Imaginemos una pesadilla, un infierno en la Tierra; allí estaría Henoc, el espacio donde transcurre la novela Los traductores del viento (Vaso Roto Ediciones, 2013), de la poeta y escritora gallega afincada en Nueva York, Marta López Luaces (La Coruña, 1964).
La mítica Henoc era la ciudad bíblica fundada por Caín, quien le puso el nombre de su hijo. La nueva Henoc, una “distopía” creada por la literatura, pertenece al territorio de lo posible.
Mientras leemos la historia de esta ciudad nos asaltan imágenes de lugares que se multiplican en un mundo supuestamente perfecto: campos de refugiados que se extienden por zonas inhóspitas, centros de internamiento de extranjeros, guetos y alambradas.
Imaginemos que esa pesadilla no es fruto de un Estado y que, al fin, la hipocresía que enmascara la realidad ha dado paso a un oportuno acuerdo de todos los países. El mundo desarrollado ha encontrado un motivo de unión: crear un gran campamento de refugiados donde irán a parar exiliados a los que nadie acoge, inmigrantes ilegales y otros incómodos seres humanos.
Se suceden los años hasta que los gobiernos comprenden que no se puede mantener esa situación sin un cierto orden. De ese modo surge la ciudad, “un laberinto de cubículos de cemento”, un panóptico en el que todos los caminos confluyen en una plaza central donde se levanta la Biblioteca.
La gente que llega a Henoc en camiones mira al suelo como si la “vergüenza o la desesperanza les hubiera arrancado el alma”. Nadie puede escapar con vida de allí; la ciudad está rodeada por un desierto con sus innumerables peligros.
En aquel mundo de desechos nace una secta religiosa: el samuelismo, cuyo nombre nos evoca a Samuel –“aquel que escucha a Dios”–, el profeta del Antiguo Testamento. En el primer libro de la Historia Sagrada de la ciudad leemos:
"También dice El libro de la sabiduría divina, toda la historia de la humanidad está registrada en el rastro que deja la brisa al pasar. Cada una de sus palabras oculta en las briznas del viento el mensaje de Dios. Es el idioma del viento el que mantiene el tiempo y el espacio. En Henoc ese eje se ha roto: su geografía no parece de este mundo.”
La confusión lingüística
Mateo, un religioso samuelita, y su protegido, Agustín, van a vivir un momento trascendental en sus vidas y en la historia oficial y sagrada de Henoc. Agustín, cuyo deseo de “creer era mayor que sus posibilidades de llegar a conseguirlo”, había crecido al amparo de los samuelitas:
Conviviendo con ellos aprendí que las creencias religiosas unen más allá de toda diversidad; más de lo que ningún discurso histórico, social o político es capaz de hacer.
En Henoc no se ven las estrellas; solo es visible, durante dos semanas al año, la Gran Estrella del Norte. Es el momento en que se celebran los juicios populares, en los que las torturas y las ejecuciones se convierten en un espectáculo televisivo: un terrorífico programa, al estilo de los reality show, en el que el público puede enviar mensajes sugiriendo castigos para algún preso.
Estas propuestas serán votadas por los ciudadanos, a través del teléfono o del ordenador, o bien en el estadio, el gigantesco coliseo al que se conduce a los presos. Siempre ganan los participantes que imponen “la tortura más original y más cruel”.
Los ciudadanos de Henoc y muchos religiosos samuelitas están unidos por una barbarie que genera más violencia y degradación: disturbios en las calles, asesinatos y violaciones. El mundo exterior conoce lo que ocurre y no hace nada para prohibirlo: “Nuestra humanidad, aunque no se diga, les resulta por sí cuestionable”.
Mateo, el heterodoxo samuelita, se dispone a buscar al nuevo Traductor del idioma del viento, al “guardián del mundo interior”, para que la humanidad vuelva a tener sentimientos y conciencia, y recupere su “capacidad de comunicarse con la otra realidad”:
El Traductor es el que se comunica con lo divino. Es el que transmite la realidad interior de cada generación: las añoranzas, los temores, los deseos, las creencias.
La misión que Mateo eligió para su discípulo Agustín fue la de convertirse en el Guardián de la Biblioteca, un lugar que ha perdido su sentido primigenio y ahora solo es un museo de libros que hay que proteger de mendigos y saqueadores. Pero la biblioteca cumplirá otra función en la novela, la de ser el mapa que conduce hasta la clave del misterio: “¿Nunca te has preguntado si, en vez de leer tantos libros no habría que empezar por leer la biblioteca?”, le dice Mateo a Agustín.
La confusión lingüística ha sido otro motivo de segregación en Henoc; los guetos han generado nuevas jergas incomprensibles. Los niños abandonan las escuelas donde se enseña en idiomas que ya les resultan extraños. Mateo ha estudiado las lenguas muertas para estar en contacto con lo divino, con los signos que no se ven “sino que se sienten”.
Mientras que él investiga, bajo la escéptica mirada de Agustín, un nuevo personaje entra en escena. Es una niña llamada Malik –el “ángel príncipe” en hebreo–. A partir de ahí cada personaje deberá cumplir con su destino.
La mítica Henoc era la ciudad bíblica fundada por Caín, quien le puso el nombre de su hijo. La nueva Henoc, una “distopía” creada por la literatura, pertenece al territorio de lo posible.
Mientras leemos la historia de esta ciudad nos asaltan imágenes de lugares que se multiplican en un mundo supuestamente perfecto: campos de refugiados que se extienden por zonas inhóspitas, centros de internamiento de extranjeros, guetos y alambradas.
Imaginemos que esa pesadilla no es fruto de un Estado y que, al fin, la hipocresía que enmascara la realidad ha dado paso a un oportuno acuerdo de todos los países. El mundo desarrollado ha encontrado un motivo de unión: crear un gran campamento de refugiados donde irán a parar exiliados a los que nadie acoge, inmigrantes ilegales y otros incómodos seres humanos.
Se suceden los años hasta que los gobiernos comprenden que no se puede mantener esa situación sin un cierto orden. De ese modo surge la ciudad, “un laberinto de cubículos de cemento”, un panóptico en el que todos los caminos confluyen en una plaza central donde se levanta la Biblioteca.
La gente que llega a Henoc en camiones mira al suelo como si la “vergüenza o la desesperanza les hubiera arrancado el alma”. Nadie puede escapar con vida de allí; la ciudad está rodeada por un desierto con sus innumerables peligros.
En aquel mundo de desechos nace una secta religiosa: el samuelismo, cuyo nombre nos evoca a Samuel –“aquel que escucha a Dios”–, el profeta del Antiguo Testamento. En el primer libro de la Historia Sagrada de la ciudad leemos:
"También dice El libro de la sabiduría divina, toda la historia de la humanidad está registrada en el rastro que deja la brisa al pasar. Cada una de sus palabras oculta en las briznas del viento el mensaje de Dios. Es el idioma del viento el que mantiene el tiempo y el espacio. En Henoc ese eje se ha roto: su geografía no parece de este mundo.”
La confusión lingüística
Mateo, un religioso samuelita, y su protegido, Agustín, van a vivir un momento trascendental en sus vidas y en la historia oficial y sagrada de Henoc. Agustín, cuyo deseo de “creer era mayor que sus posibilidades de llegar a conseguirlo”, había crecido al amparo de los samuelitas:
Conviviendo con ellos aprendí que las creencias religiosas unen más allá de toda diversidad; más de lo que ningún discurso histórico, social o político es capaz de hacer.
En Henoc no se ven las estrellas; solo es visible, durante dos semanas al año, la Gran Estrella del Norte. Es el momento en que se celebran los juicios populares, en los que las torturas y las ejecuciones se convierten en un espectáculo televisivo: un terrorífico programa, al estilo de los reality show, en el que el público puede enviar mensajes sugiriendo castigos para algún preso.
Estas propuestas serán votadas por los ciudadanos, a través del teléfono o del ordenador, o bien en el estadio, el gigantesco coliseo al que se conduce a los presos. Siempre ganan los participantes que imponen “la tortura más original y más cruel”.
Los ciudadanos de Henoc y muchos religiosos samuelitas están unidos por una barbarie que genera más violencia y degradación: disturbios en las calles, asesinatos y violaciones. El mundo exterior conoce lo que ocurre y no hace nada para prohibirlo: “Nuestra humanidad, aunque no se diga, les resulta por sí cuestionable”.
Mateo, el heterodoxo samuelita, se dispone a buscar al nuevo Traductor del idioma del viento, al “guardián del mundo interior”, para que la humanidad vuelva a tener sentimientos y conciencia, y recupere su “capacidad de comunicarse con la otra realidad”:
El Traductor es el que se comunica con lo divino. Es el que transmite la realidad interior de cada generación: las añoranzas, los temores, los deseos, las creencias.
La misión que Mateo eligió para su discípulo Agustín fue la de convertirse en el Guardián de la Biblioteca, un lugar que ha perdido su sentido primigenio y ahora solo es un museo de libros que hay que proteger de mendigos y saqueadores. Pero la biblioteca cumplirá otra función en la novela, la de ser el mapa que conduce hasta la clave del misterio: “¿Nunca te has preguntado si, en vez de leer tantos libros no habría que empezar por leer la biblioteca?”, le dice Mateo a Agustín.
La confusión lingüística ha sido otro motivo de segregación en Henoc; los guetos han generado nuevas jergas incomprensibles. Los niños abandonan las escuelas donde se enseña en idiomas que ya les resultan extraños. Mateo ha estudiado las lenguas muertas para estar en contacto con lo divino, con los signos que no se ven “sino que se sienten”.
Mientras que él investiga, bajo la escéptica mirada de Agustín, un nuevo personaje entra en escena. Es una niña llamada Malik –el “ángel príncipe” en hebreo–. A partir de ahí cada personaje deberá cumplir con su destino.
El deseo de expresar lo inefable
Los traductores del viento es la primera novela de Marta López Luaces, una escritora para quien la poesía y la prosa surgen del mismo “impulso poético” y de un “deseo de expresar lo inefable”.
López Luaces retoma el hilo de una tradición nacida en el origen mismo de la Literatura: el deseo del ser humano de explicar el mundo, de buscar una trascendencia.
Lo que primero fueron palabras del viento, leyendas trasmitidas de generación en generación, quedaron después fijadas en la palabra escrita, en los libros. Los poetas se transformaban en puentes entre la divinidad y los seres humanos. Eran también los poetas de Platón, inspirados por los dioses.
La autora ha señalado la influencia de diversas tradiciones religiosas, y sobre todo, de la Cábala y su intento de expresar lo inefable esas “otras dimensiones del ser humano que no son visibles pero que sentimos”.
En la escritura de Los traductores del viento confluyen otras tradiciones. Una es la tradición gallega con su mundo de viejas leyendas y con una excepcional literatura fantástica, más cercana a la literatura hispanoamericana que a la narrativa española realista de la segunda mitad del siglo XX.
En otra de las tradiciones vemos el hilo que en su día tomó Kafka, con la creación de un mundo propio y con la búsqueda de lo primigenio frente a la maquinaria impuesta por una sociedad que olvida la esencia del ser humano.
A todo ello hay que sumar la experiencia vital de Marta López Luaces, que reside en Nueva York
desde los dieciséis años. Nueva York se ha convertido en una ciudad mítica, donde convergen culturas, lenguas distintas y todas las contradicciones de las urbes del mundo desarrollado, con sus grandezas y miserias.
En la voz de Marta López Luaces resuenan los ecos de varias lenguas, la gallega, la castellana y la inglesa, cada una con su diversidad de acentos. Como escribe en un poema de su libro Los arquitectos de lo imaginario: “En el follaje de las palabras/ Emily y Rosalía hablan/ en mí”.
En un momento de la novela aparece una cita de la obra cabalística El libro de la claridad: “El hombre crea cultura, como Dios naturaleza”. El lenguaje nos sirve para interpretar el mundo y para darle un sentido trascendente. Pero el lenguaje es también creador de mundos y Los traductores del viento es un ejemplo de ello.
Los traductores del viento es la primera novela de Marta López Luaces, una escritora para quien la poesía y la prosa surgen del mismo “impulso poético” y de un “deseo de expresar lo inefable”.
López Luaces retoma el hilo de una tradición nacida en el origen mismo de la Literatura: el deseo del ser humano de explicar el mundo, de buscar una trascendencia.
Lo que primero fueron palabras del viento, leyendas trasmitidas de generación en generación, quedaron después fijadas en la palabra escrita, en los libros. Los poetas se transformaban en puentes entre la divinidad y los seres humanos. Eran también los poetas de Platón, inspirados por los dioses.
La autora ha señalado la influencia de diversas tradiciones religiosas, y sobre todo, de la Cábala y su intento de expresar lo inefable esas “otras dimensiones del ser humano que no son visibles pero que sentimos”.
En la escritura de Los traductores del viento confluyen otras tradiciones. Una es la tradición gallega con su mundo de viejas leyendas y con una excepcional literatura fantástica, más cercana a la literatura hispanoamericana que a la narrativa española realista de la segunda mitad del siglo XX.
En otra de las tradiciones vemos el hilo que en su día tomó Kafka, con la creación de un mundo propio y con la búsqueda de lo primigenio frente a la maquinaria impuesta por una sociedad que olvida la esencia del ser humano.
A todo ello hay que sumar la experiencia vital de Marta López Luaces, que reside en Nueva York
desde los dieciséis años. Nueva York se ha convertido en una ciudad mítica, donde convergen culturas, lenguas distintas y todas las contradicciones de las urbes del mundo desarrollado, con sus grandezas y miserias.
En la voz de Marta López Luaces resuenan los ecos de varias lenguas, la gallega, la castellana y la inglesa, cada una con su diversidad de acentos. Como escribe en un poema de su libro Los arquitectos de lo imaginario: “En el follaje de las palabras/ Emily y Rosalía hablan/ en mí”.
En un momento de la novela aparece una cita de la obra cabalística El libro de la claridad: “El hombre crea cultura, como Dios naturaleza”. El lenguaje nos sirve para interpretar el mundo y para darle un sentido trascendente. Pero el lenguaje es también creador de mundos y Los traductores del viento es un ejemplo de ello.