1.
Dice Pierre Bergounioux refiriéndose a su vinculación con Millevaches, en el Lemosín, donde la presencia del hombre se acaba (después de veinte siglos) que “lo que ha sufrido un daño profundo [en mí] es el fundamento subjetivo del tiempo, el íntimo sentimiento de la existencia”. Y podríamos decir que esto es lo que caracteriza la realidad de nuestra época; la evaporación del líquido propuesto por Zygmunt Bauman, ya en su forma gaseosa. La levedad soñada por Calvino vuelta espasmo último.
Tras el intenso fluir del agua del crecimiento de los últimos 15 años, se nos estancaron las aguas y estas se han ido evaporando recursivamente: a fogonazos lentos; al modo de los fuegos fatuos. Y lo mismo se ha de decir del crédito en la economía o del esfuerzo en la cultura, la excelencia, la innovación e incluso el nivel provechoso de la productividad en el mundo del trabajo.
En consecuencia, no nos queda sino el fogoso recuerdo trágico, una imagen de ese pasado y un sentimiento de pérdida; ese mismo recuerdo del que habla Bergounioux al decir en su libro Un poco de azul en el paisaje (Minúscula, 2011) que “todo desmiente el humor alegre al que nos abandonábamos [de niños]”. Y de niños adolescentes a punto de lanzarse al precipicio de la vida adulta es de lo que va el último libro de relatos del boliviano Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981).
2.
Los cuentos de Los días más felices (Duomo, 2011), estilísticamente, guardarían parecido con las poéticas de la adolescencia de Harold Brodkey y Grace Paley; una dialéctica franca y esperanzadora en el caso del primero y cierto gusto por la sordidez urbana en el caso de la segunda.
En cuanto a la estructura, sus modos no son los propios del minimalismo realista (como se sugiere erróneamente en la contratapa), sino que deambulan en un territorio más inhóspito, menos concreto y más etéreo; más irracional.
Donde los realistas sucios echaban todo el hormigón en las acciones de los personajes (al modo aristotélico, confiando en que fuese posible colegir su personalidad y actitudes narrativas de tales acciones), Hasbún dibuja su poética al modo del fogonazo o el flash, gracias a detalles poéticos referidos a la apreciación de la realidad por parte de los protagonistas, o bien por mano de una mañosa psicologización de los personajes.
Dicho en otras palabras, no es tanto que se trate de una estética minimalista, sino que lo único que se nos muestra es la parte visible (la más rugosa y escarpada) de un palimpsesto, bajo el que gritan muchas otras voces. Por ello, en todos los relatos se tiene la sensación de ir avanzando por una fatal nebulosa de vapores, sin tener claro hacia dónde vamos, sin ser capaces de ver los límites del cuadro.
Y, de repente, sin el menor aviso, un rayo fulgurante nos permite visibilizar al personaje, al que no conseguimos entender, aunque lo comprendamos en su insolente presentismo. Los relatos, así, nos transmiten una sensación, fugaz, como la de haber quedado a solas frente a un patético fantasma.
Dice Pierre Bergounioux refiriéndose a su vinculación con Millevaches, en el Lemosín, donde la presencia del hombre se acaba (después de veinte siglos) que “lo que ha sufrido un daño profundo [en mí] es el fundamento subjetivo del tiempo, el íntimo sentimiento de la existencia”. Y podríamos decir que esto es lo que caracteriza la realidad de nuestra época; la evaporación del líquido propuesto por Zygmunt Bauman, ya en su forma gaseosa. La levedad soñada por Calvino vuelta espasmo último.
Tras el intenso fluir del agua del crecimiento de los últimos 15 años, se nos estancaron las aguas y estas se han ido evaporando recursivamente: a fogonazos lentos; al modo de los fuegos fatuos. Y lo mismo se ha de decir del crédito en la economía o del esfuerzo en la cultura, la excelencia, la innovación e incluso el nivel provechoso de la productividad en el mundo del trabajo.
En consecuencia, no nos queda sino el fogoso recuerdo trágico, una imagen de ese pasado y un sentimiento de pérdida; ese mismo recuerdo del que habla Bergounioux al decir en su libro Un poco de azul en el paisaje (Minúscula, 2011) que “todo desmiente el humor alegre al que nos abandonábamos [de niños]”. Y de niños adolescentes a punto de lanzarse al precipicio de la vida adulta es de lo que va el último libro de relatos del boliviano Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981).
2.
Los cuentos de Los días más felices (Duomo, 2011), estilísticamente, guardarían parecido con las poéticas de la adolescencia de Harold Brodkey y Grace Paley; una dialéctica franca y esperanzadora en el caso del primero y cierto gusto por la sordidez urbana en el caso de la segunda.
En cuanto a la estructura, sus modos no son los propios del minimalismo realista (como se sugiere erróneamente en la contratapa), sino que deambulan en un territorio más inhóspito, menos concreto y más etéreo; más irracional.
Donde los realistas sucios echaban todo el hormigón en las acciones de los personajes (al modo aristotélico, confiando en que fuese posible colegir su personalidad y actitudes narrativas de tales acciones), Hasbún dibuja su poética al modo del fogonazo o el flash, gracias a detalles poéticos referidos a la apreciación de la realidad por parte de los protagonistas, o bien por mano de una mañosa psicologización de los personajes.
Dicho en otras palabras, no es tanto que se trate de una estética minimalista, sino que lo único que se nos muestra es la parte visible (la más rugosa y escarpada) de un palimpsesto, bajo el que gritan muchas otras voces. Por ello, en todos los relatos se tiene la sensación de ir avanzando por una fatal nebulosa de vapores, sin tener claro hacia dónde vamos, sin ser capaces de ver los límites del cuadro.
Y, de repente, sin el menor aviso, un rayo fulgurante nos permite visibilizar al personaje, al que no conseguimos entender, aunque lo comprendamos en su insolente presentismo. Los relatos, así, nos transmiten una sensación, fugaz, como la de haber quedado a solas frente a un patético fantasma.
3.
Todo lo dicho carecería de importancia de no ser por la mano del escritor. Es decir, relatos construidos con fragmentos, textos quebrados, aposentados en estructuras lábiles y antojadizas, narraciones que yerran por el capricho de una realidad fútil, los hay a patadas. Sin embargo, es la mano maestra de Hasbún lo que eleva estos relatos de instantáneas de la contemporaneidad más vacua a síntesis de ésta.
Y esto lo hace el escritor boliviano gracias al uso preciso de las negaciones parciales, equívocas. Pero también con vacilaciones que afirman, que no cuestionan. Dos ejemplos: “sentí una rabia inmensa. O quizá era otra cosa” / “Pude hacer preguntas, pedir aclaraciones, insistir en algún detalles suelto […] pero perdí la oportunidad […] y a lo mejor nada de eso tenga la importancia que le otorgo”.
También ha de destacarse su uso de las descripciones, iluminadas por un tropo final: “No dijo nada. Casi nunca decía nada y eso me enamoró, su distancia, la manera en la que se movía alrededor de las cosas de las palabras, que parecían cosas cuando ella estaba cerca. Y también su tristeza. Como si estuviera recordando siempre una casa que luego fue demolida”. Y, por último, su uso majestuoso de las elipsis, gracias al recurso del cambio del punto de vista súbito.
En resumen, leyendo los relatos de Hasbún uno se abandona al calor del sentimiento de hermosa tragedia adolescente que los embarga y, sin darse cuenta, entre los elusivos vapores de sauna con los que se construyen los textos, la belleza salta frente a los ojos del lector: una pequeña gota de sudor que nos cae a los ojos, nos ciega y, zas, desaparece.
4.
Ladislao, el protagonista del cuento del mismo nombre, lo expresa así (y sirve esto, además, como poética para todo el libro): “El principio está ahí, en ese recorrido inútil y sin embargo necesario, en esas horas muertas, en lo que está a punto de suceder. El principio de la alegría y el principio del dolor. El principio de las cosas que parecen para siempre y luego se acaban”.
Así se me antoja a mí que es hoy nuestra realidad: vidas en espera aguardando por un próximo acontecer mágico que nunca llega y que, en las pocas ocasiones en las que se presenta, no dura más que un fugaz instante que nos deja trastornados y temerosos. Judith Butler (siguiendo a Isabell Lorey, pero especialmente a Lauren Berlant) llama a esto precariousness y dice que las manifestaciones en las calles de todos los indignados del mundo significan justamente un decir “hola, estoy aquí”, un reconocimiento del valor de esas formas líquidas de vida que se nos van evaporando hacia la desprotección, la pobreza, el desamparo.
Dice Butler que todo el mundo tiene el derecho de “aparecerse”, de ponerse por un instante al frente del foco de la cámara y declarar que es el sistema quien ha fallado, no ellos. Es lo que pasa también en los relatos de Hasbún, que los personajes se inmolan (al matar su inocencia) y así quedan desterrados a los territorios inciertos de la madurez. La gran noticia es que la indolente vida líquida de la (post)postmodernidad y su banal cinismo que ya habían sido desterrados de la vida cotidiana gracias a los movimientos de los indignados, por fin comienzan a verse desplazados en la literatura contemporánea.
Textos como los de Hasbún nos confrontan con una realidad que -permítaseme la boutade- poco tiene de literaria, a pesar de que nos lo cuente Hasbún utilizando la simbología poética de esos seros precarios que son los adolescentes. No en vano, decía el recientemente fallecido Jorge Semprún en sus memorias Adiós, luz de veranos… que “la muerte no es sino uno de los rostros del ardor juvenil”.
Todo lo dicho carecería de importancia de no ser por la mano del escritor. Es decir, relatos construidos con fragmentos, textos quebrados, aposentados en estructuras lábiles y antojadizas, narraciones que yerran por el capricho de una realidad fútil, los hay a patadas. Sin embargo, es la mano maestra de Hasbún lo que eleva estos relatos de instantáneas de la contemporaneidad más vacua a síntesis de ésta.
Y esto lo hace el escritor boliviano gracias al uso preciso de las negaciones parciales, equívocas. Pero también con vacilaciones que afirman, que no cuestionan. Dos ejemplos: “sentí una rabia inmensa. O quizá era otra cosa” / “Pude hacer preguntas, pedir aclaraciones, insistir en algún detalles suelto […] pero perdí la oportunidad […] y a lo mejor nada de eso tenga la importancia que le otorgo”.
También ha de destacarse su uso de las descripciones, iluminadas por un tropo final: “No dijo nada. Casi nunca decía nada y eso me enamoró, su distancia, la manera en la que se movía alrededor de las cosas de las palabras, que parecían cosas cuando ella estaba cerca. Y también su tristeza. Como si estuviera recordando siempre una casa que luego fue demolida”. Y, por último, su uso majestuoso de las elipsis, gracias al recurso del cambio del punto de vista súbito.
En resumen, leyendo los relatos de Hasbún uno se abandona al calor del sentimiento de hermosa tragedia adolescente que los embarga y, sin darse cuenta, entre los elusivos vapores de sauna con los que se construyen los textos, la belleza salta frente a los ojos del lector: una pequeña gota de sudor que nos cae a los ojos, nos ciega y, zas, desaparece.
4.
Ladislao, el protagonista del cuento del mismo nombre, lo expresa así (y sirve esto, además, como poética para todo el libro): “El principio está ahí, en ese recorrido inútil y sin embargo necesario, en esas horas muertas, en lo que está a punto de suceder. El principio de la alegría y el principio del dolor. El principio de las cosas que parecen para siempre y luego se acaban”.
Así se me antoja a mí que es hoy nuestra realidad: vidas en espera aguardando por un próximo acontecer mágico que nunca llega y que, en las pocas ocasiones en las que se presenta, no dura más que un fugaz instante que nos deja trastornados y temerosos. Judith Butler (siguiendo a Isabell Lorey, pero especialmente a Lauren Berlant) llama a esto precariousness y dice que las manifestaciones en las calles de todos los indignados del mundo significan justamente un decir “hola, estoy aquí”, un reconocimiento del valor de esas formas líquidas de vida que se nos van evaporando hacia la desprotección, la pobreza, el desamparo.
Dice Butler que todo el mundo tiene el derecho de “aparecerse”, de ponerse por un instante al frente del foco de la cámara y declarar que es el sistema quien ha fallado, no ellos. Es lo que pasa también en los relatos de Hasbún, que los personajes se inmolan (al matar su inocencia) y así quedan desterrados a los territorios inciertos de la madurez. La gran noticia es que la indolente vida líquida de la (post)postmodernidad y su banal cinismo que ya habían sido desterrados de la vida cotidiana gracias a los movimientos de los indignados, por fin comienzan a verse desplazados en la literatura contemporánea.
Textos como los de Hasbún nos confrontan con una realidad que -permítaseme la boutade- poco tiene de literaria, a pesar de que nos lo cuente Hasbún utilizando la simbología poética de esos seros precarios que son los adolescentes. No en vano, decía el recientemente fallecido Jorge Semprún en sus memorias Adiós, luz de veranos… que “la muerte no es sino uno de los rostros del ardor juvenil”.
Rodrigo Hasbún
Nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Ha publicado el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogotá39 así como de la antología de Los mejores narradores jóvenes en español elaborada por la revista Granta. Con guiones co-escritos por él, dos de sus textos fueron llevados al cine recientemente. Vive desde hace algunos años en Ithaca, Nueva York.
Fuente: Duomo Ediciones
Nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Ha publicado el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogotá39 así como de la antología de Los mejores narradores jóvenes en español elaborada por la revista Granta. Con guiones co-escritos por él, dos de sus textos fueron llevados al cine recientemente. Vive desde hace algunos años en Ithaca, Nueva York.
Fuente: Duomo Ediciones