La editorial Calambur nos brinda otra luminosa joya poética. En su último libro, Astillas , la palabra pulida del poeta Miguel Ángel Curiel (nacido en Alemania en 1966, pero de nacionalidad española) se nos manifiesta en toda su desnudez diáfana, puntiaguda y vibrante.
El autor nos había acostumbrado a una voz cada vez más esencial y depurada, como reza el título de su última obra, Trabajos de purificación (Olcades, 2014). La poesía de este “poeta de muchos lugares” es, a su, vez múltiple y cambiante.
En ella conviven varios matices: lo lírico y elegíaco, lo visionario y metafísico, lo realista y surrealista, lo simbolista y expresionista; lo irracional y filosófico. Es una poesía que se hace columpio vital, oscilando entre parejas aparentemente dicotómicas: cielo y tierra, luz y sombra, vida y muerte, lleno y vacío, memoria y olvido, frío y calor, limpio y sucio, hombre y ángel. Ninguno de estos términos existiría sin su contrario. Cada uno implica y contiene el otro y el poeta lo sabe.
El lector, –oportunamente alumbrado por el bello epígrafe inicial del escritor polaco Milosz–, reconoce de inmediato quién es el poeta, intuye sus martirios y penetra inexorablemente en los recodos más invisibles del ser humano, experimentando esa tensión continua hacia lo que está más allá o más adentro. Pone sus plantas en las huellas de cada verso, sin perderse. A cada paso vislumbra un fragmento de absoluto, con sus sombras.
El generoso espacio de las visiones
La palabra de Curiel se hace carne y sangre, vino y leche, ante nuestros ojos, nos conduce por sendas empinadas hasta los bosques espesos del alma, con sus espinas y sus claros, nos hace transitar por la nieve del recuerdo que el sol disuelve y restituye. Sentimos en cada página el olor, percibimos la consistencia, fría o caliente, líquida o material, de cada letra, las vemos cambiar forma y color, purificadas en el crisol de la emoción. Vamos siguiendo este rebaño de imágenes, dejándonos conducir por su pastor que, quizás, conoce la ruta. Ecce poeta.
Curiel nos abre sus llagas, nos ofrece el espacio generoso y vivo de sus visiones, cuyo blancor luminoso nos hace entornar los ojos, hiere la superficie de nuestro mundo con pequeñas astillas de algo que es más que una experiencia, es la experiencia del vivir, que conlleva la percepción profunda de la naturaleza y de la muerte. Esta última asoma constantemente, pidiendo atención, con miedo a perder su papel, su sentido, su perfil. Va mezclando su color con el blanco, como la ceniza que se vuelve nieve, fría y efímera. Restos de un fuego que hiela. Poesía mística la de Curiel. O sea poesía del misterio, con su centro de almendra amarga.
Pájaros (tórtolas, silvarroncos, alciones, mirlos, torcaces...); árboles (chopos, cipreses, almendrucos...); animales (perro, oveja, grillos, ranas...); objetos (libros, pan, barro, una postal, un exvoto...); colores (verde, blanco, amarillo, azul, malva, negro...); estaciones (invierno y verano, primavera y otoño) son todos elementos e impresiones de un paisaje vibrante y concreto que va desde el perfil salvaje e infantil de las sierras extremeñas, hasta la hermosura melancólica de los verdes valles gallegos, pasando por la uniforme y agrietada piel castellana, quemada por el sol.
Un recorrido sinuoso marcado por el recuerdo, la memoria que se apaga y se enciende a cada paso, como una breve estrella en la oscuridad de la noche. El lector no puede sino acoger la invitación del poeta a ponerse en marcha: “No es lo mismo andar que / caminar. / Anda hacia el fin y camina por aquí” (Lo que hierve).
El autor nos había acostumbrado a una voz cada vez más esencial y depurada, como reza el título de su última obra, Trabajos de purificación (Olcades, 2014). La poesía de este “poeta de muchos lugares” es, a su, vez múltiple y cambiante.
En ella conviven varios matices: lo lírico y elegíaco, lo visionario y metafísico, lo realista y surrealista, lo simbolista y expresionista; lo irracional y filosófico. Es una poesía que se hace columpio vital, oscilando entre parejas aparentemente dicotómicas: cielo y tierra, luz y sombra, vida y muerte, lleno y vacío, memoria y olvido, frío y calor, limpio y sucio, hombre y ángel. Ninguno de estos términos existiría sin su contrario. Cada uno implica y contiene el otro y el poeta lo sabe.
El lector, –oportunamente alumbrado por el bello epígrafe inicial del escritor polaco Milosz–, reconoce de inmediato quién es el poeta, intuye sus martirios y penetra inexorablemente en los recodos más invisibles del ser humano, experimentando esa tensión continua hacia lo que está más allá o más adentro. Pone sus plantas en las huellas de cada verso, sin perderse. A cada paso vislumbra un fragmento de absoluto, con sus sombras.
El generoso espacio de las visiones
La palabra de Curiel se hace carne y sangre, vino y leche, ante nuestros ojos, nos conduce por sendas empinadas hasta los bosques espesos del alma, con sus espinas y sus claros, nos hace transitar por la nieve del recuerdo que el sol disuelve y restituye. Sentimos en cada página el olor, percibimos la consistencia, fría o caliente, líquida o material, de cada letra, las vemos cambiar forma y color, purificadas en el crisol de la emoción. Vamos siguiendo este rebaño de imágenes, dejándonos conducir por su pastor que, quizás, conoce la ruta. Ecce poeta.
Curiel nos abre sus llagas, nos ofrece el espacio generoso y vivo de sus visiones, cuyo blancor luminoso nos hace entornar los ojos, hiere la superficie de nuestro mundo con pequeñas astillas de algo que es más que una experiencia, es la experiencia del vivir, que conlleva la percepción profunda de la naturaleza y de la muerte. Esta última asoma constantemente, pidiendo atención, con miedo a perder su papel, su sentido, su perfil. Va mezclando su color con el blanco, como la ceniza que se vuelve nieve, fría y efímera. Restos de un fuego que hiela. Poesía mística la de Curiel. O sea poesía del misterio, con su centro de almendra amarga.
Pájaros (tórtolas, silvarroncos, alciones, mirlos, torcaces...); árboles (chopos, cipreses, almendrucos...); animales (perro, oveja, grillos, ranas...); objetos (libros, pan, barro, una postal, un exvoto...); colores (verde, blanco, amarillo, azul, malva, negro...); estaciones (invierno y verano, primavera y otoño) son todos elementos e impresiones de un paisaje vibrante y concreto que va desde el perfil salvaje e infantil de las sierras extremeñas, hasta la hermosura melancólica de los verdes valles gallegos, pasando por la uniforme y agrietada piel castellana, quemada por el sol.
Un recorrido sinuoso marcado por el recuerdo, la memoria que se apaga y se enciende a cada paso, como una breve estrella en la oscuridad de la noche. El lector no puede sino acoger la invitación del poeta a ponerse en marcha: “No es lo mismo andar que / caminar. / Anda hacia el fin y camina por aquí” (Lo que hierve).
La luz piensa en sí misma
El poeta contempla su mundo, que se desvela ante sus ojos y va buscando las palabras adecuadas para contener esta visión y darle una dimensión trascendente. La realidad se hace a la vez más nítida y opaca, real y enigmática. El poeta se interroga (“¿No entraba así el otoño en las sandalias / al anudar tus pies al infinito?”, Jaula) y el lector con él. Y va rozando los límites “donde el ser se vuelve res” (Jaula), alcanza su ebriedad y saborea su honda soledad. La soledad del hombre ante la ilusión, de la razón ante lo enajenado, de un arcoíris que traza su curva sobre las penas (y las peñas), del horizonte que nunca halla una compañía.
De vez en cuando una palabra en alemán, una cursiva, una reminiscencia clásica, irrumpen en el flujo de la mirada que corre como un río, persiguiendo las palabras, rodeándolas y redondeándolas como lúcidos guijarros “hasta que el lenguaje / del poeta / sea arena…” (Allí). La misma inclusión de textos en prosa abre nuevos y deslumbrantes espacios poéticos ante el lector. Historias de luz, leche, niebla, nieve, pintores, poetas y ángeles.
La ruta que el autor va señalando al lector es un camino de imperfección, un camino sin respuestas, a través del cual, sin embargo, se alcanza a cada paso, progresivamente, una minúscula revelación. El autor descubre un fragmento de realidad, una esquirla de vida, e intenta darle un sentido, una forma, un perfil. Forja, crea, labra y, al final, alcanza una pequeña verdad. Absoluta y firme, aunque inasible. La poesía de Curiel revela y se revela, es un “Canto de vida / extrema” (Silvarronco).
Al lector no le queda otro remedio sino el de dejarse llevar por la voz del poeta y acoger su propia misión: “Chupar la hiel / o la miel / de Curiel” (Hacia San Miguel). Andar y desandar su camino, con “pasitos / por lo basto” (Astillas). Con él y a través de él se ensimisma en cada uno de los elementos que van poblando sus versos: se hace pan, se hace agua, se hace árbol, que duerme y muere de pie y “mete / la cabeza en la tierra / para ver la casa, lo abierto / de los ojos que se encienden / con el sol frío” (Dehesa).
Este libro ilumina y es inevitable pensar entonces en el eco, sutilmente irónico, de esta afirmación tajante: “Nuestro corazón es grotesco, / da luz a lo que no / necesita iluminarse” (Pensamiento de marzo). Sin embargo: “Lo borroso del ser / es lo más claro / y la ceniza / otra nieve” (Astillas). Cuando la luz piensa en sí misma y descubre su sombra, produce Astillas.
El poeta contempla su mundo, que se desvela ante sus ojos y va buscando las palabras adecuadas para contener esta visión y darle una dimensión trascendente. La realidad se hace a la vez más nítida y opaca, real y enigmática. El poeta se interroga (“¿No entraba así el otoño en las sandalias / al anudar tus pies al infinito?”, Jaula) y el lector con él. Y va rozando los límites “donde el ser se vuelve res” (Jaula), alcanza su ebriedad y saborea su honda soledad. La soledad del hombre ante la ilusión, de la razón ante lo enajenado, de un arcoíris que traza su curva sobre las penas (y las peñas), del horizonte que nunca halla una compañía.
De vez en cuando una palabra en alemán, una cursiva, una reminiscencia clásica, irrumpen en el flujo de la mirada que corre como un río, persiguiendo las palabras, rodeándolas y redondeándolas como lúcidos guijarros “hasta que el lenguaje / del poeta / sea arena…” (Allí). La misma inclusión de textos en prosa abre nuevos y deslumbrantes espacios poéticos ante el lector. Historias de luz, leche, niebla, nieve, pintores, poetas y ángeles.
La ruta que el autor va señalando al lector es un camino de imperfección, un camino sin respuestas, a través del cual, sin embargo, se alcanza a cada paso, progresivamente, una minúscula revelación. El autor descubre un fragmento de realidad, una esquirla de vida, e intenta darle un sentido, una forma, un perfil. Forja, crea, labra y, al final, alcanza una pequeña verdad. Absoluta y firme, aunque inasible. La poesía de Curiel revela y se revela, es un “Canto de vida / extrema” (Silvarronco).
Al lector no le queda otro remedio sino el de dejarse llevar por la voz del poeta y acoger su propia misión: “Chupar la hiel / o la miel / de Curiel” (Hacia San Miguel). Andar y desandar su camino, con “pasitos / por lo basto” (Astillas). Con él y a través de él se ensimisma en cada uno de los elementos que van poblando sus versos: se hace pan, se hace agua, se hace árbol, que duerme y muere de pie y “mete / la cabeza en la tierra / para ver la casa, lo abierto / de los ojos que se encienden / con el sol frío” (Dehesa).
Este libro ilumina y es inevitable pensar entonces en el eco, sutilmente irónico, de esta afirmación tajante: “Nuestro corazón es grotesco, / da luz a lo que no / necesita iluminarse” (Pensamiento de marzo). Sin embargo: “Lo borroso del ser / es lo más claro / y la ceniza / otra nieve” (Astillas). Cuando la luz piensa en sí misma y descubre su sombra, produce Astillas.