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Acabamos de superar las 415 partes por millón de CO2 en la atmósfera terrestre, batiendo un record jamás alcanzado en nuestra historia. Un record muy peligroso. La última vez que ocurrió algo semejante terminó en una descomunal tragedia.
Fue al final del Pérmico, hace 251 millones de años. Por aquel entonces, la concentración de CO2 en la atmósfera estaba ligeramente por encima de las 200 ppm, muy parecida a la que había antes de la revolución industrial.
Pero una corriente de magma anormalmente caliente dentro del manto de la Tierra subió hasta cerca de la superficie, quemando inmensos depósitos de carbón y de esquistos bituminosos llenos de petróleo en lo que hoy es Siberia.
Al igual que está pasando hoy en día, la quema de estos combustibles fósiles liberó enormes cantidades de CO2 a la atmósfera. Y a finales del Pérmico, la concentración de CO2 en la atmósfera superó las 500 ppm.
Vida en peligro
Sus consecuencias fueron terribles: la vida estuvo a punto de desaparecer de nuestro planeta. Más del 96% de las especies que existían en aquel entonces se perdieron para siempre en la más catastrófica extinción masiva que ha existido jamás.
Por aquel entonces, en la Tierra proliferaba una extraordinaria diversidad de animales y plantas.
Pero la gran extinción del Pérmico afectó a todo tipo de especies: desde las que poblaban el océano profundo hasta las que habitaban la alta montaña; desde los más diminutos microbios hasta los mayores animales y plantas.
Pongamos un ejemplo: aparte de una pequeña serie de expertos, hoy en día nadie conoce a los dinocefalios, los gorgonópsidos, los dicinodontos, los pelicosaurios, los cinodontos… Eran animales espléndidos, que proliferaban abundantemente en aquel tiempo y que tenían una exitosa historia evolutiva de millones de años. Hoy nos resultan totalmente desconocidos porque se extinguieron para siempre.
No fue la única vez en que se produjo una extinción catastrófica debido al incremento de CO2 en la atmósfera: por ejemplo, hace 367 millones de años otra pluma de manto liberó CO2 produciendo la extinción Devónico-Carbonífero que terminó con el 85% de las especies que habitaban la Tierra en aquel entonces.
Y hace 210 millones de años un nuevo incremento del CO2 en la atmósfera, por la misma causa, terminó con el 76% de las especies en la extinción Triásico-Jurásico…
Vértigo CO2
Aunque la historia de la vida sobre la Tierra nos enseña reiteradamente que liberar grandes cantidades de CO2 a la atmósfera resulta fatal, nos empeñamos en no hacer caso: nunca se había liberado tan rápidamente el CO2 como se hace hoy en día. De hecho, a día de hoy liberamos CO2 a la atmósfera 10 veces más rápido de lo que se hizo a finales del Pérmico.
Por el contrario, la vida lleva más de dos mil millones de años retirando CO2 de la atmósfera mediante la fotosíntesis. Los ingentes depósitos de carbón y petróleo de la Tierra fueron en su día CO2 atmosférico captado por las plantas, las cianobacterias y las microalgas, que al final acabó enterrado en los sedimentos.
Pero nosotros liberamos el CO2 a una velocidad que no para de crecer: cada año liberamos más que el anterior.
Cuando empezó la revolución industrial, en la atmósfera terrestre había menos de 250 partes por millón (ppm) de CO2. A principios del siglo XX el premio Nobel Svante Arrhenius advirtió que si seguíamos quemando combustibles fósiles tendríamos problemas.
A principios de los años 60 del pasado siglo, tras 150 años quemando combustibles fósiles, alcanzamos las 300 ppm de CO2 en la atmósfera.
Pero el problema siguió agravándose: desde que Al Gore empezó a difundir “Una verdad incómoda” (An Inconvenient Truth) en el cine, en libros y en conferencias, liberamos más CO2 que en los anteriores milenios. Sigue subiendo rápidamente y, apenas estamos intentando hacer algo por evitarlo.
Mucho peor
Las cosas están mal. Mucho peor de lo que la mayoría de la gente piensa.
El exceso de CO2 tiene muchos efectos adversos. Uno de ellos, muy conocido, es el que más preocupa en la actualidad: es un gas de efecto invernadero. Absorbe la radiación infra-roja evitando que escape hacia el espacio exterior (muy parecido a lo que hace una lámina de plástico en un invernadero).
Es como una gigantesca manta que abriga la Tierra. El incremento de temperatura, aunque sea tan pequeño como un grado centígrado de media, altera considerablemente el clima.
No se trata, para nada, de un pequeño calentamiento: sequías, desertificación, inundaciones catastróficas, huracanes y grandes borrascas, máximos de temperatura catastróficos, heladas descomunales, cambios el patrón de las corrientes marinas. El clima se vuelve extremo. Ya lo estamos sufriendo.
Este año ha habido más de 20.000.000 de refugiados climáticos, a los que el cambio climático ha hecho abandonar sus hogares. Son ya muchos más que todos los desplazados por las guerras o la violencia.
Otros efectos nocivos
Pero el cambio climático no es, ni mucho menos, el único efecto nocivo del incremento del CO2.
La elevación del nivel del mar ya ha hecho desaparecer pequeños países insulares en la micronesia, cubiertos por el mar. Y de momento apenas ha subido unos pocos centímetros, parte como consecuencia del hielo que se derrite en los glaciares y parte como resultado de que el agua se dilata al calentarse.
Gran parte de países tan poblados como Bangladesh apenas están unos pocos centímetros por encima del nivel del mar. Pasa lo mismo con muchos de los arrozales que mantienen a cientos de millones de personas ¿Podrá nuestro mundo resistir a más de mil millones de refugiados climáticos?
Y en este sentido España, es uno de los países más vulnerables a este cambio.
Probablemente la acidificación que provoca en el océano el exceso de CO2 sea mucho más grave. Esta acidificación interfiere con el calcio. Si traspasa cierto nivel, los animales quedarán incapacitados para generar conchas y caparazones. Y, lo que es peor, la acidificación afecta catastróficamente a microorganismos que controlan ciclos biogeoquímicos esenciales para la vida.
Fue al final del Pérmico, hace 251 millones de años. Por aquel entonces, la concentración de CO2 en la atmósfera estaba ligeramente por encima de las 200 ppm, muy parecida a la que había antes de la revolución industrial.
Pero una corriente de magma anormalmente caliente dentro del manto de la Tierra subió hasta cerca de la superficie, quemando inmensos depósitos de carbón y de esquistos bituminosos llenos de petróleo en lo que hoy es Siberia.
Al igual que está pasando hoy en día, la quema de estos combustibles fósiles liberó enormes cantidades de CO2 a la atmósfera. Y a finales del Pérmico, la concentración de CO2 en la atmósfera superó las 500 ppm.
Vida en peligro
Sus consecuencias fueron terribles: la vida estuvo a punto de desaparecer de nuestro planeta. Más del 96% de las especies que existían en aquel entonces se perdieron para siempre en la más catastrófica extinción masiva que ha existido jamás.
Por aquel entonces, en la Tierra proliferaba una extraordinaria diversidad de animales y plantas.
Pero la gran extinción del Pérmico afectó a todo tipo de especies: desde las que poblaban el océano profundo hasta las que habitaban la alta montaña; desde los más diminutos microbios hasta los mayores animales y plantas.
Pongamos un ejemplo: aparte de una pequeña serie de expertos, hoy en día nadie conoce a los dinocefalios, los gorgonópsidos, los dicinodontos, los pelicosaurios, los cinodontos… Eran animales espléndidos, que proliferaban abundantemente en aquel tiempo y que tenían una exitosa historia evolutiva de millones de años. Hoy nos resultan totalmente desconocidos porque se extinguieron para siempre.
No fue la única vez en que se produjo una extinción catastrófica debido al incremento de CO2 en la atmósfera: por ejemplo, hace 367 millones de años otra pluma de manto liberó CO2 produciendo la extinción Devónico-Carbonífero que terminó con el 85% de las especies que habitaban la Tierra en aquel entonces.
Y hace 210 millones de años un nuevo incremento del CO2 en la atmósfera, por la misma causa, terminó con el 76% de las especies en la extinción Triásico-Jurásico…
Vértigo CO2
Aunque la historia de la vida sobre la Tierra nos enseña reiteradamente que liberar grandes cantidades de CO2 a la atmósfera resulta fatal, nos empeñamos en no hacer caso: nunca se había liberado tan rápidamente el CO2 como se hace hoy en día. De hecho, a día de hoy liberamos CO2 a la atmósfera 10 veces más rápido de lo que se hizo a finales del Pérmico.
Por el contrario, la vida lleva más de dos mil millones de años retirando CO2 de la atmósfera mediante la fotosíntesis. Los ingentes depósitos de carbón y petróleo de la Tierra fueron en su día CO2 atmosférico captado por las plantas, las cianobacterias y las microalgas, que al final acabó enterrado en los sedimentos.
Pero nosotros liberamos el CO2 a una velocidad que no para de crecer: cada año liberamos más que el anterior.
Cuando empezó la revolución industrial, en la atmósfera terrestre había menos de 250 partes por millón (ppm) de CO2. A principios del siglo XX el premio Nobel Svante Arrhenius advirtió que si seguíamos quemando combustibles fósiles tendríamos problemas.
A principios de los años 60 del pasado siglo, tras 150 años quemando combustibles fósiles, alcanzamos las 300 ppm de CO2 en la atmósfera.
Pero el problema siguió agravándose: desde que Al Gore empezó a difundir “Una verdad incómoda” (An Inconvenient Truth) en el cine, en libros y en conferencias, liberamos más CO2 que en los anteriores milenios. Sigue subiendo rápidamente y, apenas estamos intentando hacer algo por evitarlo.
Mucho peor
Las cosas están mal. Mucho peor de lo que la mayoría de la gente piensa.
El exceso de CO2 tiene muchos efectos adversos. Uno de ellos, muy conocido, es el que más preocupa en la actualidad: es un gas de efecto invernadero. Absorbe la radiación infra-roja evitando que escape hacia el espacio exterior (muy parecido a lo que hace una lámina de plástico en un invernadero).
Es como una gigantesca manta que abriga la Tierra. El incremento de temperatura, aunque sea tan pequeño como un grado centígrado de media, altera considerablemente el clima.
No se trata, para nada, de un pequeño calentamiento: sequías, desertificación, inundaciones catastróficas, huracanes y grandes borrascas, máximos de temperatura catastróficos, heladas descomunales, cambios el patrón de las corrientes marinas. El clima se vuelve extremo. Ya lo estamos sufriendo.
Este año ha habido más de 20.000.000 de refugiados climáticos, a los que el cambio climático ha hecho abandonar sus hogares. Son ya muchos más que todos los desplazados por las guerras o la violencia.
Otros efectos nocivos
Pero el cambio climático no es, ni mucho menos, el único efecto nocivo del incremento del CO2.
La elevación del nivel del mar ya ha hecho desaparecer pequeños países insulares en la micronesia, cubiertos por el mar. Y de momento apenas ha subido unos pocos centímetros, parte como consecuencia del hielo que se derrite en los glaciares y parte como resultado de que el agua se dilata al calentarse.
Gran parte de países tan poblados como Bangladesh apenas están unos pocos centímetros por encima del nivel del mar. Pasa lo mismo con muchos de los arrozales que mantienen a cientos de millones de personas ¿Podrá nuestro mundo resistir a más de mil millones de refugiados climáticos?
Y en este sentido España, es uno de los países más vulnerables a este cambio.
Probablemente la acidificación que provoca en el océano el exceso de CO2 sea mucho más grave. Esta acidificación interfiere con el calcio. Si traspasa cierto nivel, los animales quedarán incapacitados para generar conchas y caparazones. Y, lo que es peor, la acidificación afecta catastróficamente a microorganismos que controlan ciclos biogeoquímicos esenciales para la vida.
Hecho preocupante
Nuestro grupo de investigación lleva casi 20 años trabajando en como una serie de microorganismos esenciales se adaptan al cambio global. Y encontramos un hecho preocupante: a estos microorganismos les resulta más fácil adaptarse a la contaminación por pesticidas o herbicidas, incluso a la contaminación extrema de minas de uranio, que a la acidificación.
El gran astrónomo Carl Sagan decía que si alguna vez una civilización extraterrestre visitase nuestro planeta, lo que más le asombraría serían las más grandes construcciones creadas en la historia de nuestro planeta: las grandes barreras de coral, que exceden en escala a todo lo construido por el hombre. El calentamiento y la acidificación están acabando con ellas.
Desafortunadamente, somos muy poco conscientes de la extraordinaria gravedad del problema. Preferimos mirar para otro lado y pensar que habrá un cierto incremento de temperatura y tal vez algunas manifestaciones desatadas del clima, pero que al final todo eso tendrá menos consecuencias desagradables en nuestras vidas que el supuesto freno a la economía que acompañaría a la limitación en la quema de los combustibles fósiles.
El problema es que, si mañana mismo dejásemos de liberar CO2, todavía tendremos que enfrentarnos a unas consecuencias muy poco halagüeñas. El cambio es un proceso con mucha inercia. Va despacio, pero es imparable. Y con el CO2 que ya hay en la atmósfera el clima del planeta cambiará mucho, el nivel del mar subirá, el océano seguirá acidificándose…
Emergencia estética
Mientras tanto Europa, tímidamente intenta liderar la lucha contra el cambio climático. El Parlamento Europeo aprobó hace unos días declarar la “emergencia climática”. Sin duda la declaración de la emergencia climática es un primer paso en el reconocimiento de la gravedad del problema: lo primero ante un problema es reconocer su existencia.
Se trata de una declaración ante todo estética. Compromete a poco. Pero ni siquiera en esto se logró la unanimidad: 225 parlamentarios votaron en contra: todos los de VOX, los de la ultraderecha europea y buena parte de los diputados del Partido Popular Europeo.
En estos días se esta celebrando en Madrid la COP 25, la cumbre del clima. Es la edición número 25. Las 24 anteriores pueden considerarse en gran medida un fracaso. Incluso quedamos muy lejos de los objetivos de la mítica conferencia de Paris.
Esta cumbre del clima tampoco tiene buenas perspectivas: por supuesto no asiste Trump, quien también acaba de bloquear el Consejo de Ártico al negarse a mencionar el cambio climático. Tampoco viene Boris Johnson, ni Putin, ni Bolsonaro. Están convencidos de que lo que hay que hacer es maximizar el beneficio personal.
Coincidiendo con ellos, un artista ruso expone un sillón de cristal blindado en cuyo interior hay un millón de dólares en billetes. Su objetivo es que la gente “se siente en él para que sienta el poder del dinero y se inspire para ganarlo”.
Es probable que ni Trump, ni Putin, ni Johnson, ni Bolsonaro, tengan la suficiente formación científica como para aprobar un examen elemental de ciencia.
Tragedia de los bienes comunes
Y probablemente desconocen que en 1968 el biólogo Garrett Hardin publicó en Science (que junto con Nature es la revista científica más prestigiosa) uno de los artículos científicos más importantes de la historia, Tragedy of the commons (La tragedia de los bienes comunes), que inspiró más de 40.000 estudios posteriores.
Hardin demuestra que en una situación en la cual varios individuos actúan independiente motivados solo por el interés de maximizar el beneficio personal,
terminan por destruir un recurso compartido común, aunque a ninguno de ellos les convenga destruirlo.
La historia nos ilustra con múltiples ejemplos de tragedia de los bienes comunes. A Garrett Hardin le gustaba especialmente el ejemplo de los pastos comunales descrito inicialmente por el matemático William Forster Lloyd en 1833.
Podemos hacer una generalización: Sea un pastizal que se colectiviza y puede ser es compartido por varios ganaderos. Al principio cada uno de ellos tiene un pequeño número de animales. Sobra pasto. Cada uno de ellos piensa que su mejor estrategia es aumentar el número de sus cabezas de ganado. Mientras más ganado tenga más beneficio sacará. Consecuentemente, cada ganadero incrementa su ganado. Sin duda es su mejor estrategia individual.
Pero en algún momento de ese proceso de explotación del pastizal maximizando el beneficio personal, como la mayoría de los ganaderos han incrementado su ganado, se sobrepasa la capacidad del pasto para suministrar suficiente alimento para los animales. El pastizal colapsa, el suelo se erosiona, el ganado muere y viene la hambruna debida la sobreexplotación del recurso.
Hace falta inteligencia para no seguir esa estrategia suicida de maximizar el beneficio individual. La historia está llena casos donde no hubo esa inteligencia.
Ahora, por primera vez en nuestra historia como especie, tenemos la capacidad de destruir un bien común que nos puede llevar a la extinción.
¿Tendremos la inteligencia suficiente para no hacerlo?
Nuestro grupo de investigación lleva casi 20 años trabajando en como una serie de microorganismos esenciales se adaptan al cambio global. Y encontramos un hecho preocupante: a estos microorganismos les resulta más fácil adaptarse a la contaminación por pesticidas o herbicidas, incluso a la contaminación extrema de minas de uranio, que a la acidificación.
El gran astrónomo Carl Sagan decía que si alguna vez una civilización extraterrestre visitase nuestro planeta, lo que más le asombraría serían las más grandes construcciones creadas en la historia de nuestro planeta: las grandes barreras de coral, que exceden en escala a todo lo construido por el hombre. El calentamiento y la acidificación están acabando con ellas.
Desafortunadamente, somos muy poco conscientes de la extraordinaria gravedad del problema. Preferimos mirar para otro lado y pensar que habrá un cierto incremento de temperatura y tal vez algunas manifestaciones desatadas del clima, pero que al final todo eso tendrá menos consecuencias desagradables en nuestras vidas que el supuesto freno a la economía que acompañaría a la limitación en la quema de los combustibles fósiles.
El problema es que, si mañana mismo dejásemos de liberar CO2, todavía tendremos que enfrentarnos a unas consecuencias muy poco halagüeñas. El cambio es un proceso con mucha inercia. Va despacio, pero es imparable. Y con el CO2 que ya hay en la atmósfera el clima del planeta cambiará mucho, el nivel del mar subirá, el océano seguirá acidificándose…
Emergencia estética
Mientras tanto Europa, tímidamente intenta liderar la lucha contra el cambio climático. El Parlamento Europeo aprobó hace unos días declarar la “emergencia climática”. Sin duda la declaración de la emergencia climática es un primer paso en el reconocimiento de la gravedad del problema: lo primero ante un problema es reconocer su existencia.
Se trata de una declaración ante todo estética. Compromete a poco. Pero ni siquiera en esto se logró la unanimidad: 225 parlamentarios votaron en contra: todos los de VOX, los de la ultraderecha europea y buena parte de los diputados del Partido Popular Europeo.
En estos días se esta celebrando en Madrid la COP 25, la cumbre del clima. Es la edición número 25. Las 24 anteriores pueden considerarse en gran medida un fracaso. Incluso quedamos muy lejos de los objetivos de la mítica conferencia de Paris.
Esta cumbre del clima tampoco tiene buenas perspectivas: por supuesto no asiste Trump, quien también acaba de bloquear el Consejo de Ártico al negarse a mencionar el cambio climático. Tampoco viene Boris Johnson, ni Putin, ni Bolsonaro. Están convencidos de que lo que hay que hacer es maximizar el beneficio personal.
Coincidiendo con ellos, un artista ruso expone un sillón de cristal blindado en cuyo interior hay un millón de dólares en billetes. Su objetivo es que la gente “se siente en él para que sienta el poder del dinero y se inspire para ganarlo”.
Es probable que ni Trump, ni Putin, ni Johnson, ni Bolsonaro, tengan la suficiente formación científica como para aprobar un examen elemental de ciencia.
Tragedia de los bienes comunes
Y probablemente desconocen que en 1968 el biólogo Garrett Hardin publicó en Science (que junto con Nature es la revista científica más prestigiosa) uno de los artículos científicos más importantes de la historia, Tragedy of the commons (La tragedia de los bienes comunes), que inspiró más de 40.000 estudios posteriores.
Hardin demuestra que en una situación en la cual varios individuos actúan independiente motivados solo por el interés de maximizar el beneficio personal,
terminan por destruir un recurso compartido común, aunque a ninguno de ellos les convenga destruirlo.
La historia nos ilustra con múltiples ejemplos de tragedia de los bienes comunes. A Garrett Hardin le gustaba especialmente el ejemplo de los pastos comunales descrito inicialmente por el matemático William Forster Lloyd en 1833.
Podemos hacer una generalización: Sea un pastizal que se colectiviza y puede ser es compartido por varios ganaderos. Al principio cada uno de ellos tiene un pequeño número de animales. Sobra pasto. Cada uno de ellos piensa que su mejor estrategia es aumentar el número de sus cabezas de ganado. Mientras más ganado tenga más beneficio sacará. Consecuentemente, cada ganadero incrementa su ganado. Sin duda es su mejor estrategia individual.
Pero en algún momento de ese proceso de explotación del pastizal maximizando el beneficio personal, como la mayoría de los ganaderos han incrementado su ganado, se sobrepasa la capacidad del pasto para suministrar suficiente alimento para los animales. El pastizal colapsa, el suelo se erosiona, el ganado muere y viene la hambruna debida la sobreexplotación del recurso.
Hace falta inteligencia para no seguir esa estrategia suicida de maximizar el beneficio individual. La historia está llena casos donde no hubo esa inteligencia.
Ahora, por primera vez en nuestra historia como especie, tenemos la capacidad de destruir un bien común que nos puede llevar a la extinción.
¿Tendremos la inteligencia suficiente para no hacerlo?
(*) Eduardo Costas y Victoria López Rodas son Catedráticos de Genética en la Universidad Complutense de Madrid, donde llevan casi 30 años investigando juntos en genética evolutiva y biotecnología. Miembros del Consejo Editorial de Tendencias21, dirigen asimismo el Comité Científico del Club Nuevo Mundo.