La filosofía occidental instaura el sacrificio del mal

Si se pretende la búsqueda del sentido, hay que reconocer su lugar en el cosmos


La filosofía occidental, pese a que en sus inicios tiene un carácter trágico, pronto queda tan deslumbrada por la contemplación del bien (y sus correlatos, la unidad, la belleza y la verdad) que pasa por alto y soslaya la cuestión del mal. Desde entonces, las corrientes predominantes se han esforzado por pensar el bien y han desarrollado un tipo de pensamiento apoyado en el principio de no contradicción y en la coherencia sistemática. El mal comparece en este contexto como ‘lo impensable’, por lo que queda apartado, excluido y olvidado. De este modo, la filosofía se entrega a la celebración teórica del bien, sin darse cuenta de que esa celebración instaura el sacrifico del mal. Por Luis Garagalza.


Luis Garagalza
02/06/2015

La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio (1510-1511). Fuente: Wikipedia.
El optimismo metafísico-teológico predominante en la tradición occidental comparece, pues, como el resultado de un enorme esfuerzo intelectual que, con mejores o peores resultados, intenta reafirmar y justificar la realidad del bien minimizando, mediante la fuerza de su capacidad de abstracción, la contundencia (evidencia) con la que parece imponerse en la vida y en la historia la experiencia del mal. Este intento heroico es muy loable y ha proporcionado grandes beneficios a la cultura occidental, pero conlleva una inclinación difícil de evitar hacia la prepotencia y el triunfalismo, una tendencia a concebir el Bien al modo de un monarca absoluto, como una especie de Dictador supremo.
 
El sacrificio (teórico) del mal se convierte así en una especie de rito de iniciación para acceder a la filosofía (oficial), la cual se desmarca a su vez de otros tipos de pensamiento que no realizan ese sacrificio, por lo que no son reconocidos como propiamente “filosóficos”. Pero en la actualidad, en el contexto de la posmodernidad, son éstos últimos, precisamente, los que resultan más relevantes para la filosofía, pues plantean una tarea, la de asumir el mal, que no se puede eludir si se pretende proseguir esa aventura que es la búsqueda de una comprensión del sentido y sinsentido de la propia existencia, así como, más en general del ser humano y, como quería Max Scheler, del lugar que ocupa en el cosmos.
 
Haremos, pues, un recorrido por la historia de la filosofía atendiendo a esta cuestión, pero antes de abordar la problemática filosófica que se plantea en torno al tema del mal, vamos a hacer una consideración sobre el modo en que esa problemática comparece ya en el interior de las tradiciones mitológicas griega y judeocristiana. Comenzamos hablando de las mitologías del mal.
 
La tradición bíblica
 
Tras haber creado el mundo a partir de la nada y poner en él al ser humano, creado “a su imagen y semejanza”, Dios se detiene al final del sexto día a contemplar su obra y se siente satisfecho, pues le parece que todo estaba bien: “Y vio Dios todas las cosas que había hecho; y eran en gran medida buenas” [1]. La tradición bíblica ofrece en este sentido una visión básicamente optimista: tanto el Creador como su creación son buenos en el fondo, por lo que se puede, y se debe, confiar en ellos. Partiendo de esta bondad incuestionada el relato apenas se demora en el encomio de la bondad y belleza de ese universo recién creado ni en la presentación del transcurrir de la vida humana en su plenitud de sentido. Tras el reposo del séptimo día el relato inicia sin más preámbulos la complicada tarea de dar cuenta del surgimiento del mal, que en cuanto tal no habría sido directamente creado por Dios. Así, tan pronto como quedó instalado en el Paraíso con la finalidad de cuidarlo y disfrutarlo, el ser humano recibió un precepto: “Puedes comer del fruto de todos los árboles del Paraíso, más del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, morirás” [2].
 
Aparece así, dentro aún de la propia condición paradisíaca, el primer límite de la existencia humana. Ahora bien, ese límite no tiene un carácter absoluto o insuperable, ya que es formulado al modo de una prohibición, con lo cual resulta que el establecimiento de ese límite coincide con el establecimiento o reconocimiento de la libertad del ser humano. Se inicia de este modo lo que Safranski ha llamado “el drama de la libertad” [3]. Safranski reconoce que esa prohibición encierra “una contradicción pragmática consigo misma” [4], pues contiene una paradoja que tiene, podríamos añadir, algo de “diabólico”.
 
Se podría comparar a un mandato irrealizable que ordenara no tener en cuenta ese mandato, pues la propia prohibición de acceder al conocimiento del bien y del mal hace que el ser humano sepa que es malo comer del árbol del conocimiento, con lo cual ya habría accedido a ese conocimiento. Más que una prohibición parece una especie de trampa contra el ser humano. O es que Dios no se da cuenta de lo que está provocando, siendo entonces un insensato. Aparece de este modo una inquietante ambivalencia del propio Dios.
 
En virtud de ese “no” emitido por Dios, el ser humano queda enfrentado a un reto que ya no va a poder evitar: queda paradójicamente obligado a la libertad, como ha puesto de relieve incansablemente J.P. Sartre [5]. Está obligado a decidir, a tomar una elección en la que se juega lo que va a ser. Ello implica a su vez que su existencia no está determinada de antemano, cerrada o fijada, sino abierta, inacabada y, por ello, amenazada por el fracaso.
 
De todas formas, y pese a que la prohibición de Dios ya pone al ser humano en un brete, en el reto de la libertad, fue precisa, según el relato, la intervención de la serpiente para que comiera efectivamente del árbol prohibido, negando así la negación divina. Es en efecto la astuta serpiente la que incita a Eva a comer del árbol prohibido, inyectándole el veneno de la duda respecto a las intenciones de Dios. Le insinúa en este sentido que en realidad les estaba mintiendo al decir que el fruto prohibido acarrea la muerte, pues lo que ocurre más bien es que les haría a ser como dioses. La serpiente quiebra así la confianza primigenia de Eva, su ingenua tranquilidad, y logra que se asuste ante la posibilidad de que Dios les hubiera estado engañando. Atrapada por la angustia, Eva se deja llevar por el miedo viendo en el fruto prohibido no un veneno, sino la medicina: el medio para librarse del miedo haciéndose (inmortal) como Dios [6]. Se consuma así la irrupción del mal en el mundo, de la que en esta versión se hace responsable a la incitación de la serpiente y a la debilidad o in-firmitas que demuestran tanto Eva como Adán al hacer un uso inadecuado de la libertad que Dios les había otorgado. En esta versión el propio Dios queda, empero, libre de la menor sospecha de estar implicado en el asunto.
 
Ahora bien, aquí se plantean algunas cuestiones: ¿quién es esta serpiente? ¿De dónde ha salido? ¿Qué es lo que pretende? Para intentar arrojar algo de luz sobre estas cuestiones vamos a hacer un paréntesis. El especialista en mitologías comparadas J. Campbell defiende que la mayoría de los temas y motivos que aparecen en la Biblia no aparecen en ella por primera vez, sino que tienen una historia anterior. En concreto, el tema del Edén no pertenecería propiamente a una mitología del desierto como la judía, sino que provendría de la primitiva mitología matriarcal común a los pueblos plantadores, si bien en la Biblia se le ha dado a todo el relato un giro de 180 grados, se ha producido una inversión y se reinterpreta la problemática desde una perspectiva patriarcal.
 
“Quien esté familiarizado con las mitologías de la diosa de los mundos primitivo, antiguo y oriental reconocerá equivalentes en todas las páginas de la Biblia, aunque transformados para proporcionar razonamientos contrarios de las antiguas creencias. Por ejemplo, en el episodio de Eva y el árbol, no se dice nada que indique que la serpiente que se le apareció y le habló era una deidad por derecho propio, que había sido adorada en Levante por lo menos durante los siete mil años anteriores a la composición del libro del Génesis” [7].
 
Durante todo este tiempo la serpiente, caracterizada por su maravillosa capacidad de renovarse abandonando la piel vieja y desgastada para generar una nueva, simboliza la misteriosa fuerza del renacimiento y de la regeneración de la naturaleza, que se proyecta tanto en el simbolismo de la luna, con su movimiento creciente y menguante, como en la fuerza generadora de la mujer (recuérdese que la intervención del semen en la fecundación del óvulo no es algo evidente, sino algo que se irá descubriendo en el transcurso del surgimiento de la conciencia). 
 
Campbell ofrece numerosos ejemplos pertenecientes a diferentes culturas de este sistema mítico del Oriente Próximo en los que la historia, con su árbol, su serpiente y dos o más personajes a su alrededor, transcurre sin ningún síntoma de miedo, de peligro ni de ira divina. “No hay (en todos esos ejemplos) tema de culpa unido al jardín. La dádiva del conocimiento de la vida está allí, en el santuario del mundo, para ser cogida. Y es otorgada de buena gana a cualquier mortal, hombre o mujer, que llegue con el deseo y la disposición adecuados para recibirla” [8].
 
Pero volvamos tras este paréntesis al propio relato del Génesis, que no nos da más explicaciones sobre la serpiente, por lo que para hacerse una idea sobre ella es preciso ir atando cabos con alusiones posteriores. Así sabemos que algo tiene que ver con la envidia: “Por la envidia de la serpiente entró la muerte en el mundo” [9] Sabemos también que antes de presentarse en forma de serpiente había sido en realidad un ángel creado por Dios, pero que por orgullo quiso ponerse por encima de su creador, siendo arrojada al infierno con la tercera parte de los ángeles que quisieron seguirle. Esta versión se va consolidando lentamente hasta configurar ya en la Edad Media la imagen personificada del Diablo.
 
En la historia de Job, por otro lado, Satán juega ya un papel importante. Cuenta el libro de que un día se presentaron ante Dios sus hijos, entre los que se encontraba Satán, que venía de recorrer la tierra. No parece extrañarle a Dios esa presencia, pues se limita a dirigirse a Satán para alabar a Job, un hombre feliz, que tenía una vida próspera cuidando de su familia y era profundamente bueno: “un varón sencillo y recto, temeroso de Dios y apartado del mal”. Charlando con Dios en un ambiente más bien relajado, como de camaradería, Satán se ríe de la presunta bondad de Job y, siguiendo la misma estrategia que tan buenos resultados le dio con Eva en el Paraíso, inyecta en Dios la duda respecto a su honrado siervo, insinuando que su amor no es gratuito, sino que se reduce a lo que hoy llamaríamos un intercambio mercantil ventajoso. Job ama a Dios porque le resulta rentable el buen trato que recibe a cambio, mas, apunta Satán, “extiende un poquito tu mano y toca sus bienes y verás cómo te maldice en tu cara” [10]. 
 
Pues bien, parece que el veneno de la duda hace mella en Dios, que se va a aliar con Satán consintiendo que ponga a prueba a Job. Sin tener nada que ver, el pobre Job va a ser víctima de este juego macabro en el que su Señor se ha dejado involucrar. Mas de este modo el bueno de Job logra asumir la oscura implicación de su Dios con el mal sin maldecirle y conservando su dignidad: “La imagen del mal inexplicable y del Dios insondable se confunden entre sí. Dios deja de ser fundamento y se convierte en abismo” [11].
 
A este Dios abismal, que incluye tanto las fuerzas claras como las oscuras, parece estar refiriéndose Job cuando afirma: “Si hemos recibido de Dios el Bien, ¿por qué no habríamos de aceptar también el mal?” [12]. En este caso el ser humano demuestra ser mucho más maduro y sensato que Dios. Job ha quedado por encima de Jahvé. Pero, como señala Jung, Jahvé acabará dándose cuenta y se hará cargo de lo que ha hecho, o permitido hacer cuando menos, con Job. Y llega a la conclusión de que ha de “humanizarse”: toma la decisión de encarnarse, asumiendo la condición humana, en su Hijo [13].
 
Esta historia parece reforzar la impresión de que cabe hablar de una cierta ambivalencia de Dios, a la que hemos aludido antes en relación a la prohibición del Paraíso y que es posible detectar también en relación al asesinato de Caín. Caín mató a su hermano movido por la rabia y la envidia que suscita en él el hecho de que Dios acepte de buen grado las ofrendas de Abel y rechace, por el contrario, las suyas. Pero, ¿a qué se debe ese rechazo? El relato no alega ninguna causa que lo justifique. Parece más bien una arbitrariedad o capricho divino que un acto de justicia.
 
Basten estas consideraciones sobre la aparición de la cuestión del mal en la tradición bíblica, por el momento, y recordemos brevemente cómo se nos presenta en la mitología griega.
 
La mitología griega
 
La cuestión del mal no ocupa en la mitología griega un lugar tan relevante como el que ocupa en la Biblia. En aquélla no encontramos una situación paradisíaca que se quiebra repentinamente. El mal está presente ya desde el inicio en el abismo de horror, caos y violencia del que proviene el cosmos y el mundo humano. El inicio está marcado por la guerra a muerte entre los dioses, por el incesto, por la venganza, por una violencia que se cierra en una espiral sólo interrumpida por la decisión magnánima de Zeus tras su victoria, que decide reconocer a sus enemigos llevando a cabo un reparto de poderes entre ellos (del que sintomáticamente quedó excluida Demeter).
 
En esta visión mitológica la humanidad surge directamente de la Tierra (Gea) y, tras sufrir varias extinciones que parecían augurar un fracaso definitivo, será la intervención de Prometeo la que logra consolidar su presencia en el mundo. Prometeo, que proviene de los titanes contra los que había luchado Zeus, no acaba de reconciliarse con éste ni acepta someterse a él. Su rebeldía le lleva a engañar astutamente a Zeus a la hora de ofrecerle el sacrificio, dándole sólo los huesos envueltos en la piel para quedarse con la carne, y a erigirse como defensor de los humanos, que habían quedado en la penuria por la imprevisión de Epimeteo a la hora de repartir las facultades y atributos entre las diversas especies. Prometeo se atreve a robar el fuego de Hefesto, que sólo existía en el Olimpo, y se lo entrega a los humanos, con lo que inicia el desarrollo de la conciencia y de la civilización [14].
 
Según otra versión,  los seres humanos tenían una existencia indigna, vivían ocultos y acurrucados en la oscuridad de las cavernas, pues estaban paralizados por el miedo que les provocaba el conocimiento de la fecha de su muerte. Gracias a Prometeo, que les hizo olvidar la hora de su muerte, y su impotencia ante ella, los humanos comenzaron a organizarse y se pusieron manos a la obra, se empeñaron en trabajar y comenzaron a vivir como si no tuvieran que morir. La supervivencia de la humanidad queda así vinculada al proceso civilizador (utilización del fuego para cocinar-transformar la naturaleza y capacidad de trabajo y de organización para controlar los procesos naturales) propiciado por la rebelión de Prometeo. Prometeo aporta, pues, grandes beneficios al ser humano, pero con ellos recae también sobre la humanidad el resquemor que le ha quedado a Zeus por sus engaños.
 
Movido por ese resquemor Zeus decide castigar a los humanos. Con ese fin ordena a Hefesto que modele con arcilla una mujer, llamada Pandora, y dispone que sea adornada con los regalos de todas las diosas. Una vez que ha alcanzado todo su esplendor, Zeus la envía como regalo a Epimeteo quien, haciendo caso omiso de la advertencia de su hermano de no aceptar los regalos de Zeus, se enamora inmediatamente de ella. Pandora descubre la caja-ánfora en la que Prometeo había conseguido encerrar todos los males (la vejez, la fatiga, la enfermedad, etc.) junto con la esperanza y, movida por la curiosidad, y por la tontera, la abre. Esa acción inconsciente permite que los males se escapen de su encierro extendiéndose por el mundo: a partir de ese momento será necesario el trabajo y además todo bien encerrará una contrapartida de mal. Para cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo y volvió a tapar el ánfora ya lo único que quedaba dentro era la esperanza (elpis).
 
En la versión de Hesíodo se dice que el nombre de “Pandora” le fue asignado a esta primera mujer porque había recibido dones de todos los dioses. Ahora bien, según Jane Harrison la figura de Pandora y el tema de su ánfora proviene de un trasfondo anterior a la mitología olímpica y Hesíodo estaría realizando una “inversión mítica” de su valor, pues originariamente Pandora habría sido “la que da todos los dones”, cosa que concuerda con el nombre de “Anesidora”, que a veces se asocia con Pandora, y que era un epíteto que se solía aplicar a Gea-Demeter emergiendo con los brazos alzados en forma de Core [15].
 
Harrison considera, pues, que Pandora es originariamente, en la primitiva mitología matriarcal, la diosa de la tierra que proporciona todo lo necesario para la vida. Esa figura experimenta una extraña transformación que la minimiza y la carga de una valoración negativa al comparecer en el contexto de una mitología patriarcal como la griega en la que el mal queda vinculado a lo femenino en tanto que representación de la debilidad, pues esa mitología articula precisamente una interpretación del mundo y de la vida basada en la exaltación de los valores masculinos y de las virtudes del héroe-guerrero que se afirma en la lucha contra el monstruo amenazador.
 
La filosofía clásica y la teología
 
En los inicios de la experiencia filosófica griega se despliega una visión del mundo en la que lo real se ofrece como una transformación constante y los opuestos se conciben como momentos inseparables que pertenecen a un mismo movimiento continuo y que tienen un origen común. Al acuñar la noción to ápeiron para aludir filosóficamente a ese origen, Anaximandro le está concediendo a lo indeterminado, infinito o ilimitado, pese a la ambigüedad que le rodea, una dignidad y un respeto que la posterior filosofía, ya consolidada con el platonismo, no va a ser capaz de mantener.

Para comprobar de qué manera queda devaluado el ápeiron en el pensamiento clásico, y luego dominante en la cultura occidental, bastará con que recordemos que uno de los significados que tiene la palabra eidos, sobre la que pivota la filosofía platónica, es precisamente determinación [16].

Platón
 
La filosofía de Platón se apoya en efecto sobre la nítida distinción entre lo determinado y lo indeterminado, entre el cielo y la tierra, entre la luz y la oscuridad, siendo la verdad precisamente la explicación, gracias al pensamiento racional y a la claridad que arroja la idea, de lo meramente vivido o sentido de un modo oscuro, fusional, confuso o difuso.

El acceso al conocimiento es como la ascensión que lleva mediante un ejercicio heroico desde la oscuridad de la caverna hasta el mundo exterior, en el que la luz del día hace posible la visión.  La ciencia, el saber que se apoya en la causa, en la definición, en la idea, libera de los errores, engaños e ilusiones que generan las meras opiniones y le proporciona al alma la tranquilidad, la seguridad, el equilibrio: la felicidad de experimentar que habita en un “cosmos” que está en concordancia con ella, que está dotado de la misma estructura racional que ella.
 
La realidad queda así asociada al ámbito de lo inteligible y en particular a la idea suprema, la idea del Bien (y a la Unidad) como principio gnoseológico y ontológico que encuentra su símbolo en el astro rey, con lo que se contrapone al ámbito de lo sensible, a este mundo, que no es propiamente sino sólo de un modo impropio, como de prestado: un ámbito en el que acontece el movimiento, el cambio, la transformación, el devenir que conduce finalmente siempre a la pérdida de la determinación, a la disolución en la tierra como símbolo opaco de lo informe y caótico (jora). Si bien puede hablarse a este respecto de un cierto dualismo platónico, no ha de olvidarse empero de que no se trata de un dualismo radical [17].  
 
Es cierto que resulta fácil encontrar en Platón descalificaciones del mundo sublunar porque “está necesariamente poseído del mal” (Teet, 176 a) y del ser humano (“hombres y mujeres son más que nada muñecos que sólo poseen una mínima parte de realidad” Leyes 804 B), pero en el platonismo ortodoxo el universo visible no se contrapone frontalmente al mundo ideal. Esos dos mundos no son dos reinos separados e independientes sino que entre ellos media una relación de dependencia (participación), por un lado, y una vía de comunicación (eros), por el otro. La consideración de la materia como causa del mal no parece ser propiamente platónica ni neoplatónica: “Plotino podía aceptar  la identificación de la materia con el mal, como señala Dodds, a condición de que ambos elementos quedaran reducidos a la categoría de productos marginales, como límite extremo de la emanación del Absoluto” [18].  En este sentido el desprecio platónico del mundo no es absoluto, pues además de materia contiene también una cierta proporción, aunque sea de un modo exiguo y limitado, de forma y de luz.
 
Platón nos presenta la concepción del alma que se corresponde con esta ontología mediante la alegoría del “carro alado” dirigido por un auriga y tirado por dos caballos [19]. En el caso de los inmortales, encabezados por Zeus, los caballos son de pura raza (“bellos, buenos y verdaderos” como todo lo divino) y las alas fuertes y seguras, de tal modo que los carros vuelan sin esfuerzo, ascienden hasta la misma bóveda celeste e incluso logran atravesarla: “En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro –en eso otro que nosotros llamamos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser” [20].
 
En el caso de los humanos, los caballos serían más bien mestizos (mezclados) y las alas se encuentran debilitadas, cuando no rotas. En este caso el auriga-razón suele tener que conducir un caballo bueno y homogéneo en su naturaleza, que además es bello y resulta dócil, y otro malo y constituido por elementos contrarios, que fácilmente se desboca. La conducción de un carro así constituido resulta difícil e incierta, por lo que es fácil  perder el equilibrio y ser arrastrado por el cuerpo y sus pasiones, quedando el alma atrapada en el laberinto de las opiniones sobre el mundo sensible o hundiéndose en la ignorancia.
 
Platón rompe, pues, con la ambivalencia que caracterizaba a la experiencia trágica e intenta conjurar el mal tomando partido por la afirmación del bien, el orden, la armonía y la belleza.  La negatividad, el sufrimiento, la discordancia quedan minimizados al ser ubicados, y recluidos-reprimidos, en el ámbito de la mezcla, del devenir, en el reino ilusorio de lo que no es propiamente, de lo que meramente transcurre bajo el dominio del tiempo (devorador). Este optimismo ontológico, que descansa sobre una devaluación de la naturaleza, el cuerpo, la madre-materia y el tiempo, pronto va a chocar con una objeción teórica, a la que intentará dar respuesta la teodicea elaborando una justificación de Dios.
 
Epicuro, apoyándose en el materialismo atomista de Demócrito, se pregunta cómo ha de entenderse que siendo Dios bueno y omnipotente siga existiendo en el mundo el mal, una objeción que será recogida por Hume y Bayle  casi dos mil años después [21]. La existencia del mal implica, para Epicuro, la no existencia de Dios, o al menos de un Dios caracterizado por la bondad y la omnipotencia. Puede que existan dioses, pero serían dioses que no se preocupan ni se interesan por nuestras cosas, por lo que tampoco habría que venerarlos o temerlos, ni esperar nada de ellos. La actitud correcta en relación a los dioses sería la indiferencia, pues con ellos ocurre lo mismo que con la muerte: que si estoy yo no está ella y si está ella no estoy yo [22].
 
Platón, teología cristiana, Agustín
 
Pues bien, una gran parte de la teología cristiana se apoya precisamente sobre la filosofía platónica y elabora la imagen de Dios como ser supremo, bueno y omnipotente, que, según afirma la Biblia, crea el mundo de la nada y al ser humano “a su imagen y semejanza”. En este sentido, Agustín emplea la imagen bíblica del ciervo que busca la fuente (Salmo 41) para ilustrar el anhelo natural que tiene el alma de elevarse sobre sí misma buscando el bien, de trascenderse superando el error que la encierra en sí misma y abriéndose a Dios.
 
Dios sería esa corriente de agua fresca hacia la que el ciervo se dirige espontáneamente para saciar su sed. El ciervo se encuentra empero con unas serpientes, símbolo del mal (el egoísmo, la envidia, la lujuria, etc.) que obstruyen el paso y tiene que luchar con ellas. Al igual que el ciervo, el alma humana tiene que luchar con esas pasiones que le impiden continuar su itinerario hacia Dios. Si renunciase a la lucha se estaría traicionando a sí misma, a su deseo de trascendencia: se encerraría obstinadamente en ella misma y se resignaría a no sentir su relación con Dios, a no realizar plenamente todo su potencial [23].
 
No sería, pues, lo decisivo en el pecado el desear algo malo. Lo decisivo es la deserción de lo mejor, la renuncia a una perfección superior que podría haber deseado, la traición a la trascendencia posible [24] El problema está en que se desea un bien inferior como sólo habría que desear un bien superior: sería una especie de falta de ambición a la hora de elegir el objeto de deseo. El mal, ahora visto como pecado, sería precisamente esta insatisfacción, esta no-realización, esta falta o defecto de ser: una carencia de la que se derivan actos efectivamente negativos.
 
Para comprender el alcance de esta doctrina agustiniana hay que tener en cuenta que en su juventud Agustín había aceptado durante varios años los planteamientos del maniqueísmo, una de las múltiples variantes del gnosticismo. Los maniqueos eran seguidores de Mani (210-276), un reformador religioso persa que buscaba la integración sincrética del judaísmo, el cristianismo, el zoroastrismo y el budismo en una sola religión. Presenta una religión centrada en una visión dualista del universo como constituido por la lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal, asociados a dos divinidades provenientes de la tradición persa: Ormuz, el principio espiritual de la luz, creador de todo lo bueno, y Ahrimán, el principio material de las tinieblas, responsable de todo el sufrimiento y de todo el mal.
 
El universo es imaginado como el resultado de un ataque que sufre el reino de la luz, que vivía en paz consigo mismo y en equilibrio, por parte del reino de la oscuridad, que se mantiene constantemente en un movimiento desordenado (movimiento que es la causa de su descubrimiento del reino de la luz y del deseo de conquistarlo). El mundo y el tiempo son la consecuencia de este ataque, productos de la mezcla de estas dos fuerzas o sustancias contrarias que acontece tras la derrota experimentada por el reino de la luz: “La existencia humana, al igual que la vida universal, es únicamente el estigma de una derrota divina. En efecto, si el Hombre primordial hubiera vencido desde el primer momento, ni el cosmos ni la vida ni el hombre hubieran existido. La cosmogonía es un gesto desesperado de Dios para salvar una parte de sí mismo, al igual que la creación del hombre es un gesto desesperado de la materia para retener cautivas las partículas de la luz” [25].
 
En este contexto el pasado comparece como la época en la que aconteció esa mezcla: una mezcla que perdura en el presente, pero que dejará paso en el futuro a una nueva y definitiva separación. Como el mal es un principio, una sustancia, nunca podrá ser eliminada ni cabe esperar que sea absorbida o integrada en el bien: la victoria sólo puede consistir en restablecer el apartamiento, en un retorno del mal a su reino de tinieblas. El mundo arderá en un incendio purificador y las partículas de luz que hayan logrado salvarse ascenderán al cielo. “La materia, con todas sus personificaciones, sus demonios y sus víctimas, los condenados, será encarcelada en una especie de masa y arrojada al fondo de una gigantesca fosa, que luego quedará sellada con una roca enorme” [26]. La separación será, ahora sí, definitiva.
 
En su confrontación con la Iglesia Católica, que lo condenó ya en 296 con Diocleciano, el maniqueísmo afirmaba que un cosmos como éste, dominado por el mal, no puede ser obra de Dios, que es trascendente y bueno, sino de su adversario. Identificaba de este modo al dios malvado, que ha creado este mundo despreciable y todo el mal que hay en él, con el Yahvé del Antiguo Testamento, negándose, en consecuencia, a adorarle y obedecerle. De este dualismo se derivan tanto la imposibilidad de aceptar el dogma de la Encarnación como el rechazo de la reproducción (aunque no del ejercicio de la sexualidad), pues traer un niño a este mundo es visto como un modo de continuar y de colaborar con el imperio del mal.
 
La única opción que le queda al ser humano es pugnar por liberarse completamente del influjo del cuerpo mediante la purificación y la búsqueda del conocimiento (gnosis), por lo que resulta inútil y aun perjudicial cualquier intento de mediación eclesiástica o sacramental. La gnosis, el conocimiento que es al mismo tiempo la salvación, consiste fundamentalmente en una anamnesis: se trata de recordar la historia secreta, olvidada, de uno mismo y, al mismo tiempo, del origen del cosmos. Recordando esta cosmogonía y la correspondiente antropogonía el maniqueo llega a reconocer que es una partícula o una chispa de la luz originaria que ha quedado atrapada en el interior de la materia oscura. “Hasta el fin del mundo, una parte de la luz, es decir, del alma divina, se esforzará por despertar y, en última instancia, por liberar a la otra” [27].
 
Podríamos hacernos así una idea de la cosmovisión maniquea que abrazó Agustín en su juventud. Desengañado, sin embargo, tras su entrevista con Fausto, el más famoso de los maniqueos, de la capacidad de explicar intelectualmente el problema del mal con el postulado dualista, Agustín va derivando a través del escepticismo hasta posiciones neoplatónicas. En ellas encuentra una defensa contra el maniqueísmo: se trata de pensar el mal sosteniendo que Dios no tiene ninguna culpa, cosa que se consigue, como ya hemos visto, asignándolo al ámbito del no ser. Esta identificación neoplatónica del ser con el bien y la tesis de que el mal se explica, sin necesidad de atribuirle un ser positivo e independiente de Dios, como una carencia del ser que debería tener, le va a permitir a Agustín, tras su conversión al cristianismo, comprender la afirmación del Génesis según la cual Dios vio que todo lo que había creado era bueno [28].
 
 “A la manera de las tinieblas, afirma R. Safranski comentando la tesis agustiniana, el mal no tiene ningún ser propio, sino que es un defecto de ser, de luz, de bien. ¿Cómo llega semejante defecto al mundo? Dios, plenitud del ser creador, ha producido el mundo de la nada. Tiene que haber una diferencia entre lo creador y lo creado. Por contraste con Dios, en lo creado permanece la huella de aquélla nada a partir de la cual surgió la creación” [29]. Sería, pues, esta “huella”, esta especie de “eco” que de la nada originaria hay en lo creado, la responsable de su contingencia, de su corruptibilidad. El mal no tiene propiamente causa: no se explica por causa eficiente sino por “causa deficiente”. 
 
Hay en lo creado una deficiencia respecto al creador: su implicación con la nada. Esta implicación con la nada es la responsable de que la naturaleza sea móvil, sea algo dinámico, en constante transformación, imparable: devenir en el interior del tiempo. Esta implicación con la nada, esta especie de oquedad, es también la responsable de que el ser humano tenga voluntad propia, goce de libertad, y esté condenado, como decía Sartre, a ella. Además de estar en movimiento, como el resto de la naturaleza, el ser humano tiene que elegir en qué dirección encauza ese movimiento, pudiendo optar por el disfrute de la gracia de Dios mediante la obediencia o por rechazarla para encerrarse atendiendo a ese eco de la nada e intentar gobernarse por sí mismo.
 
Agustín insiste en la importancia decisiva de la gracia, lo que le hace enfrentarse al naturalismo y “humanismo” de Pelagio. Este monje irlandés apostaba estoicamente por el carácter ético del ser humano confiando en su bondad natural y sostenía que el pecado de Adán no se heredaba, no había afectado al resto de los humanos más que al modo de un mal ejemplo, por lo que sería posible, con la ayuda de la naturaleza y de una voluntad fortalecida por el ascetismo, llevar un vida humana, buena y virtuosa (la gracia sería una ayuda complementaria de enorme importancia, pero no imprescindible para alcanzar los mínimos de la dignidad humana). Agustín, por el contrario, afirmaba la necesidad de la gracia: el ser humano es incapaz de alcanzar por sus propias fuerzas la salvación, de convertirse. Solo la acción sobrenatural de la gracia de Dios, puesta al alcance del ser humano por el sacrificio de Jesucristo, puede salvarnos. De este modo el pecado llega a ser, paradójicamente, una felix culpa: la condición que provocó la encarnación o humanización de Dios: el lugar en el que el pecador arrepentido alcanza la redención [30].
 
La línea principal de la teología cristiana va a seguir, en cualquier caso, los caminos abiertos por Agustín al identificar platónicamente a Dios con la idea del Bien, cosa que le obliga a apartar la mirada de los aspectos siniestros, oscuros e irracionales de la realidad, o a dejarlos, semiocultos, en un segundo plano muy lejano.

Immanuel Kant, filósofo alemán. Fuente: Wikipedia.
Reaparición del mal en la filosofía moderna

 En lo que respecta a este tema la filosofía moderna es en gran parte heredera de este dualismo-optimismo platónico-agustiniano, el cual va a quedar reformulado en términos de razón, ciencia y progreso. Así, según una versión muy aceptada, la filosofía moderna se iniciaría precisamente con  el descubrimiento cartesiano del cogito como fundamento o principio absoluto que habrá de permitir la reconstrucción de todos los saberes bajo el amparo del nuevo criterio de verdad  (“claridad y distinción”), cosa que permite constatar la importancia que cobra en este nuevo contexto la temática de la luz.
 
La ilustración, Leibniz, Kant
 
Respondiendo a la filosofía de Pierre Bayle, que relanza la objeción de Epicuro contra la existencia de Dios, Leibniz, por su parte, elabora la teoría del mejor de los mundos posibles y proyecta su Teodicea, que es el intento de explicar mediante la razón la existencia del mal y de justificar la bondad de Dios, cosa que hace reformulando la tesis clásica de la privación y apoyándose en la noción física de inercia desarrollada por Galileo [31].
 
El mundo no es perfecto, pues perfecto sólo es Dios, pero detenta la mejor proporción posible entre las cosas buenas y las cosas malas (la mejor relación calidad-precio, podríamos decir con cierto humor). En su acción creadora la bondad de Dios sufre una disminución y no se distribuye homogéneamente sino que se encuentra, en función de la inercia de la materia, con distintos grados de resistencia. Leibniz compara esa acción con la corriente de un río que arrastra barcos idénticos pero con distinta carga, de tal modo que, por la inercia, los que llevan una carga mayor se desplazan más lentamente que los que van poco cargados [32].
 
El terremoto que destruyó Lisboa en 1755 se convirtió en un poderoso argumento contra la tesis leibniziana: “hay que conceder – exclama Voltaire en su Poema sobre el desastre de Lisboa- que el mal está en el mundo”. En su cuento Cándido o el optimismo Voltaire ironiza sobre el presunto “mejor de los mundos posibles” y presenta las desventuras del protagonista mientras que el filósofo Panglos no ceja en su empeño de justificación. La propuesta volteriana de tomar el mal en serio no tiene, de todas formas, demasiado recorrido, pues viene a desembocar en la propuesta, un tanto simplona, de dedicarse en cuerpo y alma al trabajo como modo de sobrevivir en este mundo desastroso. También Kant va a rechazar la propuesta leibniziana de justificación de Dios en su artículo de 1791 titulado “Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos en Teodicea”, pero lo hace por motivos estrictamente éticos, pues considera que si aceptamos que Dios tiene que tolerar de algún modo el mal, estaríamos eliminando la libertad y la dignidad del ser humano, y por tanto la ética.
 
Por lo demás Kant, que ultima el mapa de la “isla de la verdad”, descubre y experimenta que el esfuerzo por extender el pensamiento a la totalidad de lo real desemboca inevitablemente en contradicciones, cosa que es vivida por él como una frustración, como una consecuencia de un uso incorrecto de la razón. Será Hegel el encargado de afirmar que la contradicción no es síntoma de un fracaso o un mal uso de la razón, sino algo característico del propio pensamiento, lo que lo mueve y anima en su discurrir, y que lo es, además, porque la propia realidad contiene la contradicción, en el sentido en que, por ejemplo, la vida incluye también la no-vida.
 
Una flor no es propiamente sino que es-y-no-es, pues en el momento en que alcanza su madurez como flor ya está dejando de serlo y se convierte en fruto (o se marchita sin más). Tiene lugar así, recuperando la tradición de Heráclito (aunque también otras, como vamos a intentar mostrar), el reconocimiento explícito de la función dialéctica que ejercen el mal, lo negativo y la muerte como momentos necesarios en el despliegue de una realidad redescubierta ahora como dinámica o en movimiento, si bien todo ello se resuelve, finalmente, en una nueva celebración sistemática del carácter racional de lo real.
 
Mistica alemana, Cábala cristiana
 
Esta revalorización dialéctica hegeliana de la contradicción, que tiene lugar en el interior de una concepción de la realidad como en devenir, puede ser puesta en relación con la tradición proveniente de Heráclito, pero hay también indicios que permiten reconocer su conexión con la especulación mística. Ernst Benz apunta en este sentido cuando recuerda que la acuñación de la terminología filosófica alemana fue iniciada nada menos que por el Maestro Eckhart, movido por el deseo de hacerse entender en sus sermones por las hermanas que no sabían latín, y continuada por Jakob Böhme, cuya lectura Hegel frecuenta desde su juventud [33].
 
La tesis básica del idealismo de que el absoluto no se ubica en un más allá trascendente sino que se realiza en la autoconciencia del ser humano vendría preparada por la doctrina eckhartiana de las chispas o Seelenfunken, de ese ápice en el que Dios y el alma se tocan, doctrina con la que Eckhart estaría intentando formular su propia y personal experiencia mística. En el interior de la experiencia mística el yo sufre atravesado por sus contradicciones, llega a ser negado completamente, muere y es superado para que nazca el yo verdadero, la imagen de Dios, su hijo único [34]. Cabría decir, pues, que aquí la vida, el proceso de crecimiento del alma, incluye la crisis, la contradicción, la muerte, la negación, el mal, y que los atraviesa, no separándose de ellos.
 
En Jakob Böhme cabe detectar también otra influencia, aunque difícil de demostrar en los textos: la de la cábala cristiana. El ser de Dios comparece aquí como un abismo de voluntad que tiene que manifestarse, que representarse a sí mismo, que realizarse. “Este proceso de la automanifestación de Dios implica y comprende tanto su manifestación en la naturaleza como en la historia; es un proceso tanto creador y conservador como soteriológico” [35]. Aquí estaría el origen de la palabra evolución empleada por los idealistas para describir el proceso teogónico de automanifestación que apunta a que “Dios llegue a ser todo en todo” [36].
 
Por lo demás en la Cábala cristiana, que proviene de la conversión forzada por la Inquisición de los judíos en España en el siglo XIII, encontramos una impresionante reelaboración de la problemática del mal, que ha sido bien estudiada por Gershom Scholem. Scholem ve en la reflexión de los cabalistas un movimiento de resistencia frente a la “tiranía conceptual” de la filosofía griega que aborda la cuestión del mal al modo del avestruz y “esconde la cabeza en la polvorienta dialéctica de materia y forma” [37].
 
Rechazando el dualismo, aunque sea el moderado de Platón y Aristóteles, que concibe el mal como lo otro de Dios (y nunca como lo otro en Dios), aceptan la visión de la unidad de los opuestos y recuperan la perspectiva bíblica que incluye el mal en el interior de la creación: “Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago la felicidad y creo la desgracia: yo, el Señor, soy el que hago todo esto” [38]. En la Cábala el origen del mal hay que situarlo no en algo ajeno a Dios sino en las tensiones existentes entre los diferentes aspectos o potencias de la divinidad (las Sefirot), en las contradicciones que se plantean en el interior de lo unidad dinámica de Dios.
 
Schelling en la filosofía idealista
 
El tema del mal ocupa en la filosofía de Schelling un papel aún más importante que en la de Hegel. Su negativa a reconocer en el mal una mera privación es precisamente lo que le hace abandonar su “filosofía de la identidad”, que presentaba un universo totalmente racional y perfecto en el que los opuestos se concilian estéticamente, para plantear una “filosofía de la libertad” [39]. Ahora la libertad, entendida como “capacidad para el bien y para el mal” [40], va a ocupar el lugar central de su filosofía, una filosofía que intenta salvar la libertad humana concibiendo al propio absoluto como “vida” y como “libertad” y afirmando que “su actividad (la del ser humano) pertenece a la vida  misma de Dios” [41], de un Dios inacabado que tiene una historia, que está inmerso en su propio desarrollo, en el proceso de su realización que va aconteciendo a través de la naturaleza y del ser humano.
 
La escisión, en este sentido, no es algo que afecte sólo al ser humano y al universo, sino que afecta al propio absoluto. Schelling afirma, siguiendo la tradición clásica, que “puesto que no hay nada anterior o exterior a Dios, éste debe tener en sí mismo el fundamento de su existencia” [42]. Ahora bien, si pensamos ese fundamento como algo real y efectivo resulta que es un abismo: “El abismo de Dios, comenta Safranski, es el Dios todavía inacabado, el ser oscuro y cerrado, que aún no ha penetrado en la propia transparencia” [43]. “Ese fundamento de su existencia que Dios tiene en sí mismo, señala Schelling, no es Dios considerado absolutamente, esto es, en cuanto que existe, pues es sólo lo que constituye el fundamento de su existencia, es la naturaleza en Dios, un ser inseparable de Él, pero sin embargo distinto de Él” [44].
 
Se trata, pues, de algo distinto, aunque inseparable, del aspecto luminoso de Dios en tanto existente: sería la potencia aún no realizada, el caos primigenio, la parte oscura de Dios, la oscuridad preliminar de la que surge la luz, una especie de “seno materno”, la posibilidad de ser que representa al mismo tiempo la máxima amenaza [45]. “Si queremos poner este ser al alcance del ser humano, podemos decir que es el ansia (Sehnsucht)  que siente el Uno eterno de engendrarse a sí mismo” [46]. 
 
Schelling utiliza a este respecto la palabra voluntad, ya que, “en última instancia no hay otro ser que el querer” [47].  Se trata de “una voluntad que no es consciente” [48], pero en virtud de la cual va a surgir la conciencia, pues genera “una representación reflexiva interna por la cual Dios mismo se contempla en su imagen” [49]. Podría hablarse también, en el caso del ser humano, de una tensión polar dentro de la voluntad entre una voluntad propia, en tanto que encerrada en sí misma y referida a sí misma, y por tanto ciega, comparable también a la gravedad, y una voluntad universal, abierta, expansiva o esclarecida, que se ve a sí misma y ve su mundo, que se trasciende (y a la que va a denominar entendimiento).
 
 En Dios estas dos partes, la existencia luminosa y el fundamento oscuro, resultan inseparables, pero en el caso del ser humano, la unidad resulta divisible: ahí precisamente, en esa divisibilidad, radica para Schelling la posibilidad del mal [50]. No podemos desarrollar aquí los complejos planteamientos de Schelling, por lo que nos limitaremos a recoger la síntesis que nos ofrece Safranski: “Por tanto, la creación no es buena desde sus comienzos, tan sólo podría llegar a serlo. Y a este respecto tiene validez el siguiente principio: un bien, si no contiene en sí un mal superado no es un bien real y vivo. La cosa no puede ser de otra manera, pues ese devenir de la identidad de Dios y de la naturaleza es un proceso libre, que debe contener en sí el mal como superado, pues la libertad incluye siempre la opción del mal” [51].
 
Tras la aparición del escrito sobre la libertad en 1809, Schelling ya apenas volvió a publicar nada hasta los años cuarenta. Sus especulaciones sobre la oscuridad del fundamento abismático no tuvieron mucho eco en un tiempo que celebraba la pletórica identificación hegeliana de lo real y lo racional. Algo parecido es lo que le ocurre a Schopenhauer con su libro sobre El mundo como voluntad y representación, en el que ahonda en esa intuición a la que se había asomado Schelling. Schopenhauer concibe también la voluntad como el principio o la esencia de la realidad, pero la voluntad queda ahora desprovista de cualquier sentido evolutivo, de la menor aspiración a la claridad: la razón  es vista como un subproducto que no ejerce ninguna función de apertura sino que se limita a ser instrumento de la voluntad.
 
Podríamos comparar dicha voluntad, que en el fondo es una pese a la multiplicidad de sus manifestaciones, con un agujero negro dotado de una gravedad tan grande que ni siquiera la luz logra escapar a su dominio. De este modo Schopenhauer realiza una inversión completa del platonismo: en el lugar que ocupaba el Bien ahora se encuentra la voluntad, una pasión ciega que lucha absurdamente consigo misma por mantenerse a sí misma. “A los diecisiete años, sin ningún género de adoctrinamiento escolar, me sacudió la vivencia –confiesa Schopenhauer- de las penalidades de la vida, lo mismo que le sucedió a Buda en su juventud cuando vio la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte [...] Mi conclusión fue que este mundo no puede ser obra de un ser totalmente bueno, pero sí puede ser obra de un diablo, que ha traído a las criaturas a la existencia para deleitarse con la contemplación de su tormento” [52].
 
Schopenhauer y Nietzsche
 
El conocimiento científico no logra, según defiende Schopenhauer, decirnos nada sobre la realidad última. Únicamente en la experiencia estética (especialmente con la música) y en la compasión logra uno separarse, aunque sea por breves instantes, de esa vorágine espacio-temporal que es el mundo: se rompe entonces el velo del engaño y se toma una conciencia del horror de la existencia que invita a la renuncia ascética, a la negación del deseo y a una especie de inmersión en el nirvana [53]. Se trata de despojarse de cualquier ilusión y de aprender a vivir sin ninguna confianza en el mundo. De este modo Schopenhauer está llevando hasta el extremo opuesto la perspectiva abierta por la teodicea: nos encontramos, afirma ahora, en el peor de los mundos posibles. “Este mundo está dispuesto con el grado exacto de indigencia que necesita para existir. Si fuera un poco peor ya no podría existir” [54].
 
Nietzsche comparte con Schopenhauer la valoración del arte, y en especial de la música, como una experiencia que nos permite ir más allá del conocimiento científico, llegar hasta el fondo de la vida, pero no comparte la conclusión pesimista y ascética que, según él, se deriva de una tal experiencia. Lo que Nietzsche extrae de la afirmación de la capacidad creadora del ser humano es más bien una crítica de la metafísica, es decir, del platonismo negador del cuerpo, de lo sensible, de lo concreto y del “sentido de la tierra”, en nombre de un conocimiento racional que en su viaje de concepto en concepto nos descubre finalmente la identidad de lo real con el bien. Schopenhauer se habría limitado a invertir el platonismo, suplantando el bien por la voluntad. La crítica de Nietzsche a la metafísica pretende, por el contrario, ir más allá de la distinción entre el bien y el mal, entre verdad y mentira, entre el ser y el devenir, entre Apolo y Dioniso.
 
En vez de distinguir, como hace la metafísica, se trataría de comprender la correlación de los opuestos, soportar la tensión trágica que los mantiene unidos: lograr que Apolo diga a Dioniso, como ocurrió efectivamente en la tragedia ática. Asumir el fondo oscuro de la existencia con la voluntad de afirmar el sentido de la tierra es la propuesta nietzscheana para librarnos del resentimiento, que es lo que mueve a la metafísica y la conduce inevitablemente hacia el nihilismo. Pues la metafísica surge como una defensa contra la amenaza de la nada y de la finitud de la existencia, a la que se intenta consolidar mediante una especie de bucle que la ancle en la estabilidad de la idea o en un valor supremo que la justifique, pero esa función defensiva acaba volviéndose contra la vida, que queda así desvirtuada y devaluada. Se trataría de reconocer el juego como juego, la ilusión como ilusión, pero querer seguir jugando. Saber que interpretamos y buscar mejores interpretaciones que potencien, afirmen y enriquezcan la vida.
 
Conclusión: Asumir el bien y el mal
 
El optimismo metafísico-teológico predominante en la tradición occidental comparece, pues, como el resultado de un enorme esfuerzo intelectual que, con mejores o peores resultados, intenta reafirmar y justificar la realidad del bien minimizando, mediante la fuerza de su capacidad de abstracción, la contundencia (evidencia) con la que parece imponerse en la vida y en la historia la experiencia del mal.
 
Este intento heroico es muy loable y ha proporcionado grandes beneficios a la cultura occidental, pero conlleva una inclinación difícil de evitar hacia la prepotencia y el triunfalismo, una tendencia a concebir el Bien al modo de un monarca absoluto, como una especie de Dictador supremo. Tal sería la denuncia que hace Heidegger de la onto-teo-logía [55]. Para compensar esa tendencia el pensamiento filosófico tendría que tomar en serio las objeciones que se le han planteado y aceptar que no ha podido acabar con ellas. Esa sería precisamente la tarea que se le ha planteado a la filosofía en el siglo XX y la que tiene pendiente para el siglo XXI: asumir su propio fracaso.
 
Asumir el fracaso no implica necesariamente el fin de la filosofía, pero sí una importante transformación que reclama humildad y apertura. En este sentido nos parece que la filosofía tendría que atender, por ejemplo, a esa sabiduría que, como señala Gregorio Marañon, alcanzan los médicos cuando rompen el espejismo de su “pedantería juvenil”: “Los médicos, cuando se nos ha pasado la hora de la pedantería juvenil, sabemos que todas las enfermedades, las reales y las imaginadas, que son también muy importantes, pueden reducirse a una sola: la tristeza de vivir. Vivir, en el fondo, no es usar la vida, sino defenderse de la vida, que nos va matando; y de aquí su tristeza inevitable, que olvidamos mientras podemos, pero que está siempre alerta” [56].
 
Asumir esa vida que nos va matando es al mismo tiempo aceptar una muerte que nos da la vida. Desde esta perspectiva de la implicación de vida y muerte, el mal ya no se presenta como una amenaza externa para la omnipotencia del bien. El bien pierde sus atributos clásicos, se oscurece, se debilita, pero con ello se abre al mal y convive con él, abriendo la posibilidad de concebir el bien como la integración de un mal y el mal como la desintegración de algo bueno.

Notas:
 
[1] Gen. 1, 31.
[2] Gen. 2,17.
[3] R. Safranski, El mal o el drama de la libertad. Tusquets, Barcelona, 2002
[4]  R. Safranski, o.c, p. 22.
[5]  “Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.” J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo. Edhasa, Barcelona, 1999, p.78.
[6]  Cfr. E. Drewermann, Structuren des Bösen.Die jahwistishe Urgeschichte in psychoanalytischer Sicht. Paderborn, München, 1984, así como Psicoanálisis y teología moral. Desclée, Bilbao, 1996.
[7]  J. Campbell, Las máscaras de Dios. Vol. III, Alianza, Madrid, 1991, p. 25.
[8]  J. Campbell, o.c, p. 30.
[9]  “Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza, pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla”. Sabiduría, 2, 23-24. 
[10]  Job, 2,5.
[11]  R. Safranski, o.c p. 252.
[12]  Job, 2, 10.
[13]  Cfr. C.G.Jung, Respuesta a Job. Fondo de Cultura Ecónomica, México, 1983.
[14]  Platón, Protágoras, 320d-321d.
[15]  Cfr. J. E. Harrison, Prolegomena to the Study of Greek Religion. Princeton, New Jersey, 1991.
[16]  Plotino se reafirma en esta línea, pese a sus consideraciones sobre el ser como epekeina tes ousias, cuando afirma que el mal “es al bien como la falta de medida a la medida, como lo ilimitado al límite, como lo informe a la causa formal, como el ser eternamente deficiente al ser que se basta a sí mismo; es siempre indeterminado, inestable, completamente pasivo, jamás satisfecho, pobreza completa” (Enn.I, VIII, 3, citado por Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Alianza, Madrid, 1979, p. 2080).
[17]  A este respecto G. Durand establece una distinción entre un dualismo diametral, absoluto o esquizomorfo, en el que los opuestos están separados por un abismo, y un dualismo mitigado, concéntrico o drámatico en el que suele darse un tercer término que ejerce de mediación. Cfr. G. Durand, L’Âme tigrée. Denoël, Paris, 1980.
[18] E.R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia. Cristiandad, Madrid, 1975, p. 34. “Pero, señala en otro lugar, ningún estoico o aristotélico, ningún platónico ortodoxo se hubiera atrevido a condenar el cosmos en conjunto. Cuando nos tropezamos con semejantes posturas condenatorias hemos de sospechar que, en última instancia, derivan de una fuente situada más al este, de un dualismo más radical que el platónico” p. 32.
[19]  Fedro 245. En este planteamiento platónico el auriga se corresponde con la parte racional-intelectual del alma (la “cabeza”=el gobernante) el caballo bello y bueno con la parte irascible o voluntativa (pecho=los guerreros) y el caballo malo y feo por parte apetitiva y pasional (abdomen= los productores).
[20] Fedro 247 e.
[21]  Hume recoge la objeción de Epicuro formulándola del siguiente modo: “¿Es que quiere evitar el mal y es incapaz de hacerla? En­tonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?” D. Hume, Diálogos sobre la religión natural. Alianza, Madrid, 1999, p, 128.
[22]  “El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos, ya que está lejos de los primeros y, cuando se acerca a los segundos, éstos han desaparecido ya. A pesar de ello, la mayoría de la gente unas veces rehúye la muerte viéndola como el mayor de los males, y otras la invoca para remedio de las desgracias de esta vida. El sabio, por su parte, ni desea la vida ni rehúye el dejarla, porque para él el vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte. Y así como de entre los alimentos no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo más largo, sino del más intenso placer”. Epicuro, Carta a Meneceo.
[23] “Peccatum  non est appetitio malarum rerum, sed desertio meliorum”. De natura boni contra manichaeos, 34.
[24]  O. Spann  entiende este fracaso como una “des-extatización” (cfr. R. Safranski, o.c, p. 50).
[25] M. Eliade, “Historia de las creencias y de las ideas religiosas”. T. II,  Cristiandad, Madrid, 1978, p.381.
[26]  M. Eliade, o.c., p. 456.
[27]  M. Eliade, o.c., p. 455.
[28]  G. Durand, en el articulo “El hombre y la mitología social”, que aparece publicado en esta misma obra, se hace eco de la tesis de Cambronne que considera que, a pesar de la conversión, hay una continuidad entre el dualismo maniqueo inicial y el dualismo paulino posterior.
[29] R. Safranski, o.c., p. 51
[30] Cfr. el Exultet o pregón pascual: O felix culpa quae talem et tantum meruit habere redemptorem (¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!).
[31] El concepto de inercia, que resultó decisivo a la hora de explicar el movimiento de los planetas en torno al sol, alude a la tendencia de la materia a mantener su situación, sea de reposo o de movimiento, mientras que no actúen sobre ella fuerzas que la perturben. En su Teodicea (1710), que tiene como subtítulo Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, Leibniz ve en la noción de inercia “una perfecta imagen y hasta como un ejemplar de la limitación original de las criaturas, para mostrar que la privación constituye lo formal de las imperfecciones y de los inconvenientes que se encuentran, lo mismo en las sustancias que en sus acciones”. Edición electrónica Escuela de Filosofía Universidad Arcis, http://www.philosophia.cl/, p. 79.
[32]  “La corriente es la causa del movimiento del barco, pero no de su retardo; Dios es la causa de la perfección de la naturaleza y de las acciones de las criaturas, pero la limitación de la receptividad de la criatura es la causa de los defectos que hay en su acción”. G. W. Leibniz, o.c p. 80.
[33]  E. Benz, Les sources mystiques de la philosophie romantique allemande. Vrin, Paris, 1968
[34] Cfr. E. Benz, o.c., p. 31.
[35]  E. Benz, o.c., p. 57
[36] 1 Cor. 15, 28 Este texto es citado por Schelling en sus Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana. Anthropos, Barcelona, 2004, p. 279. Para Schelling ese proceso de evolución tiene como fin que la naturaleza alcance una esencia perfecta, un “cuerpo espiritual” (Geistleiblichkeit). La materia comparece aquí como animada  desde dentro por la esencia (cfr. E. Benz, o.c p.62).
[37]  G. Scholem, “El bien y el mal en la Cábala” en VV. AA. Arquetipos y símbolos colectivos. Circulo de Eranos I. Anthropos, Barcelona, 1994, p. 102. Esta concepción tiene ciertos paralelismos con algunas gnosis, como la valentiniana, en la que el mal resulta de ciertas tensiones en el interior del Pléroma. El Dios desconocido, el Abismo, va generando, por emanación,  los diversos eones. Una de esas entidades, dotadas de sustancia pero no del conocimiento, Sofía, decide, pese a ser la última que había surgido, contemplar directamente el Abismo, rompiendo el orden pleromático, por lo que cae fuera, al vacío exterior. Sofía se da cuenta de su error se apena por ello y de sus lágrimas va a surgir por un lado la materia y por el otro un dios inferior. Este dios inferior, ignorante y malvado, el Demiurgo, que es el que va a crear  con esa materia el mundo. (cfr. al respecto J.A. Piñero, Los cristianismos primitivos y la gnosis en https://www.youtube.com/watch?v=yLvE23hZzVI).
[38]  Isaias 45,7.
[39]  Al reconocer la realidad y la efectividad del mal Schelling se desmarca del monismo estático, pero se propone encontrar un principio del mal sin caer en el dualismo absoluto, que “no es más que un sistema de autodesgarramiento y desesperación de la razón” F.W.J. Schelling, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados. Anthropos, Barcelona, 1989. p. 155. Se trata más bien de concebir una unidad dinámica que dé cabida dentro de sí a la diversidad de principios o “un dualismo que admite al mismo tiempo una unidad” o.c p. 167 (cfr. al respecto P. Fernández Beites, “individuación y mal” en Revista de Filosofía, nº 10, 1993).
[40]  F.W.J. Schelling, o.c., p. 151.
[41]  F.W.J. Schelling, o.c., p. 119.
[42]  F.W.J. Schelling, o.c., p. 163.
[43] R. Safranki,  o.c p. 56.
[44]  F.W.J. Schelling, o.c p. 163.
[45]  “Todo nacimiento es un nacimiento desde la oscuridad a la luz; la semilla ha de ser hundida en la tierra y morir en las tinieblas a fin  de que pueda alzarse en una forma luminosa mas hermosa y desarrollarse bajo los rayos del sol” F.W.J. Schelling, o.c p. p. 169.
[46]  F.W.J. Schelling, o.c p. 167.
[47]  F.W.J. Schelling, o.c p. 147.
[48] F.W.J. Schelling, o.c p. 167.
[49]  F.W.J. Schelling, o.c p. 171.
[50] Cfr. F.W.J. Schelling,  o.c p. 179.
[51] R. Safranski, o.c p. 57.
[52]  Citado por Safranski, o.c., p.  70. “Es inútil intentar explicar la oscuridad que se extiende sobre nuestra existencia (…) La oscuridad es absoluta y originaria (…) no es una mancha casualmente ensombrecida en medio de la región de la luz. Muy al contrario, el conocimiento es una luz en medio de una originaria tiniebla sin límites, de una inmensidad tenebrosa en medio de la cual se pierde”. Id., p.74.
[53]  Esta perspectiva schopenhaueriana sirve de inspiración a Wagner en su Tristán e Isolda.
[54]  R. Safranski, o.c., p. 77.
[55]  Heidegger supo valorar la importancia del planteamiento de Schelling sobre la libertad que se concreta, por ejemplo en la afirmación de que “La angustia de la vida empuja a la criatura fuera de su centro” (cfr. M. Heidegger, Schelling y la libertad humana. Monte Ávila Editores, Caracas, 1990). A este respecto Gadamer señala que “Heidegger reconoció en él su problema más propio, el problema de la facticidad, de la oscuridad indisoluble del fondo; tanto en Dios como en todo lo que es real y no sólo lógico. Esto rompe los límites del logos griego.” H.G. Gadamer, Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2002, pp. 69.
[56] Esta frase se la atribuye al médico humanista su hijo, Gregorio Marañón Moya en un artículo sobre “El vino a su medida” en el diario ABC el 10/10/1978 (hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/.../013.html)

 
Artículo elaborado por Luis Garagalza, Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea.



 



Luis Garagalza
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