El filósofo y escritor norteamericano C. Stephen Evans distingue entre argumentos y signos naturales de la existencia de Dios. Considera que los signos son accesibles a todos intuitivamente y, por ello, más importantes que los argumentos.
La reciente obra de Evans se mueve en el marco de la filosofía sobre Dios clásica o habitual en los autores teístas de este siglo, tanto en el mundo católico como protestante. Sin embargo, la obra de Evans tiene un matiz reseñable: interpreta los signos (y también los argumentos) no como evidentes, y necesariamente aceptables por todos, sino que reconoce que podrían ser refutables, o no tenidos en cuenta, por quienes dan una visión del mundo alternativa a la teísta.
Su libro Natural Signs and Knowledge of God. A New Look at Theistic Arguments (Oxford University Press, 2010) [1] consta de un prólogo y seis capítulos, con la correspondiente bibliografía y notas a pié de página. Al terminar de leerlo (no conozco traducción al español), pensé que podía aprovechar algunas ideas para preparar esta colaboración en Tendencias21 de las Religiones.
Pero no sólo para ofrecer a los lectores interesados una breve información de su contenido, sino también porque la aportación del autor tal vez sea provechosa en la deliberación humana para optar por el teísmo o el ateísmo, dado el estado de incertidumbre en que nos sume la ciencia y la misma metafísica.
Así que empezaré con una Introducción, en la que apunto unas ideas generales, para continuar con otros puntos cuyo contenido anticipo: 1) El concepto de signo natural, 2) Los argumentos cosmológicos: el asombro cósmico, 3) Los argumentos teleológicos: el orden beneficioso, 4) Los argumentos morales: sus signos naturales. Finalmente sacaremos unas Conclusiones, apropiadas a nuestra exposición.
Introducción: el valor matizado de los argumentos teistas
Como pueden comprobar, se habla de “argumentos”, los tradicionales sobre la existencia de Dios, pese a que no son pruebas concluyentes, según afirma el mismo autor. Pero es necesario acudir a ellos para extraer los signos naturales sobre los que están construidos. Es que los signos tienen fuerza probatoria por sí mismos, como iremos viendo, y esto no lo ponen en duda muchos de los críticos de estos argumentos teistas.
Considero importante detenerme un poco en los dos principios que establece Evans ya en el Prólogo, porque su aplicación adecuada hace posible que la persona humana pueda hacer uso de la opción que considere más apropiada en su caso, por el teísmo o el ateísmo, puesto que el conocimiento natural de Dios es a la vez accesible y fácil de refutar [2].
No obstante, subyace en toda la obra la creencia de que existen fuertes razones para optar por el teísmo. Estos dos aspectos, accesibilidad y refutabilidad están formulados por Evans en dos principios. La accesibilidad está expresada en el Principio de amplia Accesibilidad (“Wide Accessibility Principle”), y la refutabilidad en el Principio de Fácil Resistibilidad (“Easy Resistibility Principle”).
El problema que presenta la Teología Natural no incluye sólo los argumentos de la existencia de Dios, sino también justificar sus atributos. Sin embargo, Evans se centra únicamente en los de la existencia, que para él son indicadores, no pruebas. Por eso no concluyen cuando se quiere utilizarlos como prueba [3]. Los argumentos deben ser vistos, por tanto, como meras articulaciones racionales de los signos naturales.
Después de una exposición crítica de Hume y Kant, en relación a los argumentos teleológicos, con alusión al diseño inteligente, Evans razona que las evidencias de Dios no pueden ser indiscutibles, porque entonces la posible resistencia quedaría comprometida. No obstante, resalta que el aparente diseño experimentado en la naturaleza tiene fuerza natural. Aquí Evans se propone mantener la plausibilidad de los argumentos, si se ven como enraizados en signos naturales, porque éstos no tienen su fuerza agotada, puesto que poseen un poder fuera de los argumentos, incluso para aquellos que no los consideran probatorios.
Concepto de signo natural
Es el contenido del capítulo 2. Afirma que algunos signos apuntan a la realidad de Dios y que estos signos naturales están situados en el corazón de los argumentos que tradicionalmente han sido dados para la existencia de Dios [4]. Por tanto, una cosa son los signos y otra los argumentos. Lo que entiende el autor por “signo natural” tiene historia. Tomó el término de Tomás Reid, quien se supone que, a su vez, incorporó el significado de Berkeley, que lo utiliza en “New Theory of Visión” para explicar la percepción de lo distante de la vista. No es extraño, por tanto, que Zubiri haya escrito que “todo modo de aprehensión de lo real, aunque no sea ni visual ni visualizable, es verdadera intelección, y lo aprehendido en ella tiene su propia inteligibilidad” [5]. Ya Berkeley había distinguido, en efecto, entre signo natural y artificial.
Sin embargo, Evans afirma que hay significantes diferencias entre su proyecto y la filosofía de Reid: este hace uso del término aplicado solo al conocimiento perceptual, pero no en filosofía de la religión, donde defiende los argumentos teísticos. Dejemos, pues, a Reid como mero inspirador de Evans, que refiere la percepción a una visión realista directa, mientras que nuestro autor la refiere más bien a la imagen mental de los objetos o cosas.
Para Reid las sensaciones no son objetos primarios del conocimiento perceptivo, sino que son previos “signos naturales”, que hacen posible el conocimiento perceptual. Son medios por los que percibimos los objetos reales. Pero tenemos aquí que dejar a nuestro autor con los análisis de Reid. No podemos detenernos. Lo importante para nosotros es saber qué concepto de signo natural va a utilizar para establecer sus argumentos.
Según él mismo afirma, lo fundamental aquí es la idea de un signo como algo que trae un objeto a nuestro conocimiento y produce una creencia en la realidad de este objeto. Por tanto, signo natural de Dios vendría a ser un medio mediante el cual una persona llega a saber de Dios, a tener conciencia de Él (becames aware of God). El signo natural teísta une hacia arriba (up-stream) a lo que el signo significa, y hacia abajo (down-stream) a una concepción de lo que es significado como una creencia en la realidad de lo significado. Dicho de otro modo: el signo natural para Dios debe ser algo conectado con Dios y con la humana disposición a concebirlo y creer en su realidad.
Entra así dentro del ámbito epistemológico considerar que una creencia en Dios puede ser “propiamente básica”, correcta, racional, razonable y propia para creer en Dios sin un argumento evidenciante en absoluto, como piensa Alvin Platinga. Pero aquí, según el autor, la evidencia va referida a la proposición, y no se puede prescindir de otras formas de evidencia no proposicional, pues los contenidos subjetivos de experiencias no-conceptuales no tienen carácter proposicional y sirven, no obstante, como evidencias en el sentido de ser premisas en los argumentos. Y esto no impide que algunos filósofos rechacen las evidencias no proposicionales.
Evans estudia minuciosamente toda esta problemática epistemológica, entrando en diálogo con otros estudiosos; pero lo esencial para nosotros es saber hasta que punto los signos naturales que apuntan a Dios constituyen evidencias proposicionales para la realidad de Dios. No queda excluida esta posibilidad. Sin embargo, en la epistemología de Reid, en la que, como vimos, se inspira Evans, los signos naturales hacen posible un conocimiento básico que no es necesariamente producto de una inferencia racional o un argumento, introduciendo así una evidencia no proposicional (que está lloviendo, por ejemplo).
Tampoco deja fuera de su análisis nuestro autor que los seres humanos estamos “programados” para creer en Dios (recuerden la dimensión teologal, en Zubiri), algo que aborda la misma ciencia cognitiva actual, y lo compara un poco con el sensus divinitatis, de Plantinga, ya que si existe un Dios tal y como lo conceptúa el creyente religioso, habrá una tendencia natural a creer en él, y esto no sería nada extraño si fundamos la creencia de Dios en signos naturales. Estos signos naturales, aun sin construir argumentos, habrían sido accesibles ya al hombre primitivo y esto habría ido construyendo una tendencia ancestral hacia lo religioso, como hoy parece haberse constatado en neurología (neuroteología).
Pienso que la extensa exposición de Evans, informando de las cuestiones epistemológicas de los signos naturales es fundamental, aunque no sea suficiente, para valorar el alcance de lo que viene a continuación expuesto por el autor en lo que sigue.
La reciente obra de Evans se mueve en el marco de la filosofía sobre Dios clásica o habitual en los autores teístas de este siglo, tanto en el mundo católico como protestante. Sin embargo, la obra de Evans tiene un matiz reseñable: interpreta los signos (y también los argumentos) no como evidentes, y necesariamente aceptables por todos, sino que reconoce que podrían ser refutables, o no tenidos en cuenta, por quienes dan una visión del mundo alternativa a la teísta.
Su libro Natural Signs and Knowledge of God. A New Look at Theistic Arguments (Oxford University Press, 2010) [1] consta de un prólogo y seis capítulos, con la correspondiente bibliografía y notas a pié de página. Al terminar de leerlo (no conozco traducción al español), pensé que podía aprovechar algunas ideas para preparar esta colaboración en Tendencias21 de las Religiones.
Pero no sólo para ofrecer a los lectores interesados una breve información de su contenido, sino también porque la aportación del autor tal vez sea provechosa en la deliberación humana para optar por el teísmo o el ateísmo, dado el estado de incertidumbre en que nos sume la ciencia y la misma metafísica.
Así que empezaré con una Introducción, en la que apunto unas ideas generales, para continuar con otros puntos cuyo contenido anticipo: 1) El concepto de signo natural, 2) Los argumentos cosmológicos: el asombro cósmico, 3) Los argumentos teleológicos: el orden beneficioso, 4) Los argumentos morales: sus signos naturales. Finalmente sacaremos unas Conclusiones, apropiadas a nuestra exposición.
Introducción: el valor matizado de los argumentos teistas
Como pueden comprobar, se habla de “argumentos”, los tradicionales sobre la existencia de Dios, pese a que no son pruebas concluyentes, según afirma el mismo autor. Pero es necesario acudir a ellos para extraer los signos naturales sobre los que están construidos. Es que los signos tienen fuerza probatoria por sí mismos, como iremos viendo, y esto no lo ponen en duda muchos de los críticos de estos argumentos teistas.
Considero importante detenerme un poco en los dos principios que establece Evans ya en el Prólogo, porque su aplicación adecuada hace posible que la persona humana pueda hacer uso de la opción que considere más apropiada en su caso, por el teísmo o el ateísmo, puesto que el conocimiento natural de Dios es a la vez accesible y fácil de refutar [2].
No obstante, subyace en toda la obra la creencia de que existen fuertes razones para optar por el teísmo. Estos dos aspectos, accesibilidad y refutabilidad están formulados por Evans en dos principios. La accesibilidad está expresada en el Principio de amplia Accesibilidad (“Wide Accessibility Principle”), y la refutabilidad en el Principio de Fácil Resistibilidad (“Easy Resistibility Principle”).
El problema que presenta la Teología Natural no incluye sólo los argumentos de la existencia de Dios, sino también justificar sus atributos. Sin embargo, Evans se centra únicamente en los de la existencia, que para él son indicadores, no pruebas. Por eso no concluyen cuando se quiere utilizarlos como prueba [3]. Los argumentos deben ser vistos, por tanto, como meras articulaciones racionales de los signos naturales.
Después de una exposición crítica de Hume y Kant, en relación a los argumentos teleológicos, con alusión al diseño inteligente, Evans razona que las evidencias de Dios no pueden ser indiscutibles, porque entonces la posible resistencia quedaría comprometida. No obstante, resalta que el aparente diseño experimentado en la naturaleza tiene fuerza natural. Aquí Evans se propone mantener la plausibilidad de los argumentos, si se ven como enraizados en signos naturales, porque éstos no tienen su fuerza agotada, puesto que poseen un poder fuera de los argumentos, incluso para aquellos que no los consideran probatorios.
Concepto de signo natural
Es el contenido del capítulo 2. Afirma que algunos signos apuntan a la realidad de Dios y que estos signos naturales están situados en el corazón de los argumentos que tradicionalmente han sido dados para la existencia de Dios [4]. Por tanto, una cosa son los signos y otra los argumentos. Lo que entiende el autor por “signo natural” tiene historia. Tomó el término de Tomás Reid, quien se supone que, a su vez, incorporó el significado de Berkeley, que lo utiliza en “New Theory of Visión” para explicar la percepción de lo distante de la vista. No es extraño, por tanto, que Zubiri haya escrito que “todo modo de aprehensión de lo real, aunque no sea ni visual ni visualizable, es verdadera intelección, y lo aprehendido en ella tiene su propia inteligibilidad” [5]. Ya Berkeley había distinguido, en efecto, entre signo natural y artificial.
Sin embargo, Evans afirma que hay significantes diferencias entre su proyecto y la filosofía de Reid: este hace uso del término aplicado solo al conocimiento perceptual, pero no en filosofía de la religión, donde defiende los argumentos teísticos. Dejemos, pues, a Reid como mero inspirador de Evans, que refiere la percepción a una visión realista directa, mientras que nuestro autor la refiere más bien a la imagen mental de los objetos o cosas.
Para Reid las sensaciones no son objetos primarios del conocimiento perceptivo, sino que son previos “signos naturales”, que hacen posible el conocimiento perceptual. Son medios por los que percibimos los objetos reales. Pero tenemos aquí que dejar a nuestro autor con los análisis de Reid. No podemos detenernos. Lo importante para nosotros es saber qué concepto de signo natural va a utilizar para establecer sus argumentos.
Según él mismo afirma, lo fundamental aquí es la idea de un signo como algo que trae un objeto a nuestro conocimiento y produce una creencia en la realidad de este objeto. Por tanto, signo natural de Dios vendría a ser un medio mediante el cual una persona llega a saber de Dios, a tener conciencia de Él (becames aware of God). El signo natural teísta une hacia arriba (up-stream) a lo que el signo significa, y hacia abajo (down-stream) a una concepción de lo que es significado como una creencia en la realidad de lo significado. Dicho de otro modo: el signo natural para Dios debe ser algo conectado con Dios y con la humana disposición a concebirlo y creer en su realidad.
Entra así dentro del ámbito epistemológico considerar que una creencia en Dios puede ser “propiamente básica”, correcta, racional, razonable y propia para creer en Dios sin un argumento evidenciante en absoluto, como piensa Alvin Platinga. Pero aquí, según el autor, la evidencia va referida a la proposición, y no se puede prescindir de otras formas de evidencia no proposicional, pues los contenidos subjetivos de experiencias no-conceptuales no tienen carácter proposicional y sirven, no obstante, como evidencias en el sentido de ser premisas en los argumentos. Y esto no impide que algunos filósofos rechacen las evidencias no proposicionales.
Evans estudia minuciosamente toda esta problemática epistemológica, entrando en diálogo con otros estudiosos; pero lo esencial para nosotros es saber hasta que punto los signos naturales que apuntan a Dios constituyen evidencias proposicionales para la realidad de Dios. No queda excluida esta posibilidad. Sin embargo, en la epistemología de Reid, en la que, como vimos, se inspira Evans, los signos naturales hacen posible un conocimiento básico que no es necesariamente producto de una inferencia racional o un argumento, introduciendo así una evidencia no proposicional (que está lloviendo, por ejemplo).
Tampoco deja fuera de su análisis nuestro autor que los seres humanos estamos “programados” para creer en Dios (recuerden la dimensión teologal, en Zubiri), algo que aborda la misma ciencia cognitiva actual, y lo compara un poco con el sensus divinitatis, de Plantinga, ya que si existe un Dios tal y como lo conceptúa el creyente religioso, habrá una tendencia natural a creer en él, y esto no sería nada extraño si fundamos la creencia de Dios en signos naturales. Estos signos naturales, aun sin construir argumentos, habrían sido accesibles ya al hombre primitivo y esto habría ido construyendo una tendencia ancestral hacia lo religioso, como hoy parece haberse constatado en neurología (neuroteología).
Pienso que la extensa exposición de Evans, informando de las cuestiones epistemológicas de los signos naturales es fundamental, aunque no sea suficiente, para valorar el alcance de lo que viene a continuación expuesto por el autor en lo que sigue.
Argumentos cosmológicos: el asombro cósmico
Hace Evans en este lugar un sencillo bosquejo de los argumentos cosmológicos, con el fin de ir aislando y mostrando la plausibilidad del correspondiente signo natural, que “yace” en el núcleo de los mismos. Recuerda las diversas formas y repara en aquello que tienen en común. Los agrupa en los que corresponden a una particularidad, de la que parten, o al todo.
Aborda a Santo Tomás y a Leibniz, y se detiene en los argumentos causales y de razón, temporales y no temporales; también se ocupa de los inductivos y deductivos. Daré solo una brevísima información general, porque los supongo conocidos de los lectores de esta sección de Tendencias21, y por razones de espacio.
Por supuesto, hace una referencia a las Cinco Vías de Santo Tomás, del que dice que no empieza con la existencia del universo, sino con afirmaciones tales como las siguientes: “Es cierto, y evidente, para nuestros sentidos, que en el mundo algunas cosas están en movimiento”, “encontramos en la naturaleza cosas que son posibles de ser y no ser”, y hace un análisis de la estructura de sus argumentos. Explica el principio de razón suficiente de Leibniz, con base en que debe haber una razón suficiente para todo lo que existe, porque todo lo que conocemos en la naturaleza es contingente, y exige una razón que explique su existencia. Aquí Zubiri diría que todo es contingente, menos la existencia de la contingencia que se presenta como necesaria. Mientras los argumentos de Leibniz parten del todo, los de Santo Tomás lo hacen de la parte, resalta Evans.
Los argumentos causales son de “primera causa” (first-cause), que dan razón de Dios como la causa originaria del universo, mientras los de razón (explicación) dan razón de Dios como recurso a una explicación última de los objetos contingentes en el universo considerado un todo. Insiste Evans, afirmando que “nosotros creemos que los eventos tienen causas precisamente porque creemos que ellos tienen explicaciones, y dar la causa de un evento es dar un tipo de explicación que se considera apropiada para los eventos en el mundo natural” [6].
Aborda, en el marco de lo afirmado como temporal o no temporal del universo, tanto su comienzo en el tiempo como su infinita vejez. La causa del comienzo de todo existir es, evidentemente, anterior a éste. El argumento que se funda en este elemental aserto parece que se llama Kalam, cuya denominación procede de los filósofos arábigos. Estos argumentos, según afirma Evans, los temporales y no temporales, tienen diferente fortaleza y debilidad: un argumento temporal requiere una forma débil de una causa principal. William Lane Craig, citado por el autor en este lugar, defiende la aseveración de que el universo tuvo un principio, en estos dos supuestos:
1º.- Series infinitas actuales, como opuestas a series potencialmente infinitas, es imposible; pero el universo infinitamente viejo necesita la existencia de tales series infinitas.
2º.- Hay fundamentos empíricos, tales como la postulación de un “Big Bang” de la cosmología actual, para creer que el universo tuvo un comienzo.
Sin embargo, en cualquiera de los casos, y cualquiera que sea la vejez del universo, no se puede eludir una explicación, aún en la hipótesis de que siempre haya existido.
Restan los argumentos deductivos y los inductivos, sobre los cuales nos quedamos con las siguientes afirmaciones del autor: en los deductivos, las premisas vinculan a la conclusión, y si ellas son verdaderas también lo es ésta. Pero debe evitarse la equivocación de igualar la noción de argumento deductivo a favor de la existencia de Dios con la noción de prueba, puesto que un argumento no calificado como prueba puede tener aún gran valor epistémico [7]. Y Swinburne rechaza el argumento deductivo porque “parece coherente suponer que existe un universo físico complejo pero no Dios” [8]. ¿Implica esto que pueda ser una deducción no válida ir desde la existencia de tal universo a deducir la existencia de Dios? No parece correcta la implicación, puesto que un universo tan complejo, que ya tenemos, está exigiendo la explicación de su existencia, y ésta podría no necesitar a Dios.
Se pregunta el autor por qué los argumentos son inconcluyentes, universalmente, y se contesta que siempre pueden incluir algún elemento que sea rechazable, y no se trata aquí de que sean más convincentes para unas personas que para otras; es que fallan como pruebas conclusivas. Todos parten de premisas que parecen menos ciertas. Pongamos un ejemplo de Aquino: Que las cosas que se mueven necesitan una causa fuera de ellas mismas, pudiera ser un hecho bruto, y ante esta posibilidad hay que pensar que pudiera ser también hecho bruto que ciertas cosas cambien en el modo que ellas lo hacen.
La afirmación de Swinburne de que si el argumento aumenta la probabilidad de que Dios existe, pero sin explicar exactamente cuánto aumenta esa probabilidad, no es fácil determinar que sea más probable la existencia de Dios o su no existencia. Sin embargo, si pensamos que el argumento se apoya en un signo natural, teniendo en cuenta los Principios de Accesibilidad y Resistencia, aludidos más arriba, algo como la conclusión de Swinburne es exactamente lo que se espera en este contexto epistemológico.
Evans, después de todo esto, pasa a exponer algo sumamente interesante; yo diría que es lo fundamental en relación a su tesis. Como dejamos dicho, en el fondo de todos los argumentos, y los cosmológicos no son excepción, subyace una cierta experiencia del mundo o de los objetos en el mundo, en la que son percibidos como misteriosos o enigmáticos (as mysterious or puzzling), lo que induce a pedir alguna explicación.
Es lo que llama asombro cósmico, porque la complejidad del universo, y su misterio, la podemos percibir todos los humanos, más o menos, y cuando intentamos explicarlo nos encontramos con un enigma, con un universo sorprendente, y luego nos vamos haciendo con las características de ese universo como fundamento de la percepción, que es inmediata y primaria.
En esta situación, los argumentos cosmológicos vienen a ser intentos reflexivos de escoger (to pick out) esas características, que requieren una explicación. Para Aquino, una de esas características es que los objetos en el universo cambian o están en movimiento (Primera Vía), o son contingentes (Tercera Vía). El planteamiento de que el universo tiene un principio inspira relatos acerca de su origen.
En todo caso, para el autor lo esencial está implícito en ese “asombro cósmico”, porque el mundo es contingente y tiene que haber otra manera de existir, una realidad con un asidero más profundo y firme en la existencia que las cosas de nuestro alrededor. Y esto, en cuanto signo natural, debe conducir a la concepción de la cosa de la que es signo y, consiguientemente, a la creencia en la realidad de esa cosa [9].
Considerado el “asombro cósmico” un signo natural que lleva a Dios, viene a ser como una carta de llamada (calling card), que refleja el trabajo creativo del propio Dios. Y reparemos en que este signo no produce sólo la creencia en Dios, sino que hace esto porque Dios creó un universo contingente y dio a los humanos un sentido natural para el asombro en su encuentro con ese universo. En cuanto tal signo que lleva a Dios, este asombro puede parecer vago y poco poderoso, y justamente por eso puede ser algo rechazado, también, aplicando el Principio de Fácil Resistibilidad. Filosóficamente, en todo caso, no se debe prescindir de nuestra experiencia del “asombro cósmico” como algo insignificante. Ya Aristóteles nos dejó dicho que la Filosofía empezaba por ahí, por la admiración.
Por supuesto, el autor parte siempre de que los signos naturales teístas no son irresistibles, son sujetos a modificación e, incluso, supresión, a la luz de otras experiencias y otras creencias; pero si uno acepta la afirmación de que el universo físico tuvo un principio, y hay buenas razones empíricas para pensar esto así, entonces los argumentos temporales, como los de Craig, son interesantes.
Parece que hay filósofos que consideran que la pregunta acerca de “por qué hay algo y no más bien nada” es lo más profundo que puede ser preguntado, que podría ser inspirada por el mismo asombro cósmico, porque éste se ve como ocupando el fondo puro de que algo debe existir. Sin embargo, si esto fuese así, como afirman algunos críticos, cabe pensar que la existencia de Dios no tiene poder para resolver la cuestión, ya que Dios es un ser, es decir, una cosa más que debe ser explicada; pero Evans sale al paso de esta crítica arguyendo que el “ser” de Dios es “necesario”, y por eso su existencia no es sorprendente o misteriosa, del mismo modo que lo es lo finito. Y si Dios fuese esa Realidad Absolutamente Absoluta, de Zubiri, la crítica ya no podría plantearse, o, por lo menos, en estos términos. En definitiva, Dios existe precisamente porque su existencia es necesaria: en términos clásicos, su esencia conlleva su existencia.
Para este profesor el asombro cósmico es lo que motiva los argumentos cosmológicos y es la misma evidencia de que nuestra experiencia del universo natural como contingente, que es lo que conduce a las personas en la dirección de Dios, lleva a la opción teísta. Paul Williams, especializado en la filosofía budista, escribe Evans que, después de 20 años practicando Budismo, convertido al catolicismo, tiene una abertura exploratoria (an exploratory gap), por la que salió al encuentro de la pregunta “por qué hay algo más bien que nada”, y lo que encuentra es la existencia de un ser necesario, y compara la pregunta con lo que el Zen Budista llama kôan.
Omito en este lugar las referencias al teólogo Federico Schleiermachen, a J.C. Smart, que refuta el argumento cosmológico en su obra “Our Place in the Universe” y a Albert Camus.
Hace Evans en este lugar un sencillo bosquejo de los argumentos cosmológicos, con el fin de ir aislando y mostrando la plausibilidad del correspondiente signo natural, que “yace” en el núcleo de los mismos. Recuerda las diversas formas y repara en aquello que tienen en común. Los agrupa en los que corresponden a una particularidad, de la que parten, o al todo.
Aborda a Santo Tomás y a Leibniz, y se detiene en los argumentos causales y de razón, temporales y no temporales; también se ocupa de los inductivos y deductivos. Daré solo una brevísima información general, porque los supongo conocidos de los lectores de esta sección de Tendencias21, y por razones de espacio.
Por supuesto, hace una referencia a las Cinco Vías de Santo Tomás, del que dice que no empieza con la existencia del universo, sino con afirmaciones tales como las siguientes: “Es cierto, y evidente, para nuestros sentidos, que en el mundo algunas cosas están en movimiento”, “encontramos en la naturaleza cosas que son posibles de ser y no ser”, y hace un análisis de la estructura de sus argumentos. Explica el principio de razón suficiente de Leibniz, con base en que debe haber una razón suficiente para todo lo que existe, porque todo lo que conocemos en la naturaleza es contingente, y exige una razón que explique su existencia. Aquí Zubiri diría que todo es contingente, menos la existencia de la contingencia que se presenta como necesaria. Mientras los argumentos de Leibniz parten del todo, los de Santo Tomás lo hacen de la parte, resalta Evans.
Los argumentos causales son de “primera causa” (first-cause), que dan razón de Dios como la causa originaria del universo, mientras los de razón (explicación) dan razón de Dios como recurso a una explicación última de los objetos contingentes en el universo considerado un todo. Insiste Evans, afirmando que “nosotros creemos que los eventos tienen causas precisamente porque creemos que ellos tienen explicaciones, y dar la causa de un evento es dar un tipo de explicación que se considera apropiada para los eventos en el mundo natural” [6].
Aborda, en el marco de lo afirmado como temporal o no temporal del universo, tanto su comienzo en el tiempo como su infinita vejez. La causa del comienzo de todo existir es, evidentemente, anterior a éste. El argumento que se funda en este elemental aserto parece que se llama Kalam, cuya denominación procede de los filósofos arábigos. Estos argumentos, según afirma Evans, los temporales y no temporales, tienen diferente fortaleza y debilidad: un argumento temporal requiere una forma débil de una causa principal. William Lane Craig, citado por el autor en este lugar, defiende la aseveración de que el universo tuvo un principio, en estos dos supuestos:
1º.- Series infinitas actuales, como opuestas a series potencialmente infinitas, es imposible; pero el universo infinitamente viejo necesita la existencia de tales series infinitas.
2º.- Hay fundamentos empíricos, tales como la postulación de un “Big Bang” de la cosmología actual, para creer que el universo tuvo un comienzo.
Sin embargo, en cualquiera de los casos, y cualquiera que sea la vejez del universo, no se puede eludir una explicación, aún en la hipótesis de que siempre haya existido.
Restan los argumentos deductivos y los inductivos, sobre los cuales nos quedamos con las siguientes afirmaciones del autor: en los deductivos, las premisas vinculan a la conclusión, y si ellas son verdaderas también lo es ésta. Pero debe evitarse la equivocación de igualar la noción de argumento deductivo a favor de la existencia de Dios con la noción de prueba, puesto que un argumento no calificado como prueba puede tener aún gran valor epistémico [7]. Y Swinburne rechaza el argumento deductivo porque “parece coherente suponer que existe un universo físico complejo pero no Dios” [8]. ¿Implica esto que pueda ser una deducción no válida ir desde la existencia de tal universo a deducir la existencia de Dios? No parece correcta la implicación, puesto que un universo tan complejo, que ya tenemos, está exigiendo la explicación de su existencia, y ésta podría no necesitar a Dios.
Se pregunta el autor por qué los argumentos son inconcluyentes, universalmente, y se contesta que siempre pueden incluir algún elemento que sea rechazable, y no se trata aquí de que sean más convincentes para unas personas que para otras; es que fallan como pruebas conclusivas. Todos parten de premisas que parecen menos ciertas. Pongamos un ejemplo de Aquino: Que las cosas que se mueven necesitan una causa fuera de ellas mismas, pudiera ser un hecho bruto, y ante esta posibilidad hay que pensar que pudiera ser también hecho bruto que ciertas cosas cambien en el modo que ellas lo hacen.
La afirmación de Swinburne de que si el argumento aumenta la probabilidad de que Dios existe, pero sin explicar exactamente cuánto aumenta esa probabilidad, no es fácil determinar que sea más probable la existencia de Dios o su no existencia. Sin embargo, si pensamos que el argumento se apoya en un signo natural, teniendo en cuenta los Principios de Accesibilidad y Resistencia, aludidos más arriba, algo como la conclusión de Swinburne es exactamente lo que se espera en este contexto epistemológico.
Evans, después de todo esto, pasa a exponer algo sumamente interesante; yo diría que es lo fundamental en relación a su tesis. Como dejamos dicho, en el fondo de todos los argumentos, y los cosmológicos no son excepción, subyace una cierta experiencia del mundo o de los objetos en el mundo, en la que son percibidos como misteriosos o enigmáticos (as mysterious or puzzling), lo que induce a pedir alguna explicación.
Es lo que llama asombro cósmico, porque la complejidad del universo, y su misterio, la podemos percibir todos los humanos, más o menos, y cuando intentamos explicarlo nos encontramos con un enigma, con un universo sorprendente, y luego nos vamos haciendo con las características de ese universo como fundamento de la percepción, que es inmediata y primaria.
En esta situación, los argumentos cosmológicos vienen a ser intentos reflexivos de escoger (to pick out) esas características, que requieren una explicación. Para Aquino, una de esas características es que los objetos en el universo cambian o están en movimiento (Primera Vía), o son contingentes (Tercera Vía). El planteamiento de que el universo tiene un principio inspira relatos acerca de su origen.
En todo caso, para el autor lo esencial está implícito en ese “asombro cósmico”, porque el mundo es contingente y tiene que haber otra manera de existir, una realidad con un asidero más profundo y firme en la existencia que las cosas de nuestro alrededor. Y esto, en cuanto signo natural, debe conducir a la concepción de la cosa de la que es signo y, consiguientemente, a la creencia en la realidad de esa cosa [9].
Considerado el “asombro cósmico” un signo natural que lleva a Dios, viene a ser como una carta de llamada (calling card), que refleja el trabajo creativo del propio Dios. Y reparemos en que este signo no produce sólo la creencia en Dios, sino que hace esto porque Dios creó un universo contingente y dio a los humanos un sentido natural para el asombro en su encuentro con ese universo. En cuanto tal signo que lleva a Dios, este asombro puede parecer vago y poco poderoso, y justamente por eso puede ser algo rechazado, también, aplicando el Principio de Fácil Resistibilidad. Filosóficamente, en todo caso, no se debe prescindir de nuestra experiencia del “asombro cósmico” como algo insignificante. Ya Aristóteles nos dejó dicho que la Filosofía empezaba por ahí, por la admiración.
Por supuesto, el autor parte siempre de que los signos naturales teístas no son irresistibles, son sujetos a modificación e, incluso, supresión, a la luz de otras experiencias y otras creencias; pero si uno acepta la afirmación de que el universo físico tuvo un principio, y hay buenas razones empíricas para pensar esto así, entonces los argumentos temporales, como los de Craig, son interesantes.
Parece que hay filósofos que consideran que la pregunta acerca de “por qué hay algo y no más bien nada” es lo más profundo que puede ser preguntado, que podría ser inspirada por el mismo asombro cósmico, porque éste se ve como ocupando el fondo puro de que algo debe existir. Sin embargo, si esto fuese así, como afirman algunos críticos, cabe pensar que la existencia de Dios no tiene poder para resolver la cuestión, ya que Dios es un ser, es decir, una cosa más que debe ser explicada; pero Evans sale al paso de esta crítica arguyendo que el “ser” de Dios es “necesario”, y por eso su existencia no es sorprendente o misteriosa, del mismo modo que lo es lo finito. Y si Dios fuese esa Realidad Absolutamente Absoluta, de Zubiri, la crítica ya no podría plantearse, o, por lo menos, en estos términos. En definitiva, Dios existe precisamente porque su existencia es necesaria: en términos clásicos, su esencia conlleva su existencia.
Para este profesor el asombro cósmico es lo que motiva los argumentos cosmológicos y es la misma evidencia de que nuestra experiencia del universo natural como contingente, que es lo que conduce a las personas en la dirección de Dios, lleva a la opción teísta. Paul Williams, especializado en la filosofía budista, escribe Evans que, después de 20 años practicando Budismo, convertido al catolicismo, tiene una abertura exploratoria (an exploratory gap), por la que salió al encuentro de la pregunta “por qué hay algo más bien que nada”, y lo que encuentra es la existencia de un ser necesario, y compara la pregunta con lo que el Zen Budista llama kôan.
Omito en este lugar las referencias al teólogo Federico Schleiermachen, a J.C. Smart, que refuta el argumento cosmológico en su obra “Our Place in the Universe” y a Albert Camus.
C. Stephen Evans. Fuente: Universidad de Baylor.
Argumentos teleológicos: orden beneficioso
Corresponde al capítulo 4 de la obra que comento, y en él, su autor, aborda lo relativo al signo natural teísta, que, como sabemos, está en el núcleo de los argumentos denominados “teleológicos” o del “diseño”. La información que suministran estos argumentos, en opinión del autor, es más grande que la del asombro cósmico.
La Quinta Vía de Santo Tomás se incluye aquí: vemos cosas que carecen de conocimiento y actúan por un fin, obteniendo así el mejor resultado. Pero lo que carece de conocimiento no puede moverse por sí mismo hacia un fin, al menos que sea dirigido por un ser dotado de conocimiento. Este ser es Dios, que conduce todas las cosas a su fin. Aquino aquí no empieza tampoco por el universo, sino por objetos particulares en el mundo, insiste Evans.
El mundo natural nos ofrece un diseño ordenado, que viene a ser lo que hace posible un buen resultado. Estamos, pues, en presencia de un orden beneficioso. En el libro, este argumento está reducido al siguiente silogismo, para facilitar su análisis epistemológico:
1.-Hay muchos ejemplos de un orden beneficioso en la naturaleza.
2.-El orden beneficioso es el resultado de un diseñador inteligente.
3.-El mundo natural es (al menos parcialmente) el resultado de un diseñador inteligente. La premisa (2) es atacada, y el autor la sustituyó por ésta:
4.- El designio es el resultado de un propósito inteligente. Pero también se ataca la premisa (1), porque… ¿cómo sabemos que los ejemplos de orden beneficioso, que observamos en la naturaleza, son genuinos ejemplos de diseño?
Sin embargo, la segunda premisa puede ser protegida apelando a la experiencia de entidades análogas que manifiestan un orden beneficioso y que sabemos que es fruto del trabajo de un diseñador, o diseñadores, inteligente. La analogía está trabada entre los objetos de la naturaleza y los artefactos humanos. Es el caso del reloj de Paley.
Nos trae aquí el autor las críticas de Hume y Kant, de las que nos permitimos prescindir de su extensión y, además, porque suelen ser bastante bien conocidas por los teólogos y filósofos. Sin embargo, por el enfoque dirigido a la tesis del autor, marcan un cierto matiz.
Hume afirma algo que es relevante: que la analogía entre el universo y los artefactos es débil, y hace que una inferencia de que la causa del universo es semejante a la causa de los artefactos no es fiable [11]. Pero Evans matiza que este argumento no se apoya en la analogía entre el universo como un todo y los artefactos humanos, sino en la afirmación de que el orden observado en la naturaleza como beneficial es él mismo la inmediata evidencia de un diseño.
De tres opciones que se presentan para el proponente del diseño, la tercera es presentada como más fuerte: aceptar el darwinismo como la mejor explicación científica del desarrollo del orden beneficial, mas arguyendo que esta explicación es aún incompleta, y alegando que Dios escogió el proceso evolutivo para realizar los fines que se propuso, aunque la crítica al argumento contestaría que carecemos de evidencias de que eso fuese así.
Trae a la reflexión también Evans el famoso “argumento del ajuste fino” (fine-tuning). Lo anuncia así: el orden del universo natural – sus leyes – es un hecho bruto, y si estas leyes y las constantes físicas que gobiernan el universo no fuesen así no habría sistemas de vida. He aquí el conocido Principio Antrópico: el universo parece apuntar al desarrollo de los humanos. Así este principio parece compatible con el argumento del diseño. Sin embargo, el no-creyente puede argüir que no estamos en presencia de ninguna sorpresa, pues el universo debe tener las características adecuadas para que nosotros estemos aquí y lo conozcamos.
Se pregunta, implícitamente, Evans si todo esto es suficiente para calmar nuestro sentido del misterio y la sorpresa de que el universo está finamente ajustado para la vida. Y afirma que si se trata de un signo natural teísta, la cosa cambia, porque éste debe ser algo accesible, algo que los humanos han observado a través de las culturas y de los tiempos, no sólo el resultado de un mero descubrimiento científico.
Toma presencia también el problema del mal, en el que el no-creyente puede apoyarse. El autor reconoce que la existencia del mal y del sufrimiento proporciona evidencia contra la creencia en Dios y puede superar una evidencia positiva obtenida mediante signos naturales. Sin embargo, dice que esta posibilidad por sí misma no muestra que no haya signos naturales que conduzcan a la realidad de Dios [12].
Conviene señalar la importancia de que haya una disposición natural a hacerse consciente de esta realidad y a formar una creencia sobre ella, como funciones esenciales del signo natural teísta, añadiendo que si Dios no existe no puede haber una relación causal entre un Dios que no existe y el sufrimiento, ni tiene ningún sentido pensar y afirmar que éste produce no-creencia.
Después de todos estos razonamientos, y muchos otros que no podemos traer a este trabajo, incluidas, de nuevo aquí, las críticas de Kant y Hume a los argumentos, no al asombro, con el que reconocen bien relacionada la creencia, y que por extenso vienen un poco más adelante, Evans se pregunta por qué tenemos que pensar que el orden beneficioso es, de hecho, un signo natural de Dios, y contesta que “quizá el argumento más fuerte que puede ser dado para esto es simplemente la apelación a la misma experiencia.
No es un accidente que la gente a menudo tenga un encuentro con el mundo natural que sea en algún modo “espiritual” y que estas experiencias del mundo natural frecuentemente parezcan producir, de manera perfectamente espontánea, una creencia de que alguna clase de propósito inteligente se halla más allá de la belleza y el orden que nosotros encontramos en la naturaleza” [13]. Y este orden benéfico tiene todas las características de un signo natural: Es accesible y, a la vez, resistible.
Por esto, no tiene que ser justamente el caso de un creyente religioso, sino también de un no-creyente. Precisamente en la cultura occidental contemporánea estas experiencias suelen tener cierta relevancia, con unas perspectivas penetrantes, aunque muchos intelectuales se libren de esa actitud y resistan, por más que sientan el impulso del signo con cierta evidencia. Trae aquí Evans el testimonio de Lewis Thomas, un distinguido físico que escribe movido por las ciencias y muchas otras cosas, y dice que no puede hacer la paz con la doctrina de la casualidad [14]. No puede este físico dejar de sentir que el mundo natural, lleno de organismos, que parecen perfectamente diseñados y unidos unos con otros en intrincados y maravillosos modos, no es nada accidental. Decir que tal mundo es el resultado de unas casualidades le parece absurdo, y aún no puede considerar de modo serio la clase de mundo religioso visto desde su experiencia.
Argumentos morales: sus signos naturales
Divide Evans los argumentos morales en teóricos y prácticos. Los primeros, los teóricos, empiezan con una clase de hechos reputados, tales como afirmar que los humanos están moralmente obligados a actuar de cierto modo, lo que requiere una explicación que suministra Dios. Los prácticos tienen una estructura lógica diferente, como los de Kant, quien afirma que un agente moral racional apunta al “bien supremo”, un fin que estamos obligados a buscar practicando el deber en cuanto deber.
Los argumentos morales fueron defendidos por pensadores como el cardenal Newman, Hastings Rashdall, A. E. Taylor, Austin, etc. El autor señala la obra “Mere Christianity”, muy popularizada y distribuida durante la Segunda Guerra Mundial y hace un interesante comentario de la novela de Dostoevsky, “Los Hermanos Karamanzov”. Explicita el argumento moral, dándole forma silogística, así:
1º.- Si hay deberes morales objetivamente obligatorios, entonces Dios existe.
2º.- Hay objetivamente deberes morales obligatorios.
3º.- (Probablemente) Dios existe.
Se pueden discutir las premisas; pero Evans no defiende el argumento moral, sino que, como en otros casos, lo único que pretende es hallar en él un signo natural teísta, que en estos argumentos considera de especial fortaleza. Se plantea si hay objetivamente acciones morales obligatorias, puesto que si no hay deberes morales obligatorios el silogismo falla. Cita a Nieztsche como un ejemplo de los filósofos que rechazan la premisa 2. Insiste en que nuestra experiencia moral nos sugiere que algunos actos están mal y otros realmente bien, y que, aunque esta experiencia está lejos de ser una prueba y que haya deberes objetivos pueda ser objeto de discusión, lo que está claro es que se trata de una creencia muy razonable.
Los críticos pueden dudar de que esa afirmación de los deberes morales requiera a Dios como su fundamento, y lo pueden hacer de dos maneras: manteniendo que los deberes morales no requieren en absoluto ningún fundamento o aceptando que sí, requieren un fundamento que los explique, sin que sea necesariamente Dios.
Ciertamente los defensores no lo tienen fácil, porque deben empezar por defender que los deberes morales demandan alguna clase de explicación, y se encuentran también con que las explicaciones no-teístas propuestas son inadecuadas, y, como son innumerables, la tarea es ardua. Analiza las tres posibilidades de explicación natural de los deberes morales: demostrar como los deberes naturales vinculados al ser humano pueden explicarse por la biología y la psicología, por un acuerdo social o contrato entre personas humanas y la estrategia kantiana como una clase de demanda que los humanos, como seres racionales, se hacen a sí mismos.
Por supuesto, no podemos seguir la extensa e interesante exposición. Y tampoco las teorías de la propia (auto)legislación, que, como es sabido, es la perspectiva de Kant, conocida, pero seguramente no tanto por el matiz que reciben en este trabajo de Evans. Cabe recordar la interesante aportación de Christine Korsgaard, quien afirma que nuestra identidad, esencialmente, como seres morales está más allá de nuestras identidades particulares prácticas, y este reconocimiento lo valora nuestro filósofo como un signo natural teísta.
Los argumentos morales no son prueba de la existencia de Dios; pero tienen una fuerza que “yace” en los signos naturales teístas, y se resaltan dos: Nuestra experiencia de nosotros mismos como seres responsables moralmente y nuestra percepción de una dignidad y valor especial de las persona humanas. El primer tipo exige una obligación que, si resulta ser una realidad objetiva, se puede argüir que este signo, como una expresión facial de Reid, es algo percibido como un signo de algo más. En cuanto al segundo tipo, piensa Evans que es plausible considerarlo como una percepción de una característica actual del mundo: seres humanos como poseyendo ciertas cualidades, y, en este sentido, nuestra conciencia de los humanos como portadores de este valor especial es el signo. La extensa dedicación del autor a estos dos signos, lamentablemente tampoco se puede traer aquí, pero sí dejar constancia de su relevante interés.
Corresponde al capítulo 4 de la obra que comento, y en él, su autor, aborda lo relativo al signo natural teísta, que, como sabemos, está en el núcleo de los argumentos denominados “teleológicos” o del “diseño”. La información que suministran estos argumentos, en opinión del autor, es más grande que la del asombro cósmico.
La Quinta Vía de Santo Tomás se incluye aquí: vemos cosas que carecen de conocimiento y actúan por un fin, obteniendo así el mejor resultado. Pero lo que carece de conocimiento no puede moverse por sí mismo hacia un fin, al menos que sea dirigido por un ser dotado de conocimiento. Este ser es Dios, que conduce todas las cosas a su fin. Aquino aquí no empieza tampoco por el universo, sino por objetos particulares en el mundo, insiste Evans.
El mundo natural nos ofrece un diseño ordenado, que viene a ser lo que hace posible un buen resultado. Estamos, pues, en presencia de un orden beneficioso. En el libro, este argumento está reducido al siguiente silogismo, para facilitar su análisis epistemológico:
1.-Hay muchos ejemplos de un orden beneficioso en la naturaleza.
2.-El orden beneficioso es el resultado de un diseñador inteligente.
3.-El mundo natural es (al menos parcialmente) el resultado de un diseñador inteligente. La premisa (2) es atacada, y el autor la sustituyó por ésta:
4.- El designio es el resultado de un propósito inteligente. Pero también se ataca la premisa (1), porque… ¿cómo sabemos que los ejemplos de orden beneficioso, que observamos en la naturaleza, son genuinos ejemplos de diseño?
Sin embargo, la segunda premisa puede ser protegida apelando a la experiencia de entidades análogas que manifiestan un orden beneficioso y que sabemos que es fruto del trabajo de un diseñador, o diseñadores, inteligente. La analogía está trabada entre los objetos de la naturaleza y los artefactos humanos. Es el caso del reloj de Paley.
Nos trae aquí el autor las críticas de Hume y Kant, de las que nos permitimos prescindir de su extensión y, además, porque suelen ser bastante bien conocidas por los teólogos y filósofos. Sin embargo, por el enfoque dirigido a la tesis del autor, marcan un cierto matiz.
Hume afirma algo que es relevante: que la analogía entre el universo y los artefactos es débil, y hace que una inferencia de que la causa del universo es semejante a la causa de los artefactos no es fiable [11]. Pero Evans matiza que este argumento no se apoya en la analogía entre el universo como un todo y los artefactos humanos, sino en la afirmación de que el orden observado en la naturaleza como beneficial es él mismo la inmediata evidencia de un diseño.
De tres opciones que se presentan para el proponente del diseño, la tercera es presentada como más fuerte: aceptar el darwinismo como la mejor explicación científica del desarrollo del orden beneficial, mas arguyendo que esta explicación es aún incompleta, y alegando que Dios escogió el proceso evolutivo para realizar los fines que se propuso, aunque la crítica al argumento contestaría que carecemos de evidencias de que eso fuese así.
Trae a la reflexión también Evans el famoso “argumento del ajuste fino” (fine-tuning). Lo anuncia así: el orden del universo natural – sus leyes – es un hecho bruto, y si estas leyes y las constantes físicas que gobiernan el universo no fuesen así no habría sistemas de vida. He aquí el conocido Principio Antrópico: el universo parece apuntar al desarrollo de los humanos. Así este principio parece compatible con el argumento del diseño. Sin embargo, el no-creyente puede argüir que no estamos en presencia de ninguna sorpresa, pues el universo debe tener las características adecuadas para que nosotros estemos aquí y lo conozcamos.
Se pregunta, implícitamente, Evans si todo esto es suficiente para calmar nuestro sentido del misterio y la sorpresa de que el universo está finamente ajustado para la vida. Y afirma que si se trata de un signo natural teísta, la cosa cambia, porque éste debe ser algo accesible, algo que los humanos han observado a través de las culturas y de los tiempos, no sólo el resultado de un mero descubrimiento científico.
Toma presencia también el problema del mal, en el que el no-creyente puede apoyarse. El autor reconoce que la existencia del mal y del sufrimiento proporciona evidencia contra la creencia en Dios y puede superar una evidencia positiva obtenida mediante signos naturales. Sin embargo, dice que esta posibilidad por sí misma no muestra que no haya signos naturales que conduzcan a la realidad de Dios [12].
Conviene señalar la importancia de que haya una disposición natural a hacerse consciente de esta realidad y a formar una creencia sobre ella, como funciones esenciales del signo natural teísta, añadiendo que si Dios no existe no puede haber una relación causal entre un Dios que no existe y el sufrimiento, ni tiene ningún sentido pensar y afirmar que éste produce no-creencia.
Después de todos estos razonamientos, y muchos otros que no podemos traer a este trabajo, incluidas, de nuevo aquí, las críticas de Kant y Hume a los argumentos, no al asombro, con el que reconocen bien relacionada la creencia, y que por extenso vienen un poco más adelante, Evans se pregunta por qué tenemos que pensar que el orden beneficioso es, de hecho, un signo natural de Dios, y contesta que “quizá el argumento más fuerte que puede ser dado para esto es simplemente la apelación a la misma experiencia.
No es un accidente que la gente a menudo tenga un encuentro con el mundo natural que sea en algún modo “espiritual” y que estas experiencias del mundo natural frecuentemente parezcan producir, de manera perfectamente espontánea, una creencia de que alguna clase de propósito inteligente se halla más allá de la belleza y el orden que nosotros encontramos en la naturaleza” [13]. Y este orden benéfico tiene todas las características de un signo natural: Es accesible y, a la vez, resistible.
Por esto, no tiene que ser justamente el caso de un creyente religioso, sino también de un no-creyente. Precisamente en la cultura occidental contemporánea estas experiencias suelen tener cierta relevancia, con unas perspectivas penetrantes, aunque muchos intelectuales se libren de esa actitud y resistan, por más que sientan el impulso del signo con cierta evidencia. Trae aquí Evans el testimonio de Lewis Thomas, un distinguido físico que escribe movido por las ciencias y muchas otras cosas, y dice que no puede hacer la paz con la doctrina de la casualidad [14]. No puede este físico dejar de sentir que el mundo natural, lleno de organismos, que parecen perfectamente diseñados y unidos unos con otros en intrincados y maravillosos modos, no es nada accidental. Decir que tal mundo es el resultado de unas casualidades le parece absurdo, y aún no puede considerar de modo serio la clase de mundo religioso visto desde su experiencia.
Argumentos morales: sus signos naturales
Divide Evans los argumentos morales en teóricos y prácticos. Los primeros, los teóricos, empiezan con una clase de hechos reputados, tales como afirmar que los humanos están moralmente obligados a actuar de cierto modo, lo que requiere una explicación que suministra Dios. Los prácticos tienen una estructura lógica diferente, como los de Kant, quien afirma que un agente moral racional apunta al “bien supremo”, un fin que estamos obligados a buscar practicando el deber en cuanto deber.
Los argumentos morales fueron defendidos por pensadores como el cardenal Newman, Hastings Rashdall, A. E. Taylor, Austin, etc. El autor señala la obra “Mere Christianity”, muy popularizada y distribuida durante la Segunda Guerra Mundial y hace un interesante comentario de la novela de Dostoevsky, “Los Hermanos Karamanzov”. Explicita el argumento moral, dándole forma silogística, así:
1º.- Si hay deberes morales objetivamente obligatorios, entonces Dios existe.
2º.- Hay objetivamente deberes morales obligatorios.
3º.- (Probablemente) Dios existe.
Se pueden discutir las premisas; pero Evans no defiende el argumento moral, sino que, como en otros casos, lo único que pretende es hallar en él un signo natural teísta, que en estos argumentos considera de especial fortaleza. Se plantea si hay objetivamente acciones morales obligatorias, puesto que si no hay deberes morales obligatorios el silogismo falla. Cita a Nieztsche como un ejemplo de los filósofos que rechazan la premisa 2. Insiste en que nuestra experiencia moral nos sugiere que algunos actos están mal y otros realmente bien, y que, aunque esta experiencia está lejos de ser una prueba y que haya deberes objetivos pueda ser objeto de discusión, lo que está claro es que se trata de una creencia muy razonable.
Los críticos pueden dudar de que esa afirmación de los deberes morales requiera a Dios como su fundamento, y lo pueden hacer de dos maneras: manteniendo que los deberes morales no requieren en absoluto ningún fundamento o aceptando que sí, requieren un fundamento que los explique, sin que sea necesariamente Dios.
Ciertamente los defensores no lo tienen fácil, porque deben empezar por defender que los deberes morales demandan alguna clase de explicación, y se encuentran también con que las explicaciones no-teístas propuestas son inadecuadas, y, como son innumerables, la tarea es ardua. Analiza las tres posibilidades de explicación natural de los deberes morales: demostrar como los deberes naturales vinculados al ser humano pueden explicarse por la biología y la psicología, por un acuerdo social o contrato entre personas humanas y la estrategia kantiana como una clase de demanda que los humanos, como seres racionales, se hacen a sí mismos.
Por supuesto, no podemos seguir la extensa e interesante exposición. Y tampoco las teorías de la propia (auto)legislación, que, como es sabido, es la perspectiva de Kant, conocida, pero seguramente no tanto por el matiz que reciben en este trabajo de Evans. Cabe recordar la interesante aportación de Christine Korsgaard, quien afirma que nuestra identidad, esencialmente, como seres morales está más allá de nuestras identidades particulares prácticas, y este reconocimiento lo valora nuestro filósofo como un signo natural teísta.
Los argumentos morales no son prueba de la existencia de Dios; pero tienen una fuerza que “yace” en los signos naturales teístas, y se resaltan dos: Nuestra experiencia de nosotros mismos como seres responsables moralmente y nuestra percepción de una dignidad y valor especial de las persona humanas. El primer tipo exige una obligación que, si resulta ser una realidad objetiva, se puede argüir que este signo, como una expresión facial de Reid, es algo percibido como un signo de algo más. En cuanto al segundo tipo, piensa Evans que es plausible considerarlo como una percepción de una característica actual del mundo: seres humanos como poseyendo ciertas cualidades, y, en este sentido, nuestra conciencia de los humanos como portadores de este valor especial es el signo. La extensa dedicación del autor a estos dos signos, lamentablemente tampoco se puede traer aquí, pero sí dejar constancia de su relevante interés.
Deborah Kelemen. Fuente: Universidad de Boston.
Conclusiones
He de hacer constar que estas “conclusiones” no son las mías, sino las que Evans trae al capítulo sexto de su obra, y que titula así: Conclusiones: ¿Podemos Confiar en los Signos Naturales de un Dios “Oculto”? Como es evidente, un interesante colofón al que tampoco podré exponer en la extensión que desearía.
Los signos naturales teístas tratados aquí no agotan ni mucho menos los que pueden descubrirse, incluso por ateos, en ese profundo sentimiento de agradecido reconocimiento por sus vidas, que incluyen amigos, familias, un mundo lleno de bellezas y cosas que inspiran terror. Pero esa gratitud requiere estar dirigida a alguien [15].
El Principio de Amplia Accesibilidad implica que los signos naturales se difundan relativamente a través del presente cultural, con tendencia a formar creencias. El de Fácil Resistibilidad permite que la tendencia pueda ser socavada. Pero la psicóloga Deborah Kelemen sostiene que los mismos niños suelen ser “teístas intuitivos”, con propensión a una “teología promiscua”.
Aborda aquí Evans la polémica entre internalistas y externalistas. Los primeros sostienen que lo que justifica a una persona en una creencia debe ser algo interno a su conciencia, algo a lo que tenga acceso mental y que conlleve una reflexión. Los segundos niegan que la justificación deba responder a algo accesible internamente, a un estado mental, porque lo que justifica una creencia (o lo que le confiere algún valor epistemológico) son los hechos acerca de la relación entre esa persona y el mundo exterior. Una clase de externalismo es el fiabilismo, en el que se sostiene que las creencias están justificadas o adquieren un status epistemológico cuando son producidas por prácticas fiables de formación de creencias.
La pregunta acerca de cómo determinamos que la evidencia para nuestras creencias básicas justificadas es buena evidencia, también la contestan de forma diferente unos y otros. Para los internalistas el foco natural de atención se dirigirá al aspecto del fundamento de la creencia básica a la que el sujeto tiene acceso mental. En cambio, para los externalistas ese foco de atención se dirige a algún hecho acerca de la manera de cómo la creencia fue formada.
Evans, a este respecto de la disputa entre unos y otros, considera que si los signos naturales operan de manera natural, produciendo creencias básicas en Dios, parece correcto pensar que tales creencias merecen confianza, del mismo modo que la puedan merecer las que dimanan de otras facultades naturales. Y desde una perspectiva internalista, la justificación de la creencia de un creyente está comprometida con la evidencia que él pueda tener. Pero desde ambas posturas, el autor defiende que de los signos teístas naturales se puede esperar una justificación débil para esa creencia en Dios.
Tal vez sería conveniente traer también aquí los comentarios entorno a J. L. Schellenger, quien piensa que si Dios existe no debería ocultarse y que el problema del mal viene a ser un escollo para la creencia en Él. Pero este libro está más bien enfocado a los signos naturales teístas, y no a los problemas del mal.
Por otra parte, al lado de la evidencia que puede ser desarrollada en los argumentos formales, existe la evidencia adicional de las experiencias de Dios. Hay un sentido legítimo en el que formamos una creencia en Dios – viene a decirnos Evans – a través de un signo natural teísta, y que puede ser vista como un tipo de experiencia religiosa; pero se diferencia de las más directas clases de experiencias religiosas, en las que las personas sienten a Dios como un ser presente a ellos: hablándoles, confortándoles, etc.
Se ocupa también el autor de los impresionantes argumentos que han sido hechos por William Alston, Richard Swinburne, George Mavrodes y otros; pero considera más importante atender el status epistemológico de la creencia en Dios como output de los signos naturales teístas, habida cuenta de que la amplia mayoría de los que creen en Dios no son “teístas filosóficos”, sino creyentes y participantes en la religión viviente.
Y desde el punto de vista de la religión viviente, la escasa salida de la información de los signos naturales teístas no puede ser un problema, sino algo bien venido. Las mismas limitaciones de la Teología Natural pueden ser un signo que deberíamos buscar como otra fuente del conocimiento acerca de Dios.
Pienso, y esta conclusión es mía, que el contenido de la obra que ofrezco aquí, brevemente, es un coadyuvante opcional, en la incertidumbre metafísica, a favor del teísmo, sin descartar la opción legítima hacia otras posturas. Y creo que subyace a todo esto de los signos naturales ese poder de la realidad zubiriano, que se impone enigmáticamente.
En todo caso, en el contenido del libro se vislumbra un cierto esfuerzo por sacar provecho de los argumentos tradicionales “forzándolos” a suministrar elementos de juicio que sirvan para configurar otras categorías epistémicos que encajen en las corrientes de la filosofía de la religión del siglo XXI.
He de hacer constar que estas “conclusiones” no son las mías, sino las que Evans trae al capítulo sexto de su obra, y que titula así: Conclusiones: ¿Podemos Confiar en los Signos Naturales de un Dios “Oculto”? Como es evidente, un interesante colofón al que tampoco podré exponer en la extensión que desearía.
Los signos naturales teístas tratados aquí no agotan ni mucho menos los que pueden descubrirse, incluso por ateos, en ese profundo sentimiento de agradecido reconocimiento por sus vidas, que incluyen amigos, familias, un mundo lleno de bellezas y cosas que inspiran terror. Pero esa gratitud requiere estar dirigida a alguien [15].
El Principio de Amplia Accesibilidad implica que los signos naturales se difundan relativamente a través del presente cultural, con tendencia a formar creencias. El de Fácil Resistibilidad permite que la tendencia pueda ser socavada. Pero la psicóloga Deborah Kelemen sostiene que los mismos niños suelen ser “teístas intuitivos”, con propensión a una “teología promiscua”.
Aborda aquí Evans la polémica entre internalistas y externalistas. Los primeros sostienen que lo que justifica a una persona en una creencia debe ser algo interno a su conciencia, algo a lo que tenga acceso mental y que conlleve una reflexión. Los segundos niegan que la justificación deba responder a algo accesible internamente, a un estado mental, porque lo que justifica una creencia (o lo que le confiere algún valor epistemológico) son los hechos acerca de la relación entre esa persona y el mundo exterior. Una clase de externalismo es el fiabilismo, en el que se sostiene que las creencias están justificadas o adquieren un status epistemológico cuando son producidas por prácticas fiables de formación de creencias.
La pregunta acerca de cómo determinamos que la evidencia para nuestras creencias básicas justificadas es buena evidencia, también la contestan de forma diferente unos y otros. Para los internalistas el foco natural de atención se dirigirá al aspecto del fundamento de la creencia básica a la que el sujeto tiene acceso mental. En cambio, para los externalistas ese foco de atención se dirige a algún hecho acerca de la manera de cómo la creencia fue formada.
Evans, a este respecto de la disputa entre unos y otros, considera que si los signos naturales operan de manera natural, produciendo creencias básicas en Dios, parece correcto pensar que tales creencias merecen confianza, del mismo modo que la puedan merecer las que dimanan de otras facultades naturales. Y desde una perspectiva internalista, la justificación de la creencia de un creyente está comprometida con la evidencia que él pueda tener. Pero desde ambas posturas, el autor defiende que de los signos teístas naturales se puede esperar una justificación débil para esa creencia en Dios.
Tal vez sería conveniente traer también aquí los comentarios entorno a J. L. Schellenger, quien piensa que si Dios existe no debería ocultarse y que el problema del mal viene a ser un escollo para la creencia en Él. Pero este libro está más bien enfocado a los signos naturales teístas, y no a los problemas del mal.
Por otra parte, al lado de la evidencia que puede ser desarrollada en los argumentos formales, existe la evidencia adicional de las experiencias de Dios. Hay un sentido legítimo en el que formamos una creencia en Dios – viene a decirnos Evans – a través de un signo natural teísta, y que puede ser vista como un tipo de experiencia religiosa; pero se diferencia de las más directas clases de experiencias religiosas, en las que las personas sienten a Dios como un ser presente a ellos: hablándoles, confortándoles, etc.
Se ocupa también el autor de los impresionantes argumentos que han sido hechos por William Alston, Richard Swinburne, George Mavrodes y otros; pero considera más importante atender el status epistemológico de la creencia en Dios como output de los signos naturales teístas, habida cuenta de que la amplia mayoría de los que creen en Dios no son “teístas filosóficos”, sino creyentes y participantes en la religión viviente.
Y desde el punto de vista de la religión viviente, la escasa salida de la información de los signos naturales teístas no puede ser un problema, sino algo bien venido. Las mismas limitaciones de la Teología Natural pueden ser un signo que deberíamos buscar como otra fuente del conocimiento acerca de Dios.
Pienso, y esta conclusión es mía, que el contenido de la obra que ofrezco aquí, brevemente, es un coadyuvante opcional, en la incertidumbre metafísica, a favor del teísmo, sin descartar la opción legítima hacia otras posturas. Y creo que subyace a todo esto de los signos naturales ese poder de la realidad zubiriano, que se impone enigmáticamente.
En todo caso, en el contenido del libro se vislumbra un cierto esfuerzo por sacar provecho de los argumentos tradicionales “forzándolos” a suministrar elementos de juicio que sirvan para configurar otras categorías epistémicos que encajen en las corrientes de la filosofía de la religión del siglo XXI.
Notas y bibliografía:
[1] C. Stepheen Evans, “Natural Sings and Knowledge of God. A New Look at Theistic Arguments”, Ed. Oxford University Press, Oxford 2.012.
[2] “Another is that this Knowledge will have two characteristics: It will both widely available to humans and yet easy to resist”, p. VIII, en Preface.
[3] “My task is neither to attack nor to defend the arguments as arguments”, p.26.
[4] “My thesis is that some natural signs point to God`s reality, and that these signs lie at the core of many of the arguments that have traditionally been given for God`s existence. To develop this thesis let me first try to explain in some detail what I mean by a natural signs”, p. 26.
[5] X. Zubiri: “Inteligencia Sentiente”, Alianza Editorial, Madrid 1.981.
[6] En la obra de Evans se dice: “We relieve that events have causes precisely because we believe they have explanations, and to give the cause of an event is to give a type of explanation”, p. 52.
[7] “In that way an argument that is deductive in forma but falls short of a proof might still lead to an important result: it might show that belief that God exists is justified, or plausible, or more reasonable than its denial”, p.54.
[8] “It seems coherent to suppose that there exists a complex physical universe but no God”, p . 55.
[9] “A natural sign must do things: it must lead to the conception of the thing for which it is sign and it must naturally lead to believe in the reality of that thing”, p. 63.
[10] “Hume argue that the analogy between the universe and something such as house or watch is faint, and therefore any inference that cause of the universe will as houses and watches will be highly uncertain”, p. 81.
[11] “Darwin made it possible to be an intellectually fulfilled atheist”, p.84.
[12] “It must be conceded that in principle evil and suffering could provide evidence against belief in God that might outweigh any positive evidence provided by natural signs”, p. 94.
[13] “Perhaps the strongest argument that can be given for this is simply to appeal to the experience itself. It is no accident that people often find an encounter with the natural world to be in some way “spiritual” and that experiences of the natural world frequently seem to produce, in a perfectly spontaneous way, a belief that some kind or purposive intelligence lies behind the beauty and order we find in nature”, p. 98.
[14] “I cannot make my peace with the randomness doctrine”, p. 99-
[15] “One is grateful to somebody for something. This kind of gratitude be yet another theistic natural sign”, p. 150.
[1] C. Stepheen Evans, “Natural Sings and Knowledge of God. A New Look at Theistic Arguments”, Ed. Oxford University Press, Oxford 2.012.
[2] “Another is that this Knowledge will have two characteristics: It will both widely available to humans and yet easy to resist”, p. VIII, en Preface.
[3] “My task is neither to attack nor to defend the arguments as arguments”, p.26.
[4] “My thesis is that some natural signs point to God`s reality, and that these signs lie at the core of many of the arguments that have traditionally been given for God`s existence. To develop this thesis let me first try to explain in some detail what I mean by a natural signs”, p. 26.
[5] X. Zubiri: “Inteligencia Sentiente”, Alianza Editorial, Madrid 1.981.
[6] En la obra de Evans se dice: “We relieve that events have causes precisely because we believe they have explanations, and to give the cause of an event is to give a type of explanation”, p. 52.
[7] “In that way an argument that is deductive in forma but falls short of a proof might still lead to an important result: it might show that belief that God exists is justified, or plausible, or more reasonable than its denial”, p.54.
[8] “It seems coherent to suppose that there exists a complex physical universe but no God”, p . 55.
[9] “A natural sign must do things: it must lead to the conception of the thing for which it is sign and it must naturally lead to believe in the reality of that thing”, p. 63.
[10] “Hume argue that the analogy between the universe and something such as house or watch is faint, and therefore any inference that cause of the universe will as houses and watches will be highly uncertain”, p. 81.
[11] “Darwin made it possible to be an intellectually fulfilled atheist”, p.84.
[12] “It must be conceded that in principle evil and suffering could provide evidence against belief in God that might outweigh any positive evidence provided by natural signs”, p. 94.
[13] “Perhaps the strongest argument that can be given for this is simply to appeal to the experience itself. It is no accident that people often find an encounter with the natural world to be in some way “spiritual” and that experiences of the natural world frequently seem to produce, in a perfectly spontaneous way, a belief that some kind or purposive intelligence lies behind the beauty and order we find in nature”, p. 98.
[14] “I cannot make my peace with the randomness doctrine”, p. 99-
[15] “One is grateful to somebody for something. This kind of gratitude be yet another theistic natural sign”, p. 150.
Articulo elaborado por Pedro Rubal Pardeiro, doctor en filosofía, profesor de filosofía y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.