El verdadero Estado de nuestro tiempo es el dinero

La cultura postmoderna desecha como basura las instituciones democráticas


Vivimos bajo el imperio de la caducidad y la seducción, en el que el verdadero «Estado» es el dinero. Se trata de un tiempo post-histórico que ha abrazado de manera no consciente la cultura postmoderna desechando todo lo anterior como trastos viejos. Entre estos “trastos”, que ni siquiera son restos arqueológicos de poco valor sino basura, los más abultados son las Instituciones de los Estados Democráticos. Por Javier del Arco (*).


Javier del Arco
18/10/2013

Heráclito de Éfeso propuso un paradigma del mundo presidido por el cambio permanente, de manera que todo cambiaba y nada permanecía o era. Sin embargo, este sabio de Grecia no pensó en destruir la polis griega ni su areté. La postmodernidad actual está en ello.
 
En su obra “Modernidad Líquida” Zygmunt Bauman investiga cuáles son las características de las cúspides de la sociedades capitalistas, siempre muy minoritarias y rigurosamente diferentes de la sociedades burguesas o de las viejas hidalguías e infanzonías, tanto de la que se ha mantenido en transcurso del tiempo, como aquellas que han cambiado.
 
Un desmedido afán acumulativo
 
Destaquemos en primer lugar una característica del gran capital: la acumulación por la acumulación. Esta forma de proceder ha estado siempre presente en la estructura de los grandes capitales pero, en el llamado capitalismo tardío, esencialmente financiero y que se corresponde con el final de  la modernidad y comienzo operativo de la postmodernidad, dicho afán acumulativo adquiere un carácter nuclear.
 
Como consecuencia directa de ese desmedido afán acumulativo, se incrementa el individualismo de la población en general y las relaciones humanas devienen en precarias y volátiles. Se trata de competir, no de cooperar, incluso entre colegas. Así, cada vez menos se habla de equipos y mucho más de personajes providencia. Los caza-talentos fichan personas y no equipos conjuntados.
 
Se produce así una sensible disminución de la solidaridad y un incremento exponencial del egoísmo. Este último es una plaga que se extiende y de la que son paradigmas aquellos más pudientes. La sociedad líquida propicia ese cambio porque, como buena hija de la postmodernidad que niega cualquier gran relato, se aleja de cualquier conjunto de valores entrelazados entre si que se pudiesen nutrirse en fuentes humanísticas.
 
De manera que cualquier estructura potente que conforme un marco de justicia, especialmente justicia social, es indeseable.
 
Fluidificar para domesticar y consumir
 
La modernidad líquida, lo repetiremos hasta la saciedad,  es cambio continuo y transitoriedad. Ello implica necesariamente inquietud e inestabilidad. Se diría que los postmodernos líquidos propugnan esa inestabilidad para mantener al límite la tensión de los individuos. Ninguna faceta de la vida humana es estable, especialmente dos fundamentales: el trabajo y la familia.
 
De lo que se trata, escribe Bauman, es de relajar, fluidificar y, finalmente, diluir, cualquier norma que entrañe algún obstáculo para los grandes poderes económicos.
 
Así, desde el nacimiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Uruguay en 1993 –en cuyo proceso la inteligencia norteamericana echó el resto- se viene produciendo un proceso imparable de “desregulación, flexibilización y liberalización de los mercados» tal y como señala Bauman.
 
Todo ello genera un cúmulo de tensiones, no sólo sociales sino también existenciales. Estas últimas surgen cuando los humanos nos relacionamos mal –y lo hacemos cada vez peor- o simplemente prescindimos del otro, de nuestro prójimo, salvo para un disfrute material efímero, un uso divertido o placentero, convirtiéndolo, como dice Vicente Verdú, en un “sobjeto” híbrido esperpéntico de sujeto (persona) y objeto (material fungible).

El nuevo Estado como propiedad particular.
 
Estado versus estado. La sociedad líquida se ha segregado para que los modelos y estructuras sociales no puedan perdurar y por lo tanto tampoco enraizarse. Así, vivimos bajo el imperio de la caducidad y la seducción en el que el verdadero «Estado» es el dinero, por lo que se genera un marco en el que se renuncia a la memoria de los hechos, tanto generales como particulares.
 
El olvido no sólo del Ser –que tanto preocupó a Heidegger- sino también del pasado colectivo, constituyen una condición que caracteriza un tiempo post-histórico que ha abrazado de manera no consciente la cultura postmoderna desechando todo lo anterior como trastos viejos.
 
Entre estos “trastos”, que ni siquiera son restos arqueológicos de poco valor sino basura, los más abultados son las Instituciones de los Estados Democráticos
 
Una clase política que máquina su propia autodestrucción
 
Vivimos un periodo histórico de máxima incertidumbre. Nace así una sociedad de múltiples riesgos, en la que se han debilitado los sistemas de seguridad que protegían al individuo en lo social, lo económico, lo educacional, lo cultural, lo jurídico y todo lo que se relaciona con la integridad física y moral de la persona.
 
La nueva sociedad liquida rezuma riesgos e incógnitas. Y la clase política que habita en ella –al servicio de oscuros intereses espurios que en su momento no hurtaremos al lector-  es incapaz de percibir que en el fondo hoy labra, con mayor o menor presteza, su propia aniquilación.
 
Pero hay algo mucho peor en el horizonte que la desaparición de una élite política en el sentido “paretiano” de la misma. Ese eclipse sería bueno en si mismo porque dicha clase se halla deshecha por la corrupción y los particularismos.
 
La política democrática de calidad muy baja, crecientemente alejada de los ciudadanos, se devalúa día tras día y de esas devaluaciones surgen inevitablemente populismos que son antesala directa del totalitarismo.
 
 Y los hechos que acaecen parecen indicar que ese tiempo está próximo.
 


(*) Javier del Arco Carabias, Biólogo y Filósofo, es profesor de Universidad. Este artículo se publicó originalmente en su blog Filosofía de la Ciencia y la Tecnología, que edita en Tendencias21.



Javier del Arco
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