La crisis medioambiental también es un reto para las distintas tradiciones religiosas

La ecología integral de la última encíclica del Papa plantea una nueva forma de pensar la libertad y la responsabilidad humanas


La crisis medioambiental tiene causas antropogénicas y por eso existe un reto importante para todos los agentes sociales, pero no menos para las distintas tradiciones religiosas, y en particular para la teología moral cristiana. La ecología integral de ‘Laudato si’, la última encíclica del Papa, plantea una nueva forma de pensar sobre la libertad y la responsabilidad humanas en este sentido. Por José Manuel Caamaño López.


José Manuel Caamaño López
12/01/2016

El papa Francisco en 2015. Fuente: Disponible bajo la licencia CC BY-SA 2.0 vía Wikimedia Commons.
 El pasado mes de junio, a los pocos días de publicarse la segunda encíclica del papa Francisco sobre el cuidado de nuestra casa común, Fernando Vidal publicaba en esta misma revista un excelente estudio de los contenidos fundamentales de tan importante documento desde la clave del «amor social», que sin duda tiene una enorme relevancia en el texto del Papa.
 
Mi intención en esta nueva aproximación es volver sobre Laudato si’ desde la óptica de la teología moral cristiana, no solo porque se trata de un documento sobre el que conviene reflexionar una y otra vez, sino porque además el nuevo paradigma de «ecología integral» por él formulado plantea una nueva forma de pensar sobre la libertad y la responsabilidad humana que no podemos pasar por alto, dado que constituye una llamada a situar la propia teología moral dentro de las claves hermenéuticas del paradigma cristalizado de forma clara y audaz en dicha encíclica papal.  Por José Manuel Caamaño López.
 
Por tanto, aunque el lector encuentre repeticiones entre el artículo de Fernando Vidal y este que tiene entre sus manos, al mismo tiempo ambos se complementan en orden a una mejor comprensión de los contenidos de Laudato si’. Además, la recién terminada cumbre del clima de París (la COP21) ha llegado a un acuerdo que si bien constituye un paso positivo, sin embargo no solo es tímido en sus propuestas, sino que además no se adentra en muchas cuestiones que afectan a la crisis medioambiental y sus consecuencias, sobre todo en su relación con la pobreza y la justicia. Por eso la encíclica del Papa sigue siendo un documento hacia el que conviene volver la mirada una y otra vez, dado que plantea retos que siguen  siendo siempre actuales.
 
No cabe duda de que se trata de una encíclica largamente esperada, no solo porque sabíamos desde hace tiempo que se estaba trabajando en su elaboración, sino porque algunos de sus contenidos se venían ya anticipando en diversos medios e incluso el semanario italiano L’Espresso filtró el borrador pocos días antes de su publicación oficial, lo que causó un profundo malestar en la Santa Sede por vulnerar la regla del embargo y que tuvo como consecuencia la retirada indefinida de credenciales al corresponsal del semanario en el Vaticano Sandro Magister. Además, aunque es la segunda encíclica del papa Francisco, se puede considerar como la primera realmente suya, dado que la anterior (Lumen fidei) había sido elaborada, en gran parte, por su predecesor Benedicto XVI. En cualquier caso, existía ya una destacada atmósfera de expectación, no solo en el mundo católico. Y el Papa, una vez más, no defraudó. Es cierto que las alabanzas fueron mayoritarias e incluso abrumadoras [1], pero tampoco faltaron detractores y críticos feroces que enseguida se hicieron ver en diversos medios, algo que también ocurriera al salir publicada la exhortación apostólica Evangelii gaudium.
 
En cualquier caso es de destacar el hecho de que por primera vez en un documento de estas características se afronta con detenimiento y amplitud la cuestión medioambiental poniéndola en relación con una gran cantidad de problemas sociales. Evidentemente en esta breve aproximación desde la teología moral no podemos abordar todas las cuestiones tratadas o sugeridas por la encíclica, pero sí señalaremos algunas claves vertebradores de la misma y que sientan las bases del que podemos denominar como paradigma de la «ecología integral».
 
1. Elementos formales de relevancia
 
Antes de entrar en la propuesta de la ecología integral que ofrece el Papa, merece la pena señalar al menos tres elementos de carácter formal de la encíclica. El primero es el referente a la extensión, al método y al estilo: se trata de un texto largo, con 244 números y 172 notas, distribuidos en una introducción y seis capítulos que siguen, aunque con matices, el esquema o metodología característica de la doctrina social de la Iglesia desde Juan XXIII, es decir, el método ver-juzgar-actuar. Ahora bien, semejante extensión queda compensada por la claridad, tanto en el lenguaje como en la exposición de los contenidos, algo a lo que el Papa ya nos tiene acostumbrados desde el inicio de su Pontificado y que es interesante en un documento que va dirigido a todas las personas de buena voluntad, no solo a teólogos y a expertos.
 
El segundo elemento de interés es el carácter colegial de la encíclica, algo a lo que también Francisco le viene dando mucha importancia en estos años. Laudato si’ contiene 37 referencias a Juan Pablo II, 33 a Benedicto XVI y 6 a Pablo VI, pero además tiene en cuenta declaraciones de numerosas conferencias episcopales de todo el mundo: Sudáfrica, Filipinas, Bolivia, Alemania, Argentina, Estados Unidos, Canadá, Japón, Brasil, República Dominicana, Paraguay, Nueva Zelanda, Portugal, México y Australia, a las que tenemos que añadir las referencias al documento de Aparecida del CELAM, y en el que el entonces cardenal Bergoglio tuvo un papel destacado. Todas esas citas, más que un mero adorno, son un reflejo de la opción por la eclesiología de comunión alentada ya por el Concilio Vaticano II.
 
Y un tercer elemento de no menor trascendencia es el que podemos denominar como opción por el diálogo interdisciplinar, especialmente en la relación entre la ciencia y la fe. En este sentido el Papa toma en consideración los aportes de científicos de las ciencias naturales y sociales, incluso de movimientos diversos, así como las aportaciones de filósofos y teológos de distintas tradiciones culturales y religiosas. Algunos ajemplos son las citas del paleontógo católico Theilard de Chardin, del Patriarca ordodoxo Bartolomé, del filósofo protestante Paul Ricoeur ó del místico musulmán Ali Al-Khawas, además de las referencias a autores clásicos: Justino, Basilio Magno, Dante, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, etc. En total son más de veinte referencias a libros y artículos ajenos al ámbito magisterial e incluso eclesial, algo no muy frecuente en este tipo de documentos. Por eso ha sido también relevante la presentación oficial en el Vaticano con la presecia de un Cardenal africano, un Metropolita ortodoxo, una experta de la Comunidad de san Egidio y un científico alemán. Sin duda, como el mismo Papa afirma al inicio de la encíclica, se trata de intentar «entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común» (n. 3), algo ya patente en su misma elaboración.
 
2. La crisis medioambiental de nuestra casa común
 
La encíclica trata un número considerable de problemas que afectan a la vida humana en su globalidad y también a la relación entre ésta y la naturaleza en la que se desarrolla, dado que, como dice el propio Papa, hemos crecido pensando que éramos los propietarios y dominadores de la tierra, autorizados a expoliarla, algo agravado en los últimos tiempos dando lugar a un preocupante «deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad» (n. 18). Es cierto que existen causas de semejante deterioro que exceden la propia responsabilidad humana —como puede ser el vulcanismo, las variaciones de la órbita y del eje de la Tierra o el ciclo solar en el problema del calentamiento global (n. 23)—, pero también parece evidente el hecho de que el ser humano tiene un papel relevante en esa degradación —basta con señalar la gran concentación de gases de efecto invernadero como resultado del uso masivo de combustibles fósiles—, algo que prácticamente todos los análisis científicos señalan y que, por tanto, nos exige una respuesta.
 
Por eso el Papa afirma con fuerza la «raíz humana de la crisis ecológica», dado que «hay un modo de entender la vida y la acción humana que se ha desviado y que la contradice hasta dañarla», sobre todo por la incidencia del dominante «paradigma tecnocrático» al que luego nos referiremos y por la «rapidación» que afecta a toda la vida social. Esto es lo que le lleva a Francisco a decir que «el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podemos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social» (n. 48). Ahora bien, ¿cuáles son los principales problemas mediambientales que afectan a nuestra casa común?
 
Pues bien, el papa Francisco, tal como en general se viene haciendo en la metodología de la doctrina social de la Iglesia desde Juan XXIII, dedica dos capítulos al análisis de la cuestión medioambiental, y en donde hace un duro diagnóstico de la situación de la «hermana Tierra» enferma «en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes» (n. 2), enumerando además una serie de problemas que aún siendo compartidos por la generalidad de los estudios científicos, sin embargo sí generan controversias en el alcance y consecuencias de los mismos, así como en las medidas a tomar para su solución [2].
 
Simplemente los enumeramos de forma genérica: el cambio climático, la contaminación química, el agujero de la capa de ozono, la contaminación por aerosoles, la acidificación de los océanos, los ciclos de nitrógeno y fósforo, el uso de agua dulce, la pérdida de biodiversidad y el cambio en los usos de la tierra (como la deforestación). Tal enumeración no es novedosa, en el sentido de que el Papa se une a muchos análisis sobre los límites planetarios y a diversos estudios de organismos internacionales y de agencias tanto públicas como privadas. A tales problemas se añade la cautela que el Papa muestra hacia la innovación biológica a partir de la investigación, especialmente en lo que a las posibilidades de la ingeniería genética y la modificación de organismos se refiere.
 
Como decíamos, el Papa enumera algunos de los problemas compartidos por la generalidad de los estudios científicos sobre los límites planetarios. Ello no obsta para que, sin embargo, de su análisis, y sobre todo de sus críticas, se desprendan algunos elementos que pueden generar ciertas controversias, algo derivado de su notoria inclinación hacia un paradigma denominado de la «sostenibilidad fuerte» [3], y que le lleva a realizar afirmaciones que pueden ser cuestionables tanto en el ámbito propio de la ecología ambiental como también de la economía de mercado.
 
Es a este respecto en donde la encíclica no consigue, por momentos, el equilibrio pretendido entre los diversos paradigmas vigentes, sobre todo cuando trata el comercio de emisiones o la privatización del agua, sobre lo cual se necesita un análisis más matizado que tenga en cuenta también sus posibilidades positivas. No hay que olvidar, por ejemplo, que la privatización del agua posibilita no solo la construcción de redes de abastecimiento que serían imposibles por otros medios, sino que además evita el despilfarro de un bien que es escaso. Otra cuestión es la de garantizar su acceso universal al tratarse de un derecho fundamental para la vida humana.
 
Por otro lado, también la encíclica rechaza el crecimiento demográfico como una de las causas del deterioro ambiental, algo que parece chocar con prácticamente todos los análisis al respecto. En este sentido ya sabemos que la postura de la Iglesia siempre ha sido crítica con esta cuestión, pero tampoco podemos obviar que el aumento de la población, además del consumismo extremo señalado por el Papa, es un factor de gran incidencia en el impacto ambiental y que el cuidado de la tierra sería más fácil en un mundo menos poblado. Otra cosa es la de los medios o la de las políticas de control de natalidad, muchas de las cuales son atentados contra la dignidad de las personas, en especial contra las mujeres y los pobres, porque de hecho, tampoco la Iglesia rechaza una regulación de la natalidad que, precisamente, se rija por el principio de la «paternidad responsable». Pero quizá aquí se necesite una mayor matización, incluso a la hora de distinguir con claridad entre control y regulación, precisamente para que la defensa de un principio no nos haga enfrentarnos con la evidencia de la realidad que queremos salvar.
 
Aún así, el tratamiento que la encíclica hace de los problemas medioambientales es prácticamente intachable. No en vano fue alabada por numerosos organismos, incluso ecologistas, a pesar de las reticencias y críticas feroces de ciertos sectores que ven en las palabras del Papa un ataque a un sistema económico que antepone sus intereses al cuidado de la casa común [4]. Porque tampoco podemos olvidar que Francisco no rechaza la economía ni el mercado como tal, sino una economía y una forma de mercado que absolutiza el beneficio económico en detrimento de la defensa de los derechos fundamentales de las personas y de la globalidad de la tierra en que vivimos, algo que ya en su exhortación apostólica Evangelii gaudium le llevara a exclamar de manera rotunda: «¡Esta economía mata!».

3. El reto a la teología moral
 
Lo decíamos más arriba: no todos los aspectos de la crisis medioambiental tienen su causa en la libertad humana en cualquiera de sus expresiones. Pero, con todo, existen numerosos problemas ecológicos que sí derivan de nuestras acciones y que le llevan al Papa a señalar la «raíz humana de la crisis ecológica», a la cual dedica todo el tercer capítulo del documento, dado que parece una evidencia que el calentamiento global y el cambio climático tienen una clara raíz antropogénica [5]. Con lo cual la pregunta que surge ante semejante situación es obvia: ¿cómo se sitúa la teología moral ante este diagnóstico?
 
En general podemos decir que si bien la crisis medioambiental es un reto para toda la sociedad en su conjunto y en sus instituciones, no lo es menos para las diversas tradiciones religiosas [6], algunas de las cuales, como es el caso de la tradición judeocristiana —desde su interpretación del mandato genesíaco de «creced, multiplicaos y dominad la tierra» (Gn 1, 28) unido a su defensa del dualismo y la consecuente desacralización del mundo natural frente al animismo pagano—, han sido acusadas de complicidad, cuando no de causantes directas, de la crisis ecológica actual. Tal es el caso de un artículo publicado ya en 1967 por Lynn White titulado The Historical Roots of Ecologic Crisis [7], y cuyas tesis son refutadas por la propia encíclica (nn. 67-75).
 
En cualquier caso, la teología moral tiene el reto de adentrarse definitivamente en un nuevo paradigma que, desde su peculiaridad epistemológica, contemple la libertad humana no únicamente en las claves individuales e incluso intersubjetivas de la ética tradicional, sino también en el marco de la globalidad del mundo, de la sociedad, de la naturaleza y del futuro de la tierra. Así lo expresaba el teólogo norteamericano Thomas Berry: «moralmente tenemos una respuesta bien desarrollada al suicidio, al homicidio y al genocidio. Pero ahora nos encontramos confrontados con el biocidio, el asesinato de los mismos sistemas de vida, y con el genocidio, el asesinato del planeta Tierra en sus estructuras y su funcionamiento básicos. Son hechos de una maldad mucho mayor que todo lo que hemos conocido hasta el presente, pero hechos para los cuales no tenemos principios éticos o morales de juicio […]. Hacen falta desarrollos más profundos en nuestro sentido de la relación que nos une al mundo natural» [8]. Es decir, la situación actual de la vida en su totalidad caracterizada como de crisis medioambiental derivada en gran medida del factor humano, exige una nueva respuesta también por parte de la teología moral.
 
Por eso estamos realmente ante la necesidad de un nuevo paradigma capaz de articular de un modo más eficaz la libertad humana, las instituciones políticas y económicas, las condiciones de vida social y la generalidad de la sostenibilidad de la tierra de cara al futuro, con la responsabilidad personal y global, algo que expresó de forma clara el teólogo protestante alemán Jürgen Moltmann: «asistimos a la aparición de un nuevo paradigma que será capaz de unir la cultura humana y la naturaleza de la Tierra de distinto modo de cómo se dio en el paradigma imperante de la modernidad» [9]. Y al hablar de cambio de paradigma no nos referimos únicamente a cambios parciales, sino a algo nuevo y radicalmente distinto, a un cambio de rumbo en todas las dimensiones de la vida. Porque si, como sostiene el Papa, detrás de la crisis medioambiental está el papel de la libertad humana, ello exige una nueva forma de plantear la reflexión acerca de la responsabilidad moral, tanto por el bien actual de la vida, como por la pervivencia de la Tierra en el futuro y la existencia de las especies y organismos sobre ella.
 
Ciertamente la preocupación medioambiental no es nueva, y de hecho ya en los dos últimos siglos se viene superando el clásico paradigma individual que ha caracterizado la ética tradicional en su generalidad. Basta recordar no solo los aportes que muchos autores e incluso la doctrina eclesial ha ido haciendo sobre las cuestiones sociales y, en sentido estricto, sobre los problemas ecológicos, sobre todo desde que en 1866 el biólogo alemán E. H. Haeckel introdujera el concepto de ecología y, de forma especial, desde que tal concepto se convirtiera en ciencia a partir de los años 30 del siglo pasado [10]. Y en este camino ocupa un lugar especial la obra de Hans Jonas titulada El principio de responsabilidad, y en donde propone una reformulación de los imperativos kantianos hacia lo que podría denominarse como paradigma de la ética ambiental  [11]: 1) «obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra»; 2) «obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida»; 3) «no pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra»; y 4) «incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre».
 
Sin embargo, como decíamos antes, la nueva encíclica asume la ética individual, la social y la ambiental para adentrarnos en un nuevo paradigma denominado de ética ecológica integral. Dicho nuevo paradigma supone una superación real de todos los paradigmas morales existentes, tanto el individual, como el social, e incluso el puramente ambiental, para adentrarse así en el paradigma que cristaliza con claridad en la encíclica del papa Francisco. Bien es cierto que sus características no son del todo originales y que ya se venían prefigurando no solo en muchos autores y movimientos, sino también en los propios textos del Magisterio eclesial. Pero aún así, nunca antes se había visibilizado con tal claridad como hasta la publicación de Laudato si’ [12].
 
4. El paradigma de la ecología integral en la teología
 
En efecto, con Laudato si’ cristaliza de modo definitivo para la teología moral el surgimiento de un nuevo paradigma de «ecología integral», que además incorpora, como una de sus señas de identidad, la «eco-justicia». A este respecto, e incluso desde una comprensión específicamente cristiana, es significativo el hecho de que el Papa haya tomado como modelo a san Francisco de Asís, dado que, según sus palabras, «en él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso son la sociedad y la paz interior» (n. 10).
 
En este sentido Francisco retoma los aspectos más profundos del espíritu de aquel gran Juglar de Dios de los siglos XII y XIII, algo que queda patente no solo en las palabras del Cántico de las criaturas con las que empieza la encíclica —«Laudato si’, mi’ Signore»—, sino sobre todo en la concepción teológica y espiritual que la vertebra desde la primera hasta la última de sus páginas. Porque ya «il poverello d’Assisi» asumía en su radicalidad la teología de la creación judeocristiana, sin fisuras, de modo que la creación entera, absolutamente todo cuanto existe, no es sino una obra del amor de Dios en la que todos estamos juntos como hermanas y hermanos en nuestro peregrinaje, «entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra» (LS 92).
 
Tal es la familiaridad con la que el Papa habla de la casa común y con la que también el santo italiano hablaba de todo cuanto existe y con la cual expresaba su profundo amor por la naturaleza. Pero en el fondo, y conviene advertirlo, lo que él sentía no era un romanticismo irreal ni una especie de panteísmo sentimental optimista (cf. LS 11), sino una expresión de que todo está sustentado por la gracia de ese Dios que llama a ser a la totalidad de las criaturas en sus múltiples formas y colores, algo que ha captado muy bien el escritor británico Gilbert Keith Chesterton en su magnífica biografía de san Francisco publicada en 1923. Por eso su canto es de alabanza, pero una alabanza a modo de un místico que ve en la creación no un objeto de culto, sino un puro acto del Creador. Lo que alaba el santo y aquello por lo que da gracias es por la transición del no ser al ser operada por el amor de un Dios que todo lo puede. Es un canto por el descubrimiento de esa nada de donde todo fue hecho, por la salida de un nihilismo absurdo hacia una existencia con sentido. Por eso a san Francisco, como decía Chesterton, no le agradaba ni siquiera ver el bosque en lugar de los árboles, sino que quería ver cada árbol como cosa distinta y casi sagrada, como siendo criatura única de Dios y, por eso mismo, hermana y hermano del hombre.
 
En realidad esa es la base en la que se sustentan de alguna manera las palabras del Papa en Laudato si’, desde una visión positiva de la relación entre las ciencias naturales y la teología pero también desde el fundamento mismo de la fe cristiana, desde su teología de la creación, desde la convicción de que por Dios todo fue hecho, de que sin Él nada existiría y de que, por tanto, todo lo creado está marcado en su raíz por la gracia y la huella de la divinidad. Porque, como afirma Francisco, «todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios» (LS 84) [13]. De esta manera la naturaleza se convierte de forma clarividente en «lugar teológico», en signo y reflejo del amor de Dios, en transparencia de su misterio, algo que exige una responsabilidad para el comportamiento humano con respecto hacia todo lo creado, como ya bien ha quedado simbolizado en la llamada bíblica a «cuidar el jardín» (Gn 2, 15).
 
Por todo ello la teología moral tiene el reto de afrontar las problemáticas subyacentes a los cambios personales, sociales y culturales, pero también a los cambios medioambientales en su sentido más amplio, en especial cuando éstos son derivados de las acciones humanas y cuyas consecuencias pueden ser dramáticas para el futuro de la humanidad. De ahí que la encíclica del papa Francisco constituya una llamada a una nueva forma de hacer teología moral, y cuyo paradigma estaría representado en la denominada «ecología integral», un paradigma que sitúa la libertad y la responsabilidad en una mayor amplitud, dado que además de tener presente la totalidad de la vida y los riesgos medioambientales que ponen en riesgo el futuro sobre la tierra, se adentra también en la relación existente entre el deterioro ecológico y las situaciones de pobreza y marginación, es decir, que vincula la justicia social y la justicia ambiental, algo con efectos directos sobre la economía y la política, pero también sobre la realización concreta de nuestra libertad, incluso en aquellos actos más sencillos y espontáneos de cada día.
 
Por eso tampoco sorprende que el papa Francisco repita las palabras de sus predecesores, y en especial de Benedicto XVI en Caritas in veritate, cuando afirma que «el libro de la naturaleza es uno e indivisible» (LS 6), de modo que toda crisis en un ámbito de la realidad repercute inevitablemente en los demás. De ahí que «no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental» (LS 139). Por eso también «las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza» (LS 139).
 
Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos básicos y definitorios de este nuevo paradigma de la ecología integral? A este respecto hay que decir que el papa Francisco va señalando muchos de sus aspectos a lo largo de todo el documento, de manera que aquí recogeremos únicamente algunos de los más relevantes de la cara a la teología moral cristiana.
 
4.1 Todo está conectado
 
La teología de la creación que sirve de base para la visión medioambiental de la encíclica Laudato si’ asume lo que, en realidad, también es una evidencia desde el punto de vista científico, y se trata del hecho de que «todo está conectado» (LS 16). También Leonardo Boff lo expresara de una forma radical hace tiempo: «ecología es relación, inter-acción y diálogo de todas las cosas existentes (vivientes o no) entre sí y con todo lo que existe, real o potencial. La ecología no tiene que ver solo con la naturaleza (ecología natural), sino principalmente con la sociedad y con la cultura (ecología humana, social, etc.). En una visión ecológica, todo lo que existe, coexiste. Todo lo que coexiste preexiste. Y todo lo que coexiste y preexiste subsiste a través de una tela infinita de relaciones omnicomprensivas. Nada existe fuera de la relación. Todo se relaciona con todo en todos los puntos» [14].
 
Tal evidencia de la interconexión de entre los seres implica consecuentemente buscar la forma de integrar todas las cosas, es decir, de articular adecuadamente las relaciones fundamentales de la persona consigo misma, con los demás seres, con el conjunto de la creación y, en último término, con Dios.  Ahora bien, según las palabras del Papa no estamos únicamente ante una visión puramente instrumental o utilitarista de la naturaleza, y según la cual la protección del medio ambiente y de todos los seres que habitan la tierra deben ser protegidos por su funcionalidad de cara a la propia supervivencia humana, sino por lo que el todo del Universo en sí mismo es, por su condición de criatura de Dios inhabitada por su misma Presencia.
 
De ahí que el Papa dé incluso un paso más a lo que sería una preocupación humana al introducir la perspectiva cristiana: «las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud. Las mismas flores del campo y las aves que él contempló admirado con sus ojos humanos están ahora llenas de su presencia luminosa» (LS 100). La dimensión soteriológica es inseparable de la teología de la creación en orden a entender el origen, el destino y, con ello, el sentido de cuanto existe. Por eso la llamada de la encíclica es sumamente exigente ante el desafío medioambiental, dado que, de alguna forma, amplía y radicaliza la conocida sentencia del libro de los Proverbios: «quien ultraja a la criatura ultraja al Creador» (Prov 14, 31).
 
En cualquier caso, el paradigma de la ecología integral —desde la conexión entre los seres pero también entre la crisis ambiental y social— nos exige no limitarnos solo a respuestas urgentes y parciales a todos estos problemas, sino cuanto menos dos elementos generales previos que el propio Papa afirma: la primera es «dedicar algo de tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo que nos rodea» (LS 225). Y la segunda es «una mirada distinta, un pensamiento, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático» (LS 111). Dos elementos que tomados en toda su profundidad nos introducen realmente en un nuevo rumbo global y personal, en un nuevo paradigma cuyas características concretas enumeramos a continuación de forma somera.

Imagen: Drosera Stenopetala. Fuente: Wikipedia.
4.2. Orientar éticamente la ciencia y la técnica
 
Decía Ortega en su Meditación sobre la técnica, publicada como resultado de unas lecciones impartidas en 1933, que uno de los temas que se debatirían con mayor brío en el futuro sería el del sentido, ventajas, daños y límites de la técnica, aunque también señalaba la «enorme improbabilidad de que se diese una tecnocracia». Probablemente hoy Ortega tendría que matizar tal afirmación al ver cómo han transcurrido los hechos y ver la manera en la cual la tecnocracia se ha adueñado, si no de toda, sí de gran parte de las decisiones políticas y económicas que configuran el mundo globalizado en la actualidad. Basta ver las medidas que se han ido tomado ante la crisis financiera o incluso ante el drama de la inmigración forzosa o los refugiados en Europa. Por eso no es extraño que una de las principales críticas del papa Francisco, y que recorre prácticamente toda la encíclica, vaya dirigida precisamente contra el paradigma tecnocrático que afecta a todas las esferas de la vida social y que además tiende «a ejercer su dominio sobre la economía y la política» (LS 109). La consecuencia es la subordinación del ser humano e incluso de la tierra a decisiones puramente instrumentales.
 
Aunque el paradigma tecnocrático se no identifica sin más con el progreso de la tecnociencia, en el fondo sí se nutre se la gran incidencia que el imperativo tecnológico ha tenido en todo el mundo. De ahí que el mayor problema resida, en palabras del Papa, en «el modo como la humanidad ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional» (LS 196), algo favorecido con la «fragmentación de saberes» que nos hace perder el sentido de la totalidad, nos dificulta para reconocer horizontes éticos de referencia y nos impide darnos cuenta de que «la realidad es superior a la idea» (LS 110). Es como si la humanidad se hubiera doblegado ante los que Miguel de Unamuno denominaba «sacerdotes de la sacrosanta Ciencia», ante los tecnócratas que la han erigido en ídolo y no han hecho sino difundir la «superstición cientifista» [15].
 
En el fondo Francisco retoma la convicción que ha recorrido la moral católica de las últimas décadas y también las declaraciones de sus predecesores, y es que si bien en sí mismo el desarrollo científico y tecnológico no es un problema, al mismo tiempo sí tiene un carácter ambiguo que depende en gran medida de su orientación última, tanto en los medios utilizados como en los fines perseguidos. En este sentido el Papa reconoce el valor positivo del conocimiento científico y técnico ante el cual no podemos dejar de maravillarnos con agradecimiento por todo lo bueno que supone para el ser humano (LS 102-103), algo en lo que ya había insistido en Evangelii gaudium cuando afirmaba que «la Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana» (EG 243). Pero, por otro lado, sabemos también que tales avances no pueden por sí solos hacerse cargo de las preocupaciones ni del sentido del hombre y de la existencia en su totalidad, sabemos que su verdad es siempre una verdad parcial que tomada de manera aislada no responde al sentido último de la realidad. Es más, el desarrollo de la tecnociencia, cuando es parte del paradigma tecnocrático y se vincula a intereses espurios y economicistas, tiene riesgos imprevisibles para el futuro de la tierra.
 
Por eso, desde el presupuesto de su ambigüedad, Francisco afirma que «la ciencia y la técnica no son neutrales, sino que pueden implicar desde el comienzo hasta el final de un proceso diversas intenciones o posibilidades» (LS 114), algo que la evidencia de los hechos nos hace percibir con claridad. De ahí que si bien el progreso científico y tecnológico es necesario, no lo es menos una criteriología ética que acompañe y oriente su desarrollo para que esté al servicio del verdadero y más profundo progreso humano y social [16]. En este sentido no solo es preciso fomentar la responsabilidad investigadora, sino que incluso puede ser necesario «aminorar la marcha para mirar la realidad de otra manera, recoger los avances positivos y sostenibles, y a la vez recuperar los valores y los grandes fines arrasados por un desenfreno megalómano» (LS 114).
 
Ciertamente el paradigma tecnocrático no se identifica con el progreso científico-técnico, pero parece indiscutible que se sirve de su desarrollo para imponerse sobre la política y la economía afectando también a la crisis medioambiental. Por ello se hace especialmente necesaria y urgente una mayor sensibilidad ética y religiosa, una creciente conexión entre la ciencia y la conciencia, incluso para que la técnica no se convierta, precisamente, en esclava de la tecnocracia y, con ello, en una forma más de ideología y dominio, tal como ya alertara Habermas en uno de sus ensayos más conocidos [17]. Decía Rabelais que «la ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma», es decir, que la ciencia necesita de la ética —una ética interna de la ciencia podríamos decir—, no solo para limitar la técnica si es preciso, sino también para «orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (LS 112).
 
4.3. Una antropología integral para una ecología integral
 
«No hay ecología sin una adecuada antropología» (LS 118). Con tales palabras el papa Francisco retoma lo que de diversas maneras se había dicho ya numerosas veces en la enseñanza de sus predecesores, y es la alerta ante los riesgos del antropocentrismo moderno que, unido al paradigma tecnocrático, no solo abre la vía hacia el relativismo moral, sino que además pone en cuestión el valor individual de la vida humana e incluso de la tierra en su conjunto. Recordemos a este respecto que Benedicto XVI, en Caritas in veritate, decía que «la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica» (CV 74). Que sea una cuestión antropológica significa que afecta a la totalidad de lo humano, a nuestra manera de entendernos, de relacionarnos y, en último término, al fundamento mismo de nuestra vida. No en vano la espiritualidad tiene una presencia muy fuerte en la encíclica Laudato si’, porque, en el fondo, la espiritualidad afecta a las decisiones últimas de las personas e incluso a las verdades que dan sentido a la propia vida moral, incluso en las decisiones más concretas de la misma.
 
Por eso, y como ya advirtiera en Evangelii gaudium, también ahora el Papa afirma que más que el relativismo doctrinal, resulta peligroso el relativismo práctico que afecta «a las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida» (LS 80), dado que lo que implica es otorgar prioridad absoluta a conveniencias circunstanciales en donde todo se vuelve irrelevante si no sirve a los propios intereses inmediatos. En este sentido la ecología integral debe superar ese «individualismo romántico disfrazado de belleza ecológica y un asfixiante encierro en la inmanencia» (LS 119).
 
Ahora bien, una adecuada antropología exige, además de replantear el sustento último de la vida, reconocer al mismo tiempo el carácter particular del ser humano en el conjunto de la creación y en la relación con los demás seres y el medio ambiente. De ahí que el hecho de afirmar que todo está conectado y de que, por tanto, debemos proteger y cuidar la totalidad de organismos que habitan la tierra por ser fruto también de la obra creadora de Dios, no implica minusvalorar la centralidad del ser humano en una especie de «biocentrismo» (LS 118). De hecho, si bien la encíclica es un ejemplo de diálogo acerca de la casa común, sorprende que el Papa no se refiera ni mencione en ningún momento tradiciones religiosas o culturales orientales, cuando sí utiliza otras tradiciones no específicamente cristianas. Y es posible que algunas de las causas sean precisamente tanto de carácter antropológico como propiamente teológico: en cuanto a las primeras por el interés de enfatizar la centralidad del ser humano con respecto a todo cuanto le rodea, y en cuanto a las segundas por mantener la distancia infinita entre Dios y la creación (evitando el panteísmo o cualquier otra forma de divinización de la naturaleza) y asimismo por no difuminar el carácter personal y paternal de Dios [18].
 
Más allá de si se pudieran evitar esos escollos recogiendo lo que de positivo para la teología cristiana puede existir en tales tradiciones, lo que sí es evidente es que si bien el paradigma de la ecología integral reclama el respeto hacia todo lo creado —dado que todos los seres tienen un valor intrínseco—, existe un claro interés en defender el puesto singular y especial que ocupa el ser humano en el mundo reconociéndole además «sus capacidades peculiares de conocimiento, voluntad, libertad y responsabilidad» (LS 118).
 
Ello exige la protección especial de los más débiles y, consecuentemente, evitar eso que repetidamente el Papa llama «cultura del descarte», favoreciendo una ética consistente y coherente de la vida, algo que incluso algunos movimientos ecologistas no han defendido con suficiente claridad, permitiendo con los seres humanos ciertos abusos que sin embargo se condenan hacia otras formas de vida. Esto se vuelve especialmente importante tanto en la defensa de derechos fundamentales de la persona, como puede ser el trabajo digno, como también en la orientación ética de la investigación y de la innovación tecnológica.
 
4.4. La ecojusticia como elemento de la ecología integral
 
Afirma el Papa que «el análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma, que genera un determinado modo de relacionarse con los demás y con el ambiente. Hay una interacción entre los ecosistemas y entre los diversos mundos de referencia social, y así se muestra una vez más que “el todo es superior a la parte”» (LS 141). En este sentido la encíclica aboga por una ecología ambiental, pero también por una ecología económica, política, social, cultural y personal, de modo que se busque la forma de posibilitar un desarrollo integral, solidario y sostenible. Con esto Francisco da una nueva amplitud a la visión del desarrollo presente en el Concilio Vaticano II y profundizada a lo largo de las siguientes décadas desde la magnífica encíclica Populorum progressio de Pablo VI.
 
A este respecto el Papa es rotundo en varias ocasiones en las críticas tanto al sistema económico imperante como a la lentitud y pasividad política en las medidas a tomar ante la crisis ecológica. Es más, llega a denunciar el sometimiento de la política a la tecnocracia y al poder ejercido por el mercado financiero, que además se sirve de la ciencia para especular y expoliar la tierra en la búsqueda de beneficios inmediatistas o cortoplacistas ignorando los previsibles efectos sobre la dignidad humana y sobre el medio ambiente. Por eso sostiene que el sistema económico imperante es una de las muestras más claras de la vinculación entre la degradación ambiental y la degradación humana, y «no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social» (LS 48).

Ahora bien, quizá uno de los elementos más novedosos de la encíclica, al menos por la claridad y rotundidad de su formulación, sea la vinculación que establece entre la crisis ambiental y las situaciones de injusticia y de pobreza en el mundo, que es en donde más claramente se vislumbra la relación entre las cuestiones ambientales y sociales [19]. Afirma el Papa que un verdadero planteamiento ecológico «debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres» (LS 49).
 
Es con ellos con quienes tenemos una evidente «deuda ecológica», y de forma especial los países del Norte con respecto a los del Sur, dado que si por un lado existen grandes desequilibrios comerciales entre las dos áreas del mundo, por el otro hay que reconocer que se ha hecho un uso desproporcionado de sus recursos naturales, algo que evidentemente tiene consecuencias ecológicas que provocan el gemido de la tierra y el gemido «de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo» (LS 53). No se puede olvidar que las regiones más pobres son las que más sufren las consecuencias de los desastres naturales (muchos de ellos de origen antropogénico) que provocan la existencia de los que desde hace tiempo se conocen como «refugiados ambientales o ecológicos». Vinculado a esto está también otra cuestión de enorme relevancia como es la pobreza energética que está afectando a muchos hogares incluso en países altamente desarrollados [20].
 
Es en este sentido desde donde el Papa aborda algunas de las problemáticas medioambientales ya señaladas como la cuestión del agua o la energía, pero también la injusticia de la deuda externa de muchos países, el consumismo y derroche de los lugares tecnológicamente más avanzados o las posibles consecuencias del cambio climático, cuyo impacto será más notorio en los países en desarrollo precisamente por su mayor dependencia de recursos naturales. De nuevo se necesita un cambio de rumbo en donde el avance de las ciencias no sea ajeno a las necesidades de los pobres, incluida la devastada tierra. Y también es un reto para la economía y la política, precisamente para que no se dejen dominar por el imperio del paradigma tecnocrático. En realidad es aquí en donde no podemos olvidar el principio del destino universal de los bienes.

Fuente: Stock.xchng.
4.5. Ecología integral y bien común 
 
Escribía Ignacio Ellacuría que «los grandes bienes de la naturaleza (el aire, los mares y las playas, las montañas y los bosques, los ríos y lagos, en general, el conjunto de los recursos naturales para la producción, el uso y el disfrute) no necesitan ser apropiados de una forma privada por ninguna persona individual, grupo, nación y, de hecho, son el gran medio de comunicación y convivencia» [21]. En el fondo, las palabras de Ellacuría remiten a un principio central de la ética social y que también en la encíclica ejerce como orientador ante la cuestión ecológica, y se trata del principio del bien común. Y en este sentido cabe decir que el bien común, además de constituir la razón de ser de la vida política, exige asimismo una mayor consideración hacia todas las condiciones que hacen posible una vida plena, incluyendo las condiciones medioambientales. Por eso mismo, aunque el principio del bien común no implica la abolición de la propiedad privada, sí debe ser una llamada de atención para un nuevo replanteamiento de la justicia distributiva, especialmente en lo que a derechos fundamentales de la persona se refiere.
 
Pero además, en relación con el bien común, el papa Francisco introduce dos nuevos elementos que conviene destacar. El primero es la necesidad de vincular el bien común con la opción preferencial por los pobres (LS 158). En realidad, tal opción implica que la solidaridad hacia los pobres no se limite únicamente a actos esporádicos de gratuidad o de asistencia, sino afrontar radicalmente las raíces que provocan la pobreza y la exclusión. De hecho, ya en Evangelii gaudium había sido rotundo: «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales» (EG 202).
 
Y el segundo elemento es la justicia entre generaciones, ya que «no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional» (LS 159). De alguna manera esta convicción recorre toda la encíclica, dado que tenemos la obligación moral de dejar una tierra habitable para aquellos que vienen después de nosotros. En este sentido se dice en ocasiones que la tierra la heredamos de nuestros padres, pero también es un préstamo que nos hacen nuestros hijos. Ciertamente se trata de un reto difícil porque tendemos a mirar todo en el corto plazo, pero lo que está en juego ya no es únicamente la pervivencia del planeta y de la vida sobre él, sino incluso el sentido mismo de nuestra paso por el mundo.

4.6. La necesidad de una conversión ecológica  
 
Ciertamente la encíclica Laudato si’ aborda otras muchas cuestiones que aquí no podemos abordar, entre ellas una serie de propuestas de orientación y acción que afectan a los distintos agentes implicados así como a importantes factores que tienen que ver con el problema de la energía. A este respecto sería importante un análisis en profundidad de todo el capítulo quinto del documento del Papa. Pero aún así, no podemos finalizar esta aproximación sin referirnos a la llamada a una «conversión ecológica», dado que afecta a nuestro estilo de vida y, en general, a las instituciones que rigen y forman en conjunto de la sociedad.
 
En este sentido es cierto que la política debería tener un papel más relevante y que el diálogo entre los actores sería algo imprescindible para la toma de medidas globales, pero al mismo tiempo estamos ante un reto que afecta también a nuestra vida personal, a nuestros hábitos de consumo y a nuestro estilo de vida, incluso en las decisiones aparentemente más sencillas y cotidianas. De ahí que «la conciencia de la gravedad de la crisis cultural y ecológica necesita traducirse en nuevos hábitos» (LS 209).
 
Se trata de algo importante y que no es ajeno a la dimensión global de la crisis ecológica, dado que detrás de las estructuras existen personas concretas que actúan y deciden dando lugar a una relación compleja que no podemos ocultar responsabilizando de todo a los poderes económicos y políticos, es decir, que la existencia de estructuras injustas que generan degradación medioambiental no puede convertirse en una excusa para disminuir la responsabilidad de cada quien en tal degradación. Y por eso, en el fondo, nuestra responsabilidad es doble, dado que afecta a nuestros propios actos pero también a las estructuras que le sirven de sustento [22]. Incluso más, dado que dice el Papa que «un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana presión sobre los que tienen poder político, económico y social» (LS 206).
 
Porque es cierto que detrás de la crisis ecológica existen estructuras de pecado que la favorecen, pero también personas concretas que actúan y que, de forma más o menos consciente, colaboran con tales estructuras y para lo que se necesita compromiso por la transformación pero también conversión personal. Por eso la encíclica es un reto no solo para los agentes sociales, sino para cada persona concreta, porque «toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos en “los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad”» (LS 5). Dicho en síntesis: la crisis medioambiental exige también un cambio en nuestra manera concreta de vivir, de decidir y de actuar en las pequeñas cosas de cada día.
 
Y es aquí en donde se ve la relevancia de una educación destinada a favorecer comportamientos responsables y a crear una especie de «ciudadanía ecológica» que repercuta en los actos más cotidianos de la vida. En este sentido, si bien con frecuencia la doctrina social de la Iglesia es excesivamente genérica e incluso abstracta, en este caso el Papa es de lo más concreto: «evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar solo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias» (LS 211). Ahora bien, debería ser una educación que no solo se base en leyes y regulaciones, sino en el desarrollo de virtudes y horizontes de referencia que den sentido a todo cuanto hacemos, virtudes que nos saquen de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad para abrirnos a los demás y al medio ambiente, que nos hagan ver y considerar responsablemente el impacto de nuestras acciones fuera de uno mismo.
 
Por todo ello también la espiritualidad ocupa un lugar esencial en la encíclica y en toda la vida humana, dado que en el fondo se trata de reflexionar acerca de dónde decidimos sustentar la vida, en el consumismo y el despilfarro —que no son más que reflejos subjetivos del paradigma tecnoeconómico— o en la sencillez y sobriedad solidaria —que nos hacen más libres y responsables del otro—. Incluso no sería ingenuo pensar en las posibilidades de un razonable decrecimiento, no entendido como algo opuesto al desarrollo, sino todo lo contrario, a favor de un desarrollo sostenible que contempla la creación con gratuidad y gratitud. Se trata de fundar la vida en lo esencial no para dejar de crecer, sino para hacerlo de una forma distinta. Al fin y al cabo los estilos de vida no son sino el reflejo de las espiritualidades que los sustentan, y «una ecología integral implica dedicar algo de tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo que nos rodea» (LS 225).
 
5. Conclusión
 
En su biografía de san Francisco de Asís, el gran teólogo san Buenaventura se refería a él del siguiente modo: «En cualquier objeto admiraba a su Autor y en todos los acontecimientos reconocía al Creador […]. En las cosas hermosas admiraba al Hermoso y en lo bueno al sumo Bien. Buscaba por todas partes y perseguía al Amado por sus huellas impresas en las criaturas y con todas ellas formaba como una escalera con la que alcanzar el trono divino […]. Lleno de la mayor emoción al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por más despreciables que fuesen, el dulce nombre de hermanas, pues sabía muy bien que todas tenían el mismo origen que él» [23].
 
De alguna forma el papa Francisco encarna con su encíclica la mirada profunda sobre la realidad del santo de Asís, que no es sino la convicción de que todo lo existente está marcado en su raíz por la gracia y la huella de la divinidad. De ahí que todas las cosas tengan un valor intrínseco. Desde aquí el Papa hace un verdadero ejercicio de espiritualidad encarnada, comprometida con las causas del ser humano y de la tierra, que son en último término las causas de Dios.
 
Y evidentemente esa mirada supone grandes retos para todos y también para la teología moral en particular. Porque si la crisis medioambiental tiene causas antropogénicas, eso implica que la libertad debe cuestionar el rumbo que la orienta para servir mejor al bien de la casa común. El Papa nos recuerda que todo es de Dios y que nosotros somos los administradores responsables de toda esa belleza y bondad que se nos ha regalado, algo de lo que no podremos aislarnos cuando caemos en la cuenta de nuestro origen común. Por eso la encíclica plantea un reto importante para todos los agentes sociales, pero no menos para las distintas tradiciones religiosas y en particular para la teología moral cristiana.
 
Hace años Bernhard Häring, el gran representante de la renovación teológico-moral del siglo XX, escribía que «el conocimiento ecológico actual y la crisis que padecemos nos presentan la dimensión cósmica del pecado y redención en una luz nueva. La teología siempre supo que nuestro fracaso en la respuesta fiel al Dios que nos llama en Cristo y a través de toda su obra, palabra y revelación, no queda reducido a la escala de deficiencia personal. Actualmente vemos con claridad que se trata de una tragedia cósmica. Y no podemos ignorar por más tiempo que la respuesta adecuada a Dios y la responsabilidad frente a la humanidad deben manifestarse en nuestra conciencia ecológica de que hay que respetar la naturaleza, que es el sistema que sostiene la vida. No puede devastarse este sistema sin pecar contra la dimensión cósmica esencial de la creación y redención» [24].
 
Pero al mismo tiempo tampoco cabe perder la esperanza de que la libertad humana pueda orientarse en una mayor sensibilidad ecológica que garantice nuestro futuro y el futuro de las próximas generaciones. En este sentido la conversión ecológica siempre es posible y está en nuestra mano hacerla efectiva. Por eso también Häring decía que «la actual impresionante crisis ecológica debe ser interpretada en clave profética y entendida como llamada a la conversión, a una renovada relación con la naturaleza dada por Dios, pero siempre en el marco de una renovada relación con la especie humana» [25]. En este sentido también la encíclica es optimista, pues confía en que la libertad humana puede cambiar el rumbo para orientarse hacia un futuro mejor.

Notas:

[1] Destaca, por ejemplo, un editorial de la revista Nature 391 (25-6-2015), titulado “Hope from the Pope”.
[2] Seguimos el análisis de P. Linares – J. C. Romero, “Laudato si’ y la ciencia” en: E. Sanz Giménez-Rico (ed.), Cuidar de la tierra, cuidar de los pobres. Laudato si’, desde la teología y con la ciencia, Sal Terrae, Cantabria 2015, 105-123 (lo seguimos para este apartado).
[3] P. Linares – J. C. Romero, a.c., 116ss (también para lo que sigue). Cf. asimismo P. Linares, “El concepto marco de sostenibilidad: variables de un futuro sostenible” en: C. Alonso Bedate, ¿Es sostenible el mundo en que vivimos? Un enfoque interdisciplinar, Upcomillas, Madrid 2013, 11-32.
[4] He recogido algunas de tales críticas a la exhortación Evangelii gaudium en: J. M. Caamaño López, “El mensaje social de la Evangelii gaudium del papa Francisco”: Razón y fe 1396 (2014) 175-191.
[5] Eso es lo que se dice en el documento Climate Change 2014. Synthesis Report, resultado del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), en donde se afirma, por ejemplo: «Anthropogenic greenhouse gas emissions have increased since the pre-industrial era, driven largely by economic and population growth, and are now higher than ever. This has led to atmospheric concentrations of carbon dioxide, methane and nitrous oxide that are unprecedented in at least the last 800,000 years. Their effects... are extremely likely to have been the dominant cause of the observed warming since the mid-20th century». Con lo cual parece indiscutible el papel de la responsabilidad humana en la crisis medioambiental, algo que el Papa asume.
[6] Cf. J. P. Martínez Rica, “Religión y ecología” en: C. Valiente Barroso (coord.), 13 académicos ante el diálogo ciencia-fe, Síntesis, Madrid 2014, 301-327. Hay que señalar que prácticamente las tradiciones religiosas más importantes del mundo ya han hecho públicas diversas declaraciones sobre el cambio climático teniendo como horizonte la reciente Cumbre del Clima de París (COP21).
[7] L. White, “The Historical Roots of Ecologic Crisis”: Science  155 (10-3-1967) 1203-1207. Cf. el análisis de P. Fernández Castelao, “El cristianismo y la percepción de la naturaleza”: Sal Terrae 101 (2013) 133-146.
[8] T. Berry, The Christian Future and the Fate of the Earth, Orbis Books, New York 2009, 44-45.
[9]  J. Moltmann – L. Boff, ¿Hay esperanza para la creación amenazada?, Sal Terrae, Cantabria 2015, 23.
[10] Cf. R. Margalef, Ecología, Omega, Barcelona 1968. Cabe recordar también, en este sentido, el artículo del pastor y teólogo protestante de Halle Friz Jahr titulado “Bio-ethik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanze”: Kosmos 1 (1927) 2-4. Su idea de fondo estaba en la extensión de los imperativos kantianos hacia todos los seres, de modo que fueran tratados como fines en sí mismos.
[11] H. Jonas, Ética de la responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona 1944, 40. Evidentemente tampoco se puede olvidar la importancia de la ética de la tierra de Aldo Leopold o la obra bioética de V. R. Potter: A. Leopold, A Sand County Almanac, Oxford University Press, New York 1949; V. R. Potter, Bioethics: Bridge to the Future, New Jersey 1971. A pesar de sus límites también cabe mencionar las diferentes cumbres celebradas, dado que son una muestra también de la cada vez mayor sensibilidad ecológica.
[12] Cf. la aproximación a la encíclica de J. A. Merino, “Ética y defensa del ambiente”: Vida Nueva 2966 (28 de noviembre al 4 de diciembre de 2015) 23-30.
[13] No en vano el Papa nos recuerda las maravillosas palabras del Catecismo, y en las que se articulan de manera lúcida tanto la autonomía de las realidades naturales como la dimensión teológica o trascendente de las mismas: «toda criatura posee su bondad y su perfección propias […]. Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de sabiduría y de la bondad infinitas de Dios» (LS 70). También añade el Papa que «Él [Dios] está presente en lo más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura, y esto también da lugar a la legítima autonomía de las realidades terrenas. Esa presencia divina, que asegura la permanencia y el desarrollo de cada ser, es la continuación de la acción creadora» (LS 80).
[14] L. Boff, La dignidad de la tierra, Trotta, Madrid 2000, 19. En las pags. 178ss aborda lo que él denomina ya «ecología integral».
[15] M. de Unamuno, Mi confesión, Sígueme-Upcomillas, Salamanca 2011, 57. Cf. A. Villar, “La crítica de Unamuno al cientifismo”: Pensamiento 261 (2013) 1041. Cf. también J. R. Lacadena, “Biocracia y la encíclica Laudato si’. Un breve comentario desde el punto de vista genético”: Bioética de Jurisprudencia argentina (número XVII especial, en prensa para 2016).
[16] Ya Juan Pablo II lo había dicho de manera clara hace años: «la ciencia y la tecnología deben ser gobernadas por principios morales y éticos» (Nueva y respetuosa actitud ante el medio ambiente: Discurso a un grupo de estudio de la Pontificia Academia de las Ciencias, 6 de noviembre de 1987).
[17]  J. Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Tecnos, Madrid 1986.
[18] P. Castelao, “La «cuestión ecológica» y la teología de la creación” en: E. Sanz Giménez-Rico (ed.), o.c., 71,
[19] Cf. J. Carrera, El problema ecológico: una cuestión de justicia, Cristianismo y Justícia, Barcelona 2009. En realidad hay que decir que, en muchos casos, las consecuencias sociales del deterioro medioambiental y su conexión con la pobreza no es una novedad absoluta de la encíclica, sino que ya estaban siendo una preocupación en muchos centros dedicados al estudio del medioambiente y también en algunos autores y movimientos ecologistas de diversas regiones del mundo. Hace años escribiera también ya Leonardo Boff un libro titulado, precisamente, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, Trotta, Madrid 1996. También la revista Concilium ha dedicado un número monográfico a la cuestión de la ecología y la pobreza (n. 5, 1995).
[20] Resulta de interés en este sentido el Informe Pobreza energética en España. Análisis económico y propuestas de actuación (2014), realizado por Economics for energy (José Carlos Romero, Pedro Linares y Xiral López, y con la ayuda de Xavier Labandeira y Alicia Pérez).
[21] I. Ellacuría, Escritos teológicos, II, UCA, San Salvador 2000, 277.
[22] En este sentido Francisco recoge las palabras de Benedicto XVI cuando en Caritas in veritate decía que «comprar es siempre un acto moral, y no solo económico» (CV 206).
[23] San Buenaventura, Leyenda mayor, VIII, 6: cit. por L. Boff, Ecología…, 266.
[24] B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, v. III, Herder, Barcelona 1986, 183-184.
[25] Ib., 198.

 
Artículo elaborado por José Manuel Caamaño López, Universidad Pontificia Comillas de Madrid, es Director de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.
 



José Manuel Caamaño López
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