Carmen Machi en un momento de la representación de "Jucio a una zorra". Imagen: Sergio Parra. Fuente: Teatro Alhambra de Granada.
1.- El mito de Helena
La mitología clásica fue la herramienta literaria que utilizaron los poetas épicos de la antigua Grecia para explicar la conducta humana. Los ciclos homéricos son, ante todo, una forma de enfrentar al hombre a propia condición. Los personajes y los hechos que protagonizan tanto en la Ilíada como en la Odisea constituyen un sistema de metáforas que aspiran a interpretar los motores de la Historia.
Teniendo en cuenta lo anterior, no es necesario ser un experto en mitografía para entender que Helena de Troya es la encarnación de ese tipo de subterfugios que los poderes fácticos fabulan para practicar el noble arte de la invasión del predio ajeno, sin reparar en daños colaterales.
Digamos, para entendernos, que la idea del héroe épico es un eufemismo de la crueldad, mientras que el patriotismo es la sublimación de la xenofobia y el consiguiente deseo de aplastar al extranjero, aunque sólo sea por medio del fútbol o la demagogia.
El pretendido rapto de Helena por Paris, no es más que la excusa del rey Agamenón para destruir Troya, el reino que le disputaba el control del estrecho de los Darnanelos, lugar de acceso al mar de Mármara desde el Egeo, y única vía navegable hasta el mar Negro.
Helena representa pues lo que hace poco fueron unas falaces armas de destrucción masiva: una vil excusa para invadir países díscolos con el imperio y acceder a sus codiciadas fuentes de riqueza –llámense petroguerras o presuntas acciones humanitarias- con las consabidas alianzas de los buenos contra los malos.
¿Y a qué viene toda esta perorata? Pues viene al hilo de que esta Helena de Miguel del Arco pasó de puntillas sobre su verdadera exégesis y se sumergió directamente en la humanización de un personaje que, a buen seguro, nunca existió. No hubo Helena, ni Paris, ni Aquiles, ni Odiseos. Hubo, eso sí, muchas guerras y otros tantos genocidios.
Miguel del Arco supo tirar de wikipedia para saturar de personajes mitológicos el discurso de una Helena cuya pretendida humanidad no llegaba a convencer del todo. Los mitos son los mitos, por lo menos hasta que llegó Joyce y nos explicó quién es en realidad Ulysses.
La mitología clásica fue la herramienta literaria que utilizaron los poetas épicos de la antigua Grecia para explicar la conducta humana. Los ciclos homéricos son, ante todo, una forma de enfrentar al hombre a propia condición. Los personajes y los hechos que protagonizan tanto en la Ilíada como en la Odisea constituyen un sistema de metáforas que aspiran a interpretar los motores de la Historia.
Teniendo en cuenta lo anterior, no es necesario ser un experto en mitografía para entender que Helena de Troya es la encarnación de ese tipo de subterfugios que los poderes fácticos fabulan para practicar el noble arte de la invasión del predio ajeno, sin reparar en daños colaterales.
Digamos, para entendernos, que la idea del héroe épico es un eufemismo de la crueldad, mientras que el patriotismo es la sublimación de la xenofobia y el consiguiente deseo de aplastar al extranjero, aunque sólo sea por medio del fútbol o la demagogia.
El pretendido rapto de Helena por Paris, no es más que la excusa del rey Agamenón para destruir Troya, el reino que le disputaba el control del estrecho de los Darnanelos, lugar de acceso al mar de Mármara desde el Egeo, y única vía navegable hasta el mar Negro.
Helena representa pues lo que hace poco fueron unas falaces armas de destrucción masiva: una vil excusa para invadir países díscolos con el imperio y acceder a sus codiciadas fuentes de riqueza –llámense petroguerras o presuntas acciones humanitarias- con las consabidas alianzas de los buenos contra los malos.
¿Y a qué viene toda esta perorata? Pues viene al hilo de que esta Helena de Miguel del Arco pasó de puntillas sobre su verdadera exégesis y se sumergió directamente en la humanización de un personaje que, a buen seguro, nunca existió. No hubo Helena, ni Paris, ni Aquiles, ni Odiseos. Hubo, eso sí, muchas guerras y otros tantos genocidios.
Miguel del Arco supo tirar de wikipedia para saturar de personajes mitológicos el discurso de una Helena cuya pretendida humanidad no llegaba a convencer del todo. Los mitos son los mitos, por lo menos hasta que llegó Joyce y nos explicó quién es en realidad Ulysses.
2.- El texto y su intérprete
El texto, que brillaba por momentos –más por los prodigiosos cambios de intensidad de la actriz que por su emoción poética- acierta en su parentesco con la tragedia griega en cuanto al destino infausto de la protagonista. La eficacia trágica estriba en una búsqueda del amor que se revela inútil ante los designios del destino.
Resulta obvio que la excelencia literaria de la Medea de Heiner Müller no está al alcance de cualquiera, pero también es cierto que el acercamiento al ser humano de Miguel del Arco conecta hábilmente con el imaginario del público.
Sin embargo, habría que añadir que la interpretación de Carmen Machi, tan brillante en el clímax dramático y en los cambios de tono hacia el sarcasmo, adolecía de ciertos desajustes en su imprescindible musicalidad, terminando la mayor parte de los fraseos con la misma nota. Un canturreo apenas perceptible para el oído, por supuesto, contando con que la fuerza interpretativa estaba más que asegurada en una actriz sobrada de recursos.
Carmen Machi, aparte de ser propietaria de un envidiable desparpajo cómico, sabe quebrantar la voz como nadie en el momento preciso; hace temblar las fibras sensibles del espectador con su dominio de la técnica trágica. Pero no nos confundamos; la Machi no está dotada de un talento innato –si es que tal cosa existe- para la interpretación, sino más bien de una desmesurada capacidad para el trabajo concienzudo que la hace destacar sobre la media.
Todo esto no obsta para que el monólogo fuera disparado cual ráfaga de ametralladora, casi sin dar tiempo a que Helena/Carmen, empinara el codo de una forma tan compulsiva como convincente. Pues sí, ni el más mediocre de los textos –y no me refiero a el que nos ocupa- merecería una interpretación casi huérfana de silencios, en la que la que la pausa del punto y seguido desaparecía como si la protagonista tuviera prisa por tomar el vuelo de las once.
Esta declamación vertiginosa podría funcionar puntualmente y dependiendo del personaje, pero en una Helena que se ha mamado más copas que Dylan Thomas, resulta un poco incoherente.
Digamos que, tratándose de un texto de encargo, ideado y concebido ad maioren Machi gloriam, los problemas de afinación y las aceleraciones, son peccata minuta, sobre todo porque han sido parapetados por la fuerza interpretativa de una buena actriz –mucho más solvente en su Martha de Edward Albee - y podrían pasar por inapreciables en dicho contexto. Otra cosa hubiera sido perpetrar algo parecido con la poesía del citado Müller o con los delirios ambiciosos de Lady Macbeth.
El texto, que brillaba por momentos –más por los prodigiosos cambios de intensidad de la actriz que por su emoción poética- acierta en su parentesco con la tragedia griega en cuanto al destino infausto de la protagonista. La eficacia trágica estriba en una búsqueda del amor que se revela inútil ante los designios del destino.
Resulta obvio que la excelencia literaria de la Medea de Heiner Müller no está al alcance de cualquiera, pero también es cierto que el acercamiento al ser humano de Miguel del Arco conecta hábilmente con el imaginario del público.
Sin embargo, habría que añadir que la interpretación de Carmen Machi, tan brillante en el clímax dramático y en los cambios de tono hacia el sarcasmo, adolecía de ciertos desajustes en su imprescindible musicalidad, terminando la mayor parte de los fraseos con la misma nota. Un canturreo apenas perceptible para el oído, por supuesto, contando con que la fuerza interpretativa estaba más que asegurada en una actriz sobrada de recursos.
Carmen Machi, aparte de ser propietaria de un envidiable desparpajo cómico, sabe quebrantar la voz como nadie en el momento preciso; hace temblar las fibras sensibles del espectador con su dominio de la técnica trágica. Pero no nos confundamos; la Machi no está dotada de un talento innato –si es que tal cosa existe- para la interpretación, sino más bien de una desmesurada capacidad para el trabajo concienzudo que la hace destacar sobre la media.
Todo esto no obsta para que el monólogo fuera disparado cual ráfaga de ametralladora, casi sin dar tiempo a que Helena/Carmen, empinara el codo de una forma tan compulsiva como convincente. Pues sí, ni el más mediocre de los textos –y no me refiero a el que nos ocupa- merecería una interpretación casi huérfana de silencios, en la que la que la pausa del punto y seguido desaparecía como si la protagonista tuviera prisa por tomar el vuelo de las once.
Esta declamación vertiginosa podría funcionar puntualmente y dependiendo del personaje, pero en una Helena que se ha mamado más copas que Dylan Thomas, resulta un poco incoherente.
Digamos que, tratándose de un texto de encargo, ideado y concebido ad maioren Machi gloriam, los problemas de afinación y las aceleraciones, son peccata minuta, sobre todo porque han sido parapetados por la fuerza interpretativa de una buena actriz –mucho más solvente en su Martha de Edward Albee - y podrían pasar por inapreciables en dicho contexto. Otra cosa hubiera sido perpetrar algo parecido con la poesía del citado Müller o con los delirios ambiciosos de Lady Macbeth.
Referencia:
Obra: Jucio a una zorra.
Compañía: Kamikaze Producciones.
Autor y director: Miguel del Arco.
Lugar y fechas: Teatro Alhambra de Granada (9 y 10 de noviembre de 2012).
Obra: Jucio a una zorra.
Compañía: Kamikaze Producciones.
Autor y director: Miguel del Arco.
Lugar y fechas: Teatro Alhambra de Granada (9 y 10 de noviembre de 2012).