Treinta años estuvo viviendo la poeta argentina Juana Bignozzi en Barcelona. Se fue de Buenos Aires en 1974 y regresó a su ciudad, que era su patria, en 2004. Su tarea como traductora le permitió vivir, lo decía ella, como una mujer que saltó de su clase social.
Hija de anarquistas obreros, nació en 1937 en el barrio de Almagro. El mismo año que nació Alejandra Pizarnik. Perteneció a la generación del 60 argentina, era componente de un grupo llamado Pan Duro, la única mujer junto a poetas como Juan Gelman.
Este grupo se dedicaba a ir por los barrios de la periferia bonaerense a leer poesía en sindicatos, bibliotecas populares, conventillos y universidades. Llevaban la poesía a la gente porque estaban comprometidos con la dignidad humana y con la izquierda, luego llegaron los montoneros, la dictadura de nuevo, el desencanto y Juana Bignozzi emigró.
A Juana le agradezco haberme enseñado tanto de poesía argentina. La conocí en 1992; vivía en un piso de su propiedad en la calle Provenza, cerca del Hospital Clínico, junto a su marido Hugo. Me recibió en su salón con una botella de vino blanco del Penedés muy frío –entonces también tomaba la misma marca y me gustó la coincidencia-. Su aspecto, de mujer grande y con un cabello largo y lacio, y la inconfundible peca en la comisura de su labio, me impresionó.
Llegué a ella gracias a la sugerencia del también desaparecido escritor Horacio Vázquez Rial, como una de las mejores conocedoras de la poesía argentina en Barcelona. En efecto, comenzamos a quedar un par de tardes a la semana. Yo llegaba a su casa y bebía con ella el vino blanco que entraba con los poemas que me iba leyendo.
Allí conocí la colección de poesía donde publicó la mayor parte de sus libros y que dirigía José Luis Mangieri (Libros de la Tierra Firme). Juana tenía cierta tirria a la prepotencia española, de hecho cuando pudo se fue para Buenos Aires; decía que de Barcelona solo echaría de menos el Corte Inglés y las traducciones al italiano. No le gustaba la manera de relacionarnos, la encontraba seca y poco afectiva. Decía que en España perdíamos la memoria y no nos consideraba un país muy culto. Era refractaria a la poesía melosa de algunos novísimos; amaba la pintura italiana. No quiso nunca leer en este país su magnífica poesía.
Hija de anarquistas obreros, nació en 1937 en el barrio de Almagro. El mismo año que nació Alejandra Pizarnik. Perteneció a la generación del 60 argentina, era componente de un grupo llamado Pan Duro, la única mujer junto a poetas como Juan Gelman.
Este grupo se dedicaba a ir por los barrios de la periferia bonaerense a leer poesía en sindicatos, bibliotecas populares, conventillos y universidades. Llevaban la poesía a la gente porque estaban comprometidos con la dignidad humana y con la izquierda, luego llegaron los montoneros, la dictadura de nuevo, el desencanto y Juana Bignozzi emigró.
A Juana le agradezco haberme enseñado tanto de poesía argentina. La conocí en 1992; vivía en un piso de su propiedad en la calle Provenza, cerca del Hospital Clínico, junto a su marido Hugo. Me recibió en su salón con una botella de vino blanco del Penedés muy frío –entonces también tomaba la misma marca y me gustó la coincidencia-. Su aspecto, de mujer grande y con un cabello largo y lacio, y la inconfundible peca en la comisura de su labio, me impresionó.
Llegué a ella gracias a la sugerencia del también desaparecido escritor Horacio Vázquez Rial, como una de las mejores conocedoras de la poesía argentina en Barcelona. En efecto, comenzamos a quedar un par de tardes a la semana. Yo llegaba a su casa y bebía con ella el vino blanco que entraba con los poemas que me iba leyendo.
Allí conocí la colección de poesía donde publicó la mayor parte de sus libros y que dirigía José Luis Mangieri (Libros de la Tierra Firme). Juana tenía cierta tirria a la prepotencia española, de hecho cuando pudo se fue para Buenos Aires; decía que de Barcelona solo echaría de menos el Corte Inglés y las traducciones al italiano. No le gustaba la manera de relacionarnos, la encontraba seca y poco afectiva. Decía que en España perdíamos la memoria y no nos consideraba un país muy culto. Era refractaria a la poesía melosa de algunos novísimos; amaba la pintura italiana. No quiso nunca leer en este país su magnífica poesía.
Mujer de cierto orden
El poemario Mujer de cierto orden (1962), muy diferente a la poesía de sus contemporáneos, lo reeditó Mangieri en 1990. El ejemplar que me regaló lo llené de notas y subrayados. Sin sentimentalismos muestra experiencias vitales con un lenguaje conciso, que en un principio era sorprendente por la aridez de las expresiones –acostumbrada a los gorgoritos de tanta poesía- .
La suya se desenvolvía en instantáneas de lucidez sin el coste de la idealización mítica de la infancia. Pragmática y casi seca: “Una poesía para impresionar/ con grandes imposibles olvidos que no llegan/ a esas frases de: tengo para poco/ una poesía en realidad para ser un animal herido entre la gente/ para irse a un rincón y tratar de no molestar/ si digo esa poesía ya no me interesa/ es porque he empezado a sentir gusto por la vida en serio”.
No era fácil digerirla hasta que comencé a sentir que sus versos me convidaban a pensar seriamente en una escritura sin secuelas musicales demasiado evidentes y con un trasfondo de ironía del que carecíamos, acaso ese fue uno de los costes, entre otros tantos y más graves, de la dictadura franquista.
Como escribe Marina Yuszczuk fue refractaria a cualquier tipo de lirismo, la claridad con la que se expresaba poéticamente atraviesa todavía el cómodo respaldo de las convenciones. Publicó además, Interior con poeta (1994), La ley tu ley –obra reunida- (2000), Quien hubiera sido pintada (2001), y en 2014 Las poetas visitan a Andrea del Sarto.
Como Wallace Stevens, o como Kavafis, sin que sus vecinos ni sus compañeros de trabajo lo supieran, aquí en Barcelona, en la cabeza y el corazón de esa mujer se gestaban versos que integraban la primera línea de la poesía argentina contemporánea, según escribió Martín Prieto en El País del lejano 2003, cuando a Juana le quedaba solo un año para permanecer en la ciudad catalana.
El poemario Mujer de cierto orden (1962), muy diferente a la poesía de sus contemporáneos, lo reeditó Mangieri en 1990. El ejemplar que me regaló lo llené de notas y subrayados. Sin sentimentalismos muestra experiencias vitales con un lenguaje conciso, que en un principio era sorprendente por la aridez de las expresiones –acostumbrada a los gorgoritos de tanta poesía- .
La suya se desenvolvía en instantáneas de lucidez sin el coste de la idealización mítica de la infancia. Pragmática y casi seca: “Una poesía para impresionar/ con grandes imposibles olvidos que no llegan/ a esas frases de: tengo para poco/ una poesía en realidad para ser un animal herido entre la gente/ para irse a un rincón y tratar de no molestar/ si digo esa poesía ya no me interesa/ es porque he empezado a sentir gusto por la vida en serio”.
No era fácil digerirla hasta que comencé a sentir que sus versos me convidaban a pensar seriamente en una escritura sin secuelas musicales demasiado evidentes y con un trasfondo de ironía del que carecíamos, acaso ese fue uno de los costes, entre otros tantos y más graves, de la dictadura franquista.
Como escribe Marina Yuszczuk fue refractaria a cualquier tipo de lirismo, la claridad con la que se expresaba poéticamente atraviesa todavía el cómodo respaldo de las convenciones. Publicó además, Interior con poeta (1994), La ley tu ley –obra reunida- (2000), Quien hubiera sido pintada (2001), y en 2014 Las poetas visitan a Andrea del Sarto.
Como Wallace Stevens, o como Kavafis, sin que sus vecinos ni sus compañeros de trabajo lo supieran, aquí en Barcelona, en la cabeza y el corazón de esa mujer se gestaban versos que integraban la primera línea de la poesía argentina contemporánea, según escribió Martín Prieto en El País del lejano 2003, cuando a Juana le quedaba solo un año para permanecer en la ciudad catalana.