Hacia una nueva conciencia planetaria

Leonardo Boff reflexiona en un nuevo libro sobre el Evangelio del Cristo Cósmico


“Con la aparición del pensar ecológico y de la conciencia de nuestra responsabilidad por el futuro de la vida, de los ecosistemas, de la humanidad y del planeta Tierra, las conciencias despertaron, se suscitaron discusiones científicas y se exigieron políticas nuevas referidas a la relación desarrollo-medio ambiente. Todo esto supuso también un reto para las religiones y las tradiciones espirituales”. Estas palabras pertenecen a la introducción de un nuevo ensayo de Leonardo Boff, Evangelio del Cristo Cósmico. Presentamos las ideas más sobresalientes de este trabajo. Por María Dolores Prieto Santana


María Dolores Prieto Santana
19/04/2010

Leonardo Boff. Foto: Agência Brasil
Apagados apenas los ecos de la fracasada Cumbre del Cambio Climático en Dinamarca, aparece ahora en castellano la edición de un nuevo ensayo teológico de Leonardo Boff. Su título y el subtítulo llevan ya el mensaje del objetivo que se propone: Evangelio del Cristo Cósmico. Hacia una nueva conciencia planetaria (Trotta, 2009).

La tesis defendida por Boff (y que ya ha adelantado en otros ensayos) es que los ámbitos cristianos deben rescatar una antigua tradición: la del Cristo cósmico. Esta metáfora teológica explica con más expresividad la relación del Señor Jesús con el conjunto de la creación y por otro lado, sienta las bases de una espiritualidad que incorpora la sensibilidad original franciscana del cuidado de la naturaleza.

Estas ideas no son nuevas. Como muestra Boff, textos que se remontan a los comienzos del cristianismo, especialmente las reflexiones de San Pablo, presentan a Cristo como cabeza del Cosmos, pues se afirma que todo fue hecho por Él, en Él y para Él. Esta concepción ha propiciado el nacimiento de una verdadera mística cósmica. Hace ya medio siglo, el teólogo Karl Rahner escribió que los cristianos del siglo XXI serán místicos o no serán. En esta línea, la asunción por los cristianos de la conciencia cósmica (cosmos significa “el todo organizado”) debe llevar a una experiencia interior del Cristo que recapitula en si todas las cosas. El punto omega, que definió ese gran profeta del porvenir que fue Pierre Teilhard de Chardin.

Cristo no se encuentra sólo en las Escrituras, en la Iglesia, en la reunión eucarística. Su lugar natural es el cosmos. Y como el cosmos es el resultado de un inmenso proceso evolutivo, Cristo también es parte y fruto de este proceso. Debe haber señales de él impresas en las circunvoluciones de este ya largo caminar de nuestro universo. La obra de Teilhard de Chardin pretendió recoger esos indicios y articularlos sistemáticamente.

Pero la cristología cósmica no busca sólo entender las dimensiones de la realidad de Cristo que llegan hasta el universo; quiere responder también a una búsqueda siempre presente en el espíritu humano: ¿cuál es el factor, la energía, el vínculo que hace que el universo sea un cosmos (orden) y no un caos?

Este interés no es solamente historiográfico sino principalmente existencial: ¿cómo concebir la Unidad del Todo? ¿Por qué caminos se revela?, ¿cómo elabora el cristianismo su respuesta? La base de este ensayo se encuentra en un trabajo de Leonardo Boff de 1971 publicado con este mismo título: Evangelio del Cristo Cósmico, publicado dentro de su libro Jesucristo y la liberación del hombre (Cristiandad, Madrid, 1987), pero profundamente modificado y enriquecido, de manera que puede considerarse un nuevo libro.

La pretensión final de nuestra búsqueda es reforzar una lectura holística e integradora de la realidad y animar una mística cósmica que abrace a las ciencias, a las religiones, a las tradiciones espirituales y a la sensibilidad ecológica contemporánea.


La búsqueda de la Unidad del Todo en la ciencia contemporánea

No hay ninguna religión que no elabore su propia cosmología, su propia interpretación religiosa del mundo. Como ya observó Émile Durkeim, todas las religiones ofrecen la protección de una Totalidad dinámica y orgánica. Todas las escuelas filosóficas han intentado presentar visiones globales del mundo que den sentido a la existencia humana.

Pero también las ciencias de la naturaleza, nacidas en la Revolución Científica merced a las intuiciones de Galileo Galilei y Francis Bacon, han intentado esta búsqueda insaciable. Desde que Galileo y luego Newton introdujeron la matematización de la naturaleza, surge un intento de una “Teoría del Todo” o Teoría de la Gran Unificación”: un paradigma con pretensiones universales que abarcase todas las leyes de la naturaleza y nos brindase la explicación final del universo.

En defensa del pensar mítico

Pero, ¿qué grado de realidad y de posibilidad de verificación tienen las afirmaciones de Teilhard sobre el Cristo cósmico?

Desde que apareció el pensamiento científico, parece que se veta la posibilidad de recurrir al mito para explicar la cosmogénesis. ¿No estaríamos aquí ante un mito muy antiguo, revivido y revestido de representaciones científicas de nuestro tiempo, pero en el fondo preso aún en las categorías precientíficas del pasado?

Boff piensa aquí en el mito gnóstico del anthropos u hombre primordial que, según algunos exegetas, -como el católico H. Schlier y el evangélico E. Käsermann -, habría sido reasumido y reinterpretado por el autor de las cartas a los Colosenses y a los Efesios, en las que se encuentran exactamente las raíces de una Cristología y de una Eclesiologías cósmicas. Según este mito, el anthropos (el hombre originario), tendría sus miembros extendidos por toda la materia y llenaba así todo el cosmos. Pero poco a poco se fue redimiendo, esto es, fue recogiendo los miembros esparcidos en la materia, constituyó una unidad cósmica y, en su ascenso hacia la unidad, habría arrastrado consigo al ser humano y lo habría redimido de la esclavitud de los elementos.

Pero, ¿cómo se deben entender las afirmaciones de Teilhard sobre el Cristo cósmico? Si hay que evitar las representaciones –el Cristo histórico figurado con las dimensiones del cosmos sería un monstruo -, ¿cómo entender entonces la realidad que traducen estas ideas? ¿A qué experiencia humana deben aplicarse tales afirmaciones? ¿Tenemos hoy la misma experiencia?, y, en caso afirmativo, ¿no tendríamos entonces aquí una clave de control y verificación de estas formulaciones?

Necesariamente, hay que entrar en el terreno hermenéutico. El análisis nos mostrará la génesis de esta cristología cósmica, su necesidad y hasta su inevitabilidad para el pensamiento cristiano y la legitimidad de su expresión mítica.

Los especialistas en Teilhard coinciden en que su itinerario espiritual está marcado por dos experiencias fundamentales. El propio Teilhard da testimonio de ellas en un escrito autobiográfico –El Corazón de la Materia (1950) – en el que relata las etapas de su evolución interior.

La primera experiencia consiste en una verdadera experiencia mística (tal vez en sentido lato) que marcó el resto de su experiencia: Cristo es el “Corazón de la Materia”, “el Centro orgánico de todo el cosmos”, “una especie de Elemento universal”, de tal forma que “Cristo posee un cuerpo cósmico que se extiende por todo el universo” (en La Vida Cósmica, 1916).

La segunda experiencia fundamental de Teilhard reside, como él mismo confiesa en El Corazón de la Materia, en el “sentido de plenitud, consumación y compleción”. Habla también de un “sentimiento plerómico”, del “sentido de consistencia, sentido de la Tierra, sentido cósmico”. “Yo no tendría más de seis o siete años de edad y ya me sentía atraído por la Materia, o, más exactamente, por algo que brillaba en el Corazón de la Materia”. Sus “absolutos” son entonces piedras, pedazos de hierro, trozos de metralla que va coleccionando”. Un “sentido profundo de la totalidad llena el espíritu de Teilhard”, como escribe el padre De Lubac.

Durante años librará Teilhard una reñida batalla interior por conquistar una síntesis unitaria que aúne los dos polos de su vida: el Espíritu y la Materia, lo natural y lo sobrenatural, lo cristiano y lo mundano. Sin embargo, lentamente, a partir de 1916 con La Vida Cósmica y Cristo en la Materia, se desarrolla en él un centro unificador de esas dos experiencias determinantes. “¡Sorprendente liberación! –exclama en El Corazón de la Materia – la síntesis del hacia arriba y hacia delante. Penetración de lo divino en lo carnal. Y a través de una reacción inevitable, transfiguración o transmutación de lo carnal en una irradiación de energía increíble”.

La experiencia de Cristo –escribe Boff – del yo cristiano, y la experiencia del mundo, del yo pagano, se individualizan en una única y gran experiencia de síntesis: “El trozo de hierro de los primeros tiempos hace mucho que ha sido olvidado. En su lugar, bajo la forma del punto Omega, veo ahora la consistencia del universo reunido en un único centro indestructible, QUE YO PUEDO AMAR” ([iEl Corazón de la Materia]i, 1950].

Boff hace en su ensayo un recorrido por las dos teorías básicas para describir el universo: la teoría de la relatividad general de Albert Einstein, y la física cuántica de Plank, Bohr y Heisenberg. Ambas teorías, ambos paradigmas, son parciales y se sabe que de difícil conciliación por el momento (como muestra el video adjunto).

La teoría de la relatividad general hace una reinterpretación inclusiva de la gravedad y de la estructura macroscópica del universo en toda su extensión (un uno con 24 ceros detrás). La física cuántica se dedica a explicar el funcionamiento del mundo de las partículas y subpartículas de una millonésima de millonésima de centímetro (los quarks, protones, electrones, neutrones, etc).

¿Cómo se podrían combinar estas dos magnitudes, lo ilimitadamente grande y lo ilimitadamente pequeño? Se busca una teoría que englobe todas las energías y redes de relaciones. Algunos científicos piensan que una teoría cuántica de la gravedad guardaría el secreto de la Teoría de la Gran Unificación. Ésta uniría las dos visiones, la de la relatividad general de Einstein y la de la física cuántica de Planck, Bohr y Heisenberg. Pero hasta ahora no ha sido alcanzada.

Ahora bien: si se parte de la hipótesis de que el universo no es totalmente caótico y arbitrario, sino que se rige por leyes que mantienen su dinámica y su armonía a pesar de las incertidumbres de índole cuántica, entonces se debería descubrir la fórmula secreta de esa inconmensurable unidad.

Pero, ¿hay alguna base científica que permita a la ciencia buscar una Teoría del Todo? Los científicos están indagando unas pistas que pueden llevar a respuestas positivas: la energía del vacío cuántico, la teoría especial de la relatividad (de Einstein, 1905), la llamada Teoría-M (teoría Mater/madre), la constante cosmológica, las nuevas contribuciones de la biología y la teoría de las cuatro energías fundamentales.

Las aportaciones de John D. Barrow en Teorías del Todo: hacia una explicación fundamental del universo y el trabajo conjunto de Abdul Salam, Werner Heisenberg y Paul Dirac (La unificación de las fuerzas fundamentales) aportan datos complementarios a este intento de los científicos para encontrar ese espacio del Todo.

Teilhard de Chardin y el Cristo cósmico

Desde un punto de vista filosófico, en Pierre Teilhard de Chardin encontramos un cuerpo de ideas que estuvieron siempre en su mente. Ya en 1924 podía confesar que toda su actividad científica no tenía otra finalidad que descubrir las reverberaciones del Corazón de Cristo en el Corazón de la Materia. Al final de su vida, en su última confesión de fe, nos legó su testamento sobre este tema. Escribe en “Lo Crístico”: “Hace mucho tiempo que, tanto en La Misa sobre el Mundo como en El Medio Divino, intenté fijar mi admiración y mi asombro, ante esas perspectivas apenas dibujadas en mí”.

Y las últimas palabras de Teilhard, escritas el Jueves Santo, antes de ir “al encuentro de Aquel que viene” el Domingo de Resurrección, nos dan a conocer su credo esencial: “Éstos son los dos artículos de mi Credo: el universo está centrado evolutivamente hacia arriba y hacia adelante; y Cristo es su centro: Fenómeno cristiano, Noogénesis = Cristogénesis (=Pablo)”.

Esta última afirmación nos indica bajo qué perspectiva enfoca Teilhard el problema de la doctrina sobre Cristo (la Cristología). No se trata de un Cristo en el que se cree, en el que se piensa y al que se ama en el marco de una visión del mundo estática y sobrenatural donde los problemas de la cosmogénesis y de las relaciones de Cristo con la evolución son sólo epígonos del tratado de Cristología.

Para Teilhard, urge restituir a Cristo, dentro de nuestro mundo concebido en términos de evolución ascendente, tal como se entiende hoy día a partir de la astrofísica, de la astronomía, de la nueva biología molecular y genética, de la paleontología y de la ecología global. Por eso, Teilhard se proponía a sí mismo en 1936 desarrollar la siguiente tarea: desarrollar una correcta física y metafísica de la evolución.

Una interpretación exacta de los datos que lleva a descubrir un principio espiritual como estructura orientadora de la evolución, y ésta aparece presidida por un Centro Personal de convergencia universal. Y en segundo lugar, articular una Cristología que tome en consideración las dimensiones del mundo de hoy. No cosmos sino cosmogénesis. El Cristo revelado por el dogma, por san Juan y san Pablo, es el centro universal y cósmico. Tal hecho sería, para el físico y el metafísico, una hipótesis legítima; para el creyente, un hecho real.

En síntesis,–según Boff- la Cristología de Teilhard se mueve en tres direcciones: en primer lugar, estudia las relaciones del cuerpo físico de Cristo con el mundo material y con la humanidad, abarcando los misterios de la encarnación, de la eucaristía y de la resurrección. En una segunda consideración, Teilhard se pregunta por el significado de la muerte, del mal físico y del pecado en un contexto de cosmogénesis; aquí se insertan los misterios de la muerte y resurrección de Jesús. Pr último, Teilhard intenta relacionar la evolución ascendente y la planetización del mundo con Cristo, creído y aceptado como el Pleroma, con el punto Omega y la Iglesia-cuerpo-místico-de-Cristo y con la parusía final.

La función cósmica de Cristo da lugar a páginas geniales y sistemáticas en la obra de Teilhard, pensada en relación con la evolución. Aquí es donde reside el punto polémico de toda su cosmovisión crística y cristificante. En pequeños “credos” que fue formulando, repensando y condensando a lo largo de su vida, Teilhard objetiva sucintamente su rica experiencia interior. Así, el 28 de octubre de 1934, en su ensayo Lo que yo creo presentaba el siguiente credo:

Creo que el universo es una evolución.
Creo que la evolución camina hacia el Espíritu.
Creo que el Espíritu en el ser humano llega a su perfección en lo personal.
Creo que lo personal supremo es el Cristo universal

Respuestas teológicas a la Unidad del Todo

El Cristo cósmico de Teilhard se enraíza teológicamente en san Pablo. Pero ¿cuáles son las preguntas y los problemas teológicos que mueven a Pablo de Tarso y a Teilhard de Chardin, y para los cuales el Cristo cósmico es una respuesta? En realidad, ¿no animan a ambos las mismas preocupaciones?

Boff es de la opinión de que a ambos le movían las mismas preocupaciones. En Pablo, la Cristología cósmica nació de una experiencia radical del misterio de Cristo y de su irradiación universal, es decir, de una experiencia mística.

Pablo es un genio religioso, como lo era también Teilhard. No conoció al Jesús histórico, y declara que sobre el Cristo sárquico (es decir, de carne) no quiere saber mucho. Pablo cita muy pocas veces a Cristo como autoridad: sólo dos veces (1 Cor 7,10; 9,14), aunque sus escritos muestran muchas reminiscencias de la doctrina de Jesús.

Pero la experiencia de Pablo de Cristo resucitado le abrió un nuevo horizonte para entender toda la realidad. De repente, Cristo irrumpe en su vida y se convirtió para él en el punto de orientación para todos los problemas humanos y religiosos. Resume así su experiencia como ser humano nuevo: “Si alguien está en Cristo, es una criatura nueva” (2 Cor 5,17). La expresión “en Cristo” y “con Cristo” no es, como dice el exegeta Lohmeyer, ”la expresión más o menos difusa de una mística en torno a Cristo, sino de una clara y compacta metafísica sobre Cristo”. El ser-en-Cristo es la nueva situación ontológico-existencial del ser humano en contraposición al ser-en-la-ley. Si antes el hombre estaba en la ley, actuaba en la ley, se gloriaba en la ley, ahora en la nueva situación está en Cristo, actúa en Cristo y se gloría en Cristo. Adolf Deissmann, que escribió la mejor monografía sobre el ser-en-Cristo en el siglo XIX, llega a esta conclusión: “La fórmula en-Cristo caracteriza la relación del cristiano con Cristo como un encontrarse localmente en el Cristo resucitado… Es muy probable que Pablo haya comprendido esto en sentido propio y no figurado”.

Cristo es, pues, “el elemento en que vive el cristiano y en el que todas las manifestaciones de la vida cristiana encuentran su lugar”-como escribe Deissmann. Él es, como dice Teilhard, el Medio Divino, la atmósfera y el elemento cósmico y nuevo en la creación.

Pablo está persuadido de la unidad cósmica del Todo en Cristo. Las palabras- clave empleadas tienen todas un sentido de plenitud, de totalidad, de unidad. Las cuatro preposiciones en él, por él, para él, él es antes de todo, aquí se aplican a la relación de la creación con Cristo (Col 1,16-17). Los términos cuerpo, cabeza, pleroma y todo (este último aparece 54 veces en la carta a los Efesios y 42 en la de los Colosenses), y las cuatro dimensiones: anchura, largura, altura y profundidad (Ef 3,8), significan una totalidad.

En Col 3,11 se lee que “Cristo es todo en todos”, expresión cuyo sabor panteístico-crístico no se puede disimular. Y que forma parte de la síntesis mística de Teilhard. Cristo es también cabeza del cosmos, puesto que de hecho es también su redentor. Y lo expresa Pablo de otro modo cuando dice que Cristo es la cabeza de todas las potencias (Col 2,10).

La misma idea de unidad y totalidad aparece con fuerza en los textos que hablan del pleroma (la plenitud). Estos textos se interpretan como complemento a la idea del cuerpo y pretenden resaltar el aspecto cósmico de la obra redentora de Cristo y de la mediación de la Iglesia. El término pleroma se aplica tanto a Cristo (Col 2,9-10; Ef 1,22-23; 4,10), como a la Iglesia (Ef 1,23b).

El Cristo cósmico, ¿es mayor que Jesús de Nazareth?

Boff concluye que la Cristología cósmica hunde sus raíces en la creación en Cristo, en la redención por Cristo, y en la ubicuidad cósmica del Cristo pneumático (unido al Espíritu de Dios) y resucitado en el interior de los mismos seres. Esto nos lleva a una consideración teológica Trinitaria que se sitúa en el origen de cualquier cosmovisión que brota de la teología de la ciencia

Estas reflexiones llevan a una cosmovisión interreligiosa de la teología de la creación. Otras religiones, aunque no hablan de Cristo, poseen sus propios maestros y figuras de gran santidad que han revelado y revelan todavía hoy el misterio de Dios, si bien expresado bajo muchos otros nombres. No es accidental que unos de los objetivos del diálogo entre ciencia y religión sea el establecer puentes con otras sensibilidades religiosas y espirituales que convergen en las mismas experiencias de fondo.

Dentro de un mundo que se ha hecho más abarcable por las nuevas tecnologías, la humanidad se ha dado cuenta de que podemos ser humanos, sabios y religiosos de muy diferentes maneras. Todas ellas revelan virtualidades latentes en el ser humano. Somos un proyecto infinito que puede expresarse indefinidamente y moldear su historia a través de muchos caminos. El único objeto secreto y adecuado a nuestro deseo y a nuestro impulso de comunicación y amor sólo puede ser el Ser. Sólo en Él nos saciamos.

Hay en el cristianismo (y en la reflexión sobre la fe, que es la teología) algunas categorías teológicas que permiten ser un sistema abierto y no cerrado, como por ejemplo: entender la creación como una forma de automanifestación progresiva de Dios y el Reino como un proyecto global de Dios sobre toda la creación; el Espíritu que llena el universo y es “principio de vida” (Gen 6,17; Ex 37,10-14), y la dimensión cósmica de Cristo de las cartas a los Efesios y Colosenses.

Esta positividad cristiana es por su naturaleza universalista y no excluyente. El propio cristianismo nos lleva a una autosuperación que evita el exclusivismo. Hay por ejemplo una afirmación del concilio Vaticano II que dice: “por su encarnación, el Hijo de Dios se unió de alguna manera a todo ser humano” (Gaudium et Spes, nº 22 b). Esto quiere decir –interpreta Boff – que cada ser humano fue tocado por el Hijo de Dios, no sólo los bautizados y cristianos. Él tiene que ver con cada miembro de la familia humana, independientemente de la religión en la que está inscrito. Por ser humano, lleva dentro dimensiones crísticas.

En Cristo están todas las energías y todos los elementos físico-químicos que se formaron en el corazón de las grandes estrellas rojas antes de que explotasen y lanzasen tales elementos por todo el universo. Estos elementos entraron en la composición de las galaxias, de las estrellas, de los planetas y de nuestra propia realidad.

El hierro que corría por las venas de Jesús o de Sidarta Gautama (Buda), el fósforo y el calcio que fortalecía sus huesos y sus nervios, el nitrógeno que garantizaba el crecimiento, el 65% de oxígeno y el 18% de carbono que componía sus cuerpos, hacen que Jesús, María de Nazaret, Moisés y Abraham, Buda, Confucio o Mahoma sean realmente seres cósmicos. Y como el universo no posee sólo exterioridad sino también interioridad, podemos decir que su profundidad psíquica está habitada por los movimientos más primitivos de los inconscientes cósmico, vegetal, animal y humano; por los sueños más arcaicos y por las pasiones más originarias, por los arquetipos más profundos y por los símbolos más ancestrales.

Pierre Teilhard de Chardin percibió esta inserción cósmica de Jesús y acuñó el término “crístico” distinguiéndolo de “cristiano”. En 1916 ya escribe sobre La Vida Cósmica, y en 1955, un poco antes de morir, redacta su ensayo Lo Crístico. La creación y la humanidad poseen objetivamente una dimensión crística, una dimensión ligada al proceso de evolución que en Jesús y sus seguidores se hace “cristiano”. Lo “crístico” entonces se transforma en “cristiano”, que es lo crístico concientizado, objetivado y hecho historia.

Esta reflexión nos hace recordar a Agustín de Hipona en su respuesta s un filósofo pagano (epístola 102) o en sus Retractationes (I, 13 3): “Lo que ahora llamamos religión cristiana existía ya en los antiguos; estaba ya desde los inicios del género humano hasta que Cristo se hizo carne. Fue entonces cuando la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse cristiana”.

En otras palabras, el Jesús histórico no agota en sí todas las posibilidades contenidas en lo crístico. Lo crístico puede surgir en otras figuras. En realidad, emerge en cada persona humana, en todos los organismos vivos, en cada ser del universo, en la materia, en el mundo subatómico, en las energías primordiales. Lo crístico se encuentra en la raíz de todo ser.

Una espiritualidad cósmica

Las reflexiones ofrecidas por Leonardo Boff a lo largo de este libro, Evangelio del Cristo cósmico, son esfuerzos por decir lo indecible. Intentos de expresar lo inexpresable. Tentativas de poner palabras a una realidad que se escapa entre los dedos como un chorro de agua. La identificación de ese Vínculo que lo unifica todo, que atrae y empuja a todo el universo hacia arriba y hacia delante, hacia formas cada vez más complejas. La fórmula que los cristianos encontraron para expresar esta suprema Realidad fue el Cristo cósmico.

El efecto principal de esta reflexión consiste en la recuperación de una espiritualidad cósmica. Lo Sagrado, la Realidad última no se encuentra solamente en las religiones y en sus textos sagrados. Ni siquiera puede reducirse a la profundidad y hondura humanas. Habita el universo y cada partícula del cosmos. Estamos sumergidos en esa inefable Realidad que nos empapa y que impregna el Todo.

En términos espirituales significa que cuando abrazamos al mundo entramos en comunión con esa Suprema Realidad. Vivimos en su templo, y cada gesto que hacemos puede tener un significado litúrgico de celebración. San Buenaventura en su Itinerario de la mente a Dios, san Francisco de Asís en su famoso Cántico al Hermano Sol y Teilhard de Chardin en La misa sobre el Mundo y en sus muchos escritos y cartas se llenaban de emoción cuando se dejaban llevar por esta conciencia crístico-cósmica.

Debemos dejar- concluye Boff- que nuestro crístico personal entre en comunión con la energía crística universal, así lo crístico se volverá cada vez más consciente y hará su curso en la historia de la humanidad.

Teilhard lo sabía muy bien. Por eso decía: “El sueño de nuestra vida es el estado superior de una unión donde la gente se sienta divinamente ligada a todo por encima de las imágenes y de los conceptos. Pero creo que aquí en la Tierra, aun teniendo la alegría de poder sentir al Único Necesario en el corazón de todo, no lo conseguiremos (ni en los éxitos ni en los fracasos), sino en la medida en que nos esforcemos por precisar trabajosamente las imágenes, los conceptos y las cosas. En conjunto, Cristo se nos da a través del mundo a consumar en unión con él mismo” (en De Lubac, Blondel et Teilhard).



María Dolores Prieto Santana, es educadora y colaboradora de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.



María Dolores Prieto Santana
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