Dios y las matemáticas. ABC News.
“Tendencias de las Religiones” ha venido publicando diversos artículos que muestran una variedad de formas de análisis del problema de la “existencia de Dios” y del sentido de las religiones. En numerosos artículos hemos presentado puntos de vista ateístas y en otros, en cambio, se ha seguido el hilo de los argumentos teístas.
Esta variedad de artículos y enfoques multiformes muestra sin lugar a dudas la complejidad tanto del asunto en sí mismo como de las actitudes personales ante él. Actitudes casi siempre asociadas a densas tramas emocionales derivadas del compromiso personal de unos y otros ante la ineludible cuestión del “sentido último de la vida”.
Este artículo, por tanto, no pretende otra cosa que ofrecer un ensayo de respuesta a la pregunta por la existencia de Dios y por el sentido de la religión, valorada desde los resultados de la investigación científica actual.
Este “ensayo”, evidentemente, representa un punto de vista personal. Pero reflexionar sobre los argumentos que presenta puede ayudar a matizar la forma en que otros se enfrentan con la misma pregunta y tratan de responderla, bien desde posiciones teístas, ateístas o agnósticas.
La pregunta es, por tanto: la existencia de Dios, y la viabilidad consecuente de los comportamientos religiosos, ¿son hoy compatibles con la imagen científica del universo, de la vida y del hombre? Preguntar por esta “compatibilidad” no significa necesariamente sugerir que la ciencia “demuestre” la existencia o no-existencia de Dios. Podría haber una compatibilidad por vía de “verosimilitud”. Es decir, la ciencia podría quizá no permitirnos un conocimiento cerrado y absolutamente seguro de lo real, sino que más bien podría dejarnos abiertos a una realidad enigmática. Debemos explicarnos con mayor precisión.
¿Demostración o verosimilitud?
En este caso, si la ciencia nos mostrara en efecto este “universo enigmático”, quizá fuera posible construir hipótesis alternativas que, cada una en su línea, pudieran contar con argumentos que las hicieran “verosímiles”. Creemos que esto es lo que en realidad ocurre. Hay argumentos (cuya aceptación depende de la libertad valorativa personal de cada científico o filósofo) que hacen verosímil la hipótesis de un universo sin Dios (ateísmo); pero al mismo tiempo es posible también formular argumentos que hacen verosímil la hipótesis alternativa de que se funde en un ser que responda a lo que llamamos Dios (teísmo).
El universo en sí mismo, ciertamente, o responderá al ateísmo o al teísmo; no será al mismo tiempo las dos cosas (o sea, Dios existirá o no existirá, pero no las dos cosas a la vez, obviamente). Sin embargo, el conocimiento humano discurre desde la precariedad y no puede dilucidar con seguridad cuál de estas hipótesis alternativas es verdadera. El universo –visto desde dentro por la razón humana- es así enigmático y se resiste a ser conocido últimamente con seguridad por la razón humana, por la ciencia y por la filosofía. Es “enigmático” porque es oscuro cuál sea su verdad última.
Ahora bien, puesto que hablar de la existencia o no existencia de Dios supone referencia a cuestiones metafísicas últimas, debemos advertir también que, desde un enfoque epistemológico (o sea, teorético-científico), es correcto decir que las disciplinas científicas no abordan como tales el conocimiento de lo metafísico. Esto es sólo propio de la disciplina que llamamos “filosofía”. Ahora bien, si no es competente para lo metafísico y Dios es algo metafísico, ¿tiene sentido entonces plantear la cuestión de si la ciencia es compatible con la existencia o no existencia de Dios?
Creemos que sí lo tiene porque, aunque la ciencia no trata como disciplina acerca de lo metafísico, sin embargo ofrece datos y teorías sobre el mundo real que, al ser sometidos a la reflexión filosófica (que sí se plantea las cuestiones metafísicas), podrían orientar la filosofía hacia el teísmo o el ateísmo; esto es, hacia la verosimilitud de la existencia o de la no existencia de Dios. En otras palabras, los resultados de la ciencia, según lo que fueran, podrían hacer posible o no posible una filosofía teísta o ateísta.
Podemos, pues, precisar más nuestra opinión: la imagen del universo, de la vida y del hombre en la ciencia, al ser asumida por la reflexión de una disciplina de conocimiento distinta de la ciencia – la filosofía –, no conduce a una única explicación metafísica última de lo real, y menos a una que se impusiera con una certeza absoluta incuestionable, bien fuera teísta o ateísta. Conduce más bien a la idea de un universo cuya verdad y naturaleza última es enigmática, dejando abiertas diversas hipótesis metafísicas que, de hecho, son sometidas a discusión, tanto en dimensión personal como social.
Ciencia y sociología de la cuestión de Dios
Decir que la ciencia nos lleva a una idea enigmática del universo es, por otra parte, algo que se entiende perfectamente desde la epistemología actual. Esta no es dogmática: no cree que la ciencia pueda llevarnos a un conocimiento cierto, absoluto, que “cierre” ciertos conocimientos, definitivamente establecidos, que se consideren algo así como “dogmas” inamovibles. Para Popper y la totalidad de las epistemologías postpopperianas, la ciencia es sólo un sistema de hipótesis siempre revisables. La ciencia procede ponderando hipótesis alternativas que se discuten; los científicos toman posición inclinándose hacia unas u otras. Esto acontece en muchos campos de conocimiento.
Es así comprensible que el problema más complejo de todos – el de conocer metafísicamente qué es el universo en su verdad final – pueda dar lugar a la incertidumbre, al enigma, a hipótesis alternativas ante las que debe decidirse la libertad personal valorativa de los científicos. Pero estos, al tomar posición ante un problema metafísico – aunque deban tener en cuenta la ciencia –, no hacen “ciencia, sino “filosofía”, de acuerdo con lo que antes decíamos.
Esta “borrosidad” y precariedad inevitable del conocimiento humano se aplica a todo: no sólo a la ciencia natural, sino también a las ciencias humanas (de ahí la idea de la sociedad “abierta y crítica” popperiana). Por ello la sociedad de la segunda mitad del siglo XX ha evolucionado tanto a la modestia en la defensa de las propias convicciones y como a la tolerancia hacia las opiniones de los demás. La sociedad “ilustrada y crítica” sólo es más y más “intolerante” con la “intolerancia”.
Es inevitable recordar que en siglos pasados – sobre todo en el XIX – lo común era defender posiciones “dogmáticas”, tanto teístas como ateístas. La razón, en la ciencia y la filosofía, permitía demostrar con toda certeza, según la posición de cada uno, la existencia (teísmo) o la no existencia de Dios (ateísmo). Así, el teísmo pensaba que los ateos (digamos para simplificar) o eran “tontos” o eran “malos”. Por su parte, el ateísmo pensaba también, simplificando, que los teístas o eran “tontos” o “psicológicamente débiles”.
Estas posiciones dogmáticas no han desaparecido completamente. El ateísmo de autores como Dawkins o Dennett, por ejemplo, (considerados en otros artículos de esta sección de Tendencias21) no sólo es “dogmático”, sino que se ríe de lo religioso con fuerte agresividad. Por otra parte, todavía hay teísmos dogmáticos que consideran a los ateísmos con la misma falta de tolerancia, aunque en una dirección distinta. Residuos de este mismo dogmatismo se pueden hoy constatar en la reciente disputa en torno al inteligent design: se pretende hacer “ciencia” pero lo que en realidad se hace es metafísica camuflada, bien para defender una teoría de la evolución “metafísicamente atea”, bien para defender una evolución “metafísicamente teísta”, siendo así que la ciencia como tal ni es teísta ni es ateísta.
En realidad, tanto el ateísmo como el teísmo dogmático están hoy fuera del sentir de nuestra cultura crítica e ilustrada, consciente de vivir en un universo enigmático y tolerante ante las ideas alternativas que nacen del ejercicio libre de la razón de cada persona. Lo inapropiado del dogmatismo – bien sea teísta o ateísta – se ve en un simple análisis sociológico. De hecho hay personas que “lo saben todo”, perfectamente formadas, que son ateas, unas, y teístas, otras. Es un hecho social incuestionable que es así, y en proporciones aproximadamente similares dentro del mundo intelectual (ya que las masas son mayoritariamente teístas). ¿Qué pasa? ¿Es que unos son tontos y los otros listos? Evidentemente que no. Lo que pasa es que el universo es enigmático, borroso, y deja abiertas las hipótesis teístas y ateístas que de hecho constatamos. Unos se inclinan honestamente por unas hipótesis y otros por las otras.
El enigma metafísico
Es verdad que de inmediato lo único que el hombre percibe por sus sentidos es el mundo (la experiencia de la vida humana en el universo). Este es, en efecto, el hecho real de que partimos. A Dios nadie lo ha visto. Pero hay algo también cierto: que el hombre tampoco ha visto cuál es la explicación final, última, metafísica de ese universo. Lo metafísico no es evidente y, por ello, debe ser argumentado. El hombre percibe el mundo por una experiencia fenoménica: percibe sólo el “fenómeno” (aparecer) que no nos da todo el contenido del universo desde sus fundamentos radicales: la materia se nos escapa en su profundidad “hacia adentro” y el universo nos desborda en el espacio y en el tiempo.
Por otra parte, es un hecho que desde siempre el hombre ha querido responder a los enigmas metafísicos últimos. El hombre busca su verdad humana – para vivir en consecuencia – y ésta depende de la verdad última, metafísica, del universo. En el marco de esta inquietud metafísica han nacido las religiones en la historia. Es verdad que en los últimos siglos se ha producido un crecimiento de quienes han respondido a la metafísica con el ateísmo (o agnosticismo). Pero es también un hecho evidente que durante toda la historia, e incluso en el presente, la gran mayoría de la humanidad ha respondido a la inquietud metafísica con las ideologías religiosas. Este hecho condiciona en forma no trivial nuestro planteamiento de la cuestión de Dios.
Es cierto que a Dios no lo vemos. Pero también es cierto que tampoco vemos la verdad metafísica última de lo real. Además, es cierto que la inmensa mayoría de la humanidad ha sido teísta, aunque con una presencia creciente del ateísmo (agnosticismo) en el mundo moderno. Por ello – por su naturaleza racional en busca del “sentido” y por la misma historia – se plantea el hombre la pregunta ante el enigma metafísico, que es el enigma acerca de la existencia (teísmo) o no existencia (ateísmo) de Dios. Lo evidente es sólo un enigmático mundo fenoménico. Ni el teísmo ni el ateísmo son “evidentes” por cuanto no es evidente el fundamento metafísico de lo real. Teísmo y ateísmo deben ser argumentados: se deben exponer las razones que bien demuestren (cosa que, como hemos dicho, no creemos viable), bien hagan más o menos “verosímil”, en un sentido u otro, ambas hipótesis explicativas.
El universo descrito por la ciencia y la cuestión metafísica
Pero, tras estos preámbulos, volvemos a la pregunta que antes planteábamos. Los resultados de la ciencia en el conocimiento del universo, de la vida y del hombre, asumidos por el discurso filosófico, ¿demuestran o hacen verosímil el teísmo o el ateísmo? En todo caso, no todo resultado de la ciencia tendrá la misma capacidad de aportar algo a la respuesta de esta pregunta.
Hay resultados científicos que apenas tienen proyección metafísica. Por ejemplo, la investigación que nos lleva a conocer una nueva fórmula bioquímica que hará más eficaz un cierto antobiótico para combatir determinados gérmenes; o la investigación sobre el sistema motor de una especie de artrópodos. Pero, frente a ciertas investigaciones y conocimientos metafísicamente irrelevantes, hay también ciertos campos, preguntas y resultados de la ciencia que tienen una gran importancia metafísica. Son aquellos resultados en que la ciencia aporta elementos sustanciales para que la filosofía trate de responder las preguntas en torno a la naturaleza metafísica última de la realidad.
En nuestra opinión, estos campos problemáticos abiertos a lo metafísico son tres: primero, el problema de la consistencia (estabilidad, suficiencia, absolutez) del universo; segundo, el problema de las causas reales que permiten explicar la producción de orden dentro del universo; tercero, el problema del origen y de la naturaleza del psiquismo animal o humano (problema de la conciencia). Nos referimos ahora muy brevemente a cada uno de estos problemas.
Esta variedad de artículos y enfoques multiformes muestra sin lugar a dudas la complejidad tanto del asunto en sí mismo como de las actitudes personales ante él. Actitudes casi siempre asociadas a densas tramas emocionales derivadas del compromiso personal de unos y otros ante la ineludible cuestión del “sentido último de la vida”.
Este artículo, por tanto, no pretende otra cosa que ofrecer un ensayo de respuesta a la pregunta por la existencia de Dios y por el sentido de la religión, valorada desde los resultados de la investigación científica actual.
Este “ensayo”, evidentemente, representa un punto de vista personal. Pero reflexionar sobre los argumentos que presenta puede ayudar a matizar la forma en que otros se enfrentan con la misma pregunta y tratan de responderla, bien desde posiciones teístas, ateístas o agnósticas.
La pregunta es, por tanto: la existencia de Dios, y la viabilidad consecuente de los comportamientos religiosos, ¿son hoy compatibles con la imagen científica del universo, de la vida y del hombre? Preguntar por esta “compatibilidad” no significa necesariamente sugerir que la ciencia “demuestre” la existencia o no-existencia de Dios. Podría haber una compatibilidad por vía de “verosimilitud”. Es decir, la ciencia podría quizá no permitirnos un conocimiento cerrado y absolutamente seguro de lo real, sino que más bien podría dejarnos abiertos a una realidad enigmática. Debemos explicarnos con mayor precisión.
¿Demostración o verosimilitud?
En este caso, si la ciencia nos mostrara en efecto este “universo enigmático”, quizá fuera posible construir hipótesis alternativas que, cada una en su línea, pudieran contar con argumentos que las hicieran “verosímiles”. Creemos que esto es lo que en realidad ocurre. Hay argumentos (cuya aceptación depende de la libertad valorativa personal de cada científico o filósofo) que hacen verosímil la hipótesis de un universo sin Dios (ateísmo); pero al mismo tiempo es posible también formular argumentos que hacen verosímil la hipótesis alternativa de que se funde en un ser que responda a lo que llamamos Dios (teísmo).
El universo en sí mismo, ciertamente, o responderá al ateísmo o al teísmo; no será al mismo tiempo las dos cosas (o sea, Dios existirá o no existirá, pero no las dos cosas a la vez, obviamente). Sin embargo, el conocimiento humano discurre desde la precariedad y no puede dilucidar con seguridad cuál de estas hipótesis alternativas es verdadera. El universo –visto desde dentro por la razón humana- es así enigmático y se resiste a ser conocido últimamente con seguridad por la razón humana, por la ciencia y por la filosofía. Es “enigmático” porque es oscuro cuál sea su verdad última.
Ahora bien, puesto que hablar de la existencia o no existencia de Dios supone referencia a cuestiones metafísicas últimas, debemos advertir también que, desde un enfoque epistemológico (o sea, teorético-científico), es correcto decir que las disciplinas científicas no abordan como tales el conocimiento de lo metafísico. Esto es sólo propio de la disciplina que llamamos “filosofía”. Ahora bien, si no es competente para lo metafísico y Dios es algo metafísico, ¿tiene sentido entonces plantear la cuestión de si la ciencia es compatible con la existencia o no existencia de Dios?
Creemos que sí lo tiene porque, aunque la ciencia no trata como disciplina acerca de lo metafísico, sin embargo ofrece datos y teorías sobre el mundo real que, al ser sometidos a la reflexión filosófica (que sí se plantea las cuestiones metafísicas), podrían orientar la filosofía hacia el teísmo o el ateísmo; esto es, hacia la verosimilitud de la existencia o de la no existencia de Dios. En otras palabras, los resultados de la ciencia, según lo que fueran, podrían hacer posible o no posible una filosofía teísta o ateísta.
Podemos, pues, precisar más nuestra opinión: la imagen del universo, de la vida y del hombre en la ciencia, al ser asumida por la reflexión de una disciplina de conocimiento distinta de la ciencia – la filosofía –, no conduce a una única explicación metafísica última de lo real, y menos a una que se impusiera con una certeza absoluta incuestionable, bien fuera teísta o ateísta. Conduce más bien a la idea de un universo cuya verdad y naturaleza última es enigmática, dejando abiertas diversas hipótesis metafísicas que, de hecho, son sometidas a discusión, tanto en dimensión personal como social.
Ciencia y sociología de la cuestión de Dios
Decir que la ciencia nos lleva a una idea enigmática del universo es, por otra parte, algo que se entiende perfectamente desde la epistemología actual. Esta no es dogmática: no cree que la ciencia pueda llevarnos a un conocimiento cierto, absoluto, que “cierre” ciertos conocimientos, definitivamente establecidos, que se consideren algo así como “dogmas” inamovibles. Para Popper y la totalidad de las epistemologías postpopperianas, la ciencia es sólo un sistema de hipótesis siempre revisables. La ciencia procede ponderando hipótesis alternativas que se discuten; los científicos toman posición inclinándose hacia unas u otras. Esto acontece en muchos campos de conocimiento.
Es así comprensible que el problema más complejo de todos – el de conocer metafísicamente qué es el universo en su verdad final – pueda dar lugar a la incertidumbre, al enigma, a hipótesis alternativas ante las que debe decidirse la libertad personal valorativa de los científicos. Pero estos, al tomar posición ante un problema metafísico – aunque deban tener en cuenta la ciencia –, no hacen “ciencia, sino “filosofía”, de acuerdo con lo que antes decíamos.
Esta “borrosidad” y precariedad inevitable del conocimiento humano se aplica a todo: no sólo a la ciencia natural, sino también a las ciencias humanas (de ahí la idea de la sociedad “abierta y crítica” popperiana). Por ello la sociedad de la segunda mitad del siglo XX ha evolucionado tanto a la modestia en la defensa de las propias convicciones y como a la tolerancia hacia las opiniones de los demás. La sociedad “ilustrada y crítica” sólo es más y más “intolerante” con la “intolerancia”.
Es inevitable recordar que en siglos pasados – sobre todo en el XIX – lo común era defender posiciones “dogmáticas”, tanto teístas como ateístas. La razón, en la ciencia y la filosofía, permitía demostrar con toda certeza, según la posición de cada uno, la existencia (teísmo) o la no existencia de Dios (ateísmo). Así, el teísmo pensaba que los ateos (digamos para simplificar) o eran “tontos” o eran “malos”. Por su parte, el ateísmo pensaba también, simplificando, que los teístas o eran “tontos” o “psicológicamente débiles”.
Estas posiciones dogmáticas no han desaparecido completamente. El ateísmo de autores como Dawkins o Dennett, por ejemplo, (considerados en otros artículos de esta sección de Tendencias21) no sólo es “dogmático”, sino que se ríe de lo religioso con fuerte agresividad. Por otra parte, todavía hay teísmos dogmáticos que consideran a los ateísmos con la misma falta de tolerancia, aunque en una dirección distinta. Residuos de este mismo dogmatismo se pueden hoy constatar en la reciente disputa en torno al inteligent design: se pretende hacer “ciencia” pero lo que en realidad se hace es metafísica camuflada, bien para defender una teoría de la evolución “metafísicamente atea”, bien para defender una evolución “metafísicamente teísta”, siendo así que la ciencia como tal ni es teísta ni es ateísta.
En realidad, tanto el ateísmo como el teísmo dogmático están hoy fuera del sentir de nuestra cultura crítica e ilustrada, consciente de vivir en un universo enigmático y tolerante ante las ideas alternativas que nacen del ejercicio libre de la razón de cada persona. Lo inapropiado del dogmatismo – bien sea teísta o ateísta – se ve en un simple análisis sociológico. De hecho hay personas que “lo saben todo”, perfectamente formadas, que son ateas, unas, y teístas, otras. Es un hecho social incuestionable que es así, y en proporciones aproximadamente similares dentro del mundo intelectual (ya que las masas son mayoritariamente teístas). ¿Qué pasa? ¿Es que unos son tontos y los otros listos? Evidentemente que no. Lo que pasa es que el universo es enigmático, borroso, y deja abiertas las hipótesis teístas y ateístas que de hecho constatamos. Unos se inclinan honestamente por unas hipótesis y otros por las otras.
El enigma metafísico
Es verdad que de inmediato lo único que el hombre percibe por sus sentidos es el mundo (la experiencia de la vida humana en el universo). Este es, en efecto, el hecho real de que partimos. A Dios nadie lo ha visto. Pero hay algo también cierto: que el hombre tampoco ha visto cuál es la explicación final, última, metafísica de ese universo. Lo metafísico no es evidente y, por ello, debe ser argumentado. El hombre percibe el mundo por una experiencia fenoménica: percibe sólo el “fenómeno” (aparecer) que no nos da todo el contenido del universo desde sus fundamentos radicales: la materia se nos escapa en su profundidad “hacia adentro” y el universo nos desborda en el espacio y en el tiempo.
Por otra parte, es un hecho que desde siempre el hombre ha querido responder a los enigmas metafísicos últimos. El hombre busca su verdad humana – para vivir en consecuencia – y ésta depende de la verdad última, metafísica, del universo. En el marco de esta inquietud metafísica han nacido las religiones en la historia. Es verdad que en los últimos siglos se ha producido un crecimiento de quienes han respondido a la metafísica con el ateísmo (o agnosticismo). Pero es también un hecho evidente que durante toda la historia, e incluso en el presente, la gran mayoría de la humanidad ha respondido a la inquietud metafísica con las ideologías religiosas. Este hecho condiciona en forma no trivial nuestro planteamiento de la cuestión de Dios.
Es cierto que a Dios no lo vemos. Pero también es cierto que tampoco vemos la verdad metafísica última de lo real. Además, es cierto que la inmensa mayoría de la humanidad ha sido teísta, aunque con una presencia creciente del ateísmo (agnosticismo) en el mundo moderno. Por ello – por su naturaleza racional en busca del “sentido” y por la misma historia – se plantea el hombre la pregunta ante el enigma metafísico, que es el enigma acerca de la existencia (teísmo) o no existencia (ateísmo) de Dios. Lo evidente es sólo un enigmático mundo fenoménico. Ni el teísmo ni el ateísmo son “evidentes” por cuanto no es evidente el fundamento metafísico de lo real. Teísmo y ateísmo deben ser argumentados: se deben exponer las razones que bien demuestren (cosa que, como hemos dicho, no creemos viable), bien hagan más o menos “verosímil”, en un sentido u otro, ambas hipótesis explicativas.
El universo descrito por la ciencia y la cuestión metafísica
Pero, tras estos preámbulos, volvemos a la pregunta que antes planteábamos. Los resultados de la ciencia en el conocimiento del universo, de la vida y del hombre, asumidos por el discurso filosófico, ¿demuestran o hacen verosímil el teísmo o el ateísmo? En todo caso, no todo resultado de la ciencia tendrá la misma capacidad de aportar algo a la respuesta de esta pregunta.
Hay resultados científicos que apenas tienen proyección metafísica. Por ejemplo, la investigación que nos lleva a conocer una nueva fórmula bioquímica que hará más eficaz un cierto antobiótico para combatir determinados gérmenes; o la investigación sobre el sistema motor de una especie de artrópodos. Pero, frente a ciertas investigaciones y conocimientos metafísicamente irrelevantes, hay también ciertos campos, preguntas y resultados de la ciencia que tienen una gran importancia metafísica. Son aquellos resultados en que la ciencia aporta elementos sustanciales para que la filosofía trate de responder las preguntas en torno a la naturaleza metafísica última de la realidad.
En nuestra opinión, estos campos problemáticos abiertos a lo metafísico son tres: primero, el problema de la consistencia (estabilidad, suficiencia, absolutez) del universo; segundo, el problema de las causas reales que permiten explicar la producción de orden dentro del universo; tercero, el problema del origen y de la naturaleza del psiquismo animal o humano (problema de la conciencia). Nos referimos ahora muy brevemente a cada uno de estos problemas.
Muchas preguntas, una respuesta personal.
Consistencia y absolutez del universo
La ciencia constata por los sentidos un universo fáctico que está ahí, constituido ante nosotros, y trata de conocer cuáles son las causas de que efectivamente esté ahí en la forma en que podemos describir en tiempo real (que es la única que nos es asequible y que constituye el punto de referencia experimental a todas luces incuestionable). Pero la expectativa de la razón científica (justificada en epistemología) es que ese universo está ahí porque “puede estar”: porque se funda en un conjunto de contenidos que consisten (se mantienen establemente en el tiempo) en interacción relacional, de forma suficiente y absoluta en orden a existir en el tiempo pasado y en el futuro, sin deshacerse.
La expectativa racional de la ciencia es, pues, que el universo sea “suficiente” (que se baste a sí mismo para explicar el hecho de su existencia). Pero, ¿cuál es el resultado de la ciencia? Ateniéndonos a los hechos experimentales y otras evidencias empíricas dadas en el estado actual del universo, la ciencia ha reconstruido su historia evolutiva desde un primer momento “conjeturable” que conocemos como el big bang. ¿Qué había antes? En función de las evidencias, la ciencia como tal no es capaz de hacer ninguna otra conjetura que vaya más allá del big bang. El conjunto de esta imagen, conforme con la física experimental, es lo que se llama “modelo cosmológico estándar” (tratado en otros artículos de tendencias y que aquí no vamos a exponer). Pero la cuestión es, repetimos, ¿qué había antes?
Si el universo está hecho de materia organizada en estructuras, ¿dónde surgió la materia-energía producida en el big bang? ¿Qué propiedades primordiales de la naturaleza de la materia serían la causa de la materia que vemos emergente en el big bang? El razonamiento empírico y experimental de la ciencia nos lleva al “modelo estándar de la física” que constituye el marco general de la física de partículas. Pero bucear hacia la causas y naturaleza primordial de la materia ha obligado a los físicos teóricos a ir más allá del big bang, de la “era de Plank” e incluso de las posibilidades de contrastación empírica de la física ortodoxa, entrando en el campo de la pura especulación sobre modelos matemáticos e hipótesis físicas.
Las teorías de cuerdas y supercuerdas han especulado sobre las propiedades emergentes de la materia y las variables o dimensiones en cuya función se haría la explicación de su desarrollo evolutivo. Aunque estas especulaciones han sido, y en parte siguen siendo, lo “políticamente correcto”, distan mucho de estar aceptadas y fuera de sospecha (recordemos, por ejemplo, la crítica de Leo Smolin, recientemente comentada en otros artículos de Tendencias).
Desde una y otra perspectiva, además, parece exigirse un ámbito de fondo que fuera origen de la génesis y disolución de partículas. Este fondo ha sido sugerido y postulado desde diferentes contextos teóricos y se le han dado nombres como éter, campo de energía, espacio-tiempo, orden implícito o vacío cuántico. En realidad, la idea de “surgir de la nada” no parece aceptable en la ciencia. Si en alguna ocasión se habla de “nada” no se está pensando en la “nada absoluta”, sino en vacío cuántico, geometría del espacio o cosas similares.
Como se ve, esta imagen del universo físico es compleja y discutible, todavía muy oscura. También lo es al ser sometida a la reflexión filosófica en orden a una metafísica última. No es fácil ver la suficiencia del universo en orden a su propia realidad. El “modelo cosmológico estándar” presenta un universo que sorprendentemente nace en el tiempo. Por otra parte, con la ayuda de una gran especulación, podríamos concebir la posibilidad de un campo metafísico de realidad en el que fueran apareciendo fluctuaciones que dieran lugar a infinitos universos burbuja, finitos e insuficientes, pero fundados en un ámbito físico metafísico al que atribuiríamos estabilidad, suficiencia y absolutez.
Sin embargo, esta gran complejidad nos hace entender la viabilidad de una hipótesis también verosímil (posible y congruente con los hechos): la hipótesis de que la estabilidad, suficiencia, absolutez del universo que vemos, se fundara en una dimensión metafísica que respondiera a lo que llamamos Dios. El ateo considerará que su hipótesis es la más verosímil y se esforzará en argumentarla. Pero el teísta no piensa así y se inclina a pensar que el teísmo es más verosímil, argumentando en su favor. No existe un Tribunal neutro e independiente que pueda dictaminar qué hipótesis es mejor y más verosímil (y ciertamente no creemos que ese juez absoluto sea el señor Dawkins). Lo que la sociología nos impone es que ambas hipótesis son verosímiles y cuentan con gente a su favor que las argumenta. Si esto pasa es, pues, porque “puede pasar”: porque el universo físico es oscuro, enigmático, y permite construir alternativas metafísicas verosímiles y argumentables.
Producción de orden dentro del universo
Ya con más brevedad comentemos el segundo campo en que los resultados de la ciencia se abren a dimensiones metafísicas: la producción de orden, tanto físico como biológico. Supuesta la descripción de la naturaleza misma del orden, la ciencia debe plantearse el conocimiento de las causas que lo han producido. Se trata, pues, de dos cuestiones en principio diferentes. La primera previa a la segunda.
El orden es, pues, un hecho. Un hecho físico que depende de las propiedades ontológicas de la materia que explican por qué se ha producido la ordenación estructural de la materia que conduce desde la radiación del big bang al mundo real de cuerpos y objetos estables. Sin embargo, no hay causas que justifiquen por qué los valores precisos de una serie numerosa de variables son los que de hecho son, con los valores precisos para producir al hombre evolutivamente (es lo que llamamos “principio antrópico”, que aquí tampoco exponemos pero que ya consideramos conocido).
Pero el orden es también un hecho biológico. Si el orden físico es ya sin duda sorprendente, mucho más el orden biológico. No sólo se trata de un orden estático, sino de un orden funcional y dinámico, desplegado en el tiempo secuencialmente, tal como vemos en el desarrollo embriogenético, hasta el estado adulto por medio de la actuación bioquímica regulada del ADN.
Pero la segunda cuestión hace referencia a las causas de este orden. Como ya sabemos hay dos respuestas posibles. Una es naturalista: la misma naturaleza ha producido este orden desde sus propiedades ontológicas (ateísmo); la teoría de los multiversos especula que entre infinitos universos aparece uno con las sorprendentes propiedades antrópicas del nuestro y, además, el avance parsimonioso de una evolución darwinista, paso a paso, justifica la construcción de los complejos sistemas vivientes.
La otra teoría explica el orden postulando la existencia de un diseño inteligente. El pensamiento teísta más serio no postula un diseño en la forma del intelligent design del fundamentalismo americano reciente: un “Dios tapa agujeros” que debe intervenir para que el mundo funcione. El supuesto es que Dios crea el mundo de manera que éste funciona autónomamente por sus propias leyes (el darwinismo se asume perfectamente en este supuesto, e incluso la teoría de multiuniversos). Pero el diseño de este universo autónomo permite la hipótesis verosímil de que responde a un plan racional orientado a la libertad humana. La complejidad del orden y la precisión del diseño hacia la libertad harían verosímil la hipótesis de una razón diseñadora, en la línea del “principio antrópico cristiano” de George Ellis.
Origen y naturaleza del psiquismo
Este sería el tercer campo en que los resultados de la ciencia se proyectan sobre la metafísica. Digamos muy brevemente que hasta hace poco la biología, la explicación del psiquismo y del hombre desde la ciencia, se hacía en el marco del reduccionismo. Éste ofrecía una imagen determinista, mecánica, del hombre y de los seres vivos que culminaría en el computacionalismo actual y su idea robótica de la vida. La verdad es que este robotismo científico no contribuía a que la filosofía pudiera argumentar la verosimiltud del teísmo.
Hoy en día, sin embargo, la explicación científica del psiquismo se orienta hacia la neurología cuántica dentro de una visión mucho más holística del universo. En otros artículos de Tendencias hemos presentado estas nuevas orientaciones de la biología desde una manera de entender el “soporte físico del psiquismo” desde la mecánica cuántica.
No es que esta nueva manera de pensar holística “demuestre” la existencia de Dios. El holismo admite una interpretación ateísta: el universo podría responder a los principios del holismo actual y, sin embargo, excluir la existencia de Dios. Sin embargo, aun siendo así, es verdad también que el holismo hace mucho más verosímil la existencia de Dios. En otras palabras, es mucho más fácil pensar en la verosimilitud de la hipótesis de Dios desde dentro de una imagen holística del universo, que desde una imagen reduccionista clásica de la ciencia.
Decisión filosófica ante la cuestión de Dios
La decisión filosófica ante el enigma metafísico último de lo real debe tener en cuenta la imagen científica del universo, al menos para aquellas personas que tienen acceso a ella. En el marco de este enigma se plantea la cuestión de Dios; cuestión que, al menos, todo el mundo debe proponerse por el hecho de que gran parte de la humanidad ha resuelto la cuestión metafísica de forma religiosa. Y el hecho sociológico es que, en efecto, la ciencia presenta un universo enigmático que deja abierta la posibilidad de argumentar la verosimilitud de las dos hipótesis: la hipótesis atea y la hipótesis teísta, con la posición agnóstica intermedia. Negar que ambas hipótesis sean viables (admitiendo una sola de ellas) nos coloca en el dogmatismo, fuera ya del espíritu crítico, ilustrado y tolerante de nuestra cultura.
Pero esta verosimilitud – atea o teísta – posibilitada por la ciencia y asumida por la argumentación filosófica, es sólo un presupuesto, un punto de partida para la resolución de la cuestión personal ante el enigma metafísico. Nadie es religioso porque pondere tal o cual consideración científico-filosófica. El problema de Dios se resuelve de una forma existencial, personalista, que no abordamos en este artículo. La desarrollaremos próximamente en otro artículo de Tendencias complementario de éste.
Algunas consideraciones desde la teología
1) La teología católica considera que la razón humana – bien sea científica o filosófica – puede acceder a la existencia de Dios. Pero esto no se ha entendido como si la razón pudiera “demostrar”, con certeza absoluta, metafísica, que se impusiera en toda razón humana, la existencia de Dios. La interpretación del Concilio Vaticano I puso ya de manifiesto la moderación con que la teología considera la racionalidad de la fe. Esta no se reduce nunca a razón. Supone una respuesta a la Gracia interior del Espíritu y un compromiso personal libre que no se impone por ningún tipo de mecanicismo racional. El hablar, en la línea de la explicación anterior, de verosimilitud racional de la afirmación de Dios, fundada en la ciencia y asumida por la filosofía, es perfectamente congruente con la “ortodoxia” teológica.
2) Desde el enfoque de la metafísica escolástica se podría objetar la viabilidad del ateísmo diciendo: aunque el universo pueda aparecer como autónomo, nunca se podrá considerar como “necesario”. La razón busca la necesidad y esta sólo se puede atribuir a Dios. Este razonamiento escolástico (que es filosofía y no fe cristiana) no se admite hoy en la epistemología moderna. Para ésta, la razón busca entender la “suficiencia del sistema” en que nos hallamos: si este fuera “puro mundo sin Dios”, habría que atribuir a este sistema la necesidad; si se fundara en Dios, habría que atribuir la necesidad a Dios. Pero, en principio, para la razón ni del universo ni de Dios se puede decir a priori que deban existir “necesariamente”.
3) El relativismo no puede entenderse desde el dogmatismo epistemológico. No ser relativista no debe identificarse con una idea dogmática del conocimiento, ajena a la epistemología actual. El hombre se ve ante un universo borroso y enigmático ante el que debe decidirse con firmeza y estabilidad. Tanto para el ateísmo como para el teísmo no es todo igual: deciden firmemente su posición y se comprometen por ella. Admitir la viabilidad de ateísmo y teísmo – y su tolerancia mutua – no equivale, pues, a ser “relativistas”.
Javier Monserrat es miembro de de la Cátedra CTR.
La ciencia constata por los sentidos un universo fáctico que está ahí, constituido ante nosotros, y trata de conocer cuáles son las causas de que efectivamente esté ahí en la forma en que podemos describir en tiempo real (que es la única que nos es asequible y que constituye el punto de referencia experimental a todas luces incuestionable). Pero la expectativa de la razón científica (justificada en epistemología) es que ese universo está ahí porque “puede estar”: porque se funda en un conjunto de contenidos que consisten (se mantienen establemente en el tiempo) en interacción relacional, de forma suficiente y absoluta en orden a existir en el tiempo pasado y en el futuro, sin deshacerse.
La expectativa racional de la ciencia es, pues, que el universo sea “suficiente” (que se baste a sí mismo para explicar el hecho de su existencia). Pero, ¿cuál es el resultado de la ciencia? Ateniéndonos a los hechos experimentales y otras evidencias empíricas dadas en el estado actual del universo, la ciencia ha reconstruido su historia evolutiva desde un primer momento “conjeturable” que conocemos como el big bang. ¿Qué había antes? En función de las evidencias, la ciencia como tal no es capaz de hacer ninguna otra conjetura que vaya más allá del big bang. El conjunto de esta imagen, conforme con la física experimental, es lo que se llama “modelo cosmológico estándar” (tratado en otros artículos de tendencias y que aquí no vamos a exponer). Pero la cuestión es, repetimos, ¿qué había antes?
Si el universo está hecho de materia organizada en estructuras, ¿dónde surgió la materia-energía producida en el big bang? ¿Qué propiedades primordiales de la naturaleza de la materia serían la causa de la materia que vemos emergente en el big bang? El razonamiento empírico y experimental de la ciencia nos lleva al “modelo estándar de la física” que constituye el marco general de la física de partículas. Pero bucear hacia la causas y naturaleza primordial de la materia ha obligado a los físicos teóricos a ir más allá del big bang, de la “era de Plank” e incluso de las posibilidades de contrastación empírica de la física ortodoxa, entrando en el campo de la pura especulación sobre modelos matemáticos e hipótesis físicas.
Las teorías de cuerdas y supercuerdas han especulado sobre las propiedades emergentes de la materia y las variables o dimensiones en cuya función se haría la explicación de su desarrollo evolutivo. Aunque estas especulaciones han sido, y en parte siguen siendo, lo “políticamente correcto”, distan mucho de estar aceptadas y fuera de sospecha (recordemos, por ejemplo, la crítica de Leo Smolin, recientemente comentada en otros artículos de Tendencias).
Desde una y otra perspectiva, además, parece exigirse un ámbito de fondo que fuera origen de la génesis y disolución de partículas. Este fondo ha sido sugerido y postulado desde diferentes contextos teóricos y se le han dado nombres como éter, campo de energía, espacio-tiempo, orden implícito o vacío cuántico. En realidad, la idea de “surgir de la nada” no parece aceptable en la ciencia. Si en alguna ocasión se habla de “nada” no se está pensando en la “nada absoluta”, sino en vacío cuántico, geometría del espacio o cosas similares.
Como se ve, esta imagen del universo físico es compleja y discutible, todavía muy oscura. También lo es al ser sometida a la reflexión filosófica en orden a una metafísica última. No es fácil ver la suficiencia del universo en orden a su propia realidad. El “modelo cosmológico estándar” presenta un universo que sorprendentemente nace en el tiempo. Por otra parte, con la ayuda de una gran especulación, podríamos concebir la posibilidad de un campo metafísico de realidad en el que fueran apareciendo fluctuaciones que dieran lugar a infinitos universos burbuja, finitos e insuficientes, pero fundados en un ámbito físico metafísico al que atribuiríamos estabilidad, suficiencia y absolutez.
Sin embargo, esta gran complejidad nos hace entender la viabilidad de una hipótesis también verosímil (posible y congruente con los hechos): la hipótesis de que la estabilidad, suficiencia, absolutez del universo que vemos, se fundara en una dimensión metafísica que respondiera a lo que llamamos Dios. El ateo considerará que su hipótesis es la más verosímil y se esforzará en argumentarla. Pero el teísta no piensa así y se inclina a pensar que el teísmo es más verosímil, argumentando en su favor. No existe un Tribunal neutro e independiente que pueda dictaminar qué hipótesis es mejor y más verosímil (y ciertamente no creemos que ese juez absoluto sea el señor Dawkins). Lo que la sociología nos impone es que ambas hipótesis son verosímiles y cuentan con gente a su favor que las argumenta. Si esto pasa es, pues, porque “puede pasar”: porque el universo físico es oscuro, enigmático, y permite construir alternativas metafísicas verosímiles y argumentables.
Producción de orden dentro del universo
Ya con más brevedad comentemos el segundo campo en que los resultados de la ciencia se abren a dimensiones metafísicas: la producción de orden, tanto físico como biológico. Supuesta la descripción de la naturaleza misma del orden, la ciencia debe plantearse el conocimiento de las causas que lo han producido. Se trata, pues, de dos cuestiones en principio diferentes. La primera previa a la segunda.
El orden es, pues, un hecho. Un hecho físico que depende de las propiedades ontológicas de la materia que explican por qué se ha producido la ordenación estructural de la materia que conduce desde la radiación del big bang al mundo real de cuerpos y objetos estables. Sin embargo, no hay causas que justifiquen por qué los valores precisos de una serie numerosa de variables son los que de hecho son, con los valores precisos para producir al hombre evolutivamente (es lo que llamamos “principio antrópico”, que aquí tampoco exponemos pero que ya consideramos conocido).
Pero el orden es también un hecho biológico. Si el orden físico es ya sin duda sorprendente, mucho más el orden biológico. No sólo se trata de un orden estático, sino de un orden funcional y dinámico, desplegado en el tiempo secuencialmente, tal como vemos en el desarrollo embriogenético, hasta el estado adulto por medio de la actuación bioquímica regulada del ADN.
Pero la segunda cuestión hace referencia a las causas de este orden. Como ya sabemos hay dos respuestas posibles. Una es naturalista: la misma naturaleza ha producido este orden desde sus propiedades ontológicas (ateísmo); la teoría de los multiversos especula que entre infinitos universos aparece uno con las sorprendentes propiedades antrópicas del nuestro y, además, el avance parsimonioso de una evolución darwinista, paso a paso, justifica la construcción de los complejos sistemas vivientes.
La otra teoría explica el orden postulando la existencia de un diseño inteligente. El pensamiento teísta más serio no postula un diseño en la forma del intelligent design del fundamentalismo americano reciente: un “Dios tapa agujeros” que debe intervenir para que el mundo funcione. El supuesto es que Dios crea el mundo de manera que éste funciona autónomamente por sus propias leyes (el darwinismo se asume perfectamente en este supuesto, e incluso la teoría de multiuniversos). Pero el diseño de este universo autónomo permite la hipótesis verosímil de que responde a un plan racional orientado a la libertad humana. La complejidad del orden y la precisión del diseño hacia la libertad harían verosímil la hipótesis de una razón diseñadora, en la línea del “principio antrópico cristiano” de George Ellis.
Origen y naturaleza del psiquismo
Este sería el tercer campo en que los resultados de la ciencia se proyectan sobre la metafísica. Digamos muy brevemente que hasta hace poco la biología, la explicación del psiquismo y del hombre desde la ciencia, se hacía en el marco del reduccionismo. Éste ofrecía una imagen determinista, mecánica, del hombre y de los seres vivos que culminaría en el computacionalismo actual y su idea robótica de la vida. La verdad es que este robotismo científico no contribuía a que la filosofía pudiera argumentar la verosimiltud del teísmo.
Hoy en día, sin embargo, la explicación científica del psiquismo se orienta hacia la neurología cuántica dentro de una visión mucho más holística del universo. En otros artículos de Tendencias hemos presentado estas nuevas orientaciones de la biología desde una manera de entender el “soporte físico del psiquismo” desde la mecánica cuántica.
No es que esta nueva manera de pensar holística “demuestre” la existencia de Dios. El holismo admite una interpretación ateísta: el universo podría responder a los principios del holismo actual y, sin embargo, excluir la existencia de Dios. Sin embargo, aun siendo así, es verdad también que el holismo hace mucho más verosímil la existencia de Dios. En otras palabras, es mucho más fácil pensar en la verosimilitud de la hipótesis de Dios desde dentro de una imagen holística del universo, que desde una imagen reduccionista clásica de la ciencia.
Decisión filosófica ante la cuestión de Dios
La decisión filosófica ante el enigma metafísico último de lo real debe tener en cuenta la imagen científica del universo, al menos para aquellas personas que tienen acceso a ella. En el marco de este enigma se plantea la cuestión de Dios; cuestión que, al menos, todo el mundo debe proponerse por el hecho de que gran parte de la humanidad ha resuelto la cuestión metafísica de forma religiosa. Y el hecho sociológico es que, en efecto, la ciencia presenta un universo enigmático que deja abierta la posibilidad de argumentar la verosimilitud de las dos hipótesis: la hipótesis atea y la hipótesis teísta, con la posición agnóstica intermedia. Negar que ambas hipótesis sean viables (admitiendo una sola de ellas) nos coloca en el dogmatismo, fuera ya del espíritu crítico, ilustrado y tolerante de nuestra cultura.
Pero esta verosimilitud – atea o teísta – posibilitada por la ciencia y asumida por la argumentación filosófica, es sólo un presupuesto, un punto de partida para la resolución de la cuestión personal ante el enigma metafísico. Nadie es religioso porque pondere tal o cual consideración científico-filosófica. El problema de Dios se resuelve de una forma existencial, personalista, que no abordamos en este artículo. La desarrollaremos próximamente en otro artículo de Tendencias complementario de éste.
Algunas consideraciones desde la teología
1) La teología católica considera que la razón humana – bien sea científica o filosófica – puede acceder a la existencia de Dios. Pero esto no se ha entendido como si la razón pudiera “demostrar”, con certeza absoluta, metafísica, que se impusiera en toda razón humana, la existencia de Dios. La interpretación del Concilio Vaticano I puso ya de manifiesto la moderación con que la teología considera la racionalidad de la fe. Esta no se reduce nunca a razón. Supone una respuesta a la Gracia interior del Espíritu y un compromiso personal libre que no se impone por ningún tipo de mecanicismo racional. El hablar, en la línea de la explicación anterior, de verosimilitud racional de la afirmación de Dios, fundada en la ciencia y asumida por la filosofía, es perfectamente congruente con la “ortodoxia” teológica.
2) Desde el enfoque de la metafísica escolástica se podría objetar la viabilidad del ateísmo diciendo: aunque el universo pueda aparecer como autónomo, nunca se podrá considerar como “necesario”. La razón busca la necesidad y esta sólo se puede atribuir a Dios. Este razonamiento escolástico (que es filosofía y no fe cristiana) no se admite hoy en la epistemología moderna. Para ésta, la razón busca entender la “suficiencia del sistema” en que nos hallamos: si este fuera “puro mundo sin Dios”, habría que atribuir a este sistema la necesidad; si se fundara en Dios, habría que atribuir la necesidad a Dios. Pero, en principio, para la razón ni del universo ni de Dios se puede decir a priori que deban existir “necesariamente”.
3) El relativismo no puede entenderse desde el dogmatismo epistemológico. No ser relativista no debe identificarse con una idea dogmática del conocimiento, ajena a la epistemología actual. El hombre se ve ante un universo borroso y enigmático ante el que debe decidirse con firmeza y estabilidad. Tanto para el ateísmo como para el teísmo no es todo igual: deciden firmemente su posición y se comprometen por ella. Admitir la viabilidad de ateísmo y teísmo – y su tolerancia mutua – no equivale, pues, a ser “relativistas”.
Javier Monserrat es miembro de de la Cátedra CTR.