los otros humanos, ni para el mundo maravilloso que nos rodea. “¿Qué es el hombre?” Se pregunta el salmista (Salmo 8). Esta pregunta sigue siendo la gran cuestión de toda antropología. ¿Llegaremos un día a poderla responder?
La vía más abierta
Algunos creyeron que la respuesta la tendría el conocimiento del genoma humano completo, pero ya en 1989 Victor McKusick, Presidente de la HUGO (Human Genome Organization) nos alertaba de que “el riesgo más general y no menos tangible, que puede acompañar a la obtención de un mapa completo del genoma humano es pensar que sabemos todo lo que hay que saber sobre el hombre”.
Desde el 2003, cincuenta años después de la publicación por J. Watson y F. Crick de la doble hélice de los ácidos desoxirribonucleicos (DNA), conocemos la secuencia completa de bases de los genomas del hombre y del chimpancé, según los especialistas la genómica y proteómica tienen trabajo para más de 100 años de investigación y nuestra pregunta quedará sin respuesta, porque desde el análisis de los elementos de un sistema nunca llegaremos a comprender la totalidad del mismo.
No sería tan optimista como el Prof. Francisco J. Rubia, quien afirma: “considero que lo más importante que ha ocurrido en el campo de la neurociencia es la superación del dualismo cerebro-mente –o cuerpo-alma-, lo que ha permitido que con métodos científico-naturales se traten temas que tradicionalmente pertenecían a la teología o filosofía, como la realidad exterior, el yo, la libertad o la espiritualidad. (…) gracias a la ciencia, está cada vez más cerca de conocer sus secretos”.
Como resumen de todo lo dicho en este ensayo solamente quiero añadir que la ciencia experimental, es por definición, analítica, y desde el análisis nunca podremos tener la completa explicación de lo que pertenece a la totalidad. Concedemos al dualismo su papel histórico explicativo y aceptamos el emergentismo no monista y la opción por la afirmación del mundo del espíritu como la vía más abierta en la búsqueda del sentido de la realidad que nos trasciende.
Por Ignacio Núñez de Castro, Catedrático de Bioquímica, Universidad de Málaga.