Cuando en octubre de 2015 se conoció la noticia de que se le había concedido el premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexievich, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro era el único libro de esta escritora bielorrusa que se había traducido al castellano. La editorial Debate acaba de publicar La guerra no tiene rostro de mujer (1985); y en diciembre saldrá a la venta El fin del “Homo sovieticus” (Editorial Acantilado).
Svetlana Alexievich (Unión Soviética, 1948) publicó Voces de Chernóbil en 1997, pero su versión definitiva es de 2006. Ese mismo año, con la traducción de Ricardo San Vicente, apareció en la Editorial Siglo XXI y en 2015 se ha reeditado en Debolsillo.
En el artículo “The Memory Keeper”, de Masha Gessen (The New Yorker, octubre 2015), hallamos algunas claves sobre la vida y la vocación literaria de Alexievich. Hija de maestros rurales, estudió periodismo en la Universidad Estatal de Minsk porque era lo más parecido a una escuela de escritura. Trabajaba en un periódico y escribía poesía, teatro y guiones.
Algunos han criticado que el premio Nobel haya recaído en una periodista. Pero Voces de Chernóbil es mucho más que un reportaje, o un ensayo. Svetlana Aleixevich ha creado un nuevo género: la “novela de voces”.
Leyendo Voces de Chernóbil comprendemos que es algo distinto, por el estilo y la forma de narrar los hechos. Su materia son los sentimientos de gente real; pero con sentimientos no se hace literatura. Detrás hay un proceso creador, una estructura que nos atrapa, unos títulos cargados de sugerencias y poesía. Las voces de Chernóbil terminan resultándonos inolvidables.
Cuenta Aleixevich que cuando empezó a escribir, en torno a 1980, no podía tomar notas a mano. Necesitaba conservar las palabras y los silencios. Compró una grabadora que costaba tres meses de su sueldo; unos amigos escritores le prestaron dinero.
Svetlana Alexievich escucha las conversaciones, las trascribe, y ahí comienza su labor como creadora. Realiza muchas entrevistas aunque al final deseche material y trabaje con ciertos entrevistados. Sus voces hilarán los temas esenciales. Algunos nombres son ficticios, para que estas personas no corran ningún riesgo.
Durante mucho tiempo, los libros de Svetlana Alexievich han estado prohibidos en su país, aunque se introducían desde Rusia y se vendían de forma ilegal. Ahora ya pueden encontrarse en las librerías. Mientras que su fama ha crecido en el extranjero, ha disminuido su popularidad en Rusia. Cuestionar los mitos resulta siempre espinoso.
No sabíamos que la muerte puede ser tan bella
La historia de Chernóbil en Ucrania y Rusia era más conocida, pero apenas se sabía nada acerca de Bielorrusia (Belarús), un país agrícola de unos 10 millones de habitantes, que perdió 485 aldeas y pueblos; 70 de ellos enterrados para siempre. El 23 por ciento del territorio de Belarús está contaminado. Allí viven más de dos millones de personas y, según estudios médicos, siete de cada diez están enfermas.
El accidente de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil se produjo el 26 de abril de 1986. Era la noche de un viernes a un sábado cuando, mientras se realizaban pruebas de seguridad, unas explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético. A tres kilómetros se hallaba la ciudad modélica de Prípiat, fundada en 1970. En el “Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte puede ser tan bella”, una mujer recuerda aquel día:
No era un incendio como los demás, sino como una luz fulgurante. Era hermoso. (…). Al anochecer, la gente se asomaba en masa a los balcones. Y los que no tenían, se iban a casa de los amigos y conocidos. (…) La gente sacaba a los niños, los levantaba en brazos. “¡Mira! ¡Recuerda esto!”. Y fíjese que eran personas que trabajaban en el reactor. Ingenieros, obreros. Hasta había profesores de física. Envueltos en aquel polvo negro. Charlando. Respirando. Disfrutando del espectáculo.
Una “Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo” precede a las tres partes en las que Alexievich divide el libro:
¿De qué dar testimonio, del pasado o del futuro? Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror… Pero yo miro a Chernóbil como al inicio de una nueva historia; Chernóbil no solo significa conocimiento, sino también preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo.
La Tierra permanecerá contaminada durante, al menos, veinticuatro mil años, una eternidad para la vida humana. Chernóbil “es también un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer”. El libro, nos dice la autora, “no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil”:
Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes.
Svetlana Alexievich (Unión Soviética, 1948) publicó Voces de Chernóbil en 1997, pero su versión definitiva es de 2006. Ese mismo año, con la traducción de Ricardo San Vicente, apareció en la Editorial Siglo XXI y en 2015 se ha reeditado en Debolsillo.
En el artículo “The Memory Keeper”, de Masha Gessen (The New Yorker, octubre 2015), hallamos algunas claves sobre la vida y la vocación literaria de Alexievich. Hija de maestros rurales, estudió periodismo en la Universidad Estatal de Minsk porque era lo más parecido a una escuela de escritura. Trabajaba en un periódico y escribía poesía, teatro y guiones.
Algunos han criticado que el premio Nobel haya recaído en una periodista. Pero Voces de Chernóbil es mucho más que un reportaje, o un ensayo. Svetlana Aleixevich ha creado un nuevo género: la “novela de voces”.
Leyendo Voces de Chernóbil comprendemos que es algo distinto, por el estilo y la forma de narrar los hechos. Su materia son los sentimientos de gente real; pero con sentimientos no se hace literatura. Detrás hay un proceso creador, una estructura que nos atrapa, unos títulos cargados de sugerencias y poesía. Las voces de Chernóbil terminan resultándonos inolvidables.
Cuenta Aleixevich que cuando empezó a escribir, en torno a 1980, no podía tomar notas a mano. Necesitaba conservar las palabras y los silencios. Compró una grabadora que costaba tres meses de su sueldo; unos amigos escritores le prestaron dinero.
Svetlana Alexievich escucha las conversaciones, las trascribe, y ahí comienza su labor como creadora. Realiza muchas entrevistas aunque al final deseche material y trabaje con ciertos entrevistados. Sus voces hilarán los temas esenciales. Algunos nombres son ficticios, para que estas personas no corran ningún riesgo.
Durante mucho tiempo, los libros de Svetlana Alexievich han estado prohibidos en su país, aunque se introducían desde Rusia y se vendían de forma ilegal. Ahora ya pueden encontrarse en las librerías. Mientras que su fama ha crecido en el extranjero, ha disminuido su popularidad en Rusia. Cuestionar los mitos resulta siempre espinoso.
No sabíamos que la muerte puede ser tan bella
La historia de Chernóbil en Ucrania y Rusia era más conocida, pero apenas se sabía nada acerca de Bielorrusia (Belarús), un país agrícola de unos 10 millones de habitantes, que perdió 485 aldeas y pueblos; 70 de ellos enterrados para siempre. El 23 por ciento del territorio de Belarús está contaminado. Allí viven más de dos millones de personas y, según estudios médicos, siete de cada diez están enfermas.
El accidente de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil se produjo el 26 de abril de 1986. Era la noche de un viernes a un sábado cuando, mientras se realizaban pruebas de seguridad, unas explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético. A tres kilómetros se hallaba la ciudad modélica de Prípiat, fundada en 1970. En el “Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte puede ser tan bella”, una mujer recuerda aquel día:
No era un incendio como los demás, sino como una luz fulgurante. Era hermoso. (…). Al anochecer, la gente se asomaba en masa a los balcones. Y los que no tenían, se iban a casa de los amigos y conocidos. (…) La gente sacaba a los niños, los levantaba en brazos. “¡Mira! ¡Recuerda esto!”. Y fíjese que eran personas que trabajaban en el reactor. Ingenieros, obreros. Hasta había profesores de física. Envueltos en aquel polvo negro. Charlando. Respirando. Disfrutando del espectáculo.
Una “Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo” precede a las tres partes en las que Alexievich divide el libro:
¿De qué dar testimonio, del pasado o del futuro? Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror… Pero yo miro a Chernóbil como al inicio de una nueva historia; Chernóbil no solo significa conocimiento, sino también preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo.
La Tierra permanecerá contaminada durante, al menos, veinticuatro mil años, una eternidad para la vida humana. Chernóbil “es también un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer”. El libro, nos dice la autora, “no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil”:
Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes.
Chernóbil era su casa
Durante veinte años Svetlana Alexievich se entrevistó con científicos, médicos, soldados, evacuados, residentes ilegales de la zona prohibida, antiguos trabajadores de la central… Reflexionaba junto a ellos buscando una respuesta.
Y así escuchamos las voces de personas que se quedaron residiendo en la zona prohibida, mujeres como la del “Monólogo acerca de qué se puede conversar con un vivo… y con un muerto” nos cuentan cómo fue para ellas la evacuación de sus aldeas: “Las mujeres se arrastraban de rodillas ante sus casas. Rezaban. Los soldados las agarraban de un brazo, del otro y al camión”.
Para los que vivían allí, Chernóbil no era una metáfora ni un símbolo, era su casa, su tierra, por muy envenenada que estuviese: “La radiación esa anduvo por mi huerto. El huerto se quedó todo blanco, blanco, blanco”, dice una de las mujeres del “Monólogo de una aldea acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer son ellas”.
En el “Monólogo acerca de que no sabemos vivir sin Chéjov ni Tolstoi”, una joven que nació en Prípiat recuerda aquellos días, lo que fue la evacuación en autobuses, la sensación de ser una apestada, de que todos la vean siempre como un bicho raro:
Mi madre, sobre todo, no sabía qué decir. Da clases en la escuela de lengua y literatura rusa y siempre me ha enseñado a vivir como mandan los libros. Y de pronto resulta que no hay libros para esto. Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin Chéjov, sin Tolstói.
“Estos eran los sentimientos de los primeros días. No perdimos una ciudad, sino toda una vida”, decía otro evacuado de Prípiat en el estremecedor “Monólogo de toda una vida escrita en las puertas”.
Solitarias voces humanas
Dos monólogos con el mismo título –“Una solitaria voz humana”– abren y cierran la novela de voces. Sus protagonistas son dos mujeres. La primera vivía en Prípiat y era la esposa de uno de los bomberos que acudieron a apagar el fuego aquella noche. El marido murió en Moscú, a los catorce días, el tiempo que dura el proceso clínico de una enfermedad radiactiva.
Estaba embaraza pero no se separó de él. Su hija nació enferma y murió a las cuatro horas. De sus conversaciones con médicos y personal sanitario, la mujer recordaba estas palabras: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez”.
La solitaria voz humana del final era la esposa de un “liquidador”, que había sido el último de su grupo en morir. El cáncer de Chernóbil era el más terrible porque no atacaba al interior del organismo, sino que se extendía por fuera. La mujer le preguntó un día: “«¿Y ahora no te arrepientes de haber ido?». Y él movió la cabeza diciendo: «No»”.
Se calcula que la Unión Soviética mandó al lugar de la catástrofe alrededor de 600.000 soldados de reemplazo y de reservistas que fueron llamados a filas. Eran los “liquidadores”, como se denominó a las personas encargadas de minimizar las consecuencias del desastre. En Belarús constan 115 493 personas; desde 1990 hasta 2003 habían fallecido 8553 liquidadores. Durante muchos años se mantuvieron en secreto las cifras y todavía es difícil conocer los datos reales.
Contra el átomo, la pala
Poco podían hacer las armas contra este nuevo enemigo. Se corrieron rumores de que había espías y terroristas, de que todo era un complot de los servicios secretos occidentales.
En el “Coro de soldados” hablan chicos que venían de toda la unión soviética, muchos de ellos con sentimientos heroicos pero sin saber contra qué tenían que luchar. Cambiaron fusiles automáticos por palas, escobas y rastrillos, sin protegerse adecuadamente. Así nació el aforismo “contra el átomo, la pala”.
La peor parte se la llevaron los liquidadores que subían al techo del reactor para limpiar los escombros: “Los robots no lo aguantaban; las máquinas se volvían locas. Nosotros, en cambio, trabajábamos. Sucedía que te brotaba sangre de los oídos, de la nariz”.
En otros monólogos se recuerda a los jóvenes pilotos de helicóptero, que lanzaban planchas de plomo en la boca ardiente para que el fuego no se extendiera. Todos murieron. Bajo tierra, en unas circunstancias terribles, cientos de mineros trabajaron abriendo un túnel para llegar hasta el reactor, donde se pensaba instalar un sistema que lo enfriase.
Los soldados debían desalojar las aldeas y controlar a los merodeadores que se llevaban objetos, cargados de radioactividad, para venderlos en los mercadillos. El resto lo enterraban en “fosas comunes”, que acabarían siendo desvalijadas.
Muchos liquidadores regresaron a sus lugares de origen sin ningún documento que justificase dónde habían estado: “Antes de volver a casa, nos llamaba a todos el tipo de la KGB, quien nos aconsejaba muy persuasivamente que no le contáramos a nadie lo que habíamos visto”.
Aquellos hombres no sabían que iban a ser héroes. Salvaron a su país y a Europa. Contuvieron el fuego, limpiaron escombros radioactivos y construyeron lo que se llamó el sarcófago para cubrir y sellar el reactor.
Durante veinte años Svetlana Alexievich se entrevistó con científicos, médicos, soldados, evacuados, residentes ilegales de la zona prohibida, antiguos trabajadores de la central… Reflexionaba junto a ellos buscando una respuesta.
Y así escuchamos las voces de personas que se quedaron residiendo en la zona prohibida, mujeres como la del “Monólogo acerca de qué se puede conversar con un vivo… y con un muerto” nos cuentan cómo fue para ellas la evacuación de sus aldeas: “Las mujeres se arrastraban de rodillas ante sus casas. Rezaban. Los soldados las agarraban de un brazo, del otro y al camión”.
Para los que vivían allí, Chernóbil no era una metáfora ni un símbolo, era su casa, su tierra, por muy envenenada que estuviese: “La radiación esa anduvo por mi huerto. El huerto se quedó todo blanco, blanco, blanco”, dice una de las mujeres del “Monólogo de una aldea acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer son ellas”.
En el “Monólogo acerca de que no sabemos vivir sin Chéjov ni Tolstoi”, una joven que nació en Prípiat recuerda aquellos días, lo que fue la evacuación en autobuses, la sensación de ser una apestada, de que todos la vean siempre como un bicho raro:
Mi madre, sobre todo, no sabía qué decir. Da clases en la escuela de lengua y literatura rusa y siempre me ha enseñado a vivir como mandan los libros. Y de pronto resulta que no hay libros para esto. Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin Chéjov, sin Tolstói.
“Estos eran los sentimientos de los primeros días. No perdimos una ciudad, sino toda una vida”, decía otro evacuado de Prípiat en el estremecedor “Monólogo de toda una vida escrita en las puertas”.
Solitarias voces humanas
Dos monólogos con el mismo título –“Una solitaria voz humana”– abren y cierran la novela de voces. Sus protagonistas son dos mujeres. La primera vivía en Prípiat y era la esposa de uno de los bomberos que acudieron a apagar el fuego aquella noche. El marido murió en Moscú, a los catorce días, el tiempo que dura el proceso clínico de una enfermedad radiactiva.
Estaba embaraza pero no se separó de él. Su hija nació enferma y murió a las cuatro horas. De sus conversaciones con médicos y personal sanitario, la mujer recordaba estas palabras: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez”.
La solitaria voz humana del final era la esposa de un “liquidador”, que había sido el último de su grupo en morir. El cáncer de Chernóbil era el más terrible porque no atacaba al interior del organismo, sino que se extendía por fuera. La mujer le preguntó un día: “«¿Y ahora no te arrepientes de haber ido?». Y él movió la cabeza diciendo: «No»”.
Se calcula que la Unión Soviética mandó al lugar de la catástrofe alrededor de 600.000 soldados de reemplazo y de reservistas que fueron llamados a filas. Eran los “liquidadores”, como se denominó a las personas encargadas de minimizar las consecuencias del desastre. En Belarús constan 115 493 personas; desde 1990 hasta 2003 habían fallecido 8553 liquidadores. Durante muchos años se mantuvieron en secreto las cifras y todavía es difícil conocer los datos reales.
Contra el átomo, la pala
Poco podían hacer las armas contra este nuevo enemigo. Se corrieron rumores de que había espías y terroristas, de que todo era un complot de los servicios secretos occidentales.
En el “Coro de soldados” hablan chicos que venían de toda la unión soviética, muchos de ellos con sentimientos heroicos pero sin saber contra qué tenían que luchar. Cambiaron fusiles automáticos por palas, escobas y rastrillos, sin protegerse adecuadamente. Así nació el aforismo “contra el átomo, la pala”.
La peor parte se la llevaron los liquidadores que subían al techo del reactor para limpiar los escombros: “Los robots no lo aguantaban; las máquinas se volvían locas. Nosotros, en cambio, trabajábamos. Sucedía que te brotaba sangre de los oídos, de la nariz”.
En otros monólogos se recuerda a los jóvenes pilotos de helicóptero, que lanzaban planchas de plomo en la boca ardiente para que el fuego no se extendiera. Todos murieron. Bajo tierra, en unas circunstancias terribles, cientos de mineros trabajaron abriendo un túnel para llegar hasta el reactor, donde se pensaba instalar un sistema que lo enfriase.
Los soldados debían desalojar las aldeas y controlar a los merodeadores que se llevaban objetos, cargados de radioactividad, para venderlos en los mercadillos. El resto lo enterraban en “fosas comunes”, que acabarían siendo desvalijadas.
Muchos liquidadores regresaron a sus lugares de origen sin ningún documento que justificase dónde habían estado: “Antes de volver a casa, nos llamaba a todos el tipo de la KGB, quien nos aconsejaba muy persuasivamente que no le contáramos a nadie lo que habíamos visto”.
Aquellos hombres no sabían que iban a ser héroes. Salvaron a su país y a Europa. Contuvieron el fuego, limpiaron escombros radioactivos y construyeron lo que se llamó el sarcófago para cubrir y sellar el reactor.
Un momento para la mudez
“Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez”, escribe Aleixevich. Arriba se tomaban decisiones secretas, abajo se esperaba, se pasaba miedo, se vivía con rumores.
Como cuentan en otros monólogos profesores universitarios, físicos, periodistas, políticos… no hubo información ni recomendaciones médicas. No se preocuparon por la salud de las personas.
En la televisión se emitían programas en los que todo parecía normal. La gente se bañaba en el río Prípiat y tomaba el sol; mientras a lo lejos, pero solo a diez kilómetros, se veía el reactor y el humo. Ni siquiera se suspendieron las manifestaciones del Primero de Mayo ni los desfiles del Nueve de Mayo, Día de la Victoria.
“Estaba prohibido filmar la tragedia, solo se grababa el heroísmo” nos dice Seguéi Vasílevish Sóbolev, de la asociación republicana Escudo para Chernóbil. La periodista, Irina Kiseiova cuenta cómo se registraba a los soldados para que no se filtrara alguna foto y cómo la KGB quitaba las cintas de las cámaras de televisión y las devolvía veladas: “Cuántos testimonios. Perdidos para la ciencia. Para la historia”.
De esta censura da testimonio un operador de cine, Seguéi Gurin, quien fue testigo de que mientras un responsable del partido se marchaba en coches con sus pertenencias, no había transporte para sacar de allí a unos niños de la casa-cuna: “El mecanismo del mal funcionará incluso en el Apocalipsis. Eso es lo que comprendí”.
Un ex ingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús recuerda cómo toda la información debía ser secreta, para “no provocar el pánico”. Y precisamente en las primeras semanas, cuando todo “irradiaba”. Se seguían cultivando los huertos, los niños jugaban en la arena y los charcos. Seguían abiertas las tiendas donde se vendía de todo:
Y a nuestra pregunta: “¿Qué se puede hacer?”, nos respondían: “Hagan sus mediciones y miren la tele”. Por la tele aparecía Gorbachov calmando los ánimos: “Se han tomado medidas urgentes”.
Vasili Borisovich Nesterenko, el ex director del Instituto habla de sus intentos fracasados para advertir al primer secretario del Comité Central de Belarús, de que se tomaran las medidas oportunas: una profilaxis a base de yodo a toda la población, como estaba en las instrucciones en caso de amenaza.
Pero los 700 kilos que se hallaban en la ciudad de Minsk se quedaron en los almacenes. Sin embargo se sabe que las autoridades sí tomaron yodo: “No, no eran una pandilla de criminales. Más bien nos encontramos ante una combinación letal de ignorancia y corporativismo”.
Al ganado se le alimentaba con pienso contaminado. Se evacuaban las aldeas pero los campos se sembraban. Nadie enseñaba a la gente. Las consecuencias en los niños fueron terribles: “¡Qué poder! ¡Un poder ilimitado de unos hombres sobre otros! Esto ya no es un engaño, sino una guerra contra personas inocentes!”.
¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!
Oímos las voces de un conmovedor coro de niños. Una madre se lamenta de las malformaciones con las que ha nacido su hija y de que tardó cuatro años en conseguir que le dieran un documento en el que se demostrara que la terrible patología de su hija estaba relacionada con la radiación. Unos maestros hablan de la tristeza de los niños, de su aspecto enfermo y cansado.
Guenadi Grushevói, presidente de la Fundación Para los Niños de Chernóbil, explica cómo decidieron crear esta organización a través de la cual, en el verano, se enviaba a los niños al extranjero. Querían “descubrir al mundo en qué situación de peligro viven los niños bielorrusos. Pedir ayuda. Gritar”.
Y una pediatra nos habla de sus experiencias con los niños enfermos:
Los niños lo ven todo diferente a los mayores. Por ejemplo, ellos no tienen noción de que el cáncer significa la muerte. Es una idea que no se les ocurre. Lo saben todo de sí mismos: el diagnóstico, el nombre de todos los tratamientos y las medicinas. (…). ¿Y sus juegos? Corren por las salas del hospital uno tras otro y gritan: “¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!”. Cuando mueren, ponen unas caras de tanto asombro. Parecen tan perplejos.
“Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez”, escribe Aleixevich. Arriba se tomaban decisiones secretas, abajo se esperaba, se pasaba miedo, se vivía con rumores.
Como cuentan en otros monólogos profesores universitarios, físicos, periodistas, políticos… no hubo información ni recomendaciones médicas. No se preocuparon por la salud de las personas.
En la televisión se emitían programas en los que todo parecía normal. La gente se bañaba en el río Prípiat y tomaba el sol; mientras a lo lejos, pero solo a diez kilómetros, se veía el reactor y el humo. Ni siquiera se suspendieron las manifestaciones del Primero de Mayo ni los desfiles del Nueve de Mayo, Día de la Victoria.
“Estaba prohibido filmar la tragedia, solo se grababa el heroísmo” nos dice Seguéi Vasílevish Sóbolev, de la asociación republicana Escudo para Chernóbil. La periodista, Irina Kiseiova cuenta cómo se registraba a los soldados para que no se filtrara alguna foto y cómo la KGB quitaba las cintas de las cámaras de televisión y las devolvía veladas: “Cuántos testimonios. Perdidos para la ciencia. Para la historia”.
De esta censura da testimonio un operador de cine, Seguéi Gurin, quien fue testigo de que mientras un responsable del partido se marchaba en coches con sus pertenencias, no había transporte para sacar de allí a unos niños de la casa-cuna: “El mecanismo del mal funcionará incluso en el Apocalipsis. Eso es lo que comprendí”.
Un ex ingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús recuerda cómo toda la información debía ser secreta, para “no provocar el pánico”. Y precisamente en las primeras semanas, cuando todo “irradiaba”. Se seguían cultivando los huertos, los niños jugaban en la arena y los charcos. Seguían abiertas las tiendas donde se vendía de todo:
Y a nuestra pregunta: “¿Qué se puede hacer?”, nos respondían: “Hagan sus mediciones y miren la tele”. Por la tele aparecía Gorbachov calmando los ánimos: “Se han tomado medidas urgentes”.
Vasili Borisovich Nesterenko, el ex director del Instituto habla de sus intentos fracasados para advertir al primer secretario del Comité Central de Belarús, de que se tomaran las medidas oportunas: una profilaxis a base de yodo a toda la población, como estaba en las instrucciones en caso de amenaza.
Pero los 700 kilos que se hallaban en la ciudad de Minsk se quedaron en los almacenes. Sin embargo se sabe que las autoridades sí tomaron yodo: “No, no eran una pandilla de criminales. Más bien nos encontramos ante una combinación letal de ignorancia y corporativismo”.
Al ganado se le alimentaba con pienso contaminado. Se evacuaban las aldeas pero los campos se sembraban. Nadie enseñaba a la gente. Las consecuencias en los niños fueron terribles: “¡Qué poder! ¡Un poder ilimitado de unos hombres sobre otros! Esto ya no es un engaño, sino una guerra contra personas inocentes!”.
¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!
Oímos las voces de un conmovedor coro de niños. Una madre se lamenta de las malformaciones con las que ha nacido su hija y de que tardó cuatro años en conseguir que le dieran un documento en el que se demostrara que la terrible patología de su hija estaba relacionada con la radiación. Unos maestros hablan de la tristeza de los niños, de su aspecto enfermo y cansado.
Guenadi Grushevói, presidente de la Fundación Para los Niños de Chernóbil, explica cómo decidieron crear esta organización a través de la cual, en el verano, se enviaba a los niños al extranjero. Querían “descubrir al mundo en qué situación de peligro viven los niños bielorrusos. Pedir ayuda. Gritar”.
Y una pediatra nos habla de sus experiencias con los niños enfermos:
Los niños lo ven todo diferente a los mayores. Por ejemplo, ellos no tienen noción de que el cáncer significa la muerte. Es una idea que no se les ocurre. Lo saben todo de sí mismos: el diagnóstico, el nombre de todos los tratamientos y las medicinas. (…). ¿Y sus juegos? Corren por las salas del hospital uno tras otro y gritan: “¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!”. Cuando mueren, ponen unas caras de tanto asombro. Parecen tan perplejos.
Un ejemplar de lobo euroasiático (Canis lupus lupus) acecha en la zona afectada por la radiación en Chernóbil. Imagen: Sergei Gaschak.
La zona
Cuenta Svetlana Alexievich que, en su primer viaje a la zona, lo que más le llamó la atención era la belleza de la naturaleza, del paisaje. Todo parecía igual que siempre. Sin embargo, “la muerte se escondía por todas partes; pero se trataba de algo diferente. Una muerte con una nueva máscara. Con aspecto falso”.
Después de evacuar una aldea, unidades de soldados y cazadores mataban a tiros a todos los animales: “Cuando ni ellos, ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso”:
La zona… Es un mundo aparte. Otro mundo en medio del resto de la Tierra. Primero se la inventaron los escritores de ciencia ficción, pero la literatura cedió su lugar ante la realidad.
Una habitante del poblado urbano Jóiniki relata cómo un corresponsal fue a hablar con ella. Tenía sed y ella le trajo agua. Pero él, aunque avergonzado. prefirió beber de su propia botella. La conversación fue un fracaso:
Él allí tomándose su agua mineral, temiendo tocar mi taza y yo, en cambio, le tengo que abrir de par en par mi alma… entregarle mi alma. (…)¿Cómo poder apuntar lo que dice mi alma? Si ni yo misma sé siempre leerla.
Una “experiencia fascinante” Han pasado casi treinta años desde el accidente de Chernóbil. Desde Kiev se organizan excursiones para conocer la zona. El viaje a Chernóbil, dice la publicidad, es “una de las experiencias más fascinantes” para un aventurero, viajero o fotógrafo.
Acompañado por un guía se visita Prípiat, las aldeas abandonadas y los alrededores de la central nuclear. También se puede conocer a la gente que aún vive en la zona. En cuanto a la radiación se informa de que, durante dos días en la zona, el cuerpo humano recibe dosis de radiación equivalentes a una radiografía. La radiación es alta en algunos lugares, pero estos pueden ser evitados.
El cuarto reactor está cubierto por el “sarcófago”, al que hace tiempo le han aparecido grietas. Sobre el sarcófago, que sigue guardando 200 toneladas de material nuclear, se colocará un nuevo refugio, el “Arca”, construido para que dure cien años.
En el “Monólogo junto a un pozo cegado” nos habla una anciana, Maria Fedótovna Velichko, cantora y narradora popular. Ella, con su llanto y sus palabras, nos recuerda que: “Dios nos mandó la señal de que el hombre ya no vive en la tierra como en su propia casa, sino que es un huésped. Somos unos invitados de ella”.
Cuenta Svetlana Alexievich que, en su primer viaje a la zona, lo que más le llamó la atención era la belleza de la naturaleza, del paisaje. Todo parecía igual que siempre. Sin embargo, “la muerte se escondía por todas partes; pero se trataba de algo diferente. Una muerte con una nueva máscara. Con aspecto falso”.
Después de evacuar una aldea, unidades de soldados y cazadores mataban a tiros a todos los animales: “Cuando ni ellos, ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso”:
La zona… Es un mundo aparte. Otro mundo en medio del resto de la Tierra. Primero se la inventaron los escritores de ciencia ficción, pero la literatura cedió su lugar ante la realidad.
Una habitante del poblado urbano Jóiniki relata cómo un corresponsal fue a hablar con ella. Tenía sed y ella le trajo agua. Pero él, aunque avergonzado. prefirió beber de su propia botella. La conversación fue un fracaso:
Él allí tomándose su agua mineral, temiendo tocar mi taza y yo, en cambio, le tengo que abrir de par en par mi alma… entregarle mi alma. (…)¿Cómo poder apuntar lo que dice mi alma? Si ni yo misma sé siempre leerla.
Una “experiencia fascinante” Han pasado casi treinta años desde el accidente de Chernóbil. Desde Kiev se organizan excursiones para conocer la zona. El viaje a Chernóbil, dice la publicidad, es “una de las experiencias más fascinantes” para un aventurero, viajero o fotógrafo.
Acompañado por un guía se visita Prípiat, las aldeas abandonadas y los alrededores de la central nuclear. También se puede conocer a la gente que aún vive en la zona. En cuanto a la radiación se informa de que, durante dos días en la zona, el cuerpo humano recibe dosis de radiación equivalentes a una radiografía. La radiación es alta en algunos lugares, pero estos pueden ser evitados.
El cuarto reactor está cubierto por el “sarcófago”, al que hace tiempo le han aparecido grietas. Sobre el sarcófago, que sigue guardando 200 toneladas de material nuclear, se colocará un nuevo refugio, el “Arca”, construido para que dure cien años.
En el “Monólogo junto a un pozo cegado” nos habla una anciana, Maria Fedótovna Velichko, cantora y narradora popular. Ella, con su llanto y sus palabras, nos recuerda que: “Dios nos mandó la señal de que el hombre ya no vive en la tierra como en su propia casa, sino que es un huésped. Somos unos invitados de ella”.