Fuente: Teatro Lara.
Una obra profundamente alegórica, metateatral, divertida, melancólica y política (otro sinónimo de teatral) del dramaturgo Sanchís Sinisterra que se reestrena 25 años después de su puesta de largo en marzo de 1994 en Barakaldo, interpretada por la gran Nuria Espert (Natalia) y la extraordinaria María Jesús Valdés (Priscila), en el que sería su primer gran éxito tras su regreso a las tablas pocos años antes tras treinta de su mutis matrimonial.
La obra, con igual éxito, fue repuesta de nuevo en 2011, en este caso en el Teatro Bellas Artes de Madrid, con Magüi Mira (Natalia) y Beatriz Carvajal (Priscila), dirigidas por José Carlos Plaza.
Como digo, en ambos estrenos la obra cosechó un rotundo éxito, motivado sin duda por el interés del texto, pero también por la fuerza de las actrices que lo interpretaban.
Ahora, con mucha modestia, en el ámbito siempre tan grato de la sala Membrives del Lara, Juanma Gómez vuelve sobre un texto que es ya, o casi, un clásico moderno del último teatro español para dar vida, de la mano de sendas estupendas actrices, a la viuda y a la amante de Néstor Coposo, dramaturgo, luchador comunista, como ellas, fallecido hace más de veinte años en extrañas circunstancias.
Ellas, desde entonces, (sobre)viven en el teatro donde se ensayaba su última y póstuma obra, El cerco de Leningrado, cuyo manuscrito se ha extraviado.
La obra, con igual éxito, fue repuesta de nuevo en 2011, en este caso en el Teatro Bellas Artes de Madrid, con Magüi Mira (Natalia) y Beatriz Carvajal (Priscila), dirigidas por José Carlos Plaza.
Como digo, en ambos estrenos la obra cosechó un rotundo éxito, motivado sin duda por el interés del texto, pero también por la fuerza de las actrices que lo interpretaban.
Ahora, con mucha modestia, en el ámbito siempre tan grato de la sala Membrives del Lara, Juanma Gómez vuelve sobre un texto que es ya, o casi, un clásico moderno del último teatro español para dar vida, de la mano de sendas estupendas actrices, a la viuda y a la amante de Néstor Coposo, dramaturgo, luchador comunista, como ellas, fallecido hace más de veinte años en extrañas circunstancias.
Ellas, desde entonces, (sobre)viven en el teatro donde se ensayaba su última y póstuma obra, El cerco de Leningrado, cuyo manuscrito se ha extraviado.
Duelo actoral
La obra es un duelo actoral entre la mujer y la amante, la actriz y la empresaria, la burguesa y la obrera, la idealista y la pragmática: ambas quieren mantener vivo el espíritu revolucionario del marido/amante y encontrar el sentido (si lo hubiere) a su trágica desaparición.
Mientras el teatro se va deteriorando y el ayuntamiento amenaza con su demolición o, lo que es peor, convertirlo en un museo y erigirlo a la memoria del dramaturgo, elevado así a la categoría de tigre de papel o héroe municipal y espeso.
Al terminar la obra, muy aplaudida justamente, pude observar que la gente de una cierta edad seguía sin ningún problema las evidentes alegorías, retruécanos, homenajes y nostalgias de un mundo que fue y se perdió para siempre (me recordaba la película de Nanni Moretti, Palombella rossa (1989), una deportiva alegoría sobre la desaparición del PCI en su país), mientras que los más jóvenes no alcanzaban a descifrar las claves y los guiños de un mundo que les es casi completamente ajeno.
La presencia del casete, aunque sea amenizando con música de Juan Luis Guerra corrobora lo que digo. Y quizá de eso va la obra: lo que brilló y vibró con tanta intensidad ha extraviado el significado, como en el verso de Eliot: “Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido”.
En su fracaso generacional está, acaso, su éxito, y viceversa. Así lo viven, o lo intuyen, las dos protagonistas del teatro en ruinas, las viudas de un mundo periclitado: ni las banderas, ni las canciones, ni las soflamas ni los ideales por los que lucharon sirven ya salvo para enarcar una ceja o desplegar una melancólica sonrisa.
La obra es del 94, seguramente se escribió tras la caída del muro y el desplome de la URSS como una reflexión en clave teatral (política) sobre un tiempo de ideales juveniles que se ven arramblados y al borde de la extinción.
En ese año, dentro de la cronología de la obra, esas mujeres llevarían allí enclaustradas desde 1971, en plena lucha por las libertades bajo la dictadura franquista. Veinticinco años después la obra se entiende menos, no queda muy claro en qué época se desarrolla y, sin duda, ha perdido vigencia y herida y me temo que no va a perdurar como lo mejor de su autor, a pesar del enorme éxito, merecidísimo, que cosechara con ella.
Una obra, pues, que conserva un interés arqueológico para los jóvenes y vital para los canosos. Unos y otros se deberían preguntar qué ha pasado con el Teatro del Fantasma en que acontece la representación.
La obra es un duelo actoral entre la mujer y la amante, la actriz y la empresaria, la burguesa y la obrera, la idealista y la pragmática: ambas quieren mantener vivo el espíritu revolucionario del marido/amante y encontrar el sentido (si lo hubiere) a su trágica desaparición.
Mientras el teatro se va deteriorando y el ayuntamiento amenaza con su demolición o, lo que es peor, convertirlo en un museo y erigirlo a la memoria del dramaturgo, elevado así a la categoría de tigre de papel o héroe municipal y espeso.
Al terminar la obra, muy aplaudida justamente, pude observar que la gente de una cierta edad seguía sin ningún problema las evidentes alegorías, retruécanos, homenajes y nostalgias de un mundo que fue y se perdió para siempre (me recordaba la película de Nanni Moretti, Palombella rossa (1989), una deportiva alegoría sobre la desaparición del PCI en su país), mientras que los más jóvenes no alcanzaban a descifrar las claves y los guiños de un mundo que les es casi completamente ajeno.
La presencia del casete, aunque sea amenizando con música de Juan Luis Guerra corrobora lo que digo. Y quizá de eso va la obra: lo que brilló y vibró con tanta intensidad ha extraviado el significado, como en el verso de Eliot: “Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido”.
En su fracaso generacional está, acaso, su éxito, y viceversa. Así lo viven, o lo intuyen, las dos protagonistas del teatro en ruinas, las viudas de un mundo periclitado: ni las banderas, ni las canciones, ni las soflamas ni los ideales por los que lucharon sirven ya salvo para enarcar una ceja o desplegar una melancólica sonrisa.
La obra es del 94, seguramente se escribió tras la caída del muro y el desplome de la URSS como una reflexión en clave teatral (política) sobre un tiempo de ideales juveniles que se ven arramblados y al borde de la extinción.
En ese año, dentro de la cronología de la obra, esas mujeres llevarían allí enclaustradas desde 1971, en plena lucha por las libertades bajo la dictadura franquista. Veinticinco años después la obra se entiende menos, no queda muy claro en qué época se desarrolla y, sin duda, ha perdido vigencia y herida y me temo que no va a perdurar como lo mejor de su autor, a pesar del enorme éxito, merecidísimo, que cosechara con ella.
Una obra, pues, que conserva un interés arqueológico para los jóvenes y vital para los canosos. Unos y otros se deberían preguntar qué ha pasado con el Teatro del Fantasma en que acontece la representación.
Referencia
Obra: El cerco de Leningrado, de José Sanchís Sinisterra.
Reparto: Magdalena Broto, Marta de Frutos.
Dirección: Juanma Gómez
Lugar y fecha de representación: hasta el 12 de febrero de 2020 en el Teatro Lara de Madrid.
Obra: El cerco de Leningrado, de José Sanchís Sinisterra.
Reparto: Magdalena Broto, Marta de Frutos.
Dirección: Juanma Gómez
Lugar y fecha de representación: hasta el 12 de febrero de 2020 en el Teatro Lara de Madrid.