Uno tiene la tentación, después de leer Chile-Perú: el Siglo que Vivimos en Peligro, de José Rodríguez Elizondo, de sugerir que los códigos penales de ambos países conviertan en delito capital no conocerlo o, si hay que ser menos dramáticos, que las academias diplomáticas de ambas partes lo tengan como antídoto contra la historia oficial.
Es el esfuerzo de un chileno por hacer conocer el Perú a sus compatriotas, y de una suerte de peruano de "adopción" por hacer conocer Chile a sus coterráneos del otro lado. Nadie lo podrá acusar de vendepatria. Al contrario: les recuerda a los peruanos que O'Higgins fue uno de los líderes de la expedición libertadora y que es injusto personalizar el esfuerzo en el argentino San Martín; les hace notar lo que a veces olvidamos: que el general Bulnes que derrotó a las fuerzas de la Confederación Perú-Boliviana en Yungay, en 1839, había estado sirviendo bajo el mando de un peruano, el mariscal Gamarra, aliado con muchos otros peruanos; los hace revivir la infausta época de Velasco, en la que el armamento soviético potenció al ejército peruano a tal punto que en 1975 el dictador consideró seriamente atacar a Chile; les señala que en 1978, aprovechando la crisis entre Chile y Argentina, los sectores más recalcitrantes del Perú empujaron a una parte del estamento militar peruano a pensar en una invasión que hiciera del conflicto del Beagle una "guerra bioceánica"; les reprocha una excesiva timidez diplomática que prefiere centrar los avances en hechos como el Acta de Ejecución de 1999, y, por último, parece suscribir la tesis chilena -para mí "excesivamente gradualista", como lo piensa el ex canciller del Perú García Sayán- de que no se puede ir al desarme sin antes "homologar" los stocks y equipamientos, proceso endiabladamente complejo.
Verrugas y lunares
Pero lo extraordinario del libro es -además de su tesis central, a la que me referiré enseguida- que, desde esa autoridad de chileno que ama su país, Rodríguez Elizondo es capaz de reconocer también muchísimas verrugas y lunares en el rostro propio, y mostrar alta sensibilidad por la parte "contraria".
Critica que la clase dirigente chilena no previera, tras la victoria de 1879, la "necesidad de una pronta recomposición de las relaciones con los peruanos" y que la "arrogancia focalizada" de Chile fuera un factor que "amarró el futuro de ambos países". En lugar de atribuir la frustración del proceso de Charaña entre Chile y Bolivia al hecho de que el Perú propusiera la administración tripartita de Arica, la tiende a achacar al hecho de que la oferta de Pinochet a Banzer fuera más bien una maniobra táctica. Describe la estrategia de Pinochet relacionada con la colocación de espías en las embajadas, atribuyendo a Santiago buena parte de la responsabilidad por los incidentes de espionaje de 1978 en el Perú, en los que identifica una especie de arremetida preventiva de Pinochet por estar convencido de que Lima y Buenos Aires se confabulaban contra él.
Una y otra vez el autor se pregunta qué gestos puede hacer Chile -qué documentos, qué piezas puede devolver al Perú- para ir venciendo las resistencias. Aunque en los diálogos con diversos personajes incluidos en el libro Rodríguez Elizondo funge de entrevistador, su intercambio con José Miguel Insulza parece resaltar la tesis de este último, según la cual "la visión de Arica ha sido más fronteriza que integradora" y es necesaria "una integración tripartita" entre Chile, Perú y Bolivia, quizás partiendo primero de un arreglo entre Chile y Bolivia.
A ratos crónica y a ratos memoria, por momentos historia y en otros política de Estado, y en ciertos instantes incluso revelación, el libro usa la estrategia inteligente de ordenar los materiales y los diálogos de tal forma que la tesis central no viene empujada tanto por la asertividad del propio autor como por generación espontánea: conclusión que se va desprendiendo de modo natural de los hechos que se narran, y que tienen que ver especialmente con las últimas tres décadas de relación Chile-Perú. La tesis central es que ambos países son todavía prisioneros de una "diplomacia de administración del statu quo", en la que los avances, como el Acta de Ejecución o inclusive el acuerdo de 2003 para estudiar la homologación del armamento militar, resultan conformistas y poco audaces, y están lastrado aún por el espíritu del siglo XIX.
Aunque el libro tiene otros méritos - su valoración de la transición de Morales Bermúdez es inédita-, el principal está en esa tesis, que es también un desafío: la urgencia de romper con la mentalidad del siglo XIX y asumir la del siglo XXI. Si Francia y Alemania pudieron, ¿por qué no Chile y el Perú?
A la larga, los obstáculos -culturales, políticos o militares- que dificultan la plena integración acaso se venzan, no por decisiones deliberadas, sino por un tráfico de personas, de bienes y de capitales que irá disolviendo desde las sociedades lo que todavía muchos dirigentes no logran disolver en su propia mentalidad. Esos 50 mil (o acaso 100 mil) inmigrantes peruanos en Chile no parecen tan traumados por el pasado cuanto ambiciosos de futuro, al igual que esos dos mil 500 millones de dólares chilenos invertidos en el Perú o esos 800 millones de dólares de intercambio comercial. La mejor forma de honrar las heridas del pasado es no dejarlas abiertas para siempre.
Artículo publicado originalmente en Correo Perú. Se reproduce con autorización.
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Bolivia está al borde de la cornisa
Hay una relación triangular defectuosa
Es el esfuerzo de un chileno por hacer conocer el Perú a sus compatriotas, y de una suerte de peruano de "adopción" por hacer conocer Chile a sus coterráneos del otro lado. Nadie lo podrá acusar de vendepatria. Al contrario: les recuerda a los peruanos que O'Higgins fue uno de los líderes de la expedición libertadora y que es injusto personalizar el esfuerzo en el argentino San Martín; les hace notar lo que a veces olvidamos: que el general Bulnes que derrotó a las fuerzas de la Confederación Perú-Boliviana en Yungay, en 1839, había estado sirviendo bajo el mando de un peruano, el mariscal Gamarra, aliado con muchos otros peruanos; los hace revivir la infausta época de Velasco, en la que el armamento soviético potenció al ejército peruano a tal punto que en 1975 el dictador consideró seriamente atacar a Chile; les señala que en 1978, aprovechando la crisis entre Chile y Argentina, los sectores más recalcitrantes del Perú empujaron a una parte del estamento militar peruano a pensar en una invasión que hiciera del conflicto del Beagle una "guerra bioceánica"; les reprocha una excesiva timidez diplomática que prefiere centrar los avances en hechos como el Acta de Ejecución de 1999, y, por último, parece suscribir la tesis chilena -para mí "excesivamente gradualista", como lo piensa el ex canciller del Perú García Sayán- de que no se puede ir al desarme sin antes "homologar" los stocks y equipamientos, proceso endiabladamente complejo.
Verrugas y lunares
Pero lo extraordinario del libro es -además de su tesis central, a la que me referiré enseguida- que, desde esa autoridad de chileno que ama su país, Rodríguez Elizondo es capaz de reconocer también muchísimas verrugas y lunares en el rostro propio, y mostrar alta sensibilidad por la parte "contraria".
Critica que la clase dirigente chilena no previera, tras la victoria de 1879, la "necesidad de una pronta recomposición de las relaciones con los peruanos" y que la "arrogancia focalizada" de Chile fuera un factor que "amarró el futuro de ambos países". En lugar de atribuir la frustración del proceso de Charaña entre Chile y Bolivia al hecho de que el Perú propusiera la administración tripartita de Arica, la tiende a achacar al hecho de que la oferta de Pinochet a Banzer fuera más bien una maniobra táctica. Describe la estrategia de Pinochet relacionada con la colocación de espías en las embajadas, atribuyendo a Santiago buena parte de la responsabilidad por los incidentes de espionaje de 1978 en el Perú, en los que identifica una especie de arremetida preventiva de Pinochet por estar convencido de que Lima y Buenos Aires se confabulaban contra él.
Una y otra vez el autor se pregunta qué gestos puede hacer Chile -qué documentos, qué piezas puede devolver al Perú- para ir venciendo las resistencias. Aunque en los diálogos con diversos personajes incluidos en el libro Rodríguez Elizondo funge de entrevistador, su intercambio con José Miguel Insulza parece resaltar la tesis de este último, según la cual "la visión de Arica ha sido más fronteriza que integradora" y es necesaria "una integración tripartita" entre Chile, Perú y Bolivia, quizás partiendo primero de un arreglo entre Chile y Bolivia.
A ratos crónica y a ratos memoria, por momentos historia y en otros política de Estado, y en ciertos instantes incluso revelación, el libro usa la estrategia inteligente de ordenar los materiales y los diálogos de tal forma que la tesis central no viene empujada tanto por la asertividad del propio autor como por generación espontánea: conclusión que se va desprendiendo de modo natural de los hechos que se narran, y que tienen que ver especialmente con las últimas tres décadas de relación Chile-Perú. La tesis central es que ambos países son todavía prisioneros de una "diplomacia de administración del statu quo", en la que los avances, como el Acta de Ejecución o inclusive el acuerdo de 2003 para estudiar la homologación del armamento militar, resultan conformistas y poco audaces, y están lastrado aún por el espíritu del siglo XIX.
Aunque el libro tiene otros méritos - su valoración de la transición de Morales Bermúdez es inédita-, el principal está en esa tesis, que es también un desafío: la urgencia de romper con la mentalidad del siglo XIX y asumir la del siglo XXI. Si Francia y Alemania pudieron, ¿por qué no Chile y el Perú?
A la larga, los obstáculos -culturales, políticos o militares- que dificultan la plena integración acaso se venzan, no por decisiones deliberadas, sino por un tráfico de personas, de bienes y de capitales que irá disolviendo desde las sociedades lo que todavía muchos dirigentes no logran disolver en su propia mentalidad. Esos 50 mil (o acaso 100 mil) inmigrantes peruanos en Chile no parecen tan traumados por el pasado cuanto ambiciosos de futuro, al igual que esos dos mil 500 millones de dólares chilenos invertidos en el Perú o esos 800 millones de dólares de intercambio comercial. La mejor forma de honrar las heridas del pasado es no dejarlas abiertas para siempre.
Artículo publicado originalmente en Correo Perú. Se reproduce con autorización.
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