Creatividad sobre el gato de Schödinger de Eatdrink.
Los misterios de la naturaleza han despertado la curiosidad de los seres humanos a lo largo de los siglos. En su lucha por esclarecerlos, el hombre ha visto tambalearse una y otra vez los cimientos de su percepción del mundo. Y ese descubrimiento constante, esa eterna negación de los axiomas que parecían inmutables, probablemente sea lo más invariable de su experiencia sobre la Tierra.
No ha de sorprender a nadie, pues, que la comunidad científica esté interesada en difundir los conocimientos que ha adquirido con el paso del tiempo. ¿Por qué iba a privarnos de semejantes fastuosidades intelectuales? ¿Acaso la divulgación no es el mejor camino para democratizar el conocimiento? Al fin y al cabo, la filantropía en la ciencia ya fue representada en la mitología griega mediante el mito de Prometeo.
Aún así, la divulgación científica no ha de verse sólo desde un punto de vista epistemológico, también puede ser interpretada en clave económica; en este sentido, libros, películas y documentales, no son un producto como cualquier otro dentro de la sociedad de consumo. Es evidente que existe una demanda ávida de emocionarse con los hallazgos científicos. Los creativos culturales lo saben, y reaccionan tal como dicta la lógica del mercado: generando productos de divulgación para todos los públicos. El negocio está servido.
Pero la conversión de algunos bienes sociales en bienes de consumo siempre comporta tanto beneficios como riesgos: la divulgación científica no es ninguna excepción. Cómo se verá en las próximas líneas, ofrecer la ciencia como producto puede convertirla en un acto de fe para el gran público. Y cuando eso suceda, el mercado habrá contravenido precisamente el espíritu científico que durante tantos siglos ha permitido avanzar al ser humano.
Capacidad educativa
No hay duda que en la mayoría de ocasiones la divulgación científica tiene una gran capacidad educativa. Supongamos, por ejemplo, un documental que explique el fenómeno de formación del arco iris. Es posible que los espectadores no sepamos lo que es un índice de refracción, o cómo se formula la función de onda de la luz. A pesar de ello, cuando observemos una simulación con haces lumínicos impactando sobre vapor de agua, enseguida comprenderemos los principios básicos que provocan el arco iris. Nuestro aprendizaje es debido a que no sólo hemos visto manifestarse el fenómeno, sino también las causas que lo provocan.
Pero no todas las maravillas de la naturaleza fueron estudiadas a partir de su observación directa, cómo es el caso del arco iris. Hay teorías mucho menos empíricas, que en su día fueron desarrolladas bajo la luz de las matemáticas: es el caso de la física cuántica o la teoría de la relatividad. Unos campos de investigación que, precisamente por desarrollarse en el plano de lo abstracto, nos han permitido contradecir “evidencias” que nuestros ojos ven a diario. Y por ese mismo motivo, por ser teorías abstractas, ponen muchos más escollos al trabajo del divulgador.
Imaginemos ahora un documental que nos acerque a los fundamentos de la física cuántica. Probablemente nos dirá que las partículas fundamentales están simultáneamente en múltiples posiciones, de modo que ocupan una de ellas sólo cuando un observador trate de ubicarla. Incluso puede que ilustre el fenómeno mediante una animación de cuanto sucede a nivel subatómico, con múltiples partículas apareciendo y desapareciendo constantemente de la imagen... Pues bien, esta reproducción nos ayudará a imaginar vagamente el fenómeno, a hacernos una idea de lo que sucede, pero de ningún modo podemos pretender que nos está dando a comprender las causas. Eso sólo es posible mediante las matemáticas.
Lo mismo sucedería con un tercer documental, que nos quisiera explicar la teoría de la relatividad. En este se afirmaría que, a velocidades próximas a la de la luz, el espacio se dilata y el tiempo se contrae. ¿Inverosímil, no? Seguro que todos gozaríamos mucho con las explicaciones. Sin embargo, ¿comprenderíamos algo por el hecho de ver objetos que se hacen pequeños? ¿Entenderíamos la relatividad si nos mostraran relojes que avanzan a distintas velocidades? No, claro que no.
El ejemplo del Arco Iris
La comprensión total de un fenómeno pasa indefectiblemente por identificar aquellas causas que lo producen. En el ejemplo del arco iris, observar la trayectoria de los haces de luz permitía comprender por qué se separan los colores; en el ejemplo cuántico, ver partículas que aparecen y desaparecen no explica de ningún modo por qué tienen una posición indeterminada. En el primer caso, la visualización del fenómeno nos permite explicar sus causas; en el segundo, no.
A pesar de ello, productores y creativos insisten en pedir a los científicos que expliquen las teorías más complejas del modo más llano posible. Ahí es nada! Poco importa que los destinatarios no tengamos los conocimientos necesarios para comprender dichas teorías; da igual si no sabemos lo que es una función de onda, si jamás nos hablaron de cuadrivectores o si nunca hicimos operaciones con brakets...
Lo paradójico del caso es que nuestra falta de preparación no impide que nos impresionemos enormemente ante los documentales que tratan de física cuántica. Y ahí es donde surge la siguiente pregunta: ¿cómo pueden fascinarnos tanto unas teorías que no comprendemos? La respuesta es que no nos fascina la teoría, sino únicamente sus conclusiones y hallazgos. Porque lo único que se puede exponer de un modo llano sobre física cuántica, son sus conclusiones –en los documentales no hay lugar para las ecuaciones que permitieron llegar a ellas.
Si un reputado físico nos dice que la masa de un cuerpo se incrementa al aumentar la velocidad de éste, nosotros le creemos. Y le creemos porque confiamos en él, porque hemos decidido otorgarle legitimidad. Se produce un acuerdo tácito, por el cual el sabio nos ahorra las complicadas demostraciones matemáticas, y nosotros le creemos en un acto de fe.
Escalada matemática
Algo parecido sucedería en el caso de un alpinista que hubiera escalado la cima del Everest. Una vez descendido, describiría detalladamente a sus conocidos cómo es el lugar, sus colores, su olor, la sensación de altitud, etc... Por supuesto que podría mentirles con cierta facilidad, e incluso, con el paso del tiempo, podría confundirse en los detalles. Aún así, los demás creerán en él, ellos también harán un acto de fe. Y lo harán porque, de hecho, tendrían que escalar el mismísimo Everest para cerciorar sus palabras. Es poco más o menos lo que haría falta para que nosotros comprendiéramos la física cuántica: tendríamos que escalar la montaña de matemáticas que en su día subieron Heisenberg o Schrödinger.
Lo dicho hasta ahora no tiene porqué ir en detrimento de los beneficios que conlleva la divulgación científica; nunca debemos olvidar que ésta funciona como un mecanismo práctico y efectivo. ¿O acaso alguien espera que todos nos pongamos a estudiar matemáticas en nuestros ratos libres? No... Nuestra ignorancia en cada materia no es motivo para privarnos de la fascinación por la ciencia. Por supuesto que no.
Que la ciencia se convierta en un producto no debe escandalizar a nadie. De hecho, y sin ir demasiado lejos, la tecnología se encuentra en el epicentro de la sociedad de consumo desde hace siglos –incluso la formación, con su mercado de carísimos masters y postgrados, dejó de ser una inversión para convertirse también en un producto.
Sin embargo, aún aceptando las virtudes de la divulgación científica como un bien de consumo, debemos ser concientes de que cuando versa sobre las teorías más abstractas, en realidad no nos está demostrando nada; nos muestra fenómenos fascinantes, pero a su vez, nos otorga el papel de sujetos crédulos y sin capacidad crítica. En otras palabras, nos está sirviendo una ciencia enlatada, pulida y sin espinas. Y nosotros la estamos tomando de un modo absolutamente dogmático, lo que contraviene los preceptos del verdadero espíritu científico.
Un bien de mercado
Tanto la ciencia como la tecnología son susceptibles de convertirse en un bien de mercado; la diferencia entre ambas es que, al hacerlo, una corre el riesgo de contradecir su esencia y la otra no. Así, si bien la física cuántica sólo puede divulgarse en un formato adulterado, no se requieren conocimientos sobre ondas hertzianas para encender una radio.
En algunos casos pues, convertir la ciencia en un bien de consumo puede suponer una contradicción fundamental: lo que se consiguió mediante el espíritu científico, se transmite a la sociedad como si fuera un dogma de fe. Al margen de la calidad del producto, un exceso de ligereza en la divulgación podría provocar una atrofia en los valores del espíritu científico entre el gran público.
Insistamos una vez más, esto no significa que debamos renunciar a la divulgación de teorías como la cuántica o la relatividad. De ninguna manera. Sólo quiere decir que tanto los escritores como los guionistas y, sobretodo, el gran público, han de ser concientes de la diferencia entre comprender algo o simplemente creerlo. Porque no todos los productos que salen al mercado tienen el debido rigor científico; al contrario, algunos hacen interpretaciones erróneas e incluso pseudocientíficas, en su ansia por maravillar al público.
La sociedad de consumo convierte la ciencia en un bien que, como cualquier otro, se produce, se distribuye y se vende. Este proceso puede elevar los conocimientos más avanzados al nivel de dogma, casi de experiencia religiosa –una praxis que puede resulta fatal, en caso de una mala interpretación o una exageración de las tesis científicas–. Por supuesto que el mercado puede disfrazarse de Prometeo, y llevar el fuego a los hombres, pero debemos ir con cuidado para que en un momento de ceguera no termine quemando a alguien.
La ciencia, una cuestión de fe
Supongamos un último ejemplo. En este caso, un hipotético documental nos muestra a un talentoso científico que afirma lo siguiente: “según dictámenes de la física cuántica, mientras nuestro frigorífico está cerrado, las manzanas de su interior pueden tomar la forma de cualquier fruta; sólo cuando abrimos la puerta, toman forma de manzana”. ¿Parece una locura, no? Y sin embargo, ¿por qué no íbamos a creerle, si antes ya hemos creído afirmaciones tan extrañas como ésta? Lo cierto es que la gran mayoría de personas no tenemos un criterio válido para cuestionar al científico.
Por eso resulta esencial que conozcamos las herramientas de que disponemos para evitar fraudes de este tipo. En primer lugar, tenemos la obligación de preservar nuestro espíritu crítico y vivir con el escepticismo. Y en segundo lugar, podemos exigir a la comunidad científica que someta los productos de divulgación a un control de calidad intelectual. Si existen organismos que garantizan las buenas prácticas en publicidad, ¿por qué no debe haberlos que nos aseguren una divulgación científica rigurosa y responsable?
En su obra La ética protestante y el espíritu de capitalismo, Max Weber ponía una religión en los cimientos del sistema capitalista. Hoy vemos que las leyes del mercado pueden llegar a convertir la misma ciencia en una cuestión de fe. Y si no fuera porque los sociólogos se llevarían las manos a la cabeza, eso nos llevaría a pensar que el capitalismo casi está devolviendo el favor a la religión. Por favor, no hagamos de nuestros científicos sacerdotes.
Joan Morera Morales es escritor, físico y sociólogo. Actualmente trabaja en el departamento de Empresa y Ocupación de la Generalitat de Catalunya, tras haber ejercido como consultor para el grupo SGS España.
No ha de sorprender a nadie, pues, que la comunidad científica esté interesada en difundir los conocimientos que ha adquirido con el paso del tiempo. ¿Por qué iba a privarnos de semejantes fastuosidades intelectuales? ¿Acaso la divulgación no es el mejor camino para democratizar el conocimiento? Al fin y al cabo, la filantropía en la ciencia ya fue representada en la mitología griega mediante el mito de Prometeo.
Aún así, la divulgación científica no ha de verse sólo desde un punto de vista epistemológico, también puede ser interpretada en clave económica; en este sentido, libros, películas y documentales, no son un producto como cualquier otro dentro de la sociedad de consumo. Es evidente que existe una demanda ávida de emocionarse con los hallazgos científicos. Los creativos culturales lo saben, y reaccionan tal como dicta la lógica del mercado: generando productos de divulgación para todos los públicos. El negocio está servido.
Pero la conversión de algunos bienes sociales en bienes de consumo siempre comporta tanto beneficios como riesgos: la divulgación científica no es ninguna excepción. Cómo se verá en las próximas líneas, ofrecer la ciencia como producto puede convertirla en un acto de fe para el gran público. Y cuando eso suceda, el mercado habrá contravenido precisamente el espíritu científico que durante tantos siglos ha permitido avanzar al ser humano.
Capacidad educativa
No hay duda que en la mayoría de ocasiones la divulgación científica tiene una gran capacidad educativa. Supongamos, por ejemplo, un documental que explique el fenómeno de formación del arco iris. Es posible que los espectadores no sepamos lo que es un índice de refracción, o cómo se formula la función de onda de la luz. A pesar de ello, cuando observemos una simulación con haces lumínicos impactando sobre vapor de agua, enseguida comprenderemos los principios básicos que provocan el arco iris. Nuestro aprendizaje es debido a que no sólo hemos visto manifestarse el fenómeno, sino también las causas que lo provocan.
Pero no todas las maravillas de la naturaleza fueron estudiadas a partir de su observación directa, cómo es el caso del arco iris. Hay teorías mucho menos empíricas, que en su día fueron desarrolladas bajo la luz de las matemáticas: es el caso de la física cuántica o la teoría de la relatividad. Unos campos de investigación que, precisamente por desarrollarse en el plano de lo abstracto, nos han permitido contradecir “evidencias” que nuestros ojos ven a diario. Y por ese mismo motivo, por ser teorías abstractas, ponen muchos más escollos al trabajo del divulgador.
Imaginemos ahora un documental que nos acerque a los fundamentos de la física cuántica. Probablemente nos dirá que las partículas fundamentales están simultáneamente en múltiples posiciones, de modo que ocupan una de ellas sólo cuando un observador trate de ubicarla. Incluso puede que ilustre el fenómeno mediante una animación de cuanto sucede a nivel subatómico, con múltiples partículas apareciendo y desapareciendo constantemente de la imagen... Pues bien, esta reproducción nos ayudará a imaginar vagamente el fenómeno, a hacernos una idea de lo que sucede, pero de ningún modo podemos pretender que nos está dando a comprender las causas. Eso sólo es posible mediante las matemáticas.
Lo mismo sucedería con un tercer documental, que nos quisiera explicar la teoría de la relatividad. En este se afirmaría que, a velocidades próximas a la de la luz, el espacio se dilata y el tiempo se contrae. ¿Inverosímil, no? Seguro que todos gozaríamos mucho con las explicaciones. Sin embargo, ¿comprenderíamos algo por el hecho de ver objetos que se hacen pequeños? ¿Entenderíamos la relatividad si nos mostraran relojes que avanzan a distintas velocidades? No, claro que no.
El ejemplo del Arco Iris
La comprensión total de un fenómeno pasa indefectiblemente por identificar aquellas causas que lo producen. En el ejemplo del arco iris, observar la trayectoria de los haces de luz permitía comprender por qué se separan los colores; en el ejemplo cuántico, ver partículas que aparecen y desaparecen no explica de ningún modo por qué tienen una posición indeterminada. En el primer caso, la visualización del fenómeno nos permite explicar sus causas; en el segundo, no.
A pesar de ello, productores y creativos insisten en pedir a los científicos que expliquen las teorías más complejas del modo más llano posible. Ahí es nada! Poco importa que los destinatarios no tengamos los conocimientos necesarios para comprender dichas teorías; da igual si no sabemos lo que es una función de onda, si jamás nos hablaron de cuadrivectores o si nunca hicimos operaciones con brakets...
Lo paradójico del caso es que nuestra falta de preparación no impide que nos impresionemos enormemente ante los documentales que tratan de física cuántica. Y ahí es donde surge la siguiente pregunta: ¿cómo pueden fascinarnos tanto unas teorías que no comprendemos? La respuesta es que no nos fascina la teoría, sino únicamente sus conclusiones y hallazgos. Porque lo único que se puede exponer de un modo llano sobre física cuántica, son sus conclusiones –en los documentales no hay lugar para las ecuaciones que permitieron llegar a ellas.
Si un reputado físico nos dice que la masa de un cuerpo se incrementa al aumentar la velocidad de éste, nosotros le creemos. Y le creemos porque confiamos en él, porque hemos decidido otorgarle legitimidad. Se produce un acuerdo tácito, por el cual el sabio nos ahorra las complicadas demostraciones matemáticas, y nosotros le creemos en un acto de fe.
Escalada matemática
Algo parecido sucedería en el caso de un alpinista que hubiera escalado la cima del Everest. Una vez descendido, describiría detalladamente a sus conocidos cómo es el lugar, sus colores, su olor, la sensación de altitud, etc... Por supuesto que podría mentirles con cierta facilidad, e incluso, con el paso del tiempo, podría confundirse en los detalles. Aún así, los demás creerán en él, ellos también harán un acto de fe. Y lo harán porque, de hecho, tendrían que escalar el mismísimo Everest para cerciorar sus palabras. Es poco más o menos lo que haría falta para que nosotros comprendiéramos la física cuántica: tendríamos que escalar la montaña de matemáticas que en su día subieron Heisenberg o Schrödinger.
Lo dicho hasta ahora no tiene porqué ir en detrimento de los beneficios que conlleva la divulgación científica; nunca debemos olvidar que ésta funciona como un mecanismo práctico y efectivo. ¿O acaso alguien espera que todos nos pongamos a estudiar matemáticas en nuestros ratos libres? No... Nuestra ignorancia en cada materia no es motivo para privarnos de la fascinación por la ciencia. Por supuesto que no.
Que la ciencia se convierta en un producto no debe escandalizar a nadie. De hecho, y sin ir demasiado lejos, la tecnología se encuentra en el epicentro de la sociedad de consumo desde hace siglos –incluso la formación, con su mercado de carísimos masters y postgrados, dejó de ser una inversión para convertirse también en un producto.
Sin embargo, aún aceptando las virtudes de la divulgación científica como un bien de consumo, debemos ser concientes de que cuando versa sobre las teorías más abstractas, en realidad no nos está demostrando nada; nos muestra fenómenos fascinantes, pero a su vez, nos otorga el papel de sujetos crédulos y sin capacidad crítica. En otras palabras, nos está sirviendo una ciencia enlatada, pulida y sin espinas. Y nosotros la estamos tomando de un modo absolutamente dogmático, lo que contraviene los preceptos del verdadero espíritu científico.
Un bien de mercado
Tanto la ciencia como la tecnología son susceptibles de convertirse en un bien de mercado; la diferencia entre ambas es que, al hacerlo, una corre el riesgo de contradecir su esencia y la otra no. Así, si bien la física cuántica sólo puede divulgarse en un formato adulterado, no se requieren conocimientos sobre ondas hertzianas para encender una radio.
En algunos casos pues, convertir la ciencia en un bien de consumo puede suponer una contradicción fundamental: lo que se consiguió mediante el espíritu científico, se transmite a la sociedad como si fuera un dogma de fe. Al margen de la calidad del producto, un exceso de ligereza en la divulgación podría provocar una atrofia en los valores del espíritu científico entre el gran público.
Insistamos una vez más, esto no significa que debamos renunciar a la divulgación de teorías como la cuántica o la relatividad. De ninguna manera. Sólo quiere decir que tanto los escritores como los guionistas y, sobretodo, el gran público, han de ser concientes de la diferencia entre comprender algo o simplemente creerlo. Porque no todos los productos que salen al mercado tienen el debido rigor científico; al contrario, algunos hacen interpretaciones erróneas e incluso pseudocientíficas, en su ansia por maravillar al público.
La sociedad de consumo convierte la ciencia en un bien que, como cualquier otro, se produce, se distribuye y se vende. Este proceso puede elevar los conocimientos más avanzados al nivel de dogma, casi de experiencia religiosa –una praxis que puede resulta fatal, en caso de una mala interpretación o una exageración de las tesis científicas–. Por supuesto que el mercado puede disfrazarse de Prometeo, y llevar el fuego a los hombres, pero debemos ir con cuidado para que en un momento de ceguera no termine quemando a alguien.
La ciencia, una cuestión de fe
Supongamos un último ejemplo. En este caso, un hipotético documental nos muestra a un talentoso científico que afirma lo siguiente: “según dictámenes de la física cuántica, mientras nuestro frigorífico está cerrado, las manzanas de su interior pueden tomar la forma de cualquier fruta; sólo cuando abrimos la puerta, toman forma de manzana”. ¿Parece una locura, no? Y sin embargo, ¿por qué no íbamos a creerle, si antes ya hemos creído afirmaciones tan extrañas como ésta? Lo cierto es que la gran mayoría de personas no tenemos un criterio válido para cuestionar al científico.
Por eso resulta esencial que conozcamos las herramientas de que disponemos para evitar fraudes de este tipo. En primer lugar, tenemos la obligación de preservar nuestro espíritu crítico y vivir con el escepticismo. Y en segundo lugar, podemos exigir a la comunidad científica que someta los productos de divulgación a un control de calidad intelectual. Si existen organismos que garantizan las buenas prácticas en publicidad, ¿por qué no debe haberlos que nos aseguren una divulgación científica rigurosa y responsable?
En su obra La ética protestante y el espíritu de capitalismo, Max Weber ponía una religión en los cimientos del sistema capitalista. Hoy vemos que las leyes del mercado pueden llegar a convertir la misma ciencia en una cuestión de fe. Y si no fuera porque los sociólogos se llevarían las manos a la cabeza, eso nos llevaría a pensar que el capitalismo casi está devolviendo el favor a la religión. Por favor, no hagamos de nuestros científicos sacerdotes.
Joan Morera Morales es escritor, físico y sociólogo. Actualmente trabaja en el departamento de Empresa y Ocupación de la Generalitat de Catalunya, tras haber ejercido como consultor para el grupo SGS España.