La cultura de la incertidumbre promueve una nueva imagen del teísmo y del ateísmo

La Era de la Ciencia provoca la deliberación de la cuestión metafísica, al constatar el silencio-de-Dios


La ciencia promueve una imagen del universo que lleva a la filosofía a reconocer la incertidumbre sobre la Verdad última. En la Era de la Ciencia, la deliberación sobre la cuestión metafísica deriva de la constatación del hecho del silencio-de-Dios. Esta deliberación puede llevar –dependiendo de la valoración y actitud personal de cada uno– al ateísmo y al teísmo, a la religión natural y al cristianismo. Estas cuestiones continuarán siendo abordadas en el ciclo “Dios y Religiones en la Era de la Ciencia”, cuyas sesiones segunda y tercera se celebran en febrero y abril en la Universidad de Deusto, Bilbao. Por Javier Monserrat.


Javier Monserrat
11/02/2014

Detalle de la pintura al fresco en la Capilla Sixtina, "Creación del Sol y la Luna" de Miguel Ángel, un ejemplo de como se representa a Dios Padre en el arte occidental. Fuente: Wikipedia.
A lo largo del curso académico 2013-2014 tienen lugar tres conferencias en el Forum Deusto y tres sesiones del Seminario ofrecido por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, Bilbao, a todos los profesores de la universidad. De acuerdo con los intereses de la organización, el título general que, como ponente, he puesto a este ciclo es “Dios y Religiones en la Era de la Ciencia”.

El ciclo se desarrolla en tres sesiones, la primera, que ya tuvo lugar, los días 20-21 de noviembre de 2013; la segunda y la tercera en los meses de febrero y abril de 2014. El título de la primera sesión fue “La cultura de la ciencia y la visión moderna del silencio-de-Dios”.

La segunda sesión, que corresponde al mes de febrero 2014, estudia cómo y por qué la experiencia radical del silencio divino es la base argumentativa tanto del ateísmo como de la forma en que las religiones formulan la justificación de su sentido. Por último, la tercera sesión, en abril, estudiará la imagen del hombre en la ciencia y en la fe cristiana.

Ofrecemos en el siguiente artículo un comentario a algunos de los perfiles de la temática de la segunda sesión del seminario. Igualmente publicamos en Tendencias21 otro comentario con ocasión de la primera sesión del seminario en la tercera semana de noviembre 2013.

Durante muchos siglos hemos vivido en la cultura de la “modernidad dogmática”, bien teísta (que seguía en continuidad con la hermenéutica del cristianismo en el paradigma greco-romano antiguo), bien atea. Teísmo y ateísmo creían poseer del universo un conocimiento cierto e incuestionable que respondía a la razón natural, a la ciencia y a la filosofía. Sin embargo, en la cultura moderna, que incluye aspectos muy variados (sociedad, política, arte, literatura, etc.), la ciencia y la filosofía construida sobre ella han influido de forma decisiva a configurar la idea de una sociedad crítica e ilustrada, tolerante, que se funda en la conciencia de vivir en un universo enigmático que nos instala en la incertidumbre metafísica y en la nueva conciencia radical del verdadero alcance del silencio-de-Dios.

La toma de conciencia clara y reflexiva de que Dios está realmente en silencio es el único punto de partida adecuado para entender el teísmo y el ateísmo, tal como son posibles en la cultura moderna en la Era de la Ciencia. En el texto de este artículo de Tendencias21 comentamos la segunda conferencia del ciclo, titulada: “Ateísmo, religiones, cristianismo, desde la imagen del universo en la Ciencia”.

Como vimos en la primera sesión, la imagen del universo en el mundo antiguo respondía a una cultura dogmática en que unos y otros creían que el universo hacía patente a la razón humana su Verdad última. Sin embargo, a medida que el mundo moderno se convierte en “modernidad crítica”, se hace fuerte la persuasión –en la intuición ordinaria de todo hombre, por la ciencia y por la filosofía– de que el universo es un gran enigma que nos instala en la incertidumbre metafísica sobre el más allá. En nuestros días, el teísmo religioso crítico sabe que, por la razón, Dios “podría no existir”.

A su vez, el ateísmo arreligioso crítico sabe también que no tiene una seguridad racional absoluta y Dios “podría en último término existir”. En este Era de la Incertidumbre, propiciada por la Era de la Ciencia, se impone en todos la experiencia radical del silencio-de-Dios: Dios, de existir, para unos y para otros, para teístas y ateos, está en silencio, pues habría creado un universo enigmático. Por ello, el hecho del silencio-de-Dios es el factum fundamental en función del cual teísmo y ateísmo construyen su argumentación a favor o en contra de la existencia de Dios. Es lo que vamos a explicar en este artículo de Tendencias, en conexión con el contenido de la segunda sesión del ciclo 2013-2014 en el Deusto Forum.

La cultura de la ciencia y el silencio-de-Dios

Este era el título de la primera sesión del ciclo. Comencemos recapitulando su contenido para enlazar con la segunda sesión que aquí comentamos. En la primera sesión presentábamos una reflexión introductoria sobre cómo se produce en el hombre la reflexión sobre lo metafísico. Esta reflexión no sólo interesa sino que incluso angustia al hombre, porque de la gran cuestión de la Verdad última del universo, o sea, de la cuestión de si existe Dios o no existe, depende el futuro personal y colectivo del ser humano. E evidente.

¿Qué pensar? La respuesta humana al enigma de lo metafísico se ha dado de una forma reflexiva, usando la razón, en la ciencia, en la filosofía y en la teología. Pero se ha dado también de una forma ordinaria por la intuición con que todo hombre se hace una idea de la Verdad última y toma una actitud existencial ante ella. De la primera sesión recordamos algunos puntos para enlazar con esta segunda sesión.

1) Hubo un tiempo en que la cultura se movía en un marco general de dogmatismo (a saber, la persuasión de que la razón humana llevaba con firmeza y seguridad al conocimiento de la Verdad última, metafísica, del universo). Hubo, en efecto, un dogmatismo teísta en las religiones (que enlazaba con el dogmatismo antiguo greco-romano) y un dogmatismo ateo que fue configurándose con el avance de la modernidad desde el renacimiento. Todavía hoy hay muchos pensadores que se mueven en el dogmatismo, tanto teísta como ateo. El dogmatismo no se ha extinguido todavía.

2) Sin embargo, a lo largo del siglo XX, la cultura moderna ha sufrido una transformación de gran importancia dando el tránsito desde lo que había sido durante siglos una cultura dogmática a una nueva cultura de la incertidumbre. Este tránsito a la incertidumbre es general y abarca hoy a la cultura en su conjunto. La precariedad e incertidumbre del conocimiento humano es general, yendo desde microproblemas que sólo pueden dar lugar a hipótesis y conjeturas, hasta el gran macroproblema que nos instala en la incertidumbre metafísica sobre la Verdad última del universo.

3) Decíamos que en este tránsito desde el dogmatismo a la incertidumbre ha jugado un papel de capital importancia el proceso histórico que, en la modernidad, ha llevado a configurar lo que hoy llamamos la Era de la Ciencia. La modernidad fue durante muchos siglos dogmática, bien como teísmo dogmático o ateísmo dogmático. Ahora bien, la tesis que defendíamos en la primera sesión era que la imagen del universo en la “modernidad crítica” –o sea, la nueva ciencia que aparece poco a poco en el siglo XX desde el nacimiento de la mecánica cuántica– no lleva hoy a una metafísica dogmática, sino que se constituye en elemento esencial de la nueva cultura de la incertidumbre. La ciencia, por tanto, de los últimos años en la modernidad crítica ha jugado, y sigue jugando, un papel decisivo (aunque no único) en la configuración de la nueva cultura de la incertidumbre.

4) La ciencia ofrece hoy, en efecto, una imagen del universo que lleva a la filosofía a caer en la cuenta del enigma metafísico del universo. Es un enigma porque por la razón no podemos conocer con certeza su Verdad última. La filosofía puede construir una hipótesis teísta que haría verosímil pensar que una Divinidad creadora y fundamento absoluto del ser podría ser la Verdad metafísica última. Pero esta hipótesis no es única y no se impone necesariamente.

Es también posible para la razón humana construir la hipótesis de un universo sin Dios, ateo, que mantiene por si mismo eternamente su consistencia y su estabilidad. Esta hipótesis atea es racionalmente posible y cuenta con argumentos que la hacen filosóficamente verosímil.

El universo es enigmático y estamos en la incertidumbre metafísica porque no sabemos con certeza si su Verdad última es un universo con Dios o sin Dios. En la primera sesión ofrecíamos una síntesis del estado actual de la imagen del universo en la ciencia, explicando los argumentos (el problema de la consistencia y estabilidad del universo, el problema del orden producido dentro del universo y el problema de la emergencia evolutiva de la sensibilidad-conciencia) con que la filosofía, a partir de esta imagen científica, puede construir hoy la hipótesis verosímil de la existencia (teísmo, religiosidad, religiones) o no-existencia (ateísmo, agnosticismo, arreligiosidad) de Dios.

5) Sin embargo, el punto decisivo y más importante de la primera sesión consistía en mostrar que esa nueva imagen de un universo enigmático en la modernidad crítica permitía una forma más radical y profunda de caer en la cuenta del silencio-de-Dios en el universo. La nueva cultura de la incertidumbre propia de la modernidad crítica, a la que la ciencia contribuye decisivamente, constituye la gran ocasión histórica para caer en la cuenta de la radicalidad del silencio-de-Dios, probablemente intuido ya en la conciencia natural de todo hombre en el mundo, al margen de su inserción en las más diversas culturas antiguas (que por lo general respondieron siempre a un teísmo dogmático).

Por esto, el título de la primera sesión era: La cultura de la ciencia y la visión moderna del silencio-de-Dios. Para el teísmo dogmático, aunque a Dios no lo viéramos inmediatamente, Dios estaba manifiesto con seguridad a la razón humana (era “cierto” que Dios existía) y por ello su “•silencio” era relativo. Para el ateísmo dogmático no tenía sentido en absoluto hablar del silencio divino porque Dios, sencillamente, no existía (era “cierto” que Dios no existía). En cambio, en la moderna cultura de la incertidumbre, los teístas se inclinan a entender que lo más verosímil es que Dios exista, pero saben que, en el fondo, no es racionalmente seguro y Dios “podría no existir”.

Por ello, el Dios real, en caso de existir, no se habría manifestado con evidencia y, en último término, permanecería en silencio. Por otra parte, en esa misma cultura de la incertidumbre los ateos se inclinan racional y emotivamente a creer que lo más verosímil es que Dios no existe. Pero saben que no tienen una seguridad absoluta y que Dios “podría existir”. Por ello, si finalmente Dios existiera, sería un Dios que habría decidido permanecer en silencio en el universo.

6) Por consiguiente, la síntesis del mensaje que trasmitíamos en la primera sesión era éste: en la Era de la Ciencia, a la altura de la modernidad crítica, somos conscientes del enigma del universo y de la incertidumbre metafísica sobre su Verdad última. De ahí que para el hombre moderno existe una conciencia cada vez más clara de que el posible Dios, en caso de existir, es un Dios que permanece en silencio. Este silencio-de-Dios es el hecho que impone en el hombre la deliberación sobre si tiene sentido o no creer que Dios existe o no existe. Creer o no creer en Dios depende de cómo se valora el hecho del silencio-de-Dios, tal como lo entendemos en toda su radicalidad en la Era de la Ciencia.

Ateísmo, religiones y cristianismo desde la imagen del universo en la ciencia

Este es el título de la segunda sesión. En esta segunda sesión del ciclo en el Deusto Forum nos proponemos mostrar, en efecto, que esta vivencia natural del silencio-de-Dios es el presupuesto del que nace la lógica que conduce al ateísmo y al teísmo, bien a la religión natural que tienen los hombres por su mera condición de seres en el mundo, bien a la comprensión de lo que significa el cristianismo como religión. Ateísmo y teísmo, religión natural y cristianismo dependen, pues, de la vivencia del silencio-de-Dios.

Esto quiere decir que el hombre constata un “hecho” que no se pone en duda: que el posible Dios –el Dios que es “posible” porque tanto ateísmo como teísmo saben que ni su no-existencia o existencia sean seguras–, en caso de existir, es un Dios que permanece en silencio porque ha creado un universo en que no es “patente” su existencia. Esto es un hecho y, por tanto, aceptar la verosimilitud de que Dios exista o no-exista depende de que tenga sentido en Dios, o lo tenga, el hecho de su silencio. ¿Tiene sentido aceptar la existencia de un Dios que permanece en silencio? La respuesta a esta pregunta es lo que lleva al ateísmo o a las creencias religiosas.

La nitidez con que hoy se percibe este hecho del silencio-de-Dios es, como decíamos, una de las consecuencias de la Era de la Ciencia. La ciencia promueve en la modernidad crítica una imagen del universo que lleva a la filosofía a reconocer el enigma y la incertidumbre sobre la Verdad última, sobre la existencia o no-existencia de Dios.

Por ello, la deliberación sobre la cuestión de Dios que parte de la constatación del hecho de su silencio es la propia de la Era de la Ciencia. La ciencia lleva a la filosofía a la conciencia del hecho del silencio-de-Dios y este hecho condiciona en la Era de la Ciencia la deliberación sobre la cuestión metafísica. Y esta deliberación es la que puede llevar –dependiendo de la valoración y actitud personal de cada uno– al ateísmo y al teísmo, a la religión natural y al cristianismo.

Sin embargo, quiero también observar que son muchas las razones que nos llevan a entender que la Era de la Ciencia sólo ha sido la ocasión histórica para que de una forma reflexiva hayamos superado los dogmatismos teístas y ateístas antiguos. Es decir, la ocasión de que hayamos caído en la cuenta del enigma, de la incertidumbre y del hecho del silencio-de-Dios que condiciona creer o no en su existencia o no-existencia.

Pero lo que entendemos reflexivamente en la Era de la Ciencia es lo que de una forma ordinaria, intuitiva y espontánea, ha vivido desde siempre todo hombre en su existencia, incluso a pesar de estar inmerso en culturas dogmáticas en que lo divino se imponía como un hecho incuestionable. Todo hombre intuye inmediatamente en las circunstancias de su vida ordinaria –en cualquier tiempo y lugar– que a Dios no lo vemos de forma
inmediatamente, que parece estar en silencio y tenernos abandonados al dramatismo de la existencia. Todo hombre intuye de forma ordinaria en su vida el silencio-de-Dios y, por ello, su actitud ante lo metafísico, su creencia o increencia en Dios depende de su posición intuitiva y espontánea ante este silencio.

Por ello, en esta segunda sesión del ciclo se han abordado los siguientes puntos. 1) Se vuelven a explicar las dimensiones del hecho del silencio-de-Dios, que ya se habían comentado en la parte final de la primera sesión del seminario. 2) Se muestra de qué manera la lógica del ateísmo nace como valoración y actitud personal ante el hecho del silencio-de-Dios. 3) De la misma manera se explica la lógica natural, en dependencia de la vivencia del silencio-de-Dios, con que nacen todas las formas posibles de religiosidad natural y las grandes religiones de la historia. 4) Cómo y por qué el hecho del silencio-de-Dios es el supuesto natural que hace posible una lectura (interpretación o hermenéutica) de lo que significa el cristianismo como religión.

Dimensiones del silencio-de-Dios

El silencio-de-Dios es el hecho inmediato y evidente que pesa sobre la posibilidad de que el hombre se abra a Dios y sea religioso. El malestar profundo ante el silencio-de-Dios deja maltrecha la posible religiosidad humana.

El silencio-de-Dios ofrece el fundamento que hace viable el ateísmo, el vivir sin Dios en el mundo, y obliga también a que sólo en función de lo que significa este silencio se abra un camino a una posible religiosidad. Lo explicamos.

a) Ante todo, Dios está en silencio porque el universo está hecho de tal manera que no podemos saber con seguridad racional si realmente existe. Es verdad que en el mundo antiguo no se tenían los conocimientos científicos y filosóficos que hoy tenemos.

Pero el hombre real, en su vida ordinaria, intuía ya por la fuerza misma de los hechos que a Dios no se lo ve por ninguna parte, no es objeto de experiencia natural directa.

Nadie ha visto nunca a Dios. Sólo vemos el universo desde la experiencia de nuestros sentidos. Aunque en las sociedades antiguas se impusiera una existencia dogmática de Dios, o los dioses, eso fue sólo un artificio social que no pudo eliminar nunca la experiencia radical humana de la ausencia de Dios. A lo largo de los años se impuso férreamente una cultura religiosa dogmática, es verdad. Pero todo hombre vivía por su intuición de la vida real el factum inmediato de una ausencia de Dios que contradecía ese dogmatismo.

Esta experiencia vivencial directa de la ausencia de Dios en el mundo, sentida con profundidad y malestar por todo hombre, en cualquier momento de la historia, ha sido confirmada por la evolución de la cultura moderna, ya desde el siglo XVI. Poco a poco, la ciencia y la filosofía moderna fueron mostrando que la razón, en efecto, hacía posible concebir un universo sin Dios. El ateísmo fue dogmático durante mucho tiempo. Pensaba que se había descubierto que la razón imponía con seguridad que Dios no existía.

Pero, en el siglo XX, el ateísmo, sin embargo, dejó de ser dogmático para convertirse sólo en una hipótesis verosímil: la razón natural podía concebir una posible explicación verosímil del universo sin necesidad de Dios, en ausencia de Dios. Y esto tuvo una consecuencia evidente: si el universo podría entenderse sin Dios, entonces era que Dios podría no existir. La posibilidad estaba abierta. Es decir, no se tenía la seguridad de que Dios existiera o no-existiera realmente. La estructura del universo, por tanto, al hacer posible el ateísmo, al menos como hipótesis verosímil, mostraba que Dios estaba ausente, lejano y en silencio. Dios, de existir, no se había manifestado con evidencia absoluta porque quedaba abierta la puerta a su no existencia.

Por consiguiente, Dios está ausente del universo porque el hombre no puede saber con seguridad racional si realmente existe. Dios, por ello, está ausente, oculto y en silencio ante el conocimiento. ¿Cabe pensar que existe y es real un Dios oculto y en silencio ante el conocimiento humano? Dios debería ser veraz, fiel a la verdad y en ningún caso cabría pensar que jugara con el hombre. Dios, de existir, ¿por qué debería ocultar la Verdad, es decir, su propia realidad existente?

Ciertamente la existencia de un Dios veraz no parece compatible con un universo borroso y ambiguo metafísicamente, donde nadie conoce con seguridad que Dios exista. En otras palabras, la idea de un Dios oculto no parece congruente con la idea natural que el hombre tiene de Dios, en caso de existir. Por tanto, la estructura natural del universo, tal como puede ser conocida por la razón humana, justifica la posición atea: no tiene sentido aceptar que existe un Dios que se oculta ante el conocimiento humano.

b) Pero es que, además, Dios está en silencio ante lo que podríamos llamar en general el drama de la historia. Esto tiene una profunda repercusión “emocional” en el ser humano. Es un drama que se manifiesta ante todo en el sufrimiento que producen los acontecimientos derivados de la evolución de una naturaleza ciega.

El avance evolutivo de la naturaleza es hacia una perfección creciente. Pero el avance se hace a través de un proceso autónomo neutro en que aparecen un cambio genético, una enfermedad, un accidente fortuito o un roce tectónico de las placas que deriva en un terremoto dramático. La naturaleza es neutra moralmente, pero produce Males porque frena las aspiraciones humanas a la vida y a la felicidad. ¿Cabe pensar que Dios es el diseñador y creador de esa naturaleza ciega que ha producido y produce para la especie humana el Mal y un sufrimiento tan inmenso?

Pero, además, es esta misma naturaleza ciega la que causa, de forma similar a como produce una enfermedad, la aparición de la perversidad, o capacidad humana de producir el Mal en los seres humanos, o en nosotros mismos. La perversidad es un efecto resultante de la confluencia de la biología ciega, los condicionamientos ambientales y la libertad humana, que es siempre decisiva. Existe una perversidad general, presente en la historia, pero existe también una hiriente perversidad en los hombres religiosos y en las religiones establecidas.

Si Dios es diseñador y creador de la naturaleza, ¿por qué entonces ha permitido los inmensos Males producidos por el mismo hombre, por la perversidad humana, especialmente en las religiones donde la presencia inspiradora de Dios debería ser manifiesta? Al hombre le es muy difícil, ciertamente, ver los vestigios de la presencia diseñadora de un posible Dios en una naturaleza ciega que inunda de sufrimiento a la estirpe humana por el Mal ciego y por la perversidad humana.

La lógica del ateísmo nace del malestar ante el silencio-de-Dios

De ahí que, aunque quizá Dios pudiera en último término existir, la experiencia impactante de la ausencia, de la lejanía, del silencio-de-Dios, sea la gran causa que induce a vivir sin-Dios en el mundo en el ateísmo, en el agnosticismo o en la indiferencia práctica. Es un desmoralizador silencio ante el conocimiento humano (el enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia (el sufrimiento por el Mal ciego de la naturaleza y la perversidad humana). Si el universo es así, y es un hecho que apenas presenta vestigios de la presencia de un eventual Dios benevolente, entonces, ¿acaso la actitud de aceptar esta ausencia de hecho y vivir sin Dios en el mundo no es una opción viable y con sentido?

Esta opción atea tendría incluso un sentido moral, justificable ante un posible Dios: si Dios existiera, sería responsable de haber creado este tipo de universo en que se impone su ausencia y el hombre queda inducido a vivir sin-Dios. Ser religioso, empeñarse en creer en un Dios que apenas ha dejado vestigios, parecería así como un remar contracorriente.
¿Acaso lo más obvio no sería dejarse llevar por las circunstancias objetivas de la ausencia divina y vivir simplemente sin Dios en el mundo?

Sin duda que ya en las sociedades antiguas –religiocéntricas, teocéntricas y teocráticas–, a pesar del dogmatismo religioso ambiente, muchos hombres vivieron subjetivamente una existencia sólo mundana, sin Dios. Sin embargo, fue después del renacimiento (siglo XVI) cuando poco a poco tomó forma la opción de vida atea, arreligiosa, consciente y reflexiva.

El ateísmo moderno –de una forma primero dogmática que termina siendo hipotética y crítica– llegó a concebir que, por la ciencia y la filosofía, el universo podía explicarse sin Dios (al menos como hipótesis). Además, esta explicación sin Dios se confirmaba porque en una naturaleza autónoma y ciega que producía el Mal y la perversidad humana, no se hallaban vestigios de un diseño benevolente de un eventual Dios.

Por tanto, todo parecía indicar que la opción moral más obvia era que el hombre no fuera contracorriente y se dejara llevar por un estado de cosas del que, en último término, sería responsable el mismo Dios, en caso de que existiera. De acuerdo con estos enfoques, el número de ateos fue creciendo entre científicos y filósofos, hasta llegar a porcentajes significativos en el siglo XX.

Pero lo más importante es que parte de la población en las sociedades desarrolladas fue dejándose llevar también por una existencia puramente mundana, sin Dios. Estas personas indiferentes ante lo religioso (y a veces incluso ante todo lo metafísico, ante el más-allá) han tenido la sensación de que hacían lo irremediable: dejarse llevar por las meras inquietudes inmediatas de la vida natural porque apenas eran capaces de observar vestigios que les hablaran de la presencia real de Dios.

Por ello los hombres ateos han llegado a tener la sensación tranquilizante de que vivir sin Dios está moralmente justificado, incluso ante un posible Dios, porque no puede hacerse otra cosa en la experiencia desconcertante de una sociedad sin Dios. Por primera vez en la historia, en el mundo moderno, que es el nuestro, la opción por una existencia sin-Dios, atea, agnóstica y arreligiosa, en apariencia la más obvia en un mundo de ausencia de Dios, ha tomado carta de ciudadanía y una presencia social importante.

Esta visión “sin Dios” del universo ha contado con argumentos objetivos, no ha sido arbitraria. No ha sido una negación de una pretendida “patencia de Dios” en la naturaleza, sino una reacción lógica ante la angustia del silencio divino, ante el conocimiento humano por el enigma del universo y ante el drama de la historia por el inmenso sufrimiento del hombre.

La lógica natural de la religiosidad asume el silencio-de-Dios

Sin embargo, el hecho es que la inmensa mayor parte de la humanidad, del pasado y del presente, no se ha inclinado a lo que parecería ser la “opción obvia” por el ateísmo. Muy al contrario, se ha “empeñado” contracorriente en ser religiosa. Es evidente que esta “persistencia” ha tenido que tener “causas”. Se ha producido sin duda por algo, ha tenido unas razones o causas definidas. El pensamiento ateo ha aducido ciertas causas (son las llamadas “teorías de la alienación”, o sea, el estudio de las causas de que los hombres hayan sido religiosos sin tener, en el fondo, causas o razones para ello). Pero el pensamiento religioso, que quiere explicar por qué los seres humanos son religiosos a pesar de todo, también ha reflexionado sobre las causas o razones de la religión.

Es claro que la religión interesa al hombre porque le abre a la esperanza de un futuro feliz y liberador, obra de la Divinidad, que supere la frustración final de la vida. Pero se trata de ver si hay causas o razones para que el hombre se abra con fundamento a la esperanza religiosa. Que la idea de Dios y la religión ofrecen un futuro esperanzador y feliz está fuera de duda. La cuestión es si hay razones justificadas para abrirse a la esperanza religiosa. Veamos.

a) La primera causa o razón es que el universo, bien intuido espontáneamente por todo hombre, bien estudiado por la razón en la ciencia y en la filosofía, permite considerar que Dios pudiera ser su fundamento creador. Esto se estableció primero dogmáticamente, pero en el siglo XX ha venido a ser considerado sólo una hipótesis verosímil en un universo enigmático, borroso, ambiguo, en incertidumbre (que también hace posible la hipótesis verosímil alternativa del ateísmo).

Es lo que explicábamos con detención en la primera sesión del ciclo. Pero, en todo caso, para que la religión sea un camino abordable para el hombre, tiene que ser también posible, verosímil, viable, la existencia de Dios como fundamento del universo. Si la razón, considerando la estructura del universo real, pudiera probar con seguridad que Dios no existe, la religión pertenecería al ámbito de lo irracional y se extinguiría (esto es lo que piensan algunos ateísmos). Pero este no es el caso. Así, lo entiende, en efecto, el pensamiento religioso. El universo es un enigma y existen argumentos bien construidos para pensar (aunque no se impongan necesariamente) que su fundamento “podría ser” Dios.

b) La segunda causa o razón tiene que ver con el impresionante factum de la ausencia, lejanía y silencio-de-Dios en el universo y en la historia: silencio ante el conocimiento y ante el drama de la historia. El hombre religioso no ignora que, supuesto que el universo no impone la existencia de Dios, el hecho de su ausencia y de su silencio tiene un fuerte impacto “disuasorio” en contra de la posibilidad de que ese Dios, aunque “verosímil” por la estructura del universo, sea, en efecto, “real”. El hombre entiende, pues, que el ateísmo sea posible y se siente profundamente impactado por el silencio-de-Dios.

Sin embargo, a pesar de ello, el hombre religioso cree que es posible creer en Dios. Pero, ¿por qué? La respuesta es muy sencilla, casi obvia: porque entiende que el silencio-de-Dios pudiera tener un “sentido”, es decir, una “explicación” en Dios. En otras palabras: que Dios pudiera estar ausente, lejano y en silencio, por ciertas razones. Esto no puede nunca excluirse. El creyente se siente entonces inclinado a postular que esas razones existen y a dar un voto de confianza a Dios, aceptando que, a pesar de su silencio, tiene una voluntad de liberación y de relación con los hombres.

Existe, pues, un rasgo universal, presente en todos los hombres, común a toda posible religiosidad, que podríamos llamar el “universal religioso”. Este “universal religioso” (que jugará un papel decisivo en la forma de entender la religiosidad natural del hombre) podría enunciarse en los siguientes términos: sería la creencia en la existencia de un Dios oculto y liberador, porque cabría pensar que su ausencia del mundo, su lejanía y su silencio, tienen para Él un sentido teo-lógico (un sentido-en-Dios, un logos o una razón, una explicación). Es decir, cabe aceptar a un Dios oculto y liberador, a pesar de su ausencia, de su lejanía y de su silencio. Este es el “universal religioso”, presente en toda religiosidad humana.

c) La tercera causa o razón es el hecho de que los hombres religiosos parecen tener una cierta relación subjetiva con Dios. Esto es algo objetivo, ya que es objetiva la observación de cuanto hacen las religiones y cómo en ellas se muestra algo así como, digamos, una experiencia subjetiva de lo divino. Por tanto, lo objetivo no es Dios mismo, sino la vivencia subjetiva que toma una forma objetiva en la sociedad. La experiencia religiosa, en una variedad de formas, se extiende a lo largo de toda la historia de las religiones.

Por otra parte, el individuo advierte en su fuero personal una armonía entre su experiencia religiosa interior, misteriosa, mística, y la religiosidad presente objetivamente en la historia de las religiones. Ahora bien, esta “experiencia religiosa”, que es mística y no desvela, no rompe, el enigma del universo, ha debido de ser una causa que explica que los hombres se hayan inclinado a creer que Dios es fundamento del universo y a creer que ha tenido sus razones en su ausencia y su silencio en el mundo.

Por consiguiente, lo que estamos explicando tiene una transcendencia inmensa para que se haga luz sobre la creencia y la increencia, tal como hoy pueden y deben ser entendidas en la sociedad de nuestro tiempo. La historia humana fue dogmática durante muchos siglos, tanto en el teísmo religioso como en el ateísmo arreligioso.

Pero, en el mundo moderno que ha hecho posible la Era de la Ciencia (en la “modernidad crítica”), tras un proceso que comienza en el renacimiento (siglo XVI), la ciencia y la filosofía, ya en el siglo XX, nos han hecho advertir finalmente el enigma del universo y la incertidumbre metafísica, es decir, la incertidumbre sobre la Verdad del más-allá. Esta nueva situación cultural de incertidumbre ha impuesto la dramática conciencia de la ausencia, lejanía y silencio-de-Dios. El universo no muestra la Patencia de la Divinidad, sino el enigma y la incertidumbre sobre su Verdad Última.

Por ello, en nuestro tiempo, creyentes e increyentes tienen conciencia del potente poder disuasorio de la ausencia y silencio-de-Dios. Lo que diferencia creencia de increencia no es que sólo la increencia haya caído en la cuenta de la fuerza disuasoria del silencio-de-Dios y que los creyentes traten de ignorarla, disimularla o atenuarla. La diferencia estriba en que la creencia concede a Dios un voto de confianza y acepta que el silencio-de-Dios pueda tener un sentido, una razón. Esto no lo hace la increencia.

Las grandes religiones de la historia han producido teologías que han tratado de imaginar, de diversas formas, el plan de creación que Dios ha establecido para la salvación del hombre; un plan que explicaría el escenario del mundo creado para realizar ese plan divino para relacionarse con el hombre.

Pero la religión radical, profunda, de todo hombre se asienta en la experiencia inmediata de la ausencia de un Dios al que no vemos y de la ausencia de un Dios que deja al hombre desamparado ante el drama de la historia. Pero, a pesar de todo ello, el hombre religioso cree siempre en un poder transcendente que salva a pesar de su aparente desamparo, ausencia, lejanía y silencio. El hombre está “interesado existencialmente” en que Dios exista.

Le va la vida en ello. Sólo si Dios existiera y quisiera liberar al hombre, podría entonces soñarse en un futuro de felicidad y se podría vivir en el consuelo profundo de que Dios acompaña al hombre en su sufrimiento y lo lleva a la salvación. Pero la creencia en que la esperanza futura ofrecida por la religión sea real se funda en argumentos que giran siempre en torno a la creencia en el sentido, logos o razón, de un Dios oculto y liberador. La creencia en el Dios oculto y liberador es, como hemos dicho, el “universal religioso” que constituye la esencia profunda de toda religiosidad.

Porcentajes de creencia en Dios en Europa, a partir de datos del Eurobarómetro (2005). Fuente: Wikipedia.
La lógica del cristianismo como respuesta

Todas las grandes religiones, las religiones menores, e incluso las religiones antiguas ya desaparecidas, toda forma de religiosidad humana interior vivida al margen de la religión social, han respondido siempre al “universal religioso”. Es decir, han sido siempre la creencia en un Dios oculto y liberador, por encima de su ausencia, de su lejanía y de su silencio. Las diversas religiones –judaísmo, hinduismo, budismo, islamismo, y todas las religiones– han traducido su aceptación de la esperanza de salvación divina en diferentes tradiciones teológicas, morales, culturales, rituales… que constituyen el fondo “historicista” que contiene sus peculiaridades propias.

Pero todas las religiones responden a un mismo “universal religioso” que nace de las condiciones universales que afectan a la existencia del hombre en el mundo. Estas condiciones universales son la experiencia del silencio divino en el enigma del universo y en el drama de la historia por el sufrimiento humano personal y colectivo. El cristianismo responde igualmente al “universal religioso”, ya que este pertenece a la esencia de toda posible religiosidad humana. También de la religiosidad cristiana. Pero en el cristianismo, al margen de que seamos cristianos o no, concurren una serie de circunstancias objetivas sorprendentes que pueden ser estudiadas por todos y analizadas objetivamente.

Como religión, el cristianismo, como explicaremos, consiste en la adhesión a la persona y a la doctrina de Jesús de Nazaret. Pero el hecho es que Jesús presenta su doctrina como la revelación de la esencia de Dios y de sus planes en el diseño de la creación. Sin embargo, lo verdaderamente sorprendente de la pretendida Voz del Dios de la Revelación en Jesús es su profunda armonía con la Voz del Dios de la Creación.

Si existe un Dios es que ese Dios es el autor de la creación y del escenario en que debe realizarse la vida humana. Si el Dios que pretendidamente se revela en Jesús de Nazaret fuera el Dios real y existente, cabría entonces suponer que el diseño de creación que revela fuera armónico con la forma real según la que, de hecho, tal como conocemos a la altura de nuestro conocimiento en el mundo moderno, ha sido creado el universo.

Ahora bien, este mundo real, y el escenario que implica para la vida humana, como hemos dicho, es el que nos instala ante el enigma del universo y en la incertidumbre metafísica ante el más-allá. Es, en definitiva, el que acaba situando al hombre ante la alternativa de creer o no creer en el Dios oculto y liberador, a pesar de su ausencia, de su lejanía y de su silencio. Por tanto, el mundo real es un mundo que hace la apertura a Dios posible sólo a través del “universal religioso”.

Pues bien, la Voz del Dios de la Revelación que predica Jesús de Nazaret no hace sino proclamar que, efectivamente, es real y existente un Dios que ha querido ocultarse, pero que alberga un plan de liberación de la estirpe humana. El Dios cristiano no hace sino asumir y profundizar el “universal religioso” presente en todos los hombres por su misma naturaleza, al margen de que hayan conocido o no el cristianismo.

El Dios trinitario que revela Jesús de Nazaret es un Dios que quiere crear para hacer a la estirpe humana beneficiaria de una sorprendente filiación divina. Dios quiere crear al hombre libre y personal para que pueda aceptar la oferta de amistad y filiación divina. Ahora bien, ¿cómo crear el escenario de la vida humana en libertad? Si la libertad debía serlo sin sucedáneos, enmascaramientos o atenuantes, es decir, debía ser una libertad plena, el hombre podría rechazar a Dios, cerrarse a la oferta divina y “pecar”.

Sin duda la mente divina debió de deliberar cómo podría crearse un mundo en que el hombre, siendo auténticamente libre, se viera impulsado a aceptar la oferta divina de amistad y a producir en sí misma una santidad profunda que cualificara su biografía existencial ante Dios. Dios debió de considerar la viabilidad de crear un universo y retirar su presencia divina en la realidad, permaneciendo en silencio: en silencio ante el conocimiento por el enigma del universo y ante el drama de la historia. Al igual que para el hombre el gran problema para considerar real y existente a Dios es el silencio-de-Dios, así igualmente Dios debió de considerar si tenía “sentido en Dios” aceptar su silencio cósmico en la creación. Pues bien, Jesús nos ha dicho que Dios, en su eterno designio de creación, decidió crear un universo en que permanecería en silencio.

La creación no podía ser exigida por una estirpe humana, por si misma llena de pecado y de sufrimiento. Pero el Dios trinitario decidió crear por un acto de libertad divina y asumir este mundo con todas sus consecuencias. Crearlo porque sería escenario para que los seres humanos construyeran una biografía de profunda (y dramática) santidad. Este acto de libertad divina que hace posible la creación del universo –que permite el pecado y asume el sufrimiento– es lo que en el kerigma cristiano se entiende por Redención. Dentro de la solidaridad y armonía de las decisiones del Dios trinitario, esta voluntad divina redentora ha sido personificada en el kerigma cristiano en la Sabiduría divina, o el Verbo trinitario.

Pero lo verdaderamente sorprendente en la revelación anunciada en la doctrina de Jesús de Nazaret es algo, casi inverosímil, pero que de hecho ha sido proclamado por Jesús y asumido en el kerigma cristiano: que el Dios trinitario decide manifestar y realizar su eterno designio redentor de la estirpe humana por medio a de la Encarnación del Verbo en la persona de Jesús de Nazaret. En el Misterio de Cristo se realiza en un momento del tiempo del mundo el eterno designio del Dios trinitario: aceptar una creación en el silencio cósmico que se manifiesta y realiza en el misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Por ello, para la tradición cristiana el universo ha sido creado por el Misterio de Cristo, por el que la Trinidad entra en la estirpe humana y ésta se integra en el Amor de la vida trinitaria del mismo Dios. Por ello se habla en el cristianismo del logos cristológico de la creación.

El Dios que revela el cristianismo es un Dios que, en su eterno designio, asume, usando un término de san Pablo, la kénosis de su presencia en la creación. Esta kénosis es el ocultamiento, el anonadamiento, la humillación de Dios en la creación, para hacer un mundo de libertad en que no vemos a Dios por el conocimiento y en que es posible la negación de Dios y el pecado. Es, al mismo tiempo, la humillación de Dios ante el drama de la historia que presenta un Dios inoperante, impotente, que parece abandonar la historia humana a manos de las fuerzas ciegas del Mal. El Dios cristiano es un Dios que asume, redime, esta creación “kenótica” en que Dios se humilla por su ocultamiento ante el conocimiento humano y por su impotencia ante el drama sufriente de la historia que surge de un universo autónomo y ciego.

La razón de esta kénosis ante la libertad, autonomía del universo y del hombre, es que este dramático universo debe ser el escenario que hará posible una maravillosa historia de la santidad humana, que acabará conduciendo a los hombres a su integración en la misma vida divina. El cristianismo proclama que Dios ha querido realizar y manifestar en el tiempo humano su eterno designio creador a través del Misterio de Cristo que en su Muerte manifiesta la kénosis en la creación, por su ocultamiento ante el conocimiento y el drama sufriente de la historia, y que en su Resurrección manifiesta la futura liberación con que Dios salvará la historia humana.

Conclusión: la armonía

Para el cristianismo Dios ha creado el universo de manera que todo hombre pueda llegar a conocer y aceptar su oferta de amistad. La naturaleza hace ya verosímil que un Dios creador pudiera ser su fundamento. Además, es posible creer en la existencia de un Dios oculto y liberador, cuya ausencia, lejanía y silencio en el mundo tienen un sentido, y se ha manifestado en el Misterio de Cristo.

Por último, el cristianismo cree que el Espíritu de Dios está interiormente presente en el espíritu de todo hombre de una forma sobrenatural o mística, misteriosa pero real, que no rompe su ocultamiento, pero que da el testimonio final de la verdad de Dios.

Todo hombre en el mundo que no ha conocido el cristianismo, ni la persona de Cristo, está igualmente abierto a la posibilidad “verosímil” de que el fundamento real fuera un Dios real y existente. Además, sería posible que ese Dios hubiera diseñado un universo en que permanece en silencio para constituir la historia humana en libertad que debe atravesar el camino del sufrimiento.

Al hombre le es posible creer en la existencia de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Por último, todo hombre vive abierto a la Voz interior, misteriosa, mística, de un Dios que apela al hombre para ser aceptado. Entre el “universal religioso”, es decir, entre el posible sentido de la religiosidad de todo ser en el mundo y el “universal cristiano”, es decir, la proclamación del kerigma cristiano que considera que sólo admitiendo a Cristo puede el hombre en el mundo encaminarse a Dios, existe una profunda armonía.

Es la armonía entre la aceptación natural del Dios oculto y liberador y la aceptación del Misterio de Cristo que acepta al Dios oculto y kenótico en la cruz y al Dios liberador en la resurrección. Hasta el punto de que tiene sentido afirmar que la aceptación del Dios oculto y liberador, como esencia de la religión natural del hombre, es ya, implícitamente, una aceptación del Misterio de Cristo, del Dios que aceptamos a pesar de su anonadamiento en la cruz y en el que esperamos por la resurrección que anticipa el destino de la humanidad.
La Era de la Ciencia ha sido uno de los elementos más importantes en la configuración de la cultura moderna, hasta llegar a la modernidad crítica de los dos últimos tercios del siglo XX.

En punto crucial en la imagen del universo en el mundo moderno es que, en la modernidad crítica, nos ha permitido pasar a un una cultura de “patencia absoluta” de la Verdad a una cultura de la incertidumbre derivada del enigma del universo.

¿Es posible y legítima la opción natural por el ateísmo? Sin duda ninguna, tal como puede comprobarse por el estado de la ciencia y de la filosofía contemporánea, así como por el análisis sociológico que muestra que el ateísmo, el agnosticismo y la increencia popular son posibles. El ateísmo es una toma de posición ante el silencio-de-Dios, como hemos explicado.

¿Es posible la creencia en Dios, en el teísmo, en la experiencia religiosa personal y en las religiones? Es también posible y supone igualmente una toma de posición ante el hecho del silencio divino, tal como hoy se nos muestra en la Era de la Ciencia. A todo hombre en el mundo, en efecto, le es posible ser religioso creyendo en un Dios oculto y liberador.

Pero aquellos hombres que han conocido el cristianismo y han profundizado en la imagen del Misterio de Cristo, tienen también la posibilidad de reforzar su creencia en que el misterio de la creación es el un Dios que decide, en efecto, constituir la libertad por un diseño de creación en el logos cristológico. El logos del cristianismo, por tanto, asume y profundiza en el mismo logos de la religión natural. En el cristianismo se comprueba la profunda armonía entre la Voz del Dios de la Creación (es decir, el universal religioso) con la Voz de la Revelación en Cristo (el universal cristiano).



Artículo elaborado por Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, Cátedra CTR de la Universidad Comillas y co-editor de Tendencias21 de las Religiones.



Javier Monserrat
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